miércoles, 26 de agosto de 2015

"Castellano viejo" por Mariano José Larra

GUADAÑAZOS PARA LA                           
BeLLA ViLLA            
                " La literatura a tajo abierto"     

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Edición No. 203, agosto de 2015
Directores: 
Raúl Jaime Gaviria
Hernán Botero Restrepo





CASTELLANO VIEJO
Por Mariano José Larra


Ya en mi edad pocas veces gusto de alterar el orden que en mi manera de vivir tengo hace tiempo establecido, y fundo esta repugnancia en que no he abandonado mis lares ni un solo día para quebrantar mi sistema, sin que haya sucedido el arrepentimiento más sincero al desvanecimiento de mis engañadas esperanzas. Un resto, con todo eso, del antiguo ceremonial que en su trato tenían adoptado nuestros padres, me obliga a aceptar a veces ciertos convites a que parecería el negarse grosería, o por lo menos ridícula afectación de delicadeza.

Andábame días pasados por esas calles a buscar materiales para mis artículos. Embebido en mis pensamientos, me sorprendí varias veces a mí mismo riendo como un pobre hombre de mis propias ideas y moviendo maquinalmente los labios; algún tropezón me recordaba de cuando en cuando que para andar por el empedrado de Madrid no es la mejor circunstancia la de ser poeta ni filósofo; más de una sonrisa maligna, más de un gesto de admiración de los que a mi lado pasaban, me hacía reflexionar que los soliloquios no se deben hacer en público; y no pocos encontrones que al volver las esquinas di con quien tan distraída y rápidamente como yo las doblaba, me hicieron conocer que los distraídos no entran en el número de los cuerpos elásticos, y mucho menos de los seres gloriosos e impasibles. En semejante situación de mi espíritu, ¿qué sensación no debería producirme una horrible palmada que una gran mano, pegada (a lo que por entonces entendí) a un grandísimo brazo, vino a descargar sobre uno de mis hombros, que por desgracia no tienen punto alguno de semejanza con los de Atlante?

No queriendo dar a entender que desconocía este enérgico modo de anunciarse, ni desairar el agasajo de quien sin duda había creído hacérmele más que mediano, dejándome torcido para todo el día, traté sólo de volverme por conocer quien fuese tan mi amigo para tratarme tan mal; pero mi castellano viejo es hombre que cuando está de gracias no se ha de dejar ninguna en el tintero. ¿Cómo dirá el lector que siguió dándome pruebas de confianza y cariño? Echome las manos a los ojos y sujetándome por detrás:
-¿Quién soy? -gritaba alborozado con el buen éxito  de su delicada travesura-. ¿Quién soy?
«Un animal», iba a responderle; pero me acordé de repente de quién podría ser, y sustituyendo cantidades iguales:
-Braulio eres -le dije.
Al oírme, suelta sus manos, ríe, se aprieta los ijares, alborota la calle y pónenos a entrambos en escena.
-¡Bien, mi amigo! ¿Pues en qué me has conocido?
-¿Quién pudiera sino tú...?
-¿Has venido ya de tu Vizcaya?
-No, Braulio, no he venido.
-Siempre el mismo genio. ¿Qué quieres?, es la pregunta del español. ¡Cuánto me alegro de que estés aquí! ¿Sabes que mañana son mis días?
-Te los deseo muy felices.
-Déjate de cumplimientos entre nosotros; ya sabes que yo soy franco y castellano viejo: el pan pan y el vino vino; por consiguiente exijo de ti que no vayas a dármelos; pero estás convidado.
-¿A qué?
-A comer conmigo.
-No es posible.
-No hay remedio.
-No puedo -insisto ya temblando.
-¿No puedes?
-Gracias.
-¿Gracias? Vete a paseo; amigo, como no  soy el duque de F..., ni el conde de P...
¿Quién se resiste a una sorpresa de esta especie?¿Quién quiere parecer vano?
-Pues si no es eso -me interrumpe-, te espero a las dos; en casa se come a la española; temprano.
Tengo mucha gente: tendremos al famoso X., que nos improvisará de lo lindo; T. nos cantará de sobremesa una rondeña con su gracia natural; y por la noche J. cantará y tocará alguna cosilla.
Esto me consoló algún tanto, y fue preciso ceder: un día malo, dije para mí, cualquiera lo pasa; en este mundo para conservar amigos es preciso tener el valor de aguantar sus obsequios.
-No faltarás, si no quieres que riñamos.
-No faltaré -dije con voz exánime y ánimo decaído, como el zorro que se revuelve inútilmente dentro de la trampa donde se ha dejado coger.
-Pues hasta mañana -y me dio un torniscón por despedida.
Vile marchar como el labrador ve alejarse la nube de su sembrado,  y quedeme discurriendo cómo podían entenderse estas amistades tan hostiles y tan funestas.

Ya habrá conocido el lector, siendo tan perspicaz como yo le imagino, que mi amigo Braulio está muy lejos de pertenecer a lo que se llama gran mundo y sociedad de buen tono, pero no es tampoco un hombre de la clase inferior, puesto que es un empleado de los de segundo orden, que reúne entre su sueldo y su hacienda cuarenta mil reales de renta; que tiene una cintita atada al ojal y una crucecita a la sombra de la solapa; que es persona, en fin, cuya clase, familia y comodidades de ninguna manera se oponen a que tuviese una educación más escogida y modales más suaves e insinuantes. Mas la vanidad le ha sorprendido por donde ha sorprendido casi siempre a toda o a la mayor parte de nuestra clase media, y a toda nuestra clase baja. Es tal su patriotismo, que dará todas las lindezas del extranjero por un dedo de su país. Esta ceguedad le hace adoptar todas las  responsabilidades de tan inconsiderado cariño; de paso que defiende que no hay vinos como los españoles, en lo cual bien pude de tener razón, defiende que no hay educación como la española, en lo cual bien pudiera no tenerla; a trueque de defender que el cielo de Madrid es purísimo, defenderá que nuestras manolas son las más encantadoras de todas las mujeres: es un hombre, en fin, que vive de exclusivas, a quien le sucede poco más o menos lo que a una parienta mía, que se muere por las jorobas sólo porque tuvo un querido que llevaba una excrecencia bastante visible sobre entrambos omóplatos.

No hay que hablarle, pues, de estos usos sociales, de estos respetos mutuos, de estas reticencias urbanas, de esa delicadeza de trato que establece entre los hombres una preciosa armonía, diciendo sólo lo que debe agradar y callando siempre lo que puede ofender. Él se muere «por plantarle una fresca al lucero del alba», como suele decir, y cuando tiene un   resentimiento, se le «espeta a uno cara a cara». Como tiene trocados todos los frenos, dice de los cumplimientos que ya sabe lo que quiere decir «cumplo» y «miento»; llama a la urbanidad hipocresía, y a la decencia monadas; a toda cosa buena le aplica un mal apodo; el lenguaje de la finura es para él poco más que griego: cree que toda la crianza está reducida a decir «Dios guarde a ustedes» al entrar en una sala, y añadir «con permiso de usted» cada vez que se mueve; a preguntar a cada uno por toda su familia, y a despedirse de todo el mundo; cosas todas que así se guardará él de olvidarlas como de tener pacto con franceses. En conclusión, hombres de estos que no saben levantarse para despedirse sino en corporación con alguno o algunos otros, que han de dejar humildemente debajo de una mesa su sombrero, que llaman su «cabeza», y que cuando se hallan en sociedad por desgracia sin un socorrido bastón, darían cualquier cosa por no tener manos ni brazos, porque en realidad  no saben dónde ponerlos, ni qué cosa se puede hacer con los brazos en una sociedad.

Llegaron las dos, y como yo conocía ya a mi Braulio, no me pareció conveniente acicalarme demasiado para ir a comer; estoy seguro de que se hubiera picado; no quise, sin embargo, excusar un frac de color y un pañuelo blanco, cosa indispensable en un día de días en semejantes casas; vestime sobre todo lo más despacio que me fue posible, como se reconcilia al pie del suplicio el infeliz reo, que quisiera tener cien pecados más que contar para ganar tiempo; era citado a las dos, y entré en la sala a las dos y media.

No quiero hablar de las infinitas visitas ceremoniosas que antes de la hora de comer entraron y salieron en aquella casa, entre las cuales no eran de despreciar todos los empleados de su oficina, con sus señoras y sus niños, y sus capas, y sus paraguas, y sus chanclos, y sus perritos; dejome en   blanco los necios cumplimientos que se dijeron al señor de los días; no hablo del inmenso círculo con que guarnecía la sala el concurso de tantas personas heterogéneas, que hablaron de que el tiempo iba a mudar, y de que en invierno suele hacer más frío que en verano. Vengamos al caso: dieron las cuatro y nos hallamos solos los convidados. Desgraciadamente para mí, el señor de X., que debía divertirnos tanto, gran conocedor de esta clase de convites, había tenido la habilidad de ponerse malo aquella mañana; el famoso T. se hallaba oportunamente comprometido para otro convite; y la señorita que tan bien había de cantar y tocar estaba ronca, en tal disposición que se asombraba ella misma de que se la entendiese una sola palabra, y tenía un panadizo en un dedo. ¡Cuántas esperanzas desvanecidas!

-Supuesto que estamos los que hemos de comer -exclamó don Braulio-, vamos a la mesa, querida mía.
-Espera un momento -le contestó su esposa  casi al oído-, con tanta visita yo he faltado algunos momentos de allá dentro y...
-Bien, pero mira que son las cuatro.
-Al instante comeremos.
Las cinco eran cuando nos sentábamos a la mesa.
-Señores -dijo el anfitrión al vernos titubear en nuestras respectivas colocaciones-, exijo la mayor franqueza; en mi casa no se usan cumplimientos. ¡Ah, Fígaro!, quiero que estés con toda comodidad; eres poeta, y además estos señores, que saben nuestras íntimas relaciones, no se ofenderán si te prefiero; quítate el frac, no sea que le manches.
-¿Qué tengo de manchar? -le respondí, mordiéndome los labios.
-No importa, te daré una chaqueta mía; siento que no haya para todos.
-No hay necesidad.
-¡Oh!, sí, sí, ¡mi chaqueta! Toma, mírala; un poco ancha te vendrá.
-Pero, Braulio...
-No hay remedio, no te andes con etiquetas.

