miércoles, 11 de marzo de 2015

Anécdotas literarias con dos Daríos

GUADAÑAZOS PARA LA                           
BeLLA ViLLA            
                " La literatura a tajo abierto"     

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Edición No. 179, marzo de 2015
Directores: 
Raúl Jaime Gaviria
Hernán Botero Restrepo 

Publicación de Revista Asfódelo




Anécdotas literarias con  dos Daríos
Por Hernán Botero.


I

Las anécdotas que se leerán a continuación son, a mi modo de ver, una muestra del modus vivendi de los escritores que las protagonizan y para nada se pretende con ellas juzgar críticamente el valor de sus obras literarias; es decir, son interesantes y divertidas, cada una a su manera, lo cual es índice de su trascendencia.

Debo agregar aquí, que de ambas fui coprotagonista en un breve espacio de tiempo, motivo por el cual no recuerdo el orden en que se dieron.

Comenzaré por la anécdota vivida con el poeta y novelista Darío Jaramillo Agudelo. Se hallaba hace algunos años el excelente escritor, celebrado sobre todo por su poesía amorosa, en Medellín, invitado por la Universidad de Antioquia, para ofrecer una conferencia en el Aula Máxima del Paraninfo, cuyo tema era el de la influencia que había ejercido el modernismo en la canción popular latinoamericana.

Conocía yo a Darío desde la época en que terminaba el bachillerato y yo cursaba, sin el menor gusto, la carrera de derecho, que abandoné al concluir el tercer año de la misma. Darío por esos días ya escribía poesía y era para su edad un lector consumado de buenos autores de la época y de épocas anteriores. Nuestros modos de ser y la voracidad lectora de los dos nos convirtieron en excelentes amigos, y fueron muchos los escritores conocidos por mí que yo le revelé y que él leyó por mi recomendación.

Doy un pequeño salto aquí, hasta el día previsto para su conferencia en el Paraninfo: me encontraba en compañía de mi cara amiga Dora Helena Tamayo, que, al igual que yo, profesaba la docencia en Literatura de la Universidad de Antioquia. Nos encontramos con Darío una media hora aproximadamente antes del tiempo fijado para la conferencia en la llamada Librería del Paraninfo; yo presenté a Dora y a Darío, y nos enzarzamos, mientras mirábamos y ojeábamos diferentes libros en medio de un grato diálogo literario. De repente, Darío nos hizo la señal de que lo esperáramos un momento diciéndome que, al frente de nosotros, había un libro del que, estaba seguro, ni yo tenía noticias. Al momento regresó Darío con el libro en la mano y antes de mostrármelo me dijo:

̶ Vos me diste a conocer en la época en que terminaba mi bachillerato a escritores que me fascinaron como Gombrowicz y muchos otros, ahora me toca a mí darte a conocer uno que con seguridad no has leído. Acto seguido me mostró el libro, se trataba de uno de los tomos pertenecientes al excelente diario del autor español Andrés Trapiello titulado “Salón de los pasos perdidos”. De inmediato lancé una carcajada de agradable sorpresa, abrí mi bolso y extraje otro tomo perteneciente a la misma serie de Trapiello. A mi risa se unieron las de Darío y Dora Helena que, sin salir de su sorpresa, me dijo:

̶Esto no les pasa sino a ustedes.
Salimos de la librería y seguimos comentando, risueños, el insólito caso de los dos libros de Trapiello.

He pensado muchas veces a partir de lo que acabo de rememorar, que esta pequeña historia tiene que ver con tres cosas fundamentales: las afinidades electivas, el poder de la pedagogía viva y amistosa de la literatura y el azar.


II

La segunda anécdota nos traslada al campus de la Universidad Eafit, una tarde en la que el escritor Darío Ruiz Gómez daba lectura, en el Auditorio Fundadores, a un texto que se refería a Baudelaire y a la actualidad de su poesía. Yo estaba presente entre los asistentes por razón de que un amigo me había pedido que lo acompañara a escuchar la disertación de Ruiz Gómez (quien me conoce y a quien conozco) sin que podamos considerarnos amigos.

El texto leído por Darío Ruíz fluía bien, hasta el momento en que leyó, en su texto, lo agradecidos que deberían sentirse los admiradores del grandísimo poeta francés a Daniel Rops, porque en su obra pictórica había logrado plasmar de manera esencial el espíritu erótico de “Las flores del mal”.

Terminada la lectura me acerqué a Darío y lo felicité por su texto no sin dejar de decirle que había confundido al pintor Felicien Rops (amigo de Baudelaire) con Daniel Rops, un escritor católico del siglo XX de mediana calidad  y que escribió unas pocas y más bien mediocres novelas, además de una serie de libros acerca de la biblia. Ante esto Darío Ruiz exclamó, en un tono que denotaba molestia:

̶ ¡Ah! ¡Esta secretaria mía!