miércoles, 26 de diciembre de 2012

EL SÁBADO QUE CAYÓ DOMINGO

GUADAÑAZOS PARA LA                             
BeLLA ViLLA            
                " La literatura a tajo abierto"     

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Edición No. 50, diciembre  de 2012
Directores: Raúl Jaime Gaviria / Hernán Botero Restrepo
Publicación de Revista Asfódelo
Colaborador permanente: Rubén López Rodrigué
Correo electrónico: revistasfodelo@yahoo.com


EL SÁBADO QUE CAYÓ DOMINGO

Raúl Jaime Gaviria


    Y cuando desperté, el paraíso había desaparecido para siempre. Con esta insólita versión del cuento monterrosiano en la cabeza, cuentan que  se levantó Domingo aquella mañana sabatina luego de haber tenido un vívido sueño de amor con su esposa, muerta el mes anterior. Cuentan que justamente ese sábado hacía veinticinco años que Domingo la había desposado en la Catedral de Rio Grande Do Sul de donde ella era oriunda.

  Cuentan que al llegar la noche, subió Domingo a su habitación luego de contar uno a uno y por segunda vez en su vida los diecisiete escalones que conducían al segundo piso de la mansión. La primera había sido la noche de bodas, mientras llevaba a su amada entre los brazos. Cuentan que en esa época él era un hombre fuerte y robusto y los cincuenta kilogramos que pesaba su esposa se le hacían cinco gracias tanto a su fuerza como a su amor. Aquella noche contó hasta diecisiete con la alegría con la que el joven aprendiz cuenta  uno a uno los billetes de su primer sueldo.

  En cambio, ese sábado, según cuentan, Domingo con un pavoroso cansancio a cuestas, contó los diecisiete escalones con el tedio del que ya no tiene nada por contar. Jadeante,  finalmente logró llegar al segundo piso. A renglón seguido dio vuelta al pomo de la puerta de la habitación principal que se abrió no sin antes emitir un chirrido inquietante y, según cuentan, el ahogado jadeo de Domingo alcanzó su paroxismo al momento de ver  la etérea figura de su mujer sentada sobre la cama, dándole la espalda.

  A pesar de la infinita e indescriptible variedad de sentimientos entremezclados que tal visión le produjo, cuentan que Domingo se armó de un valor suficiente como para acercársele. No fue sino rozarle sutilmente el hombro con su mano para que el espectro volteara su cabeza fantasmagórica y al verlo emitiera un alarido de horror de una naturaleza tal que superaba toda posible imaginación humana, desapareciendo ipso facto. 

  Cuentan que Domingo, absolutamente desquiciado ante la escena que acababa de presenciar, bajó a  trompicones la escalera con el fin de escapar de aquella casa embrujada con tal mala suerte que ese sábado cayó Domingo. Y  murió, de un fatídico golpe en la cabeza, Domingo ese sábado. Finalmente cuentan que ese mismo sábado que cayó Domingo, éste se reunió con el ánima de su amada esposa que aún no se reponía del susto.  

martes, 18 de diciembre de 2012

Mirada crítica de Andrés Trapiello a Gabriel García Márquez

GUADAÑAZOS PARA LA                             
BeLLA ViLLA            
                " La literatura a tajo abierto"     

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Edición No. 49, diciembre  de 2012
Directores: Raúl Jaime Gaviria / Hernán Botero Restrepo
Publicación de Revista Asfódelo
Colaborador permanente: Rubén López Rodrigué
Correo electrónico: revistasfodelo@yahoo.com



Mirada crítica de Andrés Trapiello a Gabriel García Márquez

Hernán Botero Restrepo


  No resulta aventurado para los lectores que no se decantan de modo exclusivo por la escritura literaria neo-barroca y mágico-realista, el afirmar que el más grande escritor vivo de España es Andrés Trapiello (1953). “Trapiello o el archi-barroco José María Caballero Bonald” podríamos decir parodiando el título de George Steiner “Tolstoi o Dostoievski”. En uno de sus diarios y a propósito de la entonces reciente publicación de las Memorias del premio Nobel colombiano, Andrés Trapiello nos muestra a un García Márquez casi vociferante, que confunde el recuerdo con la realidad y que vive en las lindes de la indefinición política, aunque siempre fascinado por el poder. El análisis que en su crítica realiza posee una solidez indiscutible, que obliga a mirar a García Márquez con ojos que no lo vean a él y a su obra de modo extático y mistificador.

  Andrés Trapiello, autor de la titánica continuación del Quijote “Al morir Don Quijote”, novelista de primera categoría, poeta de obra tan poco numerosa como excelente, ensayista de temática histórico-literaria de muchos quilates y valioso renovador del género diarístico, en su serie de diarios “Salón de pasos perdidos” se ha ocupado del hombre público y del escritor García Márquez en varios de los tomos que integran sus diarios a los que subtitula "Una novela en marcha", y lo ha hecho en dos dominios temáticos: el de la inanidad del realismo-mágico, ese engendro en el que la pretendida magia es una magia sin magos, y en el de las memorias del escritor. En lo que respecta a lo primero, Trapiello no se cansa de señalar la gratuidad estética del episodio de “Remedios la bella” y su ascensión. Claro que lo mismo podría haberse fijado en otros episodios del mismo jaez, como el de la levitación del padre Carvajal, párroco de Macondo, el de las mariposas amarillas de Mauricio Babilonia y el del nacimiento del niño con cola de cerdo, entre otros.

  Creo que hay que enterarse de que la crítica no apologética de García Márquez no se reduce a los conceptos que emitieron en su momento Jorge Luis Borges y Pier Paolo Passolini. Basándonos en esta idea, estamos dispuestos desde este blog a enfrentar el tsunami de reacciones negativas que nuestra identificación con Trapiello a este respecto pueda  llegar a suscitar. Creemos que la avalancha de elogios incondicionales de la obra de García Márquez y de su persona ha impedido que aquella sea analizada en nuestro medio de una manera más ponderada y objetiva. Sin embargo en algo difiero de Trapiello, cuando afirma que García Márquez es comparable en un sentido negativo con Vicente Blasco Ibañez. Mis lecturas y relecturas del autor de "Sangre y arena" y "Los cuatro jinetes del Apocalipsis" me han hecho ver en el novelista valenciano a un gran narrador.

