miércoles, 26 de diciembre de 2012

EL SÁBADO QUE CAYÓ DOMINGO

GUADAÑAZOS PARA LA                             
BeLLA ViLLA            
                " La literatura a tajo abierto"     

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Edición No. 50, diciembre  de 2012
Directores: Raúl Jaime Gaviria / Hernán Botero Restrepo
Publicación de Revista Asfódelo
Colaborador permanente: Rubén López Rodrigué
Correo electrónico: revistasfodelo@yahoo.com


EL SÁBADO QUE CAYÓ DOMINGO

Raúl Jaime Gaviria


    Y cuando desperté, el paraíso había desaparecido para siempre. Con esta insólita versión del cuento monterrosiano en la cabeza, cuentan que  se levantó Domingo aquella mañana sabatina luego de haber tenido un vívido sueño de amor con su esposa, muerta el mes anterior. Cuentan que justamente ese sábado hacía veinticinco años que Domingo la había desposado en la Catedral de Rio Grande Do Sul de donde ella era oriunda.

  Cuentan que al llegar la noche, subió Domingo a su habitación luego de contar uno a uno y por segunda vez en su vida los diecisiete escalones que conducían al segundo piso de la mansión. La primera había sido la noche de bodas, mientras llevaba a su amada entre los brazos. Cuentan que en esa época él era un hombre fuerte y robusto y los cincuenta kilogramos que pesaba su esposa se le hacían cinco gracias tanto a su fuerza como a su amor. Aquella noche contó hasta diecisiete con la alegría con la que el joven aprendiz cuenta  uno a uno los billetes de su primer sueldo.

  En cambio, ese sábado, según cuentan, Domingo con un pavoroso cansancio a cuestas, contó los diecisiete escalones con el tedio del que ya no tiene nada por contar. Jadeante,  finalmente logró llegar al segundo piso. A renglón seguido dio vuelta al pomo de la puerta de la habitación principal que se abrió no sin antes emitir un chirrido inquietante y, según cuentan, el ahogado jadeo de Domingo alcanzó su paroxismo al momento de ver  la etérea figura de su mujer sentada sobre la cama, dándole la espalda.

  A pesar de la infinita e indescriptible variedad de sentimientos entremezclados que tal visión le produjo, cuentan que Domingo se armó de un valor suficiente como para acercársele. No fue sino rozarle sutilmente el hombro con su mano para que el espectro volteara su cabeza fantasmagórica y al verlo emitiera un alarido de horror de una naturaleza tal que superaba toda posible imaginación humana, desapareciendo ipso facto. 

  Cuentan que Domingo, absolutamente desquiciado ante la escena que acababa de presenciar, bajó a  trompicones la escalera con el fin de escapar de aquella casa embrujada con tal mala suerte que ese sábado cayó Domingo. Y  murió, de un fatídico golpe en la cabeza, Domingo ese sábado. Finalmente cuentan que ese mismo sábado que cayó Domingo, éste se reunió con el ánima de su amada esposa que aún no se reponía del susto.  

martes, 18 de diciembre de 2012

Mirada crítica de Andrés Trapiello a Gabriel García Márquez

GUADAÑAZOS PARA LA                             
BeLLA ViLLA            
                " La literatura a tajo abierto"     

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Edición No. 49, diciembre  de 2012
Directores: Raúl Jaime Gaviria / Hernán Botero Restrepo
Publicación de Revista Asfódelo
Colaborador permanente: Rubén López Rodrigué
Correo electrónico: revistasfodelo@yahoo.com



Mirada crítica de Andrés Trapiello a Gabriel García Márquez

Hernán Botero Restrepo


  No resulta aventurado para los lectores que no se decantan de modo exclusivo por la escritura literaria neo-barroca y mágico-realista, el afirmar que el más grande escritor vivo de España es Andrés Trapiello (1953). “Trapiello o el archi-barroco José María Caballero Bonald” podríamos decir parodiando el título de George Steiner “Tolstoi o Dostoievski”. En uno de sus diarios y a propósito de la entonces reciente publicación de las Memorias del premio Nobel colombiano, Andrés Trapiello nos muestra a un García Márquez casi vociferante, que confunde el recuerdo con la realidad y que vive en las lindes de la indefinición política, aunque siempre fascinado por el poder. El análisis que en su crítica realiza posee una solidez indiscutible, que obliga a mirar a García Márquez con ojos que no lo vean a él y a su obra de modo extático y mistificador.

  Andrés Trapiello, autor de la titánica continuación del Quijote “Al morir Don Quijote”, novelista de primera categoría, poeta de obra tan poco numerosa como excelente, ensayista de temática histórico-literaria de muchos quilates y valioso renovador del género diarístico, en su serie de diarios “Salón de pasos perdidos” se ha ocupado del hombre público y del escritor García Márquez en varios de los tomos que integran sus diarios a los que subtitula "Una novela en marcha", y lo ha hecho en dos dominios temáticos: el de la inanidad del realismo-mágico, ese engendro en el que la pretendida magia es una magia sin magos, y en el de las memorias del escritor. En lo que respecta a lo primero, Trapiello no se cansa de señalar la gratuidad estética del episodio de “Remedios la bella” y su ascensión. Claro que lo mismo podría haberse fijado en otros episodios del mismo jaez, como el de la levitación del padre Carvajal, párroco de Macondo, el de las mariposas amarillas de Mauricio Babilonia y el del nacimiento del niño con cola de cerdo, entre otros.

  Creo que hay que enterarse de que la crítica no apologética de García Márquez no se reduce a los conceptos que emitieron en su momento Jorge Luis Borges y Pier Paolo Passolini. Basándonos en esta idea, estamos dispuestos desde este blog a enfrentar el tsunami de reacciones negativas que nuestra identificación con Trapiello a este respecto pueda  llegar a suscitar. Creemos que la avalancha de elogios incondicionales de la obra de García Márquez y de su persona ha impedido que aquella sea analizada en nuestro medio de una manera más ponderada y objetiva. Sin embargo en algo difiero de Trapiello, cuando afirma que García Márquez es comparable en un sentido negativo con Vicente Blasco Ibañez. Mis lecturas y relecturas del autor de "Sangre y arena" y "Los cuatro jinetes del Apocalipsis" me han hecho ver en el novelista valenciano a un gran narrador.

N.B.

(Para quienes ignoran la tesis sostenida por George Steiner en “Tolstoi o Dostoievski”).

  Steiner sostiene que por más que haya lectores que afirmen admirar tanto a Tolstoi como a Dostoievski, en el fondo aprecian más a uno que a otro. Gustar de Trapiello y de García Márquez a la vez, no obstante, es imposible, porque hay más afinidad entre el agua y el aceite que entre el colombiano y el español, y nadie diría que se experimenta lo mismo bebiendo aceite que bebiendo agua. Esta posición hay que matizarla, si se tienen en cuenta, como debe tenérselas, obras en las que García Márquez es un autor coherente, que parece estar en las antípodas de quien imaginó a Remedios la Bella, como es el caso de  “La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y su abuela desalmada” y “Crónica de una muerte anunciada”.

  Algo muy similar ocurre entre Trapiello y el ganador del premio Cervantes de este año, José María Caballero Bonald, autor barroco este hasta donde no es posible serlo más, diametralmente opuesto a Trapiello. Pareciera que en este caso pesaron más los muchos años dedicados a la literatura por parte de un escritor nacido en 1928, que la obra renovadora  de un escritor aún joven como Trapiello, aunque no es de sorprenderse, pues el Cervantes, más que un premio parece un pasaporte de lujo al otro mundo. Aunque no hay que dejar de reconocer algunas obras de mérito en Caballero Bonald, como lo son sus memorias.

  Como última consideración, en este orden de ideas, pensamos que se ha dilatado la confrontación directa entre la obra de Germán Espinosa y la de García Márquez, lo que constituye un vacío crítico imperdonable en un medio como el nuestro, de por si precario en escritores y obras de valía.







 

viernes, 7 de diciembre de 2012

El pobre millonario

GUADAÑAZOS PARA LA                             
BeLLA ViLLA            
                " La literatura a tajo abierto"     

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Edición No. 47, diciembre  de 2012
Directores: Raúl Jaime Gaviria / Hernán Botero Restrepo
Publicación de Revista Asfódelo
Colaborador permanente: Rubén López Rodrigué
Correo electrónico: revistasfodelo@yahoo.com



El realismo de este cuento de Rubén López Rodrigué abarca toda una vida o por lo menos lo que su protagonista considera que llega a ser su auténtica vida, la de un hombre al que la suerte ha vuelto rico y el que para él esto implique una felicidad tal que sin embargo no le impide pensar en aumentar sus caudales hasta llegar al punto de fungir como mendigo, agotando todos los recursos posibles para que su mendicidad sea lo más productiva posible. El cuento ilustra a la perfección qué consecuencias puede llegar a tener en un ser humano la deformada visión economicista del mundo. Es absolutamente consecuente con su percepción de la vida, el hecho de que todos los seres que le rodean, por más íntimos que sean, sufran las consecuencias de su mórbida avaricia. La agonía del personaje lo conduce a imaginarse situaciones metafísico-religiosas en las que él nunca llega a sentirse tan solo como para dejar de considerar una especie de compañía la oculta fortuna que ha sido el objeto de todos sus afectos y obsesiones. Se trata en resumen de un cuento que siendo costumbrista no incurre en ninguno de los lugares comunes a los que nos tiene habituados este sub-género literario en Colombia desde por lo menos el siglo XIX.
Los editores