Y en esto me quita él mismo el frac, velis nolis, y quedo sepultado en una cumplida chaqueta rayada, por la  cual sólo asomaba los pies y la cabeza, y cuyas mangas no me permitirían comer probablemente. Dile las gracias: ¡al fin el hombre creía hacerme un obsequio!
Los días en que mi amigo no tiene convidados se contenta con una mesa baja, poco más que banqueta de zapatero, porque él y su mujer, como dice, ¿para qué quieren más? Desde la tal mesita, y como se sube el agua del pozo, hace subir la comida hasta la boca, adonde llega goteando después de una larga travesía; porque pensar que estas gentes han de tener una mesa regular, y estar cómodos todos los días del año, es pensar en lo excusado. Ya se concibe, pues, que la instalación de una gran mesa de convite era un acontecimiento en aquella casa; así que se había creído capaz de contener catorce personas que éramos en una mesa donde apenas podrían comer ocho cómodamente. Hubimos de sentarnos de medio lado, como quien va a arrimar el hombro a la comida, y entablaron los codos de los convidados íntimas relaciones entre sí con la más fraternal inteligencia del mundo. Colocáronme por mucha distinción entre un niño de cinco años, encaramado en unas almohadas que era preciso enderezar a cada momento porque las ladeaba la natural turbulencia de mi joven adlátere, y entre uno de esos hombres que ocupan en el mundo el espacio y sitio de tres, cuya corpulencia por todos lados se salía de madre de la única silla en que se hallaba sentado, digámoslo así, como en la punta de una aguja. Desdobláronse silenciosamente las servilletas, nuevas a la verdad, porque tampoco eran muebles en uso para todos los días, y fueron izadas por todos aquellos buenos señores a los ojales de sus fraques como cuerpos intermedios entre las salsas y las solapas.

-Ustedes harán penitencia, señores -exclamó el anfitrión una vez sentado-; pero hay que hacerse cargo de que no estamos en Genieys -frase que creyó  preciso decir.
Necia afectación es ésta, si es mentira, dije yo para mí; y si verdad, gran torpeza convidar a los amigos a hacer penitencia.

Desgraciadamente no tardé mucho en conocer que había en aquella expresión más verdad de la que mi buen Braulio se figuraba. Interminables y de mal gusto fueron los cumplimientos con que para dar y recibir cada plato nos aburrimos unos a otros.

-Sírvase usted.
-Hágame usted el favor.
-De ninguna manera.
-No lo recibiré.
-Páselo usted a la señora.
-Está bien ahí.
-Perdone usted.
-Gracias.
-Sin etiqueta, señores -exclamó Braulio, y se echó el primero con su propia cuchara.

Sucedió a la sopa un cocido surtido de todas las sabrosas impertinencias de este engorrosísimo, aunque buen plato; cruza por aquí la carne; por allá la verdura; acá los garbanzos; allá el jamón; la gallina por derecha; por medio el tocino; por izquierda los embuchados de Extremadura. Siguiole un plato de ternera mechada, que Dios  maldiga, y a éste otro y otros y otros; mitad traídos de la fonda, que esto basta para que excusemos hacer su elogio, mitad hechos en casa por la criada de todos los días, por una vizcaína auxiliar tomada al intento para aquella festividad y por el ama de la casa, que en semejantes ocasiones debe estar en todo, y por consiguiente suele no estar nada.

-Este plato hay que disimularle -decía ésta de unos pichones-; están un poco quemados.
-Pero, mujer...
-Hombre, me aparté un momento, y ya sabes lo que son las criadas.
-¡Qué lástima que este pavo no haya estado media hora más al fuego! Se puso algo tarde.
-¿No les parece a ustedes que está algo ahumado este estofado?
-¿Qué quieres? Una no puede estar en todo.
-¡Oh, está excelente! -exclamábamos todos dejándonoslo en el plato-. ¡Excelente!
-Este pescado está pasado.
-Pues en el despacho de la diligencia del fresco dijeron que acababa de llegar. ¡El criado es tan bruto!
-¿De dónde se ha traído este vino?
-En eso no tienes razón, porque es...
-Es malísimo.

Estos diálogos cortos iban exornados con una infinidad de miradas furtivas del marido para advertirle continuamente a su mujer alguna negligencia, queriendo darnos a entender entrambos a dos que estaban muy al corriente de todas las fórmulas que en semejantes casos se reputan finura, y que todas las torpezas eran hijas de los criados, que nunca han de aprender a servir. Pero estas negligencias se repetían tan a menudo, servían tan poco ya las miradas, que le fue preciso al marido recurrir a los pellizcos y a los pisotones; y ya la señora, que a duras penas había podido hacerse superior hasta entonces a las persecuciones de su esposo, tenía la faz encendida y los ojos llorosos.
-Señora, no se incomode usted por eso -le dijo el que a su lado tenía.
-¡Ah!, les aseguro a ustedes que no vuelvo a hacer estas cosas en casa; ustedes no saben lo que es esto; otra vez, Braulio,  iremos a la fonda y no tendrás...
-Usted, señora mía, hará lo que...
-¡Braulio! ¡Braulio!
Una tormenta espantosa estaba a punto de estallar; empero todos los convidados a porfía probamos a aplacar aquellas disputas, hijas del deseo de dar a entender la mayor delicadeza, para lo cual no fue poca parte la manía de Braulio y la expresión concluyente que dirigió de nuevo a la concurrencia acerca de la inutilidad de los cumplimientos, que así llamaba él a estar bien servido y al saber comer. ¿Hay nada más ridículo que estas gentes que quieren pasar por finas en medio de la más crasa ignorancia de los usos sociales; que para obsequiarle le obligan a usted a comer y beber por fuerza, y no le dejan medio de hacer su gusto? ¿Por qué habrá gentes que sólo quieren comer con alguna más limpieza los días de días?

A todo esto, el niño que a mi izquierda tenía, hacía saltar las aceitunas a un plato de magras con tomate, y una vino a parar a uno de mis ojos, que no volvió a ver claro en todo el día; y el señor gordo de mi derecha había tenido la precaución de ir dejando en el mantel, al lado de mi pan, los huesos de las suyas, y los de las aves que había roído; el convidado de enfrente, que se preciaba de trinchador, se había encargado de hacer la autopsia de un capón, o sea gallo, que esto nunca se supo: fuese por la edad avanzada de la víctima, fuese por los ningunos conocimientos anatómicos del victimario, jamás parecieron las coyunturas. «Este capón no tiene coyunturas», exclamaba el infeliz sudando y forcejeando, más como quien cava que como quien trincha. ¡Cosa más rara! En una de las embestidas resbaló el tenedor sobre el animal como si tuviera escama, y el capón, violentamente despedido, pareció querer tomar su vuelo como en sus tiempos más felices, y se posó en el mantel tranquilamente como pudiera en un palo de un gallinero.

El susto fue general y la alarma llegó a su colmo cuando un surtidor de  caldo, impulsado por el animal furioso, saltó a inundar mi limpísima camisa: levántase rápidamente a este punto el trinchador con ánimo de cazar el ave prófuga, y al precipitarse sobre ella, una botella que tiene a la derecha, con la que tropieza su brazo, abandonando su posición perpendicular, derrama un abundante caño de Valdepeñas sobre el capón y el mantel; corre el vino, auméntase la algazara, llueve la sal sobre el vino para salvar el mantel; para salvar la mesa se ingiere por debajo de él una servilleta, y una eminencia se levanta sobre el teatro de tantas ruinas. Una criada toda azorada retira el capón en el plato de su salsa; al pasar sobre mí hace una pequeña inclinación, y una lluvia maléfica de grasa desciende, como el rocío sobre los prados, a dejar eternas huellas en mi pantalón color de perla; la angustia y el aturdimiento de la criada no conocen término; retírase atolondrada sin acertar con las excusas; al volverse tropieza con el criado que traía una  docena de platos limpios y una salvilla con las copas para los vinos generosos, y toda aquella máquina viene al suelo con el más horroroso estruendo y confusión. «¡Por San Pedro!», exclama dando una voz Braulio difundida ya sobre sus facciones una palidez mortal, al paso que brota fuego el rostro de su esposa. «Pero sigamos, señores, no ha sido nada», añade volviendo en sí.

¡Oh honradas casas donde un modesto cocido y un principio final constituyen la felicidad diaria de una familia, huid del tumulto de un convite de día de días! Sólo la costumbre de comer y servirse bien diariamente puede evitar semejantes destrozos.

¿Hay más desgracias? ¡Santo cielo! ¡Sí las hay para mí, infeliz! Doña Juana, la de los dientes negros y amarillos, me alarga de su plato y con su propio tenedor una fineza, que es indispensable aceptar y tragar; el niño se divierte en despedir a los ojos de los concurrentes los huesos disparados de las cerezas; don Leandro me hace probar el manzanilla exquisito, que he rehusado, en su misma copa, que conserva las indelebles señales de sus labios grasientos; mi gordo fuma ya sin cesar y me hace cañón de su chimenea; por fin, ¡oh última de las desgracias!, crece el alboroto y la conversación; roncas ya las voces, piden versos y décimas y no hay más poeta que Fígaro.
-Es preciso.
-Tiene usted que decir algo -claman todos.
-Désele pie forzado; que diga una copla a cada uno.
-Yo le daré el pie: «A don Braulio en este día».
-Señores, ¡por Dios!
-No hay remedio.
-En mi vida he improvisado.
-No se haga usted el chiquito.
-Me marcharé.
-Cerrar la puerta.
-No se sale de aquí sin decir algo.

Y digo versos por fin, y vomito disparates, y los celebran, y crece la bulla y el humo y el infierno.
A Dios gracias, logro escaparme de aquel nuevo Pandemonio. Por fin, ya respiro el aire fresco y desembarazado de la calle; ya no hay necios, ya no hay castellanos viejos a mi alrededor.