N.B.

(Para quienes ignoran la tesis sostenida por George Steiner en “Tolstoi o Dostoievski”).

  Steiner sostiene que por más que haya lectores que afirmen admirar tanto a Tolstoi como a Dostoievski, en el fondo aprecian más a uno que a otro. Gustar de Trapiello y de García Márquez a la vez, no obstante, es imposible, porque hay más afinidad entre el agua y el aceite que entre el colombiano y el español, y nadie diría que se experimenta lo mismo bebiendo aceite que bebiendo agua. Esta posición hay que matizarla, si se tienen en cuenta, como debe tenérselas, obras en las que García Márquez es un autor coherente, que parece estar en las antípodas de quien imaginó a Remedios la Bella, como es el caso de  “La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y su abuela desalmada” y “Crónica de una muerte anunciada”.

  Algo muy similar ocurre entre Trapiello y el ganador del premio Cervantes de este año, José María Caballero Bonald, autor barroco este hasta donde no es posible serlo más, diametralmente opuesto a Trapiello. Pareciera que en este caso pesaron más los muchos años dedicados a la literatura por parte de un escritor nacido en 1928, que la obra renovadora  de un escritor aún joven como Trapiello, aunque no es de sorprenderse, pues el Cervantes, más que un premio parece un pasaporte de lujo al otro mundo. Aunque no hay que dejar de reconocer algunas obras de mérito en Caballero Bonald, como lo son sus memorias.

  Como última consideración, en este orden de ideas, pensamos que se ha dilatado la confrontación directa entre la obra de Germán Espinosa y la de García Márquez, lo que constituye un vacío crítico imperdonable en un medio como el nuestro, de por si precario en escritores y obras de valía.







 

viernes, 7 de diciembre de 2012

El pobre millonario

GUADAÑAZOS PARA LA                             
BeLLA ViLLA            
                " La literatura a tajo abierto"     

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Edición No. 47, diciembre  de 2012
Directores: Raúl Jaime Gaviria / Hernán Botero Restrepo
Publicación de Revista Asfódelo
Colaborador permanente: Rubén López Rodrigué
Correo electrónico: revistasfodelo@yahoo.com



El realismo de este cuento de Rubén López Rodrigué abarca toda una vida o por lo menos lo que su protagonista considera que llega a ser su auténtica vida, la de un hombre al que la suerte ha vuelto rico y el que para él esto implique una felicidad tal que sin embargo no le impide pensar en aumentar sus caudales hasta llegar al punto de fungir como mendigo, agotando todos los recursos posibles para que su mendicidad sea lo más productiva posible. El cuento ilustra a la perfección qué consecuencias puede llegar a tener en un ser humano la deformada visión economicista del mundo. Es absolutamente consecuente con su percepción de la vida, el hecho de que todos los seres que le rodean, por más íntimos que sean, sufran las consecuencias de su mórbida avaricia. La agonía del personaje lo conduce a imaginarse situaciones metafísico-religiosas en las que él nunca llega a sentirse tan solo como para dejar de considerar una especie de compañía la oculta fortuna que ha sido el objeto de todos sus afectos y obsesiones. Se trata en resumen de un cuento que siendo costumbrista no incurre en ninguno de los lugares comunes a los que nos tiene habituados este sub-género literario en Colombia desde por lo menos el siglo XIX.
Los editores


El pobre millonario
Rubén López Rodrigué

En el atrio de la iglesia una expresión lastimera con claros visos desesperados extendía el brazo con un sombrero de jipi japa, cuadro que contrastaba con la imponencia de la iglesia empezada a construir en tiempos del padre Santacruz. El mendigo de labios entreabiertos de nuevo se quejaba de que su sombrero estaba vacío (la verdad es que a cada instante se escondía la plata) mientras adentro el cesto de la iglesia se llenaba de monedas y billetes. Había sacado un inmenso beneficio monetario y afectivo de una enorme llaga en su pie derecho.

Se santiguó cinco veces con el billete de mil dirigiendo su mirar nublado hacia el alto resplandor del mediodía. Era la hora del almuerzo pero prefirió quedarse extendiendo su mano a lo único que para él valía la pena en el mundo. Sus harapos no daban la menor sospecha de que el viejo Asepio, reconocido mendigo de la Felicia, era millonario y no disfrutaba de su fortuna ni la invertía.

El atrio de la iglesia, ineludible a los culpabilizados que se compadecían de sí mismos y compadecían a los demás, resultaba más rentable que la jardinera de la Plaza de los Fundadores donde antes permanecía sentado con un líchigo bajo el brazo, parpadeando constantemente para ayudar a despertar la conmiseración.

Oprimía con su figura andrajosa, con su mirar suplicante, con su voz trémula y apagada, con su mano larga y raquítica que no vacilaba en levantar, con sus insultos cuando no le daban. Y a los más ingenuos les hacía exigencias cada vez mayores, inclusive una colaboración hasta de cinco mil pesos para comprarse un pollo y poder alimentar a su familia de lagartijas.

El reloj de la iglesia marcó las seis de la tarde. El viejo Asepio se fue camino de su caído rancho de tapia revestida de boñiga y techo de palmeras en la Calle del Níspero. Le abrió uno de sus nietos, al que no saludó. Se fue directo al comedor y empezó a bostezar.

—Hambre no es porque hace quince días me comí una mora —dijo, no sin humor.

Su desflecada mujer le sirvió una humeante sopa de arroz sin carne. El viejo Asepio la ingirió con parsimonia y lástima. Apenas el día se vistió de negro le ordenó a su mujer y sus nietos acostarse para economizar luz. Se dirigió a la pieza de rebujo. Sacó las llaves de un bolsillo de su raído pantalón. Abrió la puerta, prendió una vela, entró y le echó llave a la pieza.

Habían pasado dos horas y su mujer le tocó a la puerta para anunciarle que la nueva vecina había venido para ofrecerse en lo que pudiera servir. A pesar de que la vecina no estaba acorde con la costumbre, el viejo Asepio no se apartó de su secreta actividad, y cuando calculó que se había marchado salió de la pieza y le preguntó a su mujer en la cama:

—¿Y cómo se llama la que vino?

—Doña Matilde —respondió enojada su mujer.

—¿Y prestará platica?

Esta vez su mujer no contestó y se volteó contra la pared, acostumbrada a la misma murmuración de su marido cada vez que éste conocía a alguien.

El viejo Asepio se encerró otra vez en la pieza de rebujo y prosiguió con su actividad. A la medianoche salió de allí como un ladrón clandestino y por vez primera se percató de que las horas nocturnas ya no le resultaban suficientes para tan dispendiosa labor.

A su avaricia de ojos borrados y aspecto lastimero no le bastaba con el entierro que se había sacado treinta años atrás y que el buscador de tesoros Críspulo Buitrago, con su intuición de zahorí, habría envidiado. En aquel entonces la pala de uno de sus trabajadores tropezó con una caja de metal, y al ser informado de ello por el propio albañil, Asepio le hizo desviar la excavación:

—No siga por ahí. Siga por allá —le dijo señalándole con el dedo un lugar alejado.

En el menor instante en que vio la oportunidad de no ser visto, Asepio apartó tierra con un azadón y medio inspeccionó el cofre. Entonces supo que era enorme y sospechó que encerraba algo que cambiaría radicalmente su hilacha de vida.

—Ya pueden irse a almorzar —les dijo a los tres albañiles que había contratado, a pesar de que eran las once y veinte de la mañana.

Los albañiles, habituados a salir a almorzar a la una de la tarde, abandonaron la construcción con el asombro reflejado en sus miradas, ya que Asepio les robaba tiempo y en cambio se enfurecía si llegaban dos o tres minutos tarde y otras veces no les permitía salir aduciendo que había mucho trabajo por hacer y que en tal caso les daría plata para que comieran algo en la tienda de la esquina. Eso sí: no más de quince minutos.

—Pero ¿qué compramos con quinientos pesos? —le preguntaban, a la vez, desconcertados.

—¡Mecato! ¡Mecato! —contestaba fingiendo estar disgustado.

Estando a solas, Asepio se valió de pico y pala y desenterró el cofre. En el momento en que pudo abrir la crujiente y oxidada tapa sus ojos borrados se abrieron y se encendieron. Y prometió no volver a trabajar nunca más, pues cualquier trabajo le disgustaba y cuando lo asumía no paraba de rebuznar.

Pero la sospecha invadió al albañil que se topó, mas no descubrió, la «cosa metálica». Sospecha que se le acentuó al regresar en la tarde y percatarse que su hallazgo ya no estaba en su lugar. Únicamente el agregado de la finca de Asepio vio a éste perderse por la quebrada con una gran caja de hierro a sus espaldas, hecho que le asombró sobremanera ya que ni dos hombres muy fuertes habrían podido con el cofre. Así que el trabajador le hizo notar con discreción:

—Mire patrón, usted debió haber encontrado algo grande, muy grande. Téngame en cuenta, pues aunque no sé exactamente qué había en ese cofre, yo lo vi primero.

—No se preocupe —le persuadió Asepio con voz susurrante. Y abriendo los ojos y poniendo el índice en sus labios agregó: —Quédese callado y no se arrepentirá.

Al día siguiente las manos callosas y gruesas del albañil recibieron un crucifijo de oro, con el cual Asepio obtuvo su silencio cómplice ante los dos albañiles restantes, quienes prosiguieron en la construcción de la casa sin sospechar siquiera que allí habían encontrado el más grande tesoro jamás descubierto en la Felicia.

Con todo, Asepio pensaba que la ambición no rompe el saco y se dedicó a pedir.

En las noches se encerraba en la pieza de rebujo para admirar su fortuna, pues su vida se reducía a pedir y a contar plata. Y en lugar de dar o prestar, prefería que los billetes se pudrieran en los costales de cabuya y que las monedas se oxidaran en los cientos de tarros de galletas.

En una vejez en que nada le complacía, salvo atesorar, en el invierno de la vida, se sentía muy infeliz no obstante el tener muchísimo dinero. Le angustiaba la soledad que a él no le servía de refugio y hogar y ello se reflejaba en su tono de solitario que no se sabe escuchado. Ni siquiera su nieta Zoyla, que se preciaba de ser muy compasiva, atendió a su demanda para que lo acompañara en su última estancia en la casa de campo. «Es tan pobre que no tiene sino plata», pensaba de su abuelo.

Esa riqueza de vetas escondidas era bien superior a la de Pastor Oyola Feria, reconocido como el rico del pueblo. Su avaricia, que no daba la hora ni el buen día, llegó hasta el punto de hacer colgar un racimo de bananos de una viga del techo para que lo vieran los nietos, se antojaran y ante su pedido poder darles un rotundo «no».

Una mañana de octubre presintió su fin y se acostó en su cama de madera ordinaria a esperar la muerte. «Sin nada vine a este perro mundo y sin nada me voy», se dijo para sus adentros. Sin embargo, cuando agonizaba con esa mueca inevitable de los muertos, su desflecada mujer entró a la habitación y el viejo Asepio estiró como una garra su mano y apretó un billete de mil pesos que tenía sobre el nochero. Y pensó que mientras dure su agonía la mujer haría lo mismo de siempre cuando él dormía: esculcarle los pantalones y comprar para darles qué comer a los hijos y nietos. Pues ¿no hacía él cocinar un hueso en agua hasta al cabo de las semanas sacarle toda la sustancia?

De modo que extrajo fuerzas no se sabe de donde y se incorporó en la cama, pateó la bacinilla, se puso la misma ropa de siempre y los zapatos al revés, y se aseguró que no le faltaran en sus bolsillos los billetes arrugados; y sin importarle las protestas airadas de su mujer se largó para la finca en la que no tendría un regazo para reclinar su cabeza al morir.

El agregado de la finca, que siempre lo veía dirigirse con su líchigo colgando del hombro por la quebrada de aguas mansas y vegetación herbácea, le manifestó con voz templada y pausada en su lecho de moribundo:

—Don Asepio, usted tiene toda su riqueza enterrada. Y le están sacando el entierro.

—¡Cuál! —exclamó levantando de la mugrienta almohada su cabeza encanecida, con ojos chispeantes y desorbitados—. ¿El del chocho o el del níspero?

—El que está por la quebrada —respondió en tono burlesco el agregado. Y salió de la habitación sin decir más palabra.

El viejo Asepio se quedó maldiciendo:

—¡Ladrones! ¡Bandidos! Ahora sí me enterraron del todo. ¡Buitres! ¡Chandas! ¡Infames! ¿Qué será de mí sin la plata y las joyas que me gané? Yo las necesitaba para llevármelas al cielo aunque no las compartiera con los angelitos. Ya sin nada es como irme a los infiernos a arder en las sartenes de los demonios. ¡Ahora sí me llevó el Patas! Pero no. Esto no es un purgatorio. Tampoco un infierno, noo. El infierno está aquí, en la tierra, y no en el «más allá». ¡Criminales! ¡Infames! ¡Desagradecidos ...!

Y a la par que la muerte con su boca indolente se posaba cual chapola negra sobre el viejo Asepio, esa misma noche el agregado se fue bordeando la quebrada, guiándose con una linterna, y a pico y pala desenterró los dos tesoros. Uno al pie del árbol del chocho. Y el otro, más grande aun, junto al árbol de níspero.



martes, 4 de diciembre de 2012

Un necesario recorderis


GUADAÑAZOS PARA LA                             
BeLLA ViLLA            
                " La literatura a tajo abierto"     

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Edición No. 46, diciembre  de 2012
Directores: Raúl Jaime Gaviria / Hernán Botero Restrepo
Publicación de Revista Asfódelo
Correo electrónico: revistasfodelo@yahoo.com


Un necesario recorderis

Hernán Botero Restrepo

Haciendo un recorrido por la mayoría de textos literarios dedicados al tema de los dictadores latinoamericanos, se echa de ver que entre las novelas que se han escrito sobre ellos, no se encuentran mencionadas algunas, imprescindibles por la muy temprana fecha de su aparición y por su gran calidad literaria.


Cabe recordar que las dos primeras ficciones de esta índole son: “Cabbages and Kings” del paradigmático cuentista norteamericano O’Henry (1904) y “La voluntad de vivir” de Vicente Blasco Ibáñez, que fue impresa en 1907 y cuyos 12.000 ejemplares el mismo autor mandó quemar. A pesar de esto muchos años después fue publicada. Con lo cual se demuestra que la novela “Tirano Banderas” de Valle Inclán no fue la primera en tratar el tema de las dictaduras latinoamericanas como generalmente se ha afirmado.


La novela de O’ Henry, no muy extensa, narra la vida en el poder, hasta su derrocamiento, de un dictador centroamericano y es una obra –la única novela que escribió el autor- que merece ser tan leída como sus famosos cuentos. En lo que compete a “La voluntad de vivir”, tanto como a “Cabbages and Kings” es preciso señalar que ambas están ambientadas, como muchos años después “El Otoño del patriarca” (G.G.M), en países tropicales muy convincentes, así se trate de repúblicas imaginarias.


Más recientemente, hay que señalar el vacío que la historia y la crítica literarias han hecho en torno a la novela “Del presidente no se burla nadie”, obra para nada desdeñable del colombiano Julio José Fajardo escenificada en Haití. Por otro lado está el hecho de que solo motivos de corrección política han convertido para los investigadores en tema tabú la variopinta y carnavalesca (en el mejor sentido) novela de Reinaldo Arenas “El color del verano” en la que se satiriza el régimen castrista.


Volviendo a “La voluntad de vivir” de Blasco Ibáñez, hay que señalar que en el dominio de las novelas sobre dictadores latinoamericanos, la obra del autor de “Sangre y arena” resulta atípica, puesto que el dictador es el narrador en primera persona de la obra (como sucede en “El Doctor Francia” de Augusto Roa Bastos). En la novela de Blasco Ibañez el protagonista lo hace a lo largo de los últimos años de su exilio en París en donde rememora, desde su punto de vista, su vida como tirano.


Para finalizar, es importante recalcar que no hay que ignorar que, en el ámbito latinoamericano también se han escrito obras de ficción y no ficción de carácter panegírico sobre dictadores, y curiosamente dos colombianos se encuentran entre sus autores. Las obras “Mi compadre” de Fernando González, apología del dictador venezolano Juan Vicente Gómez y “La isla iluminada” de Jose Antonio Osorio Lizarazo, patético retrato laudatorio de Rafael Leonidas Trujillo.  

martes, 27 de noviembre de 2012

Domingo y Sol por Raúl Jaime Gaviria

GUADAÑAZOS PARA LA                              
BeLLA ViLLA            
                " La literatura a tajo abierto"     

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Edición No. 45, noviembre  de 2012
Directores: Raúl Jaime Gaviria / Hernán Botero Restrepo
Publicación de Revista Asfódelo
Correo electrónico: revistasfodelo@yahoo.com




 

Domingo y Sol



Raúl Jaime Gaviria

Cuenta Domingo que ese sábado de abril de 1976 tuvo lugar en la Plaza de La Macarena de Medellín, Colombia una corrida conmemorativa de los treinta años de la única actuación de Manolete en la ciudad. Ocurrió esto el 21 de abril de 1946 a un año de ser inaugurado el coso taurino. La plaza estaba desbordada hasta las banderas esperando al maestro cordobés. Para el efecto se había contratado expresamente a Juan Legido, más conocido como el Gitano señorón, quien conjuntamente con la banda taurina de Miguel Ángel Sarralde cantó algunos de sus grandes éxitos como La Zarzamora, Bajo el cielo andaluz y Si vas a Calatayud.