El pobre millonario
Rubén López Rodrigué

En el atrio de la iglesia una expresión lastimera con claros visos desesperados extendía el brazo con un sombrero de jipi japa, cuadro que contrastaba con la imponencia de la iglesia empezada a construir en tiempos del padre Santacruz. El mendigo de labios entreabiertos de nuevo se quejaba de que su sombrero estaba vacío (la verdad es que a cada instante se escondía la plata) mientras adentro el cesto de la iglesia se llenaba de monedas y billetes. Había sacado un inmenso beneficio monetario y afectivo de una enorme llaga en su pie derecho.

Se santiguó cinco veces con el billete de mil dirigiendo su mirar nublado hacia el alto resplandor del mediodía. Era la hora del almuerzo pero prefirió quedarse extendiendo su mano a lo único que para él valía la pena en el mundo. Sus harapos no daban la menor sospecha de que el viejo Asepio, reconocido mendigo de la Felicia, era millonario y no disfrutaba de su fortuna ni la invertía.

El atrio de la iglesia, ineludible a los culpabilizados que se compadecían de sí mismos y compadecían a los demás, resultaba más rentable que la jardinera de la Plaza de los Fundadores donde antes permanecía sentado con un líchigo bajo el brazo, parpadeando constantemente para ayudar a despertar la conmiseración.

Oprimía con su figura andrajosa, con su mirar suplicante, con su voz trémula y apagada, con su mano larga y raquítica que no vacilaba en levantar, con sus insultos cuando no le daban. Y a los más ingenuos les hacía exigencias cada vez mayores, inclusive una colaboración hasta de cinco mil pesos para comprarse un pollo y poder alimentar a su familia de lagartijas.

El reloj de la iglesia marcó las seis de la tarde. El viejo Asepio se fue camino de su caído rancho de tapia revestida de boñiga y techo de palmeras en la Calle del Níspero. Le abrió uno de sus nietos, al que no saludó. Se fue directo al comedor y empezó a bostezar.

—Hambre no es porque hace quince días me comí una mora —dijo, no sin humor.

Su desflecada mujer le sirvió una humeante sopa de arroz sin carne. El viejo Asepio la ingirió con parsimonia y lástima. Apenas el día se vistió de negro le ordenó a su mujer y sus nietos acostarse para economizar luz. Se dirigió a la pieza de rebujo. Sacó las llaves de un bolsillo de su raído pantalón. Abrió la puerta, prendió una vela, entró y le echó llave a la pieza.

Habían pasado dos horas y su mujer le tocó a la puerta para anunciarle que la nueva vecina había venido para ofrecerse en lo que pudiera servir. A pesar de que la vecina no estaba acorde con la costumbre, el viejo Asepio no se apartó de su secreta actividad, y cuando calculó que se había marchado salió de la pieza y le preguntó a su mujer en la cama:

—¿Y cómo se llama la que vino?

—Doña Matilde —respondió enojada su mujer.

—¿Y prestará platica?

Esta vez su mujer no contestó y se volteó contra la pared, acostumbrada a la misma murmuración de su marido cada vez que éste conocía a alguien.

El viejo Asepio se encerró otra vez en la pieza de rebujo y prosiguió con su actividad. A la medianoche salió de allí como un ladrón clandestino y por vez primera se percató de que las horas nocturnas ya no le resultaban suficientes para tan dispendiosa labor.

A su avaricia de ojos borrados y aspecto lastimero no le bastaba con el entierro que se había sacado treinta años atrás y que el buscador de tesoros Críspulo Buitrago, con su intuición de zahorí, habría envidiado. En aquel entonces la pala de uno de sus trabajadores tropezó con una caja de metal, y al ser informado de ello por el propio albañil, Asepio le hizo desviar la excavación:

—No siga por ahí. Siga por allá —le dijo señalándole con el dedo un lugar alejado.

En el menor instante en que vio la oportunidad de no ser visto, Asepio apartó tierra con un azadón y medio inspeccionó el cofre. Entonces supo que era enorme y sospechó que encerraba algo que cambiaría radicalmente su hilacha de vida.

—Ya pueden irse a almorzar —les dijo a los tres albañiles que había contratado, a pesar de que eran las once y veinte de la mañana.

Los albañiles, habituados a salir a almorzar a la una de la tarde, abandonaron la construcción con el asombro reflejado en sus miradas, ya que Asepio les robaba tiempo y en cambio se enfurecía si llegaban dos o tres minutos tarde y otras veces no les permitía salir aduciendo que había mucho trabajo por hacer y que en tal caso les daría plata para que comieran algo en la tienda de la esquina. Eso sí: no más de quince minutos.

—Pero ¿qué compramos con quinientos pesos? —le preguntaban, a la vez, desconcertados.

—¡Mecato! ¡Mecato! —contestaba fingiendo estar disgustado.

Estando a solas, Asepio se valió de pico y pala y desenterró el cofre. En el momento en que pudo abrir la crujiente y oxidada tapa sus ojos borrados se abrieron y se encendieron. Y prometió no volver a trabajar nunca más, pues cualquier trabajo le disgustaba y cuando lo asumía no paraba de rebuznar.

Pero la sospecha invadió al albañil que se topó, mas no descubrió, la «cosa metálica». Sospecha que se le acentuó al regresar en la tarde y percatarse que su hallazgo ya no estaba en su lugar. Únicamente el agregado de la finca de Asepio vio a éste perderse por la quebrada con una gran caja de hierro a sus espaldas, hecho que le asombró sobremanera ya que ni dos hombres muy fuertes habrían podido con el cofre. Así que el trabajador le hizo notar con discreción:

—Mire patrón, usted debió haber encontrado algo grande, muy grande. Téngame en cuenta, pues aunque no sé exactamente qué había en ese cofre, yo lo vi primero.

—No se preocupe —le persuadió Asepio con voz susurrante. Y abriendo los ojos y poniendo el índice en sus labios agregó: —Quédese callado y no se arrepentirá.

Al día siguiente las manos callosas y gruesas del albañil recibieron un crucifijo de oro, con el cual Asepio obtuvo su silencio cómplice ante los dos albañiles restantes, quienes prosiguieron en la construcción de la casa sin sospechar siquiera que allí habían encontrado el más grande tesoro jamás descubierto en la Felicia.

Con todo, Asepio pensaba que la ambición no rompe el saco y se dedicó a pedir.

En las noches se encerraba en la pieza de rebujo para admirar su fortuna, pues su vida se reducía a pedir y a contar plata. Y en lugar de dar o prestar, prefería que los billetes se pudrieran en los costales de cabuya y que las monedas se oxidaran en los cientos de tarros de galletas.

En una vejez en que nada le complacía, salvo atesorar, en el invierno de la vida, se sentía muy infeliz no obstante el tener muchísimo dinero. Le angustiaba la soledad que a él no le servía de refugio y hogar y ello se reflejaba en su tono de solitario que no se sabe escuchado. Ni siquiera su nieta Zoyla, que se preciaba de ser muy compasiva, atendió a su demanda para que lo acompañara en su última estancia en la casa de campo. «Es tan pobre que no tiene sino plata», pensaba de su abuelo.

Esa riqueza de vetas escondidas era bien superior a la de Pastor Oyola Feria, reconocido como el rico del pueblo. Su avaricia, que no daba la hora ni el buen día, llegó hasta el punto de hacer colgar un racimo de bananos de una viga del techo para que lo vieran los nietos, se antojaran y ante su pedido poder darles un rotundo «no».

Una mañana de octubre presintió su fin y se acostó en su cama de madera ordinaria a esperar la muerte. «Sin nada vine a este perro mundo y sin nada me voy», se dijo para sus adentros. Sin embargo, cuando agonizaba con esa mueca inevitable de los muertos, su desflecada mujer entró a la habitación y el viejo Asepio estiró como una garra su mano y apretó un billete de mil pesos que tenía sobre el nochero. Y pensó que mientras dure su agonía la mujer haría lo mismo de siempre cuando él dormía: esculcarle los pantalones y comprar para darles qué comer a los hijos y nietos. Pues ¿no hacía él cocinar un hueso en agua hasta al cabo de las semanas sacarle toda la sustancia?

De modo que extrajo fuerzas no se sabe de donde y se incorporó en la cama, pateó la bacinilla, se puso la misma ropa de siempre y los zapatos al revés, y se aseguró que no le faltaran en sus bolsillos los billetes arrugados; y sin importarle las protestas airadas de su mujer se largó para la finca en la que no tendría un regazo para reclinar su cabeza al morir.

El agregado de la finca, que siempre lo veía dirigirse con su líchigo colgando del hombro por la quebrada de aguas mansas y vegetación herbácea, le manifestó con voz templada y pausada en su lecho de moribundo:

—Don Asepio, usted tiene toda su riqueza enterrada. Y le están sacando el entierro.