-¡Santo Dios, yo te doy gracias, exclamo respirando, como el ciervo que acaba de escaparse de una docena de perros y que oye ya apenas sus ladridos; para de aquí en adelante no te pido riquezas, no te pido empleos, no honores; líbrame de los convites caseros y de días de días; líbrame de estas casas en que es un convite un acontecimiento, en que sólo se pone la mesa decente para los convidados, en que creen hacer obsequios cuando dan mortificaciones, en que se hacen finezas, en que se dicen versos, en que hay niños, en que hay gordos, en que reina, en fin, la brutal franqueza de los castellanos viejos! Quiero que, si caigo de nuevo en tentaciones semejantes, me falte un roastbeef, desaparezca del mundo el beefsteak, se anonaden los timbales de macarrones, no haya pavos en Périgueux, ni pasteles en Perigord, se sequen los viñedos de Burdeos, y beban, en fin, todos menos yo la deliciosa espuma del champagne.

Concluida mi deprecación mental, corro a mi habitación a despojarme de mi camisa y de mi pantalón, reflexionando en mi interior que no son unos todos los hombres, puesto que los de un mismo país, acaso de un mismo entendimiento, no tienen las mismas costumbres, ni la misma delicadeza, cuando ven las cosas de tan distinta manera. Vístome y vuelo a olvidar tan funesto día entre el corto número de gentes que piensan, que viven sujetas al provechoso yugo de una buena educación libre y desembarazada, y que fingen acaso estimarse y respetarse mutuamente para no incomodarse, al paso que las otras hacen ostentación de incomodarse, y se ofenden y se maltratan, queriéndose y estimándose tal vez verdaderamente.

miércoles, 19 de agosto de 2015

Fisiología y chistes del cigarro por Serafín Estebánez Calderón

GUADAÑAZOS PARA LA                           
BeLLA ViLLA            
                " La literatura a tajo abierto"     

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Edición No. 202, agosto de 2015
Directores: 
Raúl Jaime Gaviria
Hernán Botero Restrepo




Escenas andaluzas / Serafín Estébanez Calderón

Fisiología y chistes del cigarro

Que forman brocado de una y otra haz, águila imperial de dos cabezas y huevo de dos yemas, con los donaires de la capa

[...] Hallaron estos dos cristianos por el camino mucha gente que atravesaban a sus pueblos, mujeres y hombres: siempre los hombres con un tizón en las manos y ciertas hierbas para tomar sus sahumerios, que son unas hierbas secas metidas en una cierta hoja seca también a manera de mosquete hecho de papel de los que hacen los muchachos la pascua del Spíritu Santo: y encendido por la una parte dél, por la otra chupan, o sorben, o reciben con el resuello para adentro, aquel humo, con el cual se adormecen las carnes, y cuasi emborracha, y así diz que no sienten el cansancio. Estos mosquetes o como los llamáremos, llaman ellos tabacos.

                                                                       (Las Casas, Historia general de las Indias)                          

