sábado, 30 de marzo de 2013

¿Qué hace que un texto sea clásico?

GUADAÑAZOS PARA LA                            
BeLLA ViLLA            
                " La literatura a tajo abierto"     

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Edición No. 68, marzo  de 2013
Directores: Raúl Jaime Gaviria / Hernán Botero Restrepo
Publicación de Revista Asfódelo
Colaborador permanente: Rubén López Rodrigué
Correo electrónico: revistasfodelo@yahoo.com

¿QUÉ HACE QUE UN TEXTO SEA CLÁSICO?
Rubén López Rodrigué


Augusto Monterroso leía de todo, novela erótica, policíaca, revistas, periódicos, pero acudía mucho a los clásicos. Sin dejar de sentir alguna curiosidad por los nuevos narradores, sabía bien que no era allí donde iba a aprender su oficio de escritor. En una entrevista dijo: «Lo que se dice, o mejor, la forma en que se dice se aprende mucho mejor en los libros que hayan pasado la prueba del tiempo.»
De su lado, Ciorán era amante de los clásicos y un lector asiduo de los filósofos epicúreos y estoicos. 
A la pregunta ¿qué hace que un texto sea clásico? responderé en un comienzo con Nietszche, quien en sus «Consideraciones intempestivas» afirmaba que los que llamamos clásicos «Eran buscadores y buscaban con fe y perseverancia lo que los filisteos creían haber encontrado ya». Según el filósofo alemán, el filisteo solamente glorifica la copia minuciosa o la fidelidad fotográfica, sólo admite el arte cuando es imitación y por eso le exige al artista que imite la realidad, que imite a los clásicos.
En el largo martirio de Emma Bovary en la obra de Flaubert que lleva el mismo nombre de su protagonista, hace más de siglo y medio que se reconocieron tantas desgraciadas provincianas, y toda esa belleza ya no es romántica ni realista, sino de un clasicismo eterno. Tendría que hablar de la magnitud estilística de los clásicos, entendiendo por estilística el estudio del estilo de quien habla o escribe, es decir, de la expresión lingüística en general.
En su introducción a la poesía de Jorge Manrique, J. M. Alda~Tesán nos trae un buen argumento de lo que es un clásico en la historia. Lo cito: «El caudal de la historia literaria se enriquece con dos tipos de aportaciones: el conjunto de obras que, cada uno en su momento, representaron algo considerado como destacable y significativo de su tiempo, pero que el paso de este ha ido fosilizando; y aquellas otras que conservan su vida, artísticamente hablando, y continúan trasmitiendo su mensaje poético al hombre de hoy no especializado. Las primeras constituyen la gran masa de la historia que se va sedimentando y queda atrás como algo que fue, y, a veces, como hecho meramente sintomático; las otras, pocas en comparación con las primeras, flotan por encima del tiempo y permanecen vivas a través de los siglos. Es el privilegio de los clásicos.»[1]
Es de anotar que los intelectuales franceses encontraron en las grandes obras de la Antigüedad una fuente inagotable de sabiduría humana. Pensadores, escritores y artistas, mediante la profundización de su conocimiento de las grandes obras grecolatinas, se separaron cada vez más del ideal cristiano de la Edad Media para inspirarse en el ideal humano de los griegos y de los romanos. Según el DRAE, clásico es aquello digno de imitar, que tiene clase. «Clásico», más que significar perfección, quiere decir inagotable. En esta misma vía se conduce Jorge Luis Borges al afirmar que clásico es «aquel libro que una nación, o un grupo de naciones o el largo tiempo han decidido leer como si en sus páginas todo fuera deliberado […], profundo como el cosmos, y capaz de interpretaciones sin término». Pueden considerarse obras clásicas de la literatura universal Madame Bovary, de Flaubert; Anna Karenina y La guerra y la paz, de Tolstoi; Don Quijote de la Mancha, de Cervantes; Hamlet, de Shakespeare; Edipo Rey, de Sófocles; Los hermanos Karamazov, de Dostoievski…
En dos palabras, en toda obra clásica lo que constituye su eternidad o inmortalidad es la perfecta conjunción de dos fuerzas, descansa en el equilibrio de dos elementos: la forma y el contenido.