El maestro cantor finalizó con el pasodoble Manolete, desplegando esa elegante voz que le caracterizaba, de una extraña tesitura entre grave y metálica que deleitó al público. La letra de la canción era más bien una poesía que decía en sus primeros versos: Un torito de Miura ha salido del chiquero, asechando la cintura del mejor de los toreros, cerca de sus alamares lo torea el cordobés y la plaza de Linares se ha levantao dando un olé/ y de pronto se oye un grito en los tendidos/que sacude todo el ruedo/como entre escalofríos/ ay Manuel Rodríguez, sol de valentía/ por ti doblan las campanas de toita Andalucía/ caminito de los cielos.

Según contó Domingo, esa tarde había llevado consigo a la plaza a su sobrina Sol que, con solo nueve años, jamás había asistido a un espectáculo de este tipo. Como a Domingo le encantaba la llamada fiesta de los toros pensó que su particular gusto habría de ser común a todos los mortales incluida su pequeña sobrina. A Sol sus padres acababan de regalarle un espléndido pastor collie de cabeza roja al que ella se había apegado mucho. Luego de llorar largamente en su cuarto a causa de un altercado que tuvo con Constanza, su mejor amiga del colegio, Sol salió una noche al jardín donde se encontraba su padre junto con Tony el perro, la niña se le acercó a su padre y le preguntó: -¿Papá, por qué Tony es mejor persona que Cony? -refiriéndose a su mejor amiga del colegio. El padre, que se sintió perplejo por un instante, finalmente le dijo: - hija, Tony no es una persona, es un perro. -Pero papá, insistió Sol, sin cambiar el semblante de inquietud con que había entrado al jardín, dime: si Tony no es persona, ¿cómo puede ser tan buena persona conmigo?, ¿no ves que nunca refunfuña y siempre está alegre moviendo la cola?. Ante esto el padre no supo más que decir y tomándola de la mano le indicó cariñosamente que ya era hora de lavarse los dientes y acostarse.

La tarde en la plaza era de sol, según contó Domingo, y en sombra Sol se distraía observando el exótico emperifollamiento de una elegante señorona de alto sombrero emplumado, ante lo cual la niña, refiriéndose a las plumas, se preguntó: -¿de dónde habrá sacado esas plumas tan grandes?, -¿será que se ha atrevido a arrancarlas de la cola a un gallo como lo hizo el hermano de Cony en su finca sólo por ver sufrir al pobre animalito?; sol volvió a reparar en ella esta vez frunciendo el entrecejo.Domingo siguió contando que ese sábado los matadores hicieron el paseíllo saludando con fina torería aunque cuenta también Domingo que Sol le preguntó quiénes eran esos señores con trajes tan raros. Son toreros mi Sol, son artistas, le había respondido él. Contó Domingo que en ese instante salió el toro que era negro, bragado, no muy alto de agujas, de la ganadería Mondoñedo, perteneciente al encaste de Contreras. El toro, de nombre Ventisco, mostró fortaleza y alegría rematando en los burladeros y tomando muy bien el capote del maestro salmantino Julio Robles quien le pintó un par de verónicas “echando la pata pa lante” y una chicuelina con duende rematando con una revolera. Sol aplaudía y según cuenta Domingo se veía feliz. - ¡Mira, tío, el torito qué lindo, está feliz jugando con el señor que viste raro, JA JA se parece a Tony cuando le tiro el hueso, dando vueltas y vueltas!

Según cuenta Domingo, al oír esto y justo cuando los caballos salían al albero para la suerte de varas, tomó a la niña por el brazo y le dijo: – vamos que te invito a un Banana Split de esos que tanto te gustan. Y también contó que la niña, casi llorando, le imploró que quería quedarse para seguir viendo al torito feliz jugando con el señor de traje raro. Según dijo Domingo, si no fuera por el grado superlativo de gozo que el hecho de comerse un Banana Split producía en Sol le hubiese costado mucho convencerla de salir de allí.

Y Domingo, que seguía con su cuento, dijo que aunque le dolió en el alma haberse perdido la que para muchos fue una de las mejores faenas taurinas que hayan tenido lugar en Medellín a lo largo de su historia, no se arrepiente de haber protegido esa tarde la inocencia de su sobrina. Según él cuenta, un par de años más tarde volvió a llevarla a una corrida, cuidándose esta vez de prepararla muy bien con antelación. Sin embargo, y para desilusión de Domingo, Sol no habría de heredar su afición por los toros, aunque asistía con frecuencia a las corridas para acompañar a su esposo que moría por la fiesta brava.

Lo último que Domingo contó fue que un día Sol le dijo que una profesora de la universidad donde ella estudiaba, que conocía a Domingo y su gran afición a los toros y que daba por sentado que ella también la tenía, se le dejó venir con la pregunta: - ¿Sol, cuál es la mejor corrida a la que has asistido en tu vida? A lo que ella contestó con una sonrisa un tanto pícara en los labios: - Sin duda alguna la corrida en memoria de los 30 años de la única presentación de Manolete en Medellín en abril del 76; fue el pedazo de corrida más fantástico que presencié. Jamás vi a un toro y a un torero divertirse tanto juntos.

martes, 20 de noviembre de 2012

Flaubert considerado el idiota de la familia


GUADAÑAZOS PARA LA                              
BeLLA ViLLA            
                " La literatura a tajo abierto"     

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Edición No. 44, noviembre  de 2012
Directores: Raúl Jaime Gaviria / Hernán Botero Restrepo
Publicación de Revista Asfódelo
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FLAUBERT CONSIDERADO EL IDIOTA DE LA FAMILIA
Rubén López Rodrigué


Con Flaubert compruebo, una vez más, que grandes obras de arte de la humanidad han sido creadas por personas en estado de enfermedad mental. Menciono otros casos: Hölderlin pasó los últimos cuarenta años de su vida internado en una clínica para locos; Antonin Artaud estuvo en varios asilos y finalmente murió en el manicomio; Guy de Maupassant, quien fuera discípulo de Flaubert, también falleció en un establecimiento psiquiátrico; Virginia Woolf se suicidó, ahogándose.
Kafka decía que escribir mantenía la clase de vida que llevaba: «Un escritor que no escribe es de todas maneras una monstruosidad que reclama la locura». No voy a disertar sobre la locura de Flaubert porque no era este su caso, pero sí de la neurosis del novelista que vive en soledad.


Comienzos de la neurosis

Debido al ataque de una enfermedad nerviosa, que algunos autores de la actualidad diagnostican como histeria, pero otros califican de epilepsia, por recomendación médica Gustave Flaubert se retiró de la carrera de Derecho en la Sorbona de París. La solvencia económica le permitió dedicarse por entero a la literatura, llevando una vida de inválido en casa y, con gran alivio de su parte, renunciando a toda posibilidad de ejercer cualquier profesión. Tal como escribe Mario Vargas Llosa en La orgía perpetua, cuando el escritor francés era estudiante de Derecho lo único que le interesaba era la literatura y lo atormentaba la idea de un oficio que no fuera escribir; pero el dedo de su padre médico apuntaba hacia esa Facultad.
Sufría de convulsiones con visiones multicolores de una supuesta epilepsia, «con mil imágenes saltando a la vez como fuegos artificiales. Había un desgarramiento atroz del alma y el cuerpo. (Tengo la convicción de haber muerto varias veces)», escribió en una carta a Colet.1 Aquejado desde la juventud de una neurosis, tras la muerte inesperada de su padre y su hermana Caroline, el ser más querido de su infancia y adolescencia, se recluyó en la finca de Croisset con su madre y la sobrina que dejó huérfana su hermana, finca que había comprado su padre y donde viviría de las rentas que había dejado. Se afirma que el ver a su hijo convertido en un ser inútil aceleró la muerte del padre.
Louise Colet, una poetisa de segunda línea, era la amante de Flaubert. En la correspondencia entre ambos mostraba una frecuente molestia ante un hombre que siempre se escudaba en las faldas de la madre. Flaubert le describía estados horrorosos de su madre con alucinaciones fúnebres. Ella fue otro de los grandes amores del escritor, que es el prototipo del artista solterón, mimado y a veces tiranizado por el cariño maternal.
De su neurosis Flaubert sacará ventajas puesto que le dio a conocer fenómenos psíquicos ignorados por los demás o que nadie había sentido. Además, la enfermedad tuvo mucho que ver en su elección de la literatura «como antiguamente se entraba en una orden religiosa, para gustar en ella todos sus goces y morir en ella» (Emile Zola). La literatura será su salvación pues en su juventud se aburría atrozmente, fantaseaba con el suicidio, se torturaba con toda clase de melancolías.



Sartre y El idiota de la familia

Jean-Paul Sartre en una investigación paciente y minuciosa de carácter biográfico, publicada con el título de El idiota de la familia, trazó una hipótesis consistente en que el escritor de Normandía sacó un beneficio secundario de la neurosis como solución a sus problemas. Según el escritor y filósofo francés, Flaubert es un producto de prejuicios sociales y familiares de la época. Al calificarlo de pasivo y despectivo indica que en su vida y obra se reflejan relaciones familiares atravesadas por la anormalidad: un padre tirano, una madre poco afectiva, el modelo que le impusieron de su hermano mayor, problemas constantes en su relación con las palabras; solo pudo aprender a leer entre los siete y ocho años, y este hecho lo convirtió en el idiota de la familia.
Al fenómeno que se conoce como somatización Flaubert lo designaba desviación, consistía en que la tristeza se derramaba en sus miembros y los crispaba en convulsiones. En enero de 1844, siendo joven, en medio de un viaje sufrió una especie de ataque de apoplejía en miniatura acompañado de trastornos nerviosos, un ataque que él mismo describió como una congestión cerebral. Abandonar la carrera de Derecho debido a su neurosis y dedicarse a vivir solo para la literatura, llevando una improductiva vida de ocio, le confirmó a los suyos que era el idiota de la familia.
Jean-Paul Sartre, basándose en los escritos inéditos de juventud de Flaubert y en su voluminoso epistolario, escribió El idiota de la familia motivado por un psicoanálisis silvestre de corte freudiano, que tiene el sello de la más profunda hostilidad hacia un escritor «burgués» al que, en una insólita incomprensión, trata de tonto. El motivo es que, a juicio de Sartre, Flaubert en sus cartas se quejaba con demasiada frecuencia de no ser adinerado.
Roland Barthes ha explicado una de las razones de esa inaudita incomprensión: «Flaubert, por el trabajo del estilo, es el último escritor clásico; pero, como ese trabajo es desmesurado, vertiginoso, neurótico, molesta a las mentes clásicas, desde Faguet hasta Sartre. Por eso se convierte en el primer escritor de la modernidad: porque accede a una locura. Una locura que no depende de la representación, de la imitación, del realismo, sino que es una locura de la escritura, una locura del lenguaje».2


La aversión hacia la humanidad

Al leer las cartas de Flaubert a Colet, bien pronto surgió para mí un rasgo de carácter del escritor, el pesimismo; un pesimismo palpable en su concepción de la historia: el presente era peor que el pasado, el futuro sería siempre peor que el presente, y el hecho de que nada tuviese remedio no le parecía injusto, era lo que la humanidad se merecía. A su amiga la escritora George Sand, quien estimulaba su inclinación nihilista, le escribió el 6 de septiembre de 1871: «¡Ah!, qué harto estoy del obrero inmundo, del burgués inepto, del campesino estúpido y del eclesiástico odioso. Por eso me pierdo, todo lo que puedo, en la antigüedad».3
Mario Vargas Llosa, al leer esas cartas atiborradas de injurias contra la humanidad, agrega que este escepticismo sobre el destino humano es, tal vez, lo que explica su defensa de un arte indiferente y objetivo, su teoría de la impasibilidad: «De este modo su vocación produjo una obra que fue lo que ha sido siempre la gran literatura: a la vez una causa y un efecto de insatisfacción humana, un quehacer gracias al cual un hombre en conflicto con el mundo encuentra su manera de vivir, una creación que revisa, pone en tela de juicio, mina profundamente las certidumbres de una época (empezando por la moral y las costumbres, en Madame Bovary)».4
La vista de sus semejantes lo hundía en el hastío. Lo sumergía en ciénagas de tristeza. Lo ponía en un estado de languidez. Incluso lo dejaba corporalmente enfermo. Sus amigos escritores, entre ellos Zola, Daudet, los hermanos Goncourt y Turgueniev tenían que andar blandito cuando lo iban a criticar porque podía ponerse furioso y enfermarse. Emile Zola no ocultaba su tristeza por cuanto su amigo detestaba el mundo moderno, era un individualista romántico que no tenía conciencia de la evolución: rechazaba los ferrocarriles, los periódicos, la democracia.
Flaubert no podía escribir sin dejarse envolver por el fantasma de la perfección hasta unos límites torturadores. Una tesis que gravitaba en su mente, Las perlas no forman el collar sino que es el hilo, hacía que en sus producciones literarias viviese un circuito de Sísifo que él calificaba de atroz. A fin de crear una obra perfecta sacrificaba su vida cercado por el fantasma del fracaso, gastaba semanas enteras de intensísimo trabajo tratando de escribir dos páginas y no hacía otra cosa pues vivía de su renta. Borges dirá que este hombre inaugura una especie nueva de escritor, «la del hombre de letras como sacerdote, como asceta y casi como mártir».
Flaubert se aislaba como un ermitaño, borraba, tachaba, volvía una y otra vez a cero y comenzaba de nuevo. Las dudas de nunca acabar lo hacían calificarse de bruto y creerse un idiota, como si con autorreproches hiciera eco a lo que de él pensaba su familia. Había una frase que repetía a menudo: «Todas las noches me dan ganas de abrirme el vientre». Ahí estaba Flaubert de cuerpo entero, con la necesidad de perfección propia del carácter neurótico.

1 Gustave Flaubert, Cartas a Louise Colet, Madrid, Siruela, 2003, p. 295.
2 Ibid., Introducción de Ignacio Malexecheverría, p. 11.
3 Citado por Pierre Bourdieu en Las reglas del arte. Barcelona, Anagrama, 1995, p. 59.
4 Mario Vargas Llosa. La orgía perpetua, Barcelona, Seix Barral, 1975, p. 275.

martes, 13 de noviembre de 2012

Invitación a leer: "La serpiente sin ojos" de William Ospina

GUADAÑAZOS PARA LA                               
BeLLA ViLLA            
                " La literatura a tajo abierto"     

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Edición No. 43, noviembre  de 2012
Directores: Raúl Jaime Gaviria / Hernán Botero Restrepo
Publicación de Revista Asfódelo
Correo electrónico: revistasfodelo@yahoo.com



Invitación a leer “La serpiente sin ojos” de William Ospina

Por Hernán Botero Restrepo


William Ospina ha culminado la tarea de escribir su trilogía sobre Pedro de Ursúa, y en verdad que lo ha hecho con gran competencia. La trilogía no posee un título general, es cierto, pero no lo es menos el que es sin disputa la trilogía de Ursúa.

Recordando el primero de los libros que integran la obra sobre el famoso conquistador en donde Ursúa es el indiscutible protagonista, no fue posible más que quedar a la ansiosa espera de que hiciesen su aparición las otras dos novelas que completarían la trilogía prometida. A su debido tiempo los ansiosos lectores tuvieron en sus manos “El país de la canela”. Todo en esta novela es impactante en el mejor de los sentidos: por fin aquel otro mito, el de las especias, que en realidad surgió primero dentro del imaginario conquistador que el mito de “El Dorado”, fue plasmado con toda su veracidad histórico-novelesca, en una prosa que algunos han calificado despectivamente de barroca no siéndolo. La prosa narrativa de William Ospina es muy rica, pero en rigor se trata de una prosa renacentista, ni tiene que ver nada con el Domínguez Camargo del “Poema heroico a San Ignacio de Loyola” ni con un Alejo Carpentier, ni mucho menos con Don Luis de Góngora.

Pasando a otro tema, es preciso advertir que en “El país de la canela”, Ursúa, que no participa en la frustrada búsqueda del Edén especiero, queda semi-escondido dentro del cuerpo narrativo de la obra, eso sí, sin menoscabo alguno de la importancia que el personaje posee.

En “La serpiente sin ojos”, el protagonista absoluto es de nuevo Ursúa y los motivos capitales que lo decidieron a realizar, después de la de Orellana, una expedición rio arriba, son las míticas ciudades de oro de las que hablaron aquellos que participaron en la primera expedición amazónica y el obsesionante mito de las mujeres guerreras, que Orellana aseguró haber visto a lo largo de las riberas del gran río.

El narrador es un pariente de Ursúa que había participado en su juventud en la inicial expedición y que veía en el capitán Ursúa a su ídolo, a quien muestra en toda su crueldad y despotismo y del que sin embargo afirma, una y otra vez, que nunca supo lo que era la traición, cosa infrecuente en un conquistador como él. Este segundo viaje por el Amazonas, que no pudo ser imaginado de manera más catastrófica, se entreteje con los fogosos amores de Ursúa y la mestiza Inés de Atienza.

Todo termina con la traición del aún más tristemente famoso que Ursúa, Lope de Aguirre, que se rebela contra Felipe II, asesina a Ursúa y en las tierras que llega a dominar se comporta como el más sanguinario de todos los tiranos, llegando incluso a asesinar a su hija para finalmente morir asesinado.


Adenda:
No convencen los poemas que alternan los capítulos en prosa de “La serpiente sin ojos”, porque no se integran en la estructura narrativa y poseen algo de apócrifos. Cuando pensamos en la poesía indígena de la conquista española de América (de la que ya queda tan poco), encontramos que los temas de los poemas giran alrededor de su cosmogonía, luchas tribales y motivos de la naturaleza. Además de lo anterior, los poemas de Ospina tienen algo de la poesía de nuestro tiempo, en clave simbolista, nada más alejado de la imaginería poética indígena.

martes, 6 de noviembre de 2012

Reflexiones acerca de la radio y la televisión colombianas de ayer y hoy

GUADAÑAZOS PARA LA                               
BeLLA ViLLA            
                " La literatura a tajo abierto"     

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Edición No. 42, noviembre  de 2012
Directores: Raúl Jaime Gaviria / Hernán Botero Restrepo
Publicación de Revista Asfódelo
Correo electrónico: revistasfodelo@yahoo.com


Reflexiones acerca de la radio y la televisión colombianas de ayer y hoy

Hernán Botero Restrepo /Raúl Jaime Gaviria

 Ciertamente nos encontramos en la era digital dominada por el internet y los medios electrónicos, no obstante una gran parte de la población del país aún no tiene acceso a estas nuevas autopistas de la información y ha de conformarse con la molienda, las más de las veces, de pésima calidad que les ofrecen los medios comerciales tanto de la radio como de la televisión en sus ámbitos público y privado. Sería paradójico suponer que quienes dependen exclusivamente de estos dos medios como oyentes y televidentes (hay multitudes que ni siquiera poseen televisión por cable) estén inexorablemente condenados a la dictadura de las narco-novelas, los desinformativos, los realitys de modelos y cantantes y a ese infernal ruido que nada tiene de música al que llaman reegaeton.

 Resulta irónico recordar que fue un dictador militar ,Gustavo Rojas Pinilla, quien inauguró la era televisiva en Colombia en la década de los años cincuenta del siglo pasado, y aunque indudablemente resultase denigrante el que su imagen se proyectara al principio y final de cada emisión , en un evidente alarde del culto a la personalidad, es también innegable que la calidad de aquellos programas era muy superior a los bodrios consumistas actuales que a su vez consumen, como si de el peor carcinoma se tratara, la mente y el espíritu de nuestra más vulnerable población espectadora. Atendiendo a una sana lógica temporal, es sencillamente inexplicable que hace más de sesenta años la población colombiana fuera más culta que la de hoy, luego de los portentosos avances en todos los campos que el país supuestamente ha experimentado. Lo otro sería que la dirigencia colombiana haya sido tan torpe y perversa que haya llevado al país por el camino de una involución tan alucinante, en el peor sentido, que ni las disparatadas imaginerías mágico-realistas de nuestro Nobel criollo llegarían a superarlas.

 En la Colombia de upa tuvimos excelentes radio teatros con excelentes actores radiofónicos (Bernardo Romero Lozano, Carmen de Lugo, y Gaspar Ospina son buenos ejemplos). Por lo que a la televisión respecta era encomiable la adaptación de obras clásicas de la literatura. Se llevaron a la televisión obras de la calidad de “El proceso” de Kafka y de “Canción de navidad” de Charles Dickens, que curiosamente fue adaptada por el nadaista mayor Gonzalo Arango. En cuanto a nuestra literatura nacional, esta también fue objeto de magníficas adaptaciones, baste citar para la radio a “Lejos del nido” de Juan Jose Botero y las versiones televisivas de “La Marquesa de Yolombó” y “Grandeza” de Tomás Carrasquilla”. Como últimos mojones de esta brillante trayectoria cultural podríamos mencionar el caso de la fiel adaptación de Marta Bossio de “El bazar de los idiotas” de Gustavo Alvarez Gardeazábal así como las de “Este domingo” de José Donoso y “La tía Julia y el escribidor” de Mario Vargas Llosa. Qué incomensurable distancia no solo en tiempo sino en mérito la que va de estas obras a la decadencia de “El cartel de los sapos”, “El capo”, “Escobar el patrón del mal” o “Protagonistas de novela” por mencionar solo la punta de ese infecto iceberg de la contemporánea producción nacional.

 Pasándo a los terrenos de la música, recordemos los programas dominicales transmitidos en directo desde el teatro Colón presentando a la Orquesta Sinfónica de Colombia y que siempre fueron complementados con lúcidas intervenciones por parte de expertos musicólogos del talante de un Otto de Greiff o una Hilda Pace. Y que no se diga que no se tomó en cuenta en aquella época nuestro rico y variado folclor musical nacional.Todas las manifestaciones de este género fueron ampliamente difundidas.


¿Sería siquiera posible imaginar que a eso de las nueve de la noche, como antaño, pudiera uno hoy sentarse cómodamente ante la otrora caja mágica (hoy caja idiota) a disfrutar de un sustancioso programa de debate cultural como “El pasado en presente” de Abelardo Forero y Ramón de Zubiría o de las disquisiciones sobre arte de la malograda Marta Traba? No, ni en la mejor traba, al pobre pueblo colombiano de hoy solo le han dejado el circo y le han quitado el pan, postrándolo en la más absoluta de las inopias culturales.