En cuanto a mi persona en cuerpo y alma, me llaman Puntillas, hijo de Puntales, nieto de Punzones y biznieto tataranieto de los Puntas y Collares todos, que han militado en el barrio de San Bernardo en nuestra universidad de Sevilla. A mi madre la llamaron la Puntera, hija de la Puntaalegre y nieta de Trespuntos, coligada por la sangre con las Poncelas averiadas de Osuna y con las Punterolas, Repuntadas, Estrechipuntas y Puntilames que vivieron en Cádiz morigeradamente en lo que cabe, en ciertas casas bajas de techo, pero de alta nombradía, que se parecían enfrente del castillo de Puntales, orillitas del mar y cerca del ventorrillo del Tuerto. Dejando a cada cual de mis abolengos que prueben y motiven de legítima y originaria derivación de sus apellidos, en cuanto a mí, yo sólo sabré decir que si en retintín mi nombre puede hacer son con los que muestra mi esclarecida alcurnia, todavía me supe ganar yo por mis propios merecimientos el renombre de Puntillas, por la singular afición que desde tamañito saqué de buscar, allegar y hacer caudal de todos los cabos, restos, trozos, pedazos y puntas de cigarro que por doquiera hallaba. Mientras otros mis compañeros de inferior edad y más bajos pensamientos se enamoraban con fe ciega, pero no con menor afición, de los pañizuelos, carteras, petacas, cartapacios y otras menudencias que se embozaban honestamente en este bolsillo o aquella faltriquera, sacándolos de su morada sin venia y beneplácito del Gobernador o Vicario, yo, dando por insegura, aunque muy sabrosa por lo lucrativa, aquella nueva especie de corso, daba en tanto modesto entretenimiento a mi filosofía peripatética, paseando, discurriendo y divagando por entre los trebejos de los cafés y tertulias, y por entre los andenes y lunetas de los coliseos y teatros, dando agradable cebo así a esta nueva clase de caza y montería. Mis despojos y trofeos de tal mariscar, así contaban con muestras de los vegueros, panetelas, regalías y ciento en boca de la Habana, como con retales de toda laya de Virginia, rehuz y desperdicio del Brasil y Prayapreta, retirándome casi siempre al reducido zaquizamí de mi chiscón con pañuelos colmados de estos tesoros. Todos ellos puestos al pique ya de sendas tijeras o tajantes cuchillas, triturados debidamente, acribados con limpieza y pasando por la hábil manipulación de mi buen ingenio y arte, ofrecían agradable materia para los inteligentes, que se embebecían de placer saboreándola en los pulcros, lindos y encanutados pitillos en que yo me la sabía embutir y acomodar. El buen crédito de mi mercancía aumentaba el de mi persona, y ambos valimientos me alzaron a mayores, y comencé a verme de mano a mano, de una parte con los saboreadores del humo, alias fumadores, y de otra con los tratantes y traficadores, así marítimos como terrestres, del precioso fruto de la Habana. Yo, que en todo quiero tener suficiencia razonable en lo que trato y contrato, para alcanzar autoridad, no sólo para con los otros, sino también para mi dignidad propia, me propuse adquirir idoneidad exquisita en tan curioso y enrevesado ramo. Puedo decir, en verdad, que si daba feria a la mitad de mi mercancía, de la otra mitad era yo mismo el más goloso consumidor, pasándome las horas que no empleaba en mis excursiones y manipulación, en quemar agradablemente mis propios pitillos entre los labios, dormidos casi los ojos en soñoliento placer, y viendo desvanecerse en el espacio, bien de la Puerta de Tierra viendo jugar al sacanete y parar, o en los garitos y casas de gente buena, las espirales caprichosas y azuladas del humo que se columpiaba y perdía mansamente. Aseguro en mi conciencia, que si en los tiempos del Manco de Lepanto hubiera estado, cuanto lo está en el día, puesto en práctica y corriente el uso del tabaco, las trazas del señor Monipodio hubieran sido más fértiles y adecuadas, y más listos y avisados habríanse dejado ver aquellas dos figuras de los señores Rinconete y Cortadillo, que tanto nos edifican, sin embargo, a los que en siglos posteriores y menos afortunados seguimos su santo ejemplo, con más devoción que fortuna, por esta Tebaida de Sevilla, Cádiz y otras partes, sin excluir a Ceuta. Cuando un hombre de sangre regocijada en las venas y con algo de chirumen en la cabeza va bebiéndose sabrosamente el espíritu de un cigarro, no haya miedo que le asistan sino pensamientos de grande alteza y utilidad, siendo mucho de notar que estos pensamientos crecen de importancia conforme el holocausto se va consumiendo, de manera que, al llegar el cigarro a la cola, presta al fumador la mayor inteligencia posible, y se la monta, hablando con perdón, a la quincuagésima potencia. Para mí esto es tan cierto, que cuando Colón resolvió la posibilidad de un nuevo mundo y Hernán Cortés decidió la conquista de Méjico, si es que entonces no estaban ya en uso los cigarros, algo sin duda se chupaban entonces, y no era el dedo, que es justamente lo que nosotros nos chupamos en la cuestión agradable que estamos viendo entre ese mismo Méjico y los Estados Unidos (severos moralistas, como todos conocemos).
Esto os hará conocer, señores míos, que este chupe del chapamiento del cigarro va por encontrado camino, en cuanto a resultas y efectos de la chupandina de las sabrosas salsas y suculentos bocados que en otro tiempo era prebenda de cierta gente que ya pasó, y que hoy disfrutan mutatis mutandis, y todo es igual; los que han entrado en el goce y disfrute de las medias provincias que poseían los Cartujos, Benitos, Bernardos, Jerónimos y demás amigos. Esta chupandina, según el decir de las gentes, daba crasitud a la humoración, prestaba obesidad al cerviguillo, pereza al entendimiento, tardanza imaginativa y mucho trastrueque en las funciones del entendimiento, al paso que el regalado chupe de un cigarro despabila los sentidos, aviva el ánimo, regocija el alma y la sugiere los pensamientos más sutiles y los medios, no por ingeniosos menos adecuados, para llevarlos a provechoso cumplimiento. Esto es tan cierto, que cuando yo, recostado en el respaldo de alguna silla, veía entre cuatro amigos que echaban un resto a primera, al golfo o a la flor, o cualquier otro juego de envite y azar, jamás dejó de ocurrírseme el servir de atalaya y vigía de aviso para mi camarada de enfrente. Mi puntilla o cola entre los labios, trasteándola acertadamente, y con clave convenida, desde el diestro al siniestro entrecijo de la boca, marcaba, con más seguridad que la hora del reloj de San Pablo, los puntos de mi facistol, desde veinticuatro al treinta, o lo que a bien venía o el caso requiriese, sin omitir su santo y contraseña para esto del flux u otros naufragios semejantes.
Aquí llegaba el doctor Puntillas, que con las buenas gracias y feliz aplicación del chiste de sus cigarrillos nos había hecho asomar algo de sonrisa en los labios, cuando yo, queriendo zaherir en algo al antiguo interlocutor, apellidándolo en forma, le dije:
-En verdad, Capita, que para otra ocasión debes tomar ejemplo de tu amigo Puntillas, si has de repetir el encomio de los donaires de tu capa. He ahí una relación lisa y llana, no falta de novedad, y sin esas escabrosidades de erudición, citas y apostillas que hubieran hecho insoportable tu discurso, si mi autoridad y buena razón no te lo hubieran hecho chapodar y talar con mano airada, y aun todavía fuera inadmisible entre gentes de menos indulgencia que nosotros.
-Alto allá (dijo Puntillas); que esa razón, si puede tomarse por reprimenda a mi compañero, puede considerarse también como invectiva a este mi romanzado tan por liso y raso, y tan poco empavesado de las flámulas y gallardetes de mi mucha letra y sabiduría.
-No he querido yo, buen Puntillas (repliqué), poner en duda la certeza de tus peregrinos conocimientos en la materia...
-Pues al buen pagador no le duelen prendas; y nadie a mí me pisó la cola, ni rayó más alto que yo, ni me ensalivó la oreja, y por mucho menos en esto de los decires y de la conversación por lo pintado y lindo, porque a mí me llamaron pico de oro, devano palabras por madejas, y sé más casos y sucedidos que D. Pedro de Portugal, que corrió las siete partidas del mundo, y tengo más respuestas y acertijos que la doncella Teodor. Acaso vuesas mercedes me miren como fumadorcillo de aguachirle, romancista y sin matrícula ni título, y supongan que no cursé, ni por tiempo conveniente, ni con maestro autorizado y de nombradía, la materia que trato y contrato, y en la cual soy doctor de a claustro pleno, y no de los de tibi quoque.
-No te sobresaltes (iba a decirle yo), querido Puntillas, -cuando, reforzándose de palabras, y atragantándose de razones, prosiguió con rabiosa grandilocuencia desta manera:
-Porque, señores, soy doctor de cuatro borlas, celeste, rosácea, morada, verde, y maestro en artes además, en este arte liberal del tabaco y cigarrillo, y nadie que en algo estime su honra será osado a entrar en oposiciones conmigo. En cuanto a medicina, me sé de coro las condiciones, virtudes y calidades de esta planta, sus especies, sus nombres, si es buena o nociva, si aprieta, si laxa, si chupa, si escupe, y demás menudencias. En cuanto a teología y derecho canónico, ¿quién como yo podrá decidir las interesantes cuestiones de si el cucarachero por las narices o el habano por los labios y fauces quebrantan el ayuno natural o formal? ¿Quién establecer la diferencia del por qué el polvo puede absorberse en el templo y el fumar ni por las nubes? En cuanto a lo de leves, vuélvome el Salcedo de contrabando, pues hombre que, como yo, ha asistido a veinticinco alijos por semana, siempre con permiso competente de la autoridad del ramo, que ha sufrido cuarenta causas y treinta y dos condenaciones que ninguna he cumplido, que da un oscuro al lucero del alba, y que, de antubión y por la tremenda, sabe entrar dos corachas del brasileño por ante las barbas de tres partidas y veinte cuadrilleros, bien se le puede tener y fallar por perito rematado. Pues en cuanto a su historia, genealogía y prosapia, ¿quién es el atrevido que alzárame el gallo en esto del tabaco? En la Isla Española lo encontraron en uso los españoles, que, como gente de gusto, lo adoptaron como cosa propia y de casa, y para mí tengo que ha sido el único útil que hemos sacado y adquirido por la conquista de las Indias; porque en un país en donde ni los unos ni los otros, ni éstos ni aquéllos, ni ahora ni entonces, ni blancos ni colorados, ni chatos ni narigones, dejan de estar quedo el menor tarín o ardite en el bolsillo del pobre, ¿qué otro mejor alivio sino el tabaco para este hombre libre, que mata el hambre, que alivia la sed, sin pan, sin viandas y bebidas, y que viste de gala al más haraposo, aunque sólo posea un manco taparrabo? Por ser para tanto esta ínclita hierba, o, por mejor decir, sirviendo para todo, fue, sin duda, por lo que la nombraron y denominaron por tantos nombres y apellidos. En la Española la llamaron cohuva, en Nueva España pisciel, en el Perú sayre, y en Brasil peto;: en Europa, unos la llamaron nicosiana, de cierto quidam llamado Nicot, que en la embajada que de Francia trajo a Portugal en tiempo del rey D. Sebastián tuvo conocimiento de esta hierba, y tomándola consigo la connaturalizó en Francia; otros la llamaron hierba regina o de la cruz; aquellos, vulneraria; estotros, piperina; pero los españoles hablamos, y la llamamos tabaco, y efetá; con tal nombre quedó bautizada para in eternum, porque los nombres que han de vivir los ha de dar la gente de más autoridad.
Viendo yo que Puntillas se me desquebrajaba en erudiciones y noticias peregrinas, quise meterle el capote, hablando técnicamente, y llevármelo a otro terreno de más amenidad; pero él, desentendiéndose de mis llamadas, prosiguió así su trasiego de palabras:
-En cuanto a los autores y encomiastas que han tratado de esta hierba portentosa, no quiero hablar en demasía por no aridecerme las fauces y tener que remojar la palabra (y por aquí no hay vino), y así, dejando a Marradón y Eduardo Vestonio, sólo citaré la famosa Tabacología de Juan Neandro17, en donde, además de darnos en estampa tres especies, enumera diez y ocho clases de tabaco, de otras tantas provincias que lo producen, ofreciendo mil pormenores curiosos, y revelándonos mil secretos más curiosos todavía sobre planta a quien sólo el trigo le puede ser émulo y rival. Y esto en cuanto a escritores extranjeros; pues si hablarnos de los españoles, es cuento de nunca acabar, amén de haber sido los primeros que dieron a conocer el tesoro escondido del tabaco. Las Casas, Oviedo, Juan Fragoso, Nicolás Monardes, Acosta, Cárdenas y otros ciento, ¿qué no dijeron de tan salutífera planta, habiendo alguno que llegó hasta entonarle himnos y cantares18? León Pinelo examinó sus calidades nutritivas, hombreándolo, amanojándolo y emparejándolo con el sabroso chocolate. Leyva Aguilar, amostazado con tantas alabanzas, escribió su Desengaño contra el uso del tabaco, pues, como buen médico, opinaba que para chupar y tomar, había sendas cosas más preferibles que el tabaco. Monardes y Córdoba en sus Cualidades del tabaco...19
Yo, al ver que mi Puntillas se me ladeaba de nuevo al mal camino, y que volvía a su remolino de palabras, de erudición y de citas, quise darle sofrenada y por el punto de la vanidad, si es que había de desviarlo de tan mala querencia, y así le dije:
-Todo el auditorio, amigo Puntillas, está pasmado de tu saber y doctrina; pero haciéndote gracia por ahora de noticias tan peregrinas, quisieran entender algunos de estos señores, que ya sabes cursan escuelas y arrastran bayetas, qué enigma es aquel que nos propusistes de doctores de tibi quoque, porque, o yo me equivoco mucho, o esto debe ser cosa de curiosa recordación.
-Este es punto (replicó Puntillas) que ha de ser muy del conocimiento de cualquier escolar. Ello es que allá en lo antiguo calzaba también universidad la ciudad de Gandía, en el reino de Valencia, que, como de regadío, abundaba también de esta clase de fruta; como todo en ella se hacía a costo y costa, acudían graduandos que era un portento para sacar por poco dinero sendos títulos y borlas; y como siempre ha sido principio de justicia que el poco dinero vale poco trabajo, de diez o doce candidatos se elegía quien al menos tuviese el uso de la palabra, y entraba y tomaba asiento en el acto, que no era poca fatiga. Los compañeros de trahílla esperaban en las afueras del general la conclusión de los ejercicios; y después, en pos del doctorado, salía el señor Bedel, y señalándolo decía: Ecce Doctor, y después, dirigiéndose a cada cuál de los estantes, añadía: Et tibi quoque, tibi quoque, tibi quoque, y sacaba de tal manera una hornada de quince o veinte sabios doctores. Pues miren vuesas mercedes que si en las universidades ha caído en desuso tal método, no deja de tener aplicación, y yo creo que con utilidad, en otros institutos; por ejemplo: cuando en las Cortes se aprueban ciertas actas y se reprueban otras, según el color de estos o aquellos diputados, me parece que estoy oyendo al señor Bedel que dice respectivamente a estotros y aquellos: Tibi quoque, tibi quoque, tibi quoque. -Pero dejando en baceta estas cartas que no ligan (añadió Puntillas), y volviendo al hilo de mi cuento, diré con dolor que ya no es el cigarro en autoridad y nobleza lo que alcanzaba ser en otro tiempo. Sin tabaco negro no hay verdadero fumador, señores, y el blanco, con su entrada en uso, ha trocado en vulgar y trivial por extremo aquella ocasión de boato y gala señoril de preparar, hacer y fumar un cigarro. ¡Qué diferencia de estos pitillos que como en haz de antiguos lictores se llevan en la faltriquera, a los aprestos que en otro tiempo eran necesarios para la noble operación! ¡Qué contraste entre la manifactura a que llaman fósforos ahora, con aquellas menudencias y cachivaches que in illo tempore llamábamos avíos! Entonces iba un hombre vestidode corto con su coleto y chupa, ya fuese de estezado, ya de triple, y el calzón de lo mismo con cenojiles copiosos y de colores, y al querer fantasear algún tanto en plática sabrosa con un amigo, se asentaban en par, ora en un poyo si la escena pasaba en calle o plaza, ora en este canto o aquel repecho si tenía lugar en algún otero o prado, y comenzaba la entretenida operación del cigarro. Recogiendo la rodilla siniestra y hacia dicho costado, ladeando sutilmente la persona, se alargaba la pierna derecha reposadamente, y con la mano se exhumaba la bolsa de lobo marino que abultadamente se dibujaba en el tiro del calzón, asomando el un cabo algún tanto por la faltriquera. Nacida al mundo, se desdoblaba sosegadamente la ancha colonia de veinte varas que la envolvía y religaba, y abriéndose de entrañas la bolsa, ofrecía primero el jeme de tabaco brasileño, su navaja roma y de cabo de hueso, su macillo de papel valenciano, el correspondiente pedernal con su adecuado eslabón y su golpe de yesca, ya de geta o ya de hierbas, amarilla como el azafrán. ¡Qué actitud aquella para picar el tabaco! ¡Qué tomarlo entre el índex y el anular de la izquierda, mientras que la derecha blandía el fierro y trocaba en rebanadas, de diámetro justo y cabal todas, el cabo del tabaco! ¡Qué aroma de higo bujarasol se percibía al restregar y moler entre las palmas aquel perfume oriental! En fin: en esto no cabe encarecimiento, porque ello es la pura verdad; baste decir que era el prólogo, la preparación y el introito (mundanidades aparte) del mejor rato posible que le es dado gustar a la gente buena. No hablo ni apunto aquello de envolver y dar ser al cigarro, de atravesarlo en los labios o ingerirlo a horcajadas en la oreja mientras se aprestaban los avíos, ni tampoco el herir del eslabón en la piedra, ni el soplo para dar alimento a la chispa cebada en la yesca, ni aquel volteo del brazo encendiéndola al impulso de cien garatusas en el aire, ni otras cosas más, que más son para sentidas que no para relatadas, realzada la operación con las pláticas sabrosas que todo esto salpimentaban. Yo diría que sin estos agradables coloquios habidos en trances semejantes se hubiera perdido enteramente la memoria de los empalletados de Gibraltar y de la guerra del Rosellón. Cuando un hombre regular, señores, se sabía procurar y proporcionaba tres rasques como éste, mutis, el día era pasado, y ya contaba su salario o jornal por devengado, como los quinientos sueldos de cualquiera hijodalgo de solar conocido...
-Amigo Puntillas (le dijo al orador un amigo de los allí presentes): oyendo esas descripciones tan sentidas y esos aforismos tan autorizados, me afirmo, confirmo y ratifico en que en todas partes en que hayas tomado la embocadura al cigarro, habrás sido el oráculo, el modelo, el dechado y la envidia de los fumadores, rindiéndote parias y vasallaje, proclamándote por su rey y señor natural.
-Así me lo tenía yo concebido y pensado (replicó Puntillas); pero la mortificación se encuentra siempre al lado de la vanagloria, el mejor jugador topa con su maestro, y quien más caballero se cuenta, hémele aquí que se encuentra rellanado en tierra. Rey de los fumadores me apellidaba el mundo, quiero decir Sevilla, y por emperador del tabaco me tenía yo en todos sus confines y aledaños, cuando cierto día me dio un tapaboca el más pícaro desengaño, llegando a confirmarme en aquello de vivir para ver, y ver para aprender. Señores: fue el caso que yo me estaba cierto día sobre tarde en la pescadería, atónito de tanto bullicio y tráfago, y ensordecido con los gritos y vociferaciones de los malagíes que pregonaban, de los regatones que aturdían, del charrán que cantaba, del comprador que extremaba su porfía, del almotacén que mandaba a voces, y de todo bicho viviente que a gritos se daba a entender, cuando reparé en cierto mozo peciguerol que expendía de su mercancía por el arte y maña más sutil que imaginarse puede. Ello es que con su balanza en la mano repartía libras a sus parroquianos con tal limpieza, con cercén y recorte tal, que allá iría un cuarterón cuando el marchante por su dinero tenía fundado derecho para recibir el cuarto de una arroba. Cuando algún desabrido o mal contento le echaba en cara la desconformidad del peso con la dimensión menguada del pez que llevaba, le replicaba con aire suficiente y tono decisivo aquel fiel contraste del género de la escama: «No hay que reparar en eso, señores míos; estos róbalos, salmonetes y pajeles, y estas lisas, doradas y merluzas (señalando así el género que vendía) están muy embebidas y en contracción; pero en cuanto sientan un poco el amor de la lumbre se desenvainarán por cuartas y se alargarán por jemes; la calidad encubre el bulto, y el oro, si abulta poco, mucho vale; andar y andemos, y hacer hueco y lugar para que otros disfruten de tanta conveniencia y provecho.» Me gustó por extremo aquel despejo y traza tan despabilada, pues era mozo como treinteno, embutido todo en unos como pantalones de terliz que casi le llegaban al hombro, con camisolín listado arremangado de arribos los brazos, con un pañizuelo pasado galanamente por la cabeza y saboreando un cigarro linterna en la boca, ni con más ni con menos limpieza que la que yo muestro ahora mismo en mis labios. Por supuesto, que desde que le eché los ojos dije para mí: «Este es un hombre;» pero no queriendo acelerarme, y para proceder con detenimiento, me acerqué al circunstante que me pareció más del caso, y le pregunté: «¿Quién es este mozo bueno?» Aquel hombre se me quedó mirando, y exclamó: «¡Cristiano!; qué, ¿no conoce al señor Lipende, campana gorda de los salientes, extremo y cabo del mundo del saber, y aguja sutil de todas las mañas y zancadillas del mundo?»Yo, sin aguardar más palabra, dejé a éste y me fui a estotro, tendiéndole la mano como de casa y de la propia familia, y le dije: «Serrano de la mar, puesto que yo soy marisqueador de la tierra: ¿se pueden saber los antecedentes y premisas de ese noble apellido que lleva?» Aquel mozo regular, conociendo sin duda ser yo el otro, me tomó la mano, y me dijo: «Yo soy el mentado Lipende; pero esta derivación viene ya desfigurada y corruta, porque el verdadero nombre es Libripendens, que por antigüedad preside y antecede a los famosos apellidos de los Mendozas, Ponces y Osorios, puesto que desde los añejos tiempos de Roma asistían mis antepasados con el Pretor para todo acto decente y de circunstancias en esto de justicia, conteniendo esto gran misterio y significación, manifestando que en todos los actos judiciales debe intervenir verdadera compra y venta. Los tiempos han venido a menos, y si imperios se han trastrocado, nada de extraño parecerá que el Libripendens de entonces sea el Lipende de ahora; todo al fin es cosa de pesas y balanza, de comprar y vender, y el cielo lo cobija todo. Entre tanto (prosiguió, así que observó lo mucho que me maravillaba la limpieza y arte de su peso), ¿quiere Vmd. comprarme una mosca que pesa dos libras?» Yo, señores, al oír tal desacierto, le repliqué diciéndole: «Señor Lipende: eso será alguna mosca morcón, imperial o de siete cabezas; porque ni en mis viajes, ni en las idas y venidas de los propios y los extraños, he visto ni oído cosa tal.» «Pues ahí está el caso (volvió a replicarme Lipende), que todo ello no es más que el buche de la mosquilla más raez y de petiminí que puede verse.» Él aquí (ya la había cogido al vuelo) echó una pesa de a dos libras en el un platiller, y en el otro arrojó con brío y desenfado el insecto párvulo, y con admiración y espanto mío, vi ahocicar y atropellarse la balanza de estotro lado hasta tocar al suelo, alzando la cola y las pesas, ni más ni menos que al zenit. Yo quedé extático y anonadado de aquel portento, y a no ser por mi contrariedad a toda idolatría, hubiera caído de hinojos, adorando aquel sabio vulnerador e infractor de las leyes de la estática y de la mecánica. Desde luego conocí que aquel no era hombre de los que llamamos grandes en el día y de los que necesitan de periódicos, romances y relaciones, que todo es uno, para ganar nombradía. Era un aficionado émulo de Arquímedes, un Newton que andaba incógnito por las playas y mataderos; pero no queriendo yo ceder tan pronto la palma de mis merecimientos, le dije al señor Lipende: «Yo abato mi bandera ante esas gracias y manosidades, si sutiles y curiosas, más útiles todavía, pero siempre me defiendo y mejoro en esto del encender y chupar de las colas, tusas, puntillas y cigarros.» Y diciendo y haciendo, comencé a ejecutar y poner por obra todo el manual y cartilla de mi práctica y escuela cigarril. Con aire bondadoso, y casi satisfecho, me miraba el maestro Lipende; y viendo que ante nosotros se parecía cierto anafe castañeasadero, de donde se desprendían ráfagas de centellas ardientes y fugitivas, que, a fuer de lentejuelas vaporosas, se extinguían por el aire, se volvió a mí, y habló de esta manera: «Señor Puntillas: la gala de fumador y el gracejo, los buenos toques, el acierto en las señales, el buen manejo, el continente y señorío en provocar el humo, el primor y todos los puntos y tildes del melindre de fumador, tienen su asiento efectivamente en esa persona; pero ¿alcanza Vmd. igual fuerza en la fuerza del chupe? ¿Sabe cogerla al vuelo, hacerla suya y arder el mundo entero, sin excluir las aguas y los mares, una chispa, un átomo, una minutísima parte del elemento caliente? Atienda Vmd. bien, señor Puntillas, y ensáyeme, imíteme y remédeme si puede.» Y diciendo esto, el maestro Lipende (que este es el nombre que desde entonces le doy), tomando en ristre con los labios el cigarrillo, salió escapado detrás de la centelleja de fuego más apartada que disparó el anafe, y con más acierto que el vencejo sorbe al mosquito, y con más tino que la paviota encanuta al pececillo que trasflora el agua, atrapó el átomo ardiente; y encanutándolo y embutiéndole en el ánima del cigarro, y moviéndolo allí con el bullir pruriginoso de los dedos, y cebándolo y alimentándolo, acreciéndolo con el chupe de mayor compás, amansándolo ahora, acrecentándolo despues, remitiéndolo luego para ensoberbecerlo más ahína, y volviendo la cara al cielo para tomar aire o volviéndolo de soslayo para tantear el viento, ello es que a poco vi trocado el cigarro (ya era anochecido) en una hacha de ocho pábilos o en antorcha que recordaba el incendio de los Pirineos en tiempos del rey Gerión. Desde allí (añadió suspirando Puntillas), hace el tanto de dos años que ando bebiendo los vientos, escopeteándome con mi cigarro en pos y tras la querencia de las chispas y centellas que estalla cualquier lumbrada, farol o braserillo encendido, y aún todavía me hallo en ayunas en lo de aquel primor que Maestre Lipende dibujaba cada y cuando se le antojaba y a mano le caía.
-Mucho diera (dijo aquel de los Farfanes) por tratar y platicar con ese doctor de los maestros, puntero entre los más principales, y endoctrinador de los sabios mayúsculos de Sevilla, según confesión del amigo Puntillas...
-Pues esa es la lástima (replicó éste, con voz doliente y afligida); ésa es la lástima, que Maestre Lipende no puede parecer aquí en este mismo momento, pues se lo llevaron al inocente engañado a Ceuta, y allá me lo tiene pérfidamente embebecido y como ligado cierta cartagenera, que malos sean mis pecados si pesa menos de veinte y cinco libras, y por más que el pobre hace por romper tales hechizos, por más que pide favor a Lima y ayuda a todas las sierras de la geografía y de la historia, sin excluir la del bendito San José, todavía gime y llora en su jaula, contentándose con pasear los ojos por las altas olas de dos mares y afincando la vista en las sagradas playas de España, esperando la libertad. Pero no hay plazo que no se cumpla, señores, y él vendrá aquí, y sirviéndole yo de lengua y faraute, les explicará al auditorio, que por hallarse un hombre paseando sobre una mula, aunque sea de otro o por dar gravedad específica a la especie y materia que se vende, no hay motivo para enlabiarlo por la buena, empapelarlo por la mala y enviarlo allende el mar. ¿Y qué haría de su persona en aquel ámbito aislado y triste el eminente Lipende, si no buscara el arrimo, el regalo, el consuelo y la entretenida recreación del tabaco y del cigarrillo? Aguardemos, señores, con resignación a que regrese de peregrinación tan peregrina, que ya nos ofrecerá, como fruto de sus meditaciones y vigilias, descubrimientos y aplicaciones de no menor donaire y utilidad que los de la centella volante y el del cigarro ensortijador. Allí mi buen amigo pondrá ahora a prueba y en provecho de su estómago trasijado, no con dos, sino con veinticinco vacíos, la facultad nutritiva del tabaco; ¡esa facultad que presta al fumador las propiedades de cuerpo glorioso!!! Vengan, pues, de todo calibre y dimensión, cigarros bastantes para formar un órgano de catedral, y con tal bizcocho y vitualla me ofrezco a tomar el asiento y manutención de un tercio de españoles, si éstos son de buen solar y prosapia. Y en la guerra de la Independencia, si no me miente la curiosa relación de mi hermano, algo más crecido en años que yo, se vio el caso (pues militó en ella) de que anduvieron él y otros quince por las fragosidades de Sierra Morena, huyéndole el bulto a los franceses en tiempo del Boqui o la Galpanta, sin más despensa ni repuesto que seis colas y veinticinco cigarros, y al postrer día, viendo que no quedaba por resto más que la última y más corta de las primeras, la encendió el que llevaba el tono y son de caporal, y bebiendo cada bocanada de humo, a compás se la inspiraba como saludador al más cercano, y éste al otro, y el otro a aquél, y todos a su vez, y tiempo hasta hacer rueda final, y vuelta a otro turno por consiguiente verdad, que y es fama, y por consiguiente verdad, que todos se salvaron, trayendo dos dedos más de unto sobre la enjundia y siete carniceras más de carne en el ruedo de su persona. Es verdad que algunos dicen que pasaron por ciertas manchas de ovejas o piaras de gozquecillos de San Antón, y que se traspapelaron algunos individuos de una u otra especie, lo cual no puede creerse, atendida la rigidez reconocida de aquellos perseguidos cenobitas. Por lo demás, ¡vive Dios del cielo, que el cigarro es el más peculiar distintivo de la noble llaneza española! ¿Qué señor de título irá en pompa y majestad, llenando la calle con su persona y perfumando el aire con el habano, que no tenga que retraerse y detener su andar al simple reclamo de un fumador de chupetín y sombrerete, que le demanda el cuarto elemento para encender su menester, quier pitillo, quier cigarro o tusa? Y que se mosquee el señorón, y quiera con una negativa subirse en los zancos de su prosopopeya o autoridad, que ya le mando su mucho de mortificación y su poco de contundencia en la curiosa escena que puede provocar. Este fuero y franquicia del pueblo español no es tan fácil de traspapelarlo y caer en su desuso como los que contienen y encierran los aforismos de ciertos añalejos que se irriprimen de algún tiempo acá. Diz que cierto caballero muy curtido en usos y costumbres extranjeras, quiso reformar la moda española, en cierta ocasión que, según el saludo ordinario, le pidió plática de cigarro un manolo chispero de nuestros barrios. El español modernizado, queriendo cumplir con la práctica al propio tiempo que manifestar su enfado, sacó su cuerda perfumada, la encendió en su cigarro, y la ofreció al postulante. Éste, conociendo la estocada y reservando el quite, tomó la mecha con aire socarrón, y encendiendo reposadamente su cigarro, al concluir sacó una tarja de a dos cuartos del bolsillo, entregándosela con la mecha al individuo atónito, que así se vio igualado con un habitante de la luna de los que zahuman el Prado en el estío con la cañaheja encendida. Pero, señores, si tales conocimien tos se necesitan en las ciencias naturales y exactas para fumar magistralmente un cigarro, ¿qué ápices, qué perfiles y qué toques no son indispensables en las bellas artes, en el dibujo, en la pintura y en la estatuaria? Para pedir candela, encender el cigarro, ofrecer el propio y otros primores por el estilo, ¿qué estudio no se necesita dar al escorzo de la persona, qué aire al talle, qué primor al cuerpo, qué movimiento a la mano y qué floreo y juguetes a los dedos que toman, pulsan, encuentran, confrontan, pican, halagan y ensortijan los cigarros, hasta que ha hecho comunión el fuego del uno con las tinieblas del otro? Ni un maestro de esgrima, ni un diestro en el danzar, deben ofrecer más hermosura y gallardía que el fumador en tales y semejantes trances; y no digo nada del primor con que deben despedirse interpelante e interpelado, el atildamiento con que se debe requerir el sombrero, ni el movimiento gentil de la cabeza, ni otros adherentes del caso, porque esto es más bien para pintado que no para dicho; y verbi gracia, y como para ejemplo, todo se verifica de esta manera.
Y Puntillas, haciendo y contrahaciendo cuanto dejaba dicho, hacía gala y muestra de la persona y movimientos por tal arte y manera, que, apuntando la risa en los labios, no por eso se dejaba de conocer que había mucho de donaire y no poco de gallardía en todos aquellos quiebros y accidentes.
-Pero, señores, todas estas ventajas, privilegios y utilidades del tabaco vienen a desvanecerse y a quedar en nada, si el cigarro no va encendido.
Y al llegar aquí, Puntillas hizo gala de su persona incorporándose, y prestó tal aliento al cigarro, que relucía como un ascua.
-Andar con cigarro a matacandelas, es andar, señores, en tinieblas. Se sube a hurto por certa escalera noruega a deshoras de la noche, temiendo hacer truco por alto con la cabeza y sin dar con el zaquizamí de la cita; pues chupe al cigarro; iluminativa al punto, y salva aquel inconveniente y da con el sitio del tesoro. Pues que a la una y no del día, pasea un galán la calle, en noches del revuelto noviembre, y aguardando alguna cédula, y no de confesión, oye el chirriar de la ventana; rechupe al cigarro; relámpago súbito, y ya sabe Doña Melisendra hacia dónde ha de enviar su papel y sus bisbises.
Y en esto Puntillas remedaba de una parte a otra con sus acciones la escena que ponía en tabla con la voz.
-Pues que el rival que a un hombre pisa el hopo y a quien se quiere sobresaltar, no da fuego, porque es blanco como las hostias; fuego al cigarro que se trueque en botafuego, y se le deja caer al descuido, con cuidado, sobre la muñeca y mano del paciente, advirtiendo antes el sacudir la ceniza, que como no resuelle con esta amabilidad, no hacerle caso y vendimiar su uva.
Y Puntillas hizo tan pintiparado y al vivo el caso, que si no retira Ariurta la mano, que era la más confín y cercana, le pone un verdadero botón de fuego.
-Que paseando con un marido (prosiguió Puntillas) nos encontramos con su enemigo íntimo (mujer in facie ecclesia), y que va en preguntas y respuestas con un tercero, pudiendo sobrevenir mucho hollín; sorbo al cigarro y disparo de siete torbellinos de humo, como de cuatro hornos de ladrillo, que oscurezcan, no sólo los ojos del paciente, sino el mismo sol, evitándose así algazara y cumpliendo con la obligación que todos tenemos de poner anteojeras a los maridos. Pero, señores (acelerando más su tarabilla, dijo el orador cigarril), ¿de cuánto no ha valido en paz y en guerra la entendida previsión de tener siempre encendido el cigarro? Si en hechos de paz he relatado dos, cuatro y más ejemplos de las utilidades del cigarro encendido, ¿qué no diré de los lances de diablos son bolos, bulla y zaragata y de a río revuelto? Aquel mi hermano el mayorazgo de quien ya relaté alguna hazaña, vean lo que puso en obra en uno de los rebellines de Torrero, en el sitio de Zaragoza, y viva Aragón.
Y aquí Puntillas, centelleando de ojos y afirmándose de boca y por fuerza chispeando el cigarro, se acercó a la mesa en donde aquí y allí se parecían los trastes venatorios.
-Aquí estaba la batería, señores; la gente, cansada ya de matar gabachos y sin recelo de ser salteada, apagadas mechas y botafuegos, se entregaba al descanso, si no al sueño, por aquí y por acullá y entre las gualderas o avantrenes de los cañones, y veo que mi susodicho hermano, único que velaba, entretenido sin duda en contar los ápices ardientes de su cigarro o en sacar augurio de las ruedas azuladas del humo, observa otro enjambre de franceses, que como garduños en vivar se acercaban, bayoneta calada y espada en mano, a darnos la alborada.
Aquí Puntillas dio tal chupe al cigarro, que lo trasformó en verdadero botafuego.
-Y mi hermano, ¡sus!, dando la voz de alarma con cierta interjección muy andaluza, avivando el cigarro como yo ahora, ¡zas!, aplicó el ascua de su cigarro al cebo del cañón: ¡pi-rin-pin-pan-pun-paf!...
Y era verdad que en la propia estancia se repetía, en miniatura, la escena de la batería, pues el buen Puntillas, con su tea encendida, que no cigarro, la aplicó, contrahaciendo el artillero con tal acierto en los granos de pólvora sacudidos de los polvorines y frascos que allí se parecían, que, cebándose el fuego y propagando la explosión por todos aquellos cachivaches, se dejó oír un verdadero pi-rin-pin-pan-pun-paf de un verdadero y nutrido fuego graneado. El ver los saltos, resaltos, brincos, desguinces y cabriolas de todos los asistentes, sin excluir el heroico Capita, hubiera sido cosa muy de reír, si no se sobresaltase la imaginación con el riesgo más que probable de alguna pierna rota, testa cascada, o cuando menos con el de alguna chamusquina de menor cuantía. Y no se piense que el imperturbable Puntillas se sobrecogiera o amilanara con el impensado fracaso, pues despreciando los estampidos y las fogatas, proseguía gritando:
-Así fue, señores, cómo se salvó la batería del cañón que disparó mi hermano, fumador de privilegio, cayeron siete hileras de franceses; los zaragozanos que acudieron a servir y jugar las otras piezas, aniquilaron el escuadrón de asalto, y al cigarro, señores, al cigarro se debe aquella heroica y singular hazaña...
No se sabe hasta qué punto hubiera llegado con su entusiasmo el buen Puntillas, si primero, al verse solo en la estancia, y, segundo, por los raudales de agua que le alcanzaban, de los muchos que con cacharros, trebejos y hasta con un clister de a 36 que manejaba Capita con grande acierto, no hubiera vuelto de aquel parasismo de verdadera rabia. El auditorio, que desde luego se puso en salvo tomando con buenos pies el ojo del patio al lado de los surtidores, me lo encontré algo mohíno, no fuera que en uno y otro caso hubiera por mi parte algo de mohatrería como para darle susto y sobresalto; pero el más incrédulo, incluyendo al glorioso Santo Tomé, no podría abrigar tal pensamiento si derramaba en derredor la vista, pues todo era destrucción, escombros, pavesas y cenizas. Yo sólo tuve valor para decir a mis amigos:

-Señores, el próximo cónclave que celebremos, si a él han de asistir Capita y Puntillas, se tendrá en los llanos de Tablares, porque allí hay bastante tierra para sacar la suerte a un toro y bastante agua para apagar los incendios que puede provocar un cigarro.

miércoles, 12 de agosto de 2015

"El cadiceño" por Rosalia de Castro

GUADAÑAZOS PARA LA                           
BeLLA ViLLA            
                " La literatura a tajo abierto"     

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Edición No. 201, agosto de 2015
Directores: 
Raúl Jaime Gaviria
Hernán Botero Restrepo


El cadiceño

Por Rosalia de Castro

Allá lejos, por el camino que blanquea entre los viñedos y maizales, veo aparecer,
como caballeros con lanza en ristre, dos hombres bélicamente armados de enormes
paraguas, y cuyo aire y contoneo viene diciendo: «¡Que entramos!".

Y a fe que no sé si retirarme de la ventana por temor a un reto de esos que hacen
estremecer las inanimadas piedras y temblar las montañas. ¡Han aprendido tanto esos
benditos allá por las tierras de María Santísima! Vuelven tan sabios y avisados que no
sería extraño adivinasen, con solo mirarme el rostro, que estaba tomándole la filiación
para hacer su retrato.

Y atrévase cualquiera a mostrar a su prójimo, siquiera en leve bosquejo, las grandes
narices o las grandes orejas con que le dotó la prodiga naturaleza. ¡Oh!, yo sé
perfectamente cuán peligroso es tal oficio. Pronto el de las grandes orejas o el de las
grandes narices, sin pararse a considerar que no todos podemos ser, y de ello me
pesa, lo que se dice miniaturas, se volverá iracundo2 contra el artista, diciendo:
–Voy a romperle a usted el alma; yo no soy ese fantasma que acaba usted de diseñar.
Usted hace caricaturas en vez de retratos.

Y si el artista es tímido, tiene entonces que volver a coger el pincel, y en dos segundos,
¡chif! ¡chaf!, pintar las orejas y las narices mas cucas del universo.

Mas no haré yo tal por solo obedecer a una exigencia injusta, que, antes que nada, el
hombre debe ser fiel a la verdad, y el artista, a la verdad y al arte. Quieran, pues, o no
quieran los que escupen por el colmillo, me decido a cumplir con la espinosa misión que me
ha sido encomendada, y advierto que, como mi conciencia juega siempre limpio en tales
lances, de hoy más serán inútiles las protestas, inútiles así mismo las amenazas vanas.
Siento en mí un inexplicable pero hondo deseo de desahogar el mal humor que me
produce la variedad del tiempo, que ora es claro, ora nebuloso, ora frío, ora
fastidiosamente templado, y he resuelto entretenerme en dibujar varios tipos. Si a las
gentes les pareciese demasiado atrevido o trivial este propósito, murmuren de ello en
buen hora; pero no olviden que el mundo es una cadena; que el que con hierro mata
con hierro muere; que todos pecamos, y, por último, que quien escribe estas páginas
sabe harto bien que sin haber dado permiso para ello, no habrá dejado más de un
aprendiz de dibujo de hacer su caricatura.

Dos pollinos cargados con baúles hasta reventar siguen humildemente a los hombres
de los paraguas, que item3 más de este mueble incómodo, y a pesar de estar en el
mes de junio, traen grandes capas y botas bien aforraas y comprías, cuando la
sequedad y el calor convidan a andar descalzo por entre la fresca hierba.

Al llegar a las puertas de la ciudad empiezan ya a preguntar en dónde haberá una
posaa de las boenas y de segoriá, por lo que hay que perder. Pero como antes de
encontrarla quieren lucir las bayules de coero de Montevideo y demás prendas y
alquipaje, atraviesan por las calles prencipales, fumando un habano de mejor cualiá y
hablando el andalú más desfigurao que pueda oír una criatura racional.

Mas, a decir verdad, hablan con tal desenfado y arrogancia, con una fachenda4 tan
compría, escupen al uso de los currillos con una gracia tan semellante a la suya, que
naide, al verlos, deja de conocer que acaban de abandonar a la gaditana gente.
Cuando se han alojado, todo lo quieren a la usanza de afoera, porque dendes que
degaron el país, en jamás han poío arrostrar un chopo e caldo, como non fuese limpio,
con hartura de garabanzos...
–¿Cuánto tiempo han estado ustedes en Cádiz? –les pregunta la patrona.
–¡Ya hay! –responde uno–. Pro mi parte, dus años y cinco días, y ainda más media
miñana del güeves, en que me embarqué en la badía de Cais, y mi amigo, tres años y
tres meses en Malparaíso.
–¡Vaya, que ya traen corrido mundo! –dice la patrona–, mientras que uno no sabe salir
del lugar en donde nació. ¡Y qué bien se les ha pegado el castellano, que parece que lo
mamaron con la leche, y lo mismo los modos de por allá!
–¡Toma! –respondió uno con mucho garbo, mientras guiña un ojo y tuerce todo el
cuerpo sobre una cadera–. Lo mesmo me icían por allá las chicas: “Jazú –escramaba
la Guana cuando me vestía de curro–. Este jallejo tanta gracia errama, que parez que'a
nacío entre la gente zalá.” Proque neturalmente, dendes que salín da terra, nunca
pueden volver a la fala, ¡de verdad!
–¡Pues n'a ser verdá! –prosiguió el otro–. Pro la Habana, y pro Cais, todos los del
puebro, chequitos y grandes, habran el andalú, y no coma por aquí, que son gallegos
coma las vacas.
–Cierto es –contesta la patrona, que es tan cerrada de mollera como ellos–. A ir yo a
esas tierras, no hubiera vuelto a la mía, que siquiera por solo oír hablar a todo el
mundo castellano y andaluz, estaría uno a media ración... Además de que, según me
han dicho, tan buenos son esos pueblos de afuera, que no se ve en las plazas pan de
brona, porque parece que no lo hay.
–¡Qu'ha haber, señora! ¿Brona? Ni los perros la arrostran, ni la hay en el mundo coma
no sea aquí. Pan branco de diario y a pasto, lo comen pobres y ricos en Cais. Por la
mañana m'angollaba yo de un bocao un panisillo, y después, los que caían por to el día.
–¡Cuánto bien de Dios! No sucede aquí tal cosa, no; que con leche o papas tiene uno
que contentarse.
–Po allá carilla va la lecha; pro an ravierso lo el panisillo n'es na. Sepa osté que a la
mediodía tomaba coma un caballero mi puchera con un cuartarón de carne, patacas
correspondientes y garabanzos, un neto de vino de lo tinto, y andandito.
–¡Qué le parece! ¿Y por la noche?
–De cea, a según; pro a de cote, un jaspacho, que m’hacía la Guana de lo chichirico.
–Ahí tienen ustedes. ¡Miren qué vida de reyes! ¡Y vaya a pedir aquí todo eso, que ya se
encontrará! Sobre todo ese gazpacho o jaspacho, que no sé lo que es, pero que, de
seguro, debe de saber muy bien por estar hecho al uso de esas tierras.
–Pro sabío, señora. Se como crúo y parés cocío.
–Eso más, y dígame: ¿a qué vendrán aquí las gentes de esos pueblos benditos de
Dios, y lo que es más, se quedarán en este desierto, donde no es costumbre hacer
gazpachos?
–Se quedan de prisión y no acaban lo que les es menester; algunos dirán que por aquí se
comen las boenas froitas, y lagumes, y peixe...; pro de verdá, en noestra tierra solo se atopa
morriña; dego los peixes, y las froitas, y las legumes a quien las quiera, y voyme a foera a
buscar los cuartos.
–¿Y cómo ustedes no se quedaron por allá lejos, en donde no oyesen hablar más de Galicia?
–Tenemos mentres de volver a marchar, y solo vimos a trajerle a nostra gente las
boenas cosas que ganamos. A mí no me abastaron todavía coatro bayules bien
atacaos, y tiven que dejar en cas de un campañero varios afeutos, que me mandará
por embarque...
–Eso es sabido; ninguno va afuera que venga rico, sobre todo, los cadiceños –murmura
la patrona sonriendo.
–Yo, tal cual –dijo el de Cádiz, escupiendo con desdén por el colmillo–; por lo que a mí
respeuta, no es por fachenda, pro tengo pa una infirmidá y pa una ocasión, y pa poner
mi casa a estilo de Casi.
–¡Vaya, vaya; que ya pueden estar contentos! ¿Y de qué lugar son?
–De Santa María de Meixede...; pro..., compañero, seica ya no daremos con la vreda,
poes con motivo de haber estao foera, se nos haberá barrido de la memoria.
–¡Queixáis! –responde gravemente el de La Habana–. Buscaremos quien nos lo mostre.
–Pierdan cuidado, que yo lo haré –exclama la patrona–. He ido muchas veces allí.
Ni dicho ni hecho.

Sin abandonar el paraguas, ni la capa, ni el cigarro, se pasean por la ciudad, y entran en
casi todas las tiendas para comprar algunos objetos que regalar a su gente como nativas
de Cais.

La patrona les enseña después el camino como a extranjeros que han perdido su ruta;
ellos se dejan guiar como si lo ignorasen, y emprenden la marcha con el aire más grave
que pueden, teniendo buen cuidado de llevar el puro en los labios y el andalú en la
punta de la lengua. Ninguno sabe decir una sola palabra en gallego, y casi están por
olvidarse de la puerta de su casa y del nombre de sus amigos. Lo que no deja a veces
de causar risa a las gentes maliciosas, que no son pocas entre nuestros aldeanos; pero
los pollinos que, cargados, siguen a los forasteros, imponen respeto a los más, y cada
cual cree adivinar un tesoro tras el coero de Montevideo de que están hechos los
bayules.

El padre, la madre, el hermano o la esposa notan bien pronto, después de los
transportes del primer momento, que el que vuelve al hogar de la familia no es ya el
hombre que era antes, lo cual en nada disminuye el cariño que le profesan: por el
contrario, hace nacer en su alma hacia el recién venido cierto respeto, del que se
enorgullecen.

Y, en efecto, aquel que hace dos años era un aldeano como ellos, viste ahora de un
modo distinto, habla de gazpachos y de pan blanco comido a pasto o de chiniticas del
Congo, detesta la brona como si jamás la hubiera tocado, cada palabra que sale de su
boca es una sentencia, no teme a Dios ni al diablo, ni le importan feridas d’ollo, y, por
último, habla el andalú como si lo hubiese deprendido mesmo dendes sus prencipios.
¿Cómo, pues, pueden tener el forastero en tan poco a sí mismos?

Sobre todo al ver todo el equipaje con que cargan los pollinos, aquellas pobres gentes,
generalmente agobiadas por la miseria o una grande escasez, no pueden menos que
mirar al cadiceño como un enviado del cielo, y como no se guardan demasiados
cumplidos, pronto pasan, latiéndoles el corazón, a revisar los baúles, cuyas chapas y clavo
dorados prometen guardar cosas muy buenas, todas venidas de aquellas tierras en donde
dan pan por dormir, y en las cuales el pantrigo y el puchero con carne y garabanzos son
cosa corriente para cualquiera. Cuando se les presente venido de la siudá de Cais o de
esa Habana, que ellos contemplan en su pensamiento, antes de haberla visto, poco
menos que como el paraíso o la siudá de Jauja, todo es bueno, excelente y magnífico, y el
cadiceño, que lo sabe, al sacar del primer baúl los objetos que compró en el pueblo más
próximo a Santa María de Meixedes, encarece su buena calidad, diciendo:
–Vayan ostés a mercar por aquí un gabón como éste y tan bratismo, y unas sintas tan
fortes y lindas, y unos pañoelos tan compríos. No, d’esto n’hay n’esta tierra.
Y he aquí que todo lo que viene en uno de los baúles más magníficos se reduce a lo
que, como dejamos dicho, compró en Galicia, y a varios remiendos de paño y zapatos
viejos que trujo de allí por no atopar sitio donde tirarlos.
Pásase la revista del segundo baúl y aparecen ropas a medio uso, gorras ídem,
camisas de mil colores, todas muy bonitas; pañuelos de narices, y se acabó la
función. Se abre el tercer baúl, y aquí sí que hay novedad en las prendas. Libros a los
que les faltan la mitad de las hojas, estampas iluminadas con colores, alguna flauta
con llaves de plata o alguna gaita con fuelle forrado de seda –¡qué hermosura!–, un
bastón con puño también de plata –¡qué lujo!–, un retrato virídico hecho a la
rotografía, y después un pañuelo de crespón de la India –¡cuánta riqueza!–; pro... ¿y
los cuartos?

El cuarto baúl, que pesa como si se hallase lleno de piedras, tiene un secreto de los
pocos, y aquí es ella. El cadiceño no dice así, de sopetón, cuánto trae, pero
empieza por enumerar todas las mejoras que ha de hacer en la casa, las reses que
ha de comprar, los gorrinos que ha de matar y las romerías a que ha de asistir en
compañía de la familia.

No hay uno en la casa que al ver tal no se contemple rico y feliz, y mucho más cuando,
en medio de la alegría que reina en la casa, oyen cantar al cadiceño, que tiene los
cascos calientes con el vino:

Nadie se meta conmigo,
que soy un lobo de Seví
y hasta la tierra que piso
me parece una pesoña.

Al otro día de la llegada del cadiceño, en el cuarto más retirado de la casa, es cuando,
al fin, apenas rompe el día, se abre el baúl, que tiene dos cerraduras de secreto y,
además, el secreto de por dentro.

La tapa se entreabre lentamente, y aparece a las ávidas miradas de la madre o de la
esposa un cuero tendido. El cadiceño levanta con la misma parsimonia y lentitud el
cuero, y aparece una gruesa capa de papeles cortados; levanta los papeles, y
aparece un pañuelo de hierbas; levanta el pañuelo de hierbas, y aparece acostada
una lavita de un paño sedán, legítimo y nativo de la mesma siudá de Cais; debajo de
la lavita descansa un pantalón del mismo paño. Aquella es la ropa con que foera se
vestía el caballero como los más, porque naquellas tierras naide gasta ni montera ni
calzones.
–Pro ¿y los cuartos?
Debajo del pantalón se descubre otro pañuelo de hierbas y otra gran capa de papeles
cortados, y allá, en la profundidad del baúl, reposan con todo el peso de su gravedad
multitud de guijarros...
–¡Santo Dios...! Pro ¿y los cuartos?
–N’el secreto están, criatura... –responde el cadiceño sonriendo por el gran susto que
acaba de llevar la pobre mujer.

Y, bien pronto, con sus gruesos dedos toca una tablita que se resbala silenciosa y
aparecen varios montoncitos envueltos en papeles blancos y amarillos. Los amarillos
encierran el oro, y los blancos la plata. Mas todo el tesoro cabe en un puño y alcanza
apenas a arrancar de la miseria a la familia por algunos años y hacerle entrever un
mediano bienestar.

El que ganó más, rara vez vuelve a la patria, y si lo hace, es cuando, ya viejo y sin
poder trabajar, viene, por un resto de amor al país que le vio nacer o, quizá, por
egoísmo, a morir a su aldea, acabándose casi siempre con él la última moneda que ha
ganado a costa de su dignidad.

Como generalmente aguardan a la víspera del Santo Patrón para presentarse en el
lugar, y casi todos ignoran su llegada, es de ver cómo al otro día hacen su recepción.
Plántanse la ropa de curros, luciendo en la camisa el enorme alfiler que, siendo de
cristal puro y sin mezcla, quieren hacer pasar por diamantes. El sombrero les cae de tal
modo sobre una ceja, y es, por lo regular, tan chico para su cabeza, que más bien que
sombrero parece solideo; la faja le envuelve el talle como una sábana, mientras la
chaquetilla laboreada se le queda en medio de las espaldas, como a un muchacho que,
habiendo crecido, lleva un traje que no creció con él.

A las mangas o les sobra o les falta, y lo mismo al pantalón, que les cae sobre las
grandes botas como a la fuerza o se queda más arriba, como por casualidad. Pero lo
que más luce y brilla en su persona es la gran cadena hecha de varios metales, a que
llaman oro, y la moestra, del tamaño de su sombrero, a la que consultan a cada paso,
muy interesados en saber qué hora es.

Con tal atavío, y sin olvidarse de llevar el gran paraguas, se encaminan hacia la iglesia,
mientras todos están en la misa mayor, y se colocan a la puerta, en el sitio más
escondido que pueden, hasta que la gente sale.

La multitud se agolpa en tumulto, cada cual quiere salir el primero, y aprovechándose
entonces ellos de la confusión que reina, nuevos Longinos o semejantes al caballero de
la Mancha cuando, lanza en ristre, se arrojaba sobre los molinos de viento, enarbolan
el gran pareanguas, y... al pasar algunas jóvenes que ellos tienen en la niña del ojo,
arremetiendo con energía..., ¡pom!, le encajan el regatón con toda fuerza en medio de
las costillas.

La tan brutalmente herida vuélvese entonces contra el agresor, lanzando un agudo
grito…; pero ¡oh sorpresa!
Cuando ve tan majamente vestido al cadiceño, en quien no pensaba, olvídase al punto
del terrible dolor que el golpe alevoso le produjo, y exclama:
–Nunca Dios me deixara, Antón..., ¿o ti elo? Por pouco me magoas...; pro ¿ti elo?
–Soy el mesmo. ¿Seica m’iñoras? –responde el galán, apurando más que nunca la ce
y hablando en la jerga más confusa y risible del mundo–. Icimos la viague en vintidós
días, desembracamo en La Cruña nantronte y aquí chegamos tan interos como
salimos, e ¿quielo ve?

En seguida regalan a la favorecida unos cuantos pellizcos y apretones de lo lindo, de
los cuales le quedan señales para mucho tiempo; mas para ellas todo es miel y rosas,
hallando tan dulces y agradables las chanzas y las maneras de los cadiceños, que ya
solo ellos imperan en su corazón.

Así, el cadiceño manda, reina y pervierte de la manera más peligrosa. Enfatuado e
ignorante, todo lo mira en torno suyo por encima del hombro, inspirando a los que le
oyen el desprecio a su país y contando maravillas de los que él ha recorrido.
Solo cree en Dios en cuanto le conviene, y no teme perjudicar en su proyecto a los que
se intimidan con su traje y sus patillas.

Mucho más pudiéramos añadir sobre este tipo tan marcado y que tanto prepondera en
las aldeas de Galicia, trayendo a ellas todo lo que han aprendido en tierras más
civilizadas y nada de lo bueno que allí existe, pues su ignorancia y el ansia ardiente de
hacerse ricos en poco tiempo, arrastrándolos a la humillación, las penalidades y la
bajeza, no les permite modificar sus malos instintos ni aprovecharse de las excelentes
cualidades que le son propias.

Pero es forzoso que concluyamos, atendiendo al corto espacio de que podemos
disponer, aun cuando procuraremos no olvidar, en más propicia ocasión, el
extendernos sobre un asunto que, según creemos, es de alguna trascendencia para el
país.