—¡Cuál! —exclamó levantando de la mugrienta almohada su cabeza encanecida, con ojos chispeantes y desorbitados—. ¿El del chocho o el del níspero?

—El que está por la quebrada —respondió en tono burlesco el agregado. Y salió de la habitación sin decir más palabra.

El viejo Asepio se quedó maldiciendo:

—¡Ladrones! ¡Bandidos! Ahora sí me enterraron del todo. ¡Buitres! ¡Chandas! ¡Infames! ¿Qué será de mí sin la plata y las joyas que me gané? Yo las necesitaba para llevármelas al cielo aunque no las compartiera con los angelitos. Ya sin nada es como irme a los infiernos a arder en las sartenes de los demonios. ¡Ahora sí me llevó el Patas! Pero no. Esto no es un purgatorio. Tampoco un infierno, noo. El infierno está aquí, en la tierra, y no en el «más allá». ¡Criminales! ¡Infames! ¡Desagradecidos ...!

Y a la par que la muerte con su boca indolente se posaba cual chapola negra sobre el viejo Asepio, esa misma noche el agregado se fue bordeando la quebrada, guiándose con una linterna, y a pico y pala desenterró los dos tesoros. Uno al pie del árbol del chocho. Y el otro, más grande aun, junto al árbol de níspero.



martes, 4 de diciembre de 2012

Un necesario recorderis


GUADAÑAZOS PARA LA                             
BeLLA ViLLA            
                " La literatura a tajo abierto"     

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Edición No. 46, diciembre  de 2012
Directores: Raúl Jaime Gaviria / Hernán Botero Restrepo
Publicación de Revista Asfódelo
Correo electrónico: revistasfodelo@yahoo.com


Un necesario recorderis

Hernán Botero Restrepo

Haciendo un recorrido por la mayoría de textos literarios dedicados al tema de los dictadores latinoamericanos, se echa de ver que entre las novelas que se han escrito sobre ellos, no se encuentran mencionadas algunas, imprescindibles por la muy temprana fecha de su aparición y por su gran calidad literaria.


Cabe recordar que las dos primeras ficciones de esta índole son: “Cabbages and Kings” del paradigmático cuentista norteamericano O’Henry (1904) y “La voluntad de vivir” de Vicente Blasco Ibáñez, que fue impresa en 1907 y cuyos 12.000 ejemplares el mismo autor mandó quemar. A pesar de esto muchos años después fue publicada. Con lo cual se demuestra que la novela “Tirano Banderas” de Valle Inclán no fue la primera en tratar el tema de las dictaduras latinoamericanas como generalmente se ha afirmado.


La novela de O’ Henry, no muy extensa, narra la vida en el poder, hasta su derrocamiento, de un dictador centroamericano y es una obra –la única novela que escribió el autor- que merece ser tan leída como sus famosos cuentos. En lo que compete a “La voluntad de vivir”, tanto como a “Cabbages and Kings” es preciso señalar que ambas están ambientadas, como muchos años después “El Otoño del patriarca” (G.G.M), en países tropicales muy convincentes, así se trate de repúblicas imaginarias.


Más recientemente, hay que señalar el vacío que la historia y la crítica literarias han hecho en torno a la novela “Del presidente no se burla nadie”, obra para nada desdeñable del colombiano Julio José Fajardo escenificada en Haití. Por otro lado está el hecho de que solo motivos de corrección política han convertido para los investigadores en tema tabú la variopinta y carnavalesca (en el mejor sentido) novela de Reinaldo Arenas “El color del verano” en la que se satiriza el régimen castrista.


Volviendo a “La voluntad de vivir” de Blasco Ibáñez, hay que señalar que en el dominio de las novelas sobre dictadores latinoamericanos, la obra del autor de “Sangre y arena” resulta atípica, puesto que el dictador es el narrador en primera persona de la obra (como sucede en “El Doctor Francia” de Augusto Roa Bastos). En la novela de Blasco Ibañez el protagonista lo hace a lo largo de los últimos años de su exilio en París en donde rememora, desde su punto de vista, su vida como tirano.


Para finalizar, es importante recalcar que no hay que ignorar que, en el ámbito latinoamericano también se han escrito obras de ficción y no ficción de carácter panegírico sobre dictadores, y curiosamente dos colombianos se encuentran entre sus autores. Las obras “Mi compadre” de Fernando González, apología del dictador venezolano Juan Vicente Gómez y “La isla iluminada” de Jose Antonio Osorio Lizarazo, patético retrato laudatorio de Rafael Leonidas Trujillo.