[1] Jorge Manrique, Poesía, Salamanca, Anaya, 1969, pp. 40-41.

miércoles, 27 de marzo de 2013

!Es que ha sufrido tanto!

GUADAÑAZOS PARA LA                            
BeLLA ViLLA            
                " La literatura a tajo abierto"     

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Edición No. 67, marzo  de 2013
Directores: Raúl Jaime Gaviria / Hernán Botero Restrepo
Publicación de Revista Asfódelo
Colaborador permanente: Rubén López Rodrigué
Correo electrónico: revistasfodelo@yahoo.com


¡Es que ha sufrido tanto!

Hernán Botero Restrepo

Las espirales de humo se retorcían sobre las cabezas de los asistentes –había lleno completo- en el ya hace muchos años desaparecido Teatro Roma, sito en el querido barrio en el que vivía Juan Luis Monsalve una infancia dichosa; con el correr de los años, el Barrio Colón también desaparecía borrado o mejor barrido como tal del mapa urbano de Medellín, por el brutal escobón de hierro del progreso. Era domingo y como el muchacho se había portado bien en casa y sus calificaciones de la semana en la escuela no habrían podido ser mejores y, convencidos sus juveniles padres de que a su hijo, entonces de doce años recién estrenados, no podía malearlo la película que daban en el Roma, aunque estuviera censurada oficialmente para menores de veintiún años ( en aquella época en la que Medellín era la ciudad de la Eterna Primavera  y no tenía los apodos siniestros con los que hoy se la llama merecidamente en todo el país, la mayoría de edad se alcanzaba, como en toda Colombia, a los veintiuno), Juan Luis había recibido el permiso de asistir con la muchacha del servicio a la función de las tres. Matilde era una buena moza de origen campesino, que desde hacía unos tres años, había comenzado a quitarse el pelo de la dehesa, luego de que tomara la decisión de irse a servir a una buena casa en la capital del departamento, meca de todas sus aspiraciones, y frisaría por aquellas calendas en los veintidós o veintitrés años. Pero no iban solos, pues estaban acompañados por el novio de Matilde, el treintañero Carlos Rodrigo, de oficio maestro de albañilería y por la chaperona de la muchacha, representante de su madre en la ciudad, la tía soltera Ana Joaquina, jovial mujer que pasaría acaso de los cuarentaicinco y que daba la impresión de haber hecho votos de castidad, sin que por otra parte la tentara la vocación monjil. Ana Joaquina, dueña de una tiendecita miscelánea: Variedades para el hogar, tenía su negocio en la esquina de la arbolada calle en que moraban Juan Luis y su familia. Al muchacho lo deslumbró el colorido chillón de los carteles de las películas anunciadas en el hall del teatro, todas mexicanas y la mayoría de ellas en blanco y negro, aunque los carteles siempre venían a colores y, sin prestar atención a la propaganda comercial proyectada en la pantalla: radios Phillips de tres bandas, Pielroja (sin filtro, claro, en aquellos tiempos) y Emulsión de Scott, la del hombre con el bacalao a cuestas, pero sí a los avances o cortos, de dos o tres películas próximas a estrenarse, Juan Luis no acababa de creer en su buena suerte. El jovencito había podido saltar la barrera del año en el que se iniciaba la madurez en el país, gracias a la relación que existía entre Matilde y la expendedora de las boletas de entrada – que eran primas en un complicado grado- y, a que ésta era la novia del delegado de juegos y espectáculos, que siempre le avisaba cuándo iba a efectuar una ronda por el Roma, linterna en mano, para ver si sorprendía a menores de edad en películas para adultos – esta vez le había dicho que le tocaba ir al Balkanes, en pleno Barrio Guayaquil-, amén de que la expendedora Rocío era uña y carne del muchacho que al pie del telón de entrada recibía las boletas, entregaba las contraseñas y pedía cédulas en los casos de dudosa mayoría de edad. Así pues, toda una red de relaciones familiares amorosas y amicales había sido necesaria para que a Juan Luis le fuera posible ver a los doce años su primera película para mayores.

      Corrido el telón con un metálico ruido de argollas, apagadas todas las luces, menos las numerosas y de un rojo encendido, que a pesar del aviso Prohibido fumar, proyectado en la pantalla, brillaban en la punta de una multitud de cigarrillos se inició la proyección con los cortos y la antediluviana edición del insulso noticiero de la R.F.A El mundo al instante (que no gustó jamás a nadie que frecuentara los teatros de barrio de la ciudad, motivo por el cual, cuando este comenzaba, muchos de los asistentes masculinos empezaban a dar taconazos contra el afelpado y mugriento piso de la sala y a gritar en coro: - ¡la película, la película, la película). Luego de esto, sobre el lienzo de aquella fueron apareciendo letreros en blanco y negro, como la película y, en diversos tamaños, de acuerdo con el grado de importancia que tienen en los créditos de un filme todos los que participan en él: Pel-Mex presenta y a continuación el título que, desgraciadamente con el decurso de los años Juan Luis olvidaría, como creía haber olvidado aquel domingo de cine con Matilde, con Ana Joaquina y el novio de la primera; aunque quizás sea más apropiado decir que cuarenta años después, Juan Luis había olvidado tan por completo aquello que incluso había olvidado que lo había olvidado; pero esto es adelantarse al final y ya habrá tiempo para él.

     Sentado al lado de Ana Joaquina, el fino oído de Juan Luis captó un ruidito cauteloso, un tenue click, el click de una pequeña cartera de mano, de las de broche,( y que hasta hoy cargan únicamente las mujeres) cuando son abiertas; miró intrigado – por qué lo hizo, nunca lo supo, pero el hecho es que no pudo dejar de hacerlo- al regazo de Ana Joaquina y vio que su mano derecha apretaba con disimulo un pequeño pañuelo blanco con bordes de sencillo encaje y una carterita cerrada en la otra mano. De nuevo se oyó el click sobre las puntiagudas rodillas de Ana Joaquina… ¡No, no estaba haciendo calor! ¿Entonces? … Al fin no se aguantó las ganas de preguntar y lo hizo justo en el momento en que, acompañado de una música de estridente brillo dramático, en letras gigantescas, aparecía frente a todos el nombre de Libertad Lamarque. – ¿Ana Joaquina, tiene calor? …  ¿ O es que está triste?  - No niño, le contestó la interpelada con un hilo de voz. El rostro de la mujer ya no era el mismo, una mezcla de angustia y de gozo que ella no pudo disimular, lo desfiguraba. -Con Jorge Mistral- se leyó acto seguido, pero en letras más pequeñas. De labios de Matilde por su izquierda, llegaron estas palabras a Juan Luis: -¡Ah, tan buen mozo, y cómo le queda de bien el cachaco! El novio de la muchacha también las oyó, por supuesto, y, mientras los que estaban más allá de la pareja les pedían silencio, en tono bromista replicó a su enamorada: - ¿me cambiaría por él? - ¡Bobo! – acotó pícaramente la muchacha – como si usted no fuera capaz de cambiarme si tuviera la oportunidad por Miss Colombia. – ¡Shh¡, otra vez ¡Shh! ¿Es que no van a dejar ver la película? Mientras esto pasaba, acercando su boca al oído derecho de Juan Luis, la solterona le susurraba: -niño Luis, -¡es que ha sufrido tanto! - ¿Quién Ana Joaquina? – ¡Pues la Libertad, niño!, yo trato de no emocionarme mucho pero no soy capaz de aguantarme… Desde que la vi en la primera película lloré… y siempre tan buena, niño, y tan noble, nunca se le ha ocurrido hacer de mala… uno de mala no la reconocería… hay gente que cree que es mejor cantando que como actriz, pero eso es mentira, lo mejor es cuando actúa. - ¡Oiga niño Luis, no le vaya a contar esto que le dije a Matilde, que esa triscona a lo mejor se ríe de mí! – ¿me lo jura niño? – Sí Ana Joaquina, se lo juro.   

     Y la película comenzó. A los quince minutos la dueña de Variedades para el hogar ya mordía el pañuelo y tenía los ojos comenzando a desleírsele. ¡Aquello era demasiado! ¡Libertad Lamarque, la Libertad como ella familiarmente la llamaba nunca había sufrido tanto. El más profundo silencio pareció haber petrificado la concurrencia. Si Juan Luis se hubiese paseado con una linterna a lo largo de toda la sala, habría contemplado muchos pañuelos blancos y de muchos colores. - ¡Por Dios, pero si aquel sinvergüenza la había empujado en estado de embarazo desde lo más alto de la escalinata y ella había rodado hasta el primer piso sobre el que ahora yacía inconsciente, con un hilillo de sangre brotándole de la boca! – enjugando lágrimas de mujeres viejas, de mediana edad y de muchachas, y a las novias aferradas a los brazos de sus enamorados, que en su mayoría si lo hubiera observado, se notaban temblorosos bajo su pétrea apariencia. Sí, Jorge Mistral, el bello y fatal sinvergüenza, era el malo irredimible, y si se había casado con Libertad Lamarque era por puro interés. La cabeza de  Juan Luis daba vueltas, seguían las infamias. Si alguien lloraba eran las espectadoras. El medio entendía: ella era buena y él era malo, muy malo… ¡Y qué lindo como cantó ella esa ronda infantil cuando fue al orfanato! – ¡pero el marido no la dejó adoptar!. Después se producía un conflicto obrero patronal en la fábrica del padre de la Libertad por culpa del marido; por si fuera poco éste la engañaba con otro. ¡Con razón la película era para mayores! Se suscitaba una violenta discusión entre el primo de la Libertad, su primer prometido, que porque no la quería, la había vendido cual si de una res se tratara, a Jorge Mistral, el bello tenebroso, con la condición de explotar la fábrica para los dos; el iracundo choque entre ambos bribones llegaba hasta el asesinato: en su casa, donde discutían, Jorge Mistral mataba de un tiro a su compinche. Libertad Lamarque llamaba entonces por teléfono a la amante de su esposo para que viniera a sincerarse con ella… ¡Ay, no sabe lo que se le espera!, -alcanzó a modular Ana Joaquina. ¡Qué escena entre las dos! La amante, una mujer interesada y casquivana, muy mona y de mucho abrigo de piel y con muchas joyas y muy maquillada, después de ver el cadáver del primo de la Libertad salía aterrorizada e increpada por una Libertad Lamarque más noble y digna que nunca. A solas luego con su infame esposo, le ponía el arma homicida en la mano, y le decía retándolo con esa voz suave y ronca a la vez, con ese estremecedor acento en el que se fundían a la maravilla los del español, argentino y mexicano: - ¡mátame, quiero darte la última y suprema prueba del amor que siempre he sentido por ti! ¡Dirás que mi primo era mi amante y que nos encontraste juntos! Del pecho de Matilde se escapó un sollozo: -Carlos Rodrigo, présteme su pañuelo. Todo indicaba que Jorge Mistral iba a disparar, apuntaba con el arma directo al corazón de Libertad, que sentada en una pequeña butaca le sostenía la mirada sin pestañear. - ¡Dispara! No quiero que mi padre relacione la muerte de Javier con la fábrica, no quiero un escándalo para él, la fábrica es el sueño que realizó papá dedicándole los mejores años de su vida, ciento veinte familias vivían decorosamente de ella. Ante la entereza de sensible granito de esta mujer, Jorge Mistral comienza a vacilar, a desmoronarse, su decisión de hacer lo que ella le pide huye al fin de su mente, se escapa de su voluntad. – ¡No, me entregaré. ¡Tú encárgate de solucionar el problema de la fábrica, auméntales el salario, abarátales los productos. ¡No, yo no puedo caer tan bajo, cómo no me di cuenta de que eres la mujer más buena y valiente del mundo y la más digna de ser amada! Coloca el revolver sobre el centro de la mesita de la sala y se dirige a la del teléfono: - voy a llamar a la policía, ya veré que les cuento que no te perjudique ni a ti ni a tu padre. Libertad, con una voz pausada, pozo de amarguras infinitas, le dice entonces, mientras, luego de haber ojeado el directorio telefónico él toma sin vacilar la bocina: -siempre te he querido… aunque creo que desde muy pronto lo supe todo. No creas que voy a olvidarte, tal vez algún día volvamos a estar juntos. –No, no lo merezco, exclamó él. –Con lo que acabas de hacer te has puesto en paz con Dios y conmigo le replicó la Libertad. – ¡Ah¡ querida, no haber sabido valorar desde que te conocí a la gran mujer que eres. Primer plano del rostro de Libertad Lamarque. Sereno, impasible. La cámara enfoca luego solo la frente y los ojos. Una inmensa lágrima brota de uno de ellos y rueda por la mejilla. Fin.

     Respiro general, angustioso. Pero respiro al fin y al cabo. ¡Qué película! De las que se pueden ver cinco y seis veces y siguen conmoviendo lo mismo.
     -¡Ah! Que horrible la soledad en la que queda la Libertad - exclamó Ana Joaquina. –Y que me dices de la de Jorge Mistral tía- le dijo Matilde.
     Salieron entre los últimos del Roma. Ana Joaquina tenía los ojos irritados de tanto llorar. Matilde también, pero un poco menos porque tenía a su lado a Carlos Rodrigo que la confortaba. Juan Luis se había sumido en un estupor inexpresable.

     Aproximadamente cuarenta años después, buscando un canal norteamericano de T.V, de los programados para la urbanización en que tenía su apartamento Juan Luis Monsalve, brillante arquitecto, muy organizado, feliz esposo, padre de familia y ya múltiple abuelo, además de un entusiasta de lo que juzgaba como gran cine, se tropezó mientras hacía uso del control remoto, con una imagen que le recordó algo vivido, confusa pero intensamente en su infancia: la imagen de un hombre que recibía dinero de otro, por la venta de su novia, a quien no quería. - ¡Dios mío!, - dijo-, dejando el control sobre el brazo de una sillón. Sí, ésta es la película que provocó el llanto de Ana Joaquina, que en paz descanse.  El comprador es Jorge Mistral, que también descanse en paz. Y ella, claro, esa nariz, pero sobre todo esa voz, esa bella voz que es la de Libertad Lamarque. El nudo de la nostalgia se le atoró en la garganta del alma. – ¡Pero no puedo recordar el título! Entonces sucedió algo mágico: A su nostalgia se sobrepuso la convicción, de que por encima de su sentimentalismo, aquella era una hermosa película… y es cierto, se dijo, ella actuaba mejor que cantaba, y eso que cantaba maravillosamente. Georges Sadoul hubiera estado de acuerdo con Ana Joaquina. Las lágrimas derramadas por todos lo que habían visto la cinta hacía cuatro décadas en el desaparecido Teatro Roma, del desaparecido Barrio Colón, no habían menos justificadas, que las que cuenta, en alguna página, Simone de Beauvoir, derramaba Sartre en las películas que le tocaban el corazón. – ¡Y sí, aquella era una bella película! Y a su parecer más bella que cualquiera de las mejores de Mervyn Leroy  o Víctor Fleming y no menos tampoco que la más excitante de las melodramáticas en tecnicolor de Frank Borzage que tanto admiraba su devoto Rainer Werner Fassbinder, que en paz descanse igualmente.
FIN

Este cuento es un homenaje a Libertad Lamarque fallecida pocos años después de haber sido escrito, que cantaba Besos brujos, y siempre embrujaba al hacerlo a quienes la escuchaban, y algunas de cuyas películas recuerdo con emoción.
 

martes, 19 de marzo de 2013

El fantástico humor de P.G. Wodehouse

GUADAÑAZOS PARA LA
BeLLA ViLLA
" La literatura a tajo abierto"

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Edición No. 66, marzo de 2013
Directores: Raúl Jaime Gaviria / Hernán Botero Restrepo
Publicación de Revista Asfódelo
Colaborador permanente: Rubén López Rodrigué
Correo electrónico: revistasfodelo@yahoo.com









El fantástico humor de P.G. Wodehouse

Raúl Jaime Gaviria

 
Hace algunos días terminé de leer el libro Picadilly Jim de P.G. Wodehouse, un autor inglés que vivió parte de su vida en Estados Unidos y que escribió más de noventa novelas. Hoy por hoy este autor está viviendo un segundo revival importante en nuestro idioma. En los años sesenta la editorial Plaza y Janés publicó varias de sus obras dentro de la colección El club de la sonrisa y recientemente ha sido Anagrama la encargada de volverlo a presentar al público de lengua española.  Luego de tomarme un café bien cargado en la mañana decidí emprender la lectura de Picadilly Jim, no sin cierta prevención, pues me habían hablado del autor en términos tan elogiosos que, como buen antioqueño, se me activó el chip de la desconfianza y en mi interior pensé: "de eso tan bueno no dan tanto". Lo cierto es que me equivoqué de medio a medio, Wodehouse es un escritor de un finísimo humor, que en una alquimia prodigiosa, le añadió al aire flemático e irónico del humor británico cierta frescura que hace que su prosa sea un formidable delicatessen para el lector de buen paladar. Si hay un escritor capaz de proporcionar gozo a raudales ese es sin duda P. G. Wodehouse que en cada página es capaz de recrear las situaciones más disparatadas sin que por ello pierda pie la progresión coherente de la historia que relata. Su maestría  ha sido comparada con la de Dickens.  En el caso de que existiera un ranking mundial de escritores con la más alta dosis de imaginación del último siglo estoy seguro que Wodehouse estaría en los primeros lugares de la lista y no, no necesito haberme leído la obra completa del caballero en cuestión para realizar tamaña aseveración, como tampoco considero necesario que haya que llegar al tomo cuarenta de la Summa Theologiae para darse cuenta de que se trata de un soberano ladrillo.


    Picadilly Jim es un libro de 288 páginas y yo, que, es menester reconocerlo, poseo una faceta excéntrica que no he podido superar, antes de iniciar la lectura decidí contabilizar el número de carcajadas (nada de afrancesadas risitas hipócritas) que la lectura me produciría, cosa que ya había hecho en ocasiones anteriores. Fueron exactamente cuarenta y dos, a razón de una cada 6.85 páginas, mi nuevo record personal.

    Leyendo a un escritor como Wodehouse no pude menos que lamentar las falencias humorísticas que padece nuestra actual literatura colombiana. Definitivamente hay que tomarse muy en serio el arte literario para producir una obra así y en Colombia muy pocos están capacitados para hacerlo, baste con citar los esperpentos pseudo-literarios de Daniel Samper Pizano y su retoño.

     Y que decir acerca de algunas de nuestras pretendidas "obras maestras" locales. La única carcajada (eso si, más larga y fuerte que cualquiera de las cuarentaidos provocadas por Picadilly Jim) que me produjo la lectura del absurdo mamotreto de García Márquez Cien años de soledad, se suscitó, luego de finalizar el libro, al recordar que algún imbécil llegó a comparar este libracho con una de las cumbres de la literatura de todos los tiempos como lo es El Quijote. ¡JA JA y triple JA de nuevo!


     Para finalizar permítanme citar a Sommerset Maugham, quien decía que la función principal de una novela era entretener y que si alguien leía novelas con el afán de formarse espiritual o intelectualmente pues más le valdría leer textos de filosofía, ciencias sociales o religión. Bajo este precepto podríamos decir que P.G. Wodehouse es uno de los autores más entretenidos que nos podamos encontrar en nuestro camino lector, y eso solo, en un mundo como el de hoy, vale un potosí.

sábado, 16 de marzo de 2013

Una danza de libélulas sobre el estanque

GUADAÑAZOS PARA LA                            
BeLLA ViLLA            
                " La literatura a tajo abierto"     

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Edición No. 65, marzo  de 2013
Directores: Raúl Jaime Gaviria / Hernán Botero Restrepo
Publicación de Revista Asfódelo
Colaborador permanente: Rubén López Rodrigué
Correo electrónico: revistasfodelo@yahoo.com

«UNA DANZA DE LIBÉLULAS SOBRE EL ESTANQUE»
Rubén López Rodrigué

Acerca del libro Colombia y el arte. Homenaje a Enrique Grau, Tomo 3, editado recientemente por la Fundación Enrique Grau, con sede en Bogotá, con la participación de 47 artistas de Colombia y del exterior, entre ellos el antioqueño Omar Toro, comentado en el presente texto, hemos decido publicar este (con el atenuante que se trata de fragmentos, extractados de un ensayo, publicados en un plegable para una exposición de pintura en Medellín, de ahí su carácter fragmentario) por las siguientes razones. Para empezar, no respetaron el seudónimo del autor («Rodrigué»), con el cual es conocido en diversos medios nacionales y del exterior. Cambiaron palabras, omitieron otras, suprimieron y modificaron puntuación, eliminaron los párrafos finales. ¿Para qué un mensaje que, como masa amorfa, no llega al lector? El autor nunca fue consultado para verificar que en la digitación de su texto no hubiese sido alterado, como en efecto sucedió.
Alguna vez supimos de un científico que olvidó el día de su matrimonio por estar concentrado en su trabajo de laboratorio. Y al parecer los editores del mencionado y lujoso libro todavía creen en el cuento de «Una imagen vale más que mil palabras», todavía piensan que la imagen lo incluye todo y por lo tanto no hay que leer nada —eso se lo escuchamos decir a un pintor radicado en Medellín. ¿Cuántos autores habrán recibido semejante afrenta, con la que se los hace aparecer como malos escritores?

♣♣♣


Omar Toro expone en su obra la atmósfera de la ciudad, no digamos mediante una exactitud representativa, pues allí no hay fidelidad topográfica ni episodios anecdóticos, sino de manera simbólica, por ejemplo en Electro de Medellín pinta las curvas que atraviesan la ciudad enferma, violenta, desprovista de amor y respeto, mejor dicho, en estado de gravedad.
Con el cuadro Vive si puedes me pone a pensar que la gran ciudad es un gigantesco y luminoso carrusel de ilusiones perdidas, que los grandes centros urbanos son el corazón del infierno moderno, que la capital de Colombia tiene un carácter cosmopolita mientras que las demás ciudades del país, caso patético de Medellín, son como aldeas donde todo se sabe y todo se enjuicia. «Te recorren ojos absortos perplejos. / Absortos, absortos / perplejos, perplejos / Cómo nos parecemos Medellín» (Hacedor de espejos).
«Mi pintura intenta penetrar lugares comunes, estados cotidianos, la ciudad y sectores marginales», dice Omar Toro. Así, en el óleo Trópico pinta una barriada que llega hasta la cima de una montaña, la misma que vio desaparecer en un derrumbe. El colorido del barrio pobre armoniza con los distintos verdes de la montaña sobre la cual se encarama. Por supuesto ese barrio «También tiene sus quijotes, / sus sanchos / y más de una dulcinea» («Mi barrio»).   
El pintor que me ocupa se mueve en la oposición entre arte abstracto y arte figurativo, cultivando los dos campos y superando el conflicto que pudiese existir entre ellos. ¿Qué pretenden ver los ojos del pintor que indagan la distancia hasta donde comienza la región de las brumas? En la Serie urbanos algunas pinturas son laberintos simbolizados por manchas de color que producen un efecto de luces sobre la tela, si bien con cierto aire cubista en una de ellas, un díptico donde los cubos y rectángulos forman una encrucijada destinada a confundir a quien se adentre en el cuadro.
Si la práctica habitual frente a un cuadro es identificar los elementos representados y a partir de ese reconocimiento valorarlos, ello no podría suceder, por lo menos en mi caso, ante una obra como Abstracto díptico, un arte resuelto en formas puras en sí mismas, que puedo interpretar como la expresión genuina de un espíritu creador, luego de haber pasado por el aprendizaje de la pintura académica, de la pintura figurativa con los supuestos de conocimientos anatómicos, combinación de colores, estudio de la rigurosa perspectiva, manejo de lienzos y demás materiales. Pero como el verdadero lenguaje artístico se define en términos puramente plásticos, no habría que caer en el error de confundir la realidad pictórica con la realidad física.
Los poetas son como niños que reclaman juguetes, cromos y rosas empapadas de rocío. «La poesía bien podría ser un niño / cabalgando una mariposa» (Entre lo sagrado y lo profano).
Esa agresividad del color es como hablar de cartuchos de dinamita.


En cuanto a su poesía, es un medio de expresión de su psiquismo volcánico. Pinta con palabras la realidad psíquica, el fantaseo o la vida fantasmática, así como pinta su interioridad subjetiva en los cuadros: «el cerebro no sabe leer / los apuntes del corazón» (Entre lo sagrado y lo profano). Aquí vemos la valentía del artista que somete las intimidades de la propia vida psíquica a miradas de otros, a miradas extrañas.
Se dice que todos los poetas son unos perdidos y unos borrachos, se afirma que hay quienes se sumergen en la vida bohemia a fin de parecerse a los poetas «malditos franceses»; pero ese malditismo que recibe la iluminación del mal no es suficiente si no se cuenta con el talento. En Omar toro ha existido una bohemia creativa, indesligable de su talento, aunque en ocasiones se sienta como una marioneta de ella: «Bohemia / como te cuesta / orientar mis pasos» («Bohemia»). Además, estimo que este no es uno de esos poetas que se comportan como pequeños tiranos creadores de universos, o que se guían como un Dios que crea de la Nada.
Se nota la búsqueda afanosa de gamas de luz. Si no fuera porque no se acoge a la forma tradicional, a la línea, al dibujo, calificaría a Omar Toro de luminista. «Gavillas de pintores / Con sus gorros de loco / Cruzan luces y penumbras», dice Juan Manuel Roca en su poema «Saga de los viejos pintores». No solo sus cuadros repletan de color, también los poemas de los libros ya enunciados, en los que traza su pensamiento sobre la dura lucha por la vida: «Si hago de pintor o artista, / poeta o poetastro, / es porque no encuentro otra manera / de defenderme de mí mismo» («Constancia»).
En suma, en la pintura y la poesía de Omar Toro la muerte es consustancial a la vida, con lo que trasmite el mensaje que vivir es también aprender a morir: «nazco a cada instante / igual que muero» («Fragancia»).

lunes, 11 de marzo de 2013

El Dostoievski de J.M Coetzee (primera parte)

GUADAÑAZOS PARA LA                            
BeLLA ViLLA            
                " La literatura a tajo abierto"     

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Edición No. 64, marzo  de 2013
Directores: Raúl Jaime Gaviria / Hernán Botero Restrepo
Publicación de Revista Asfódelo
Colaborador permanente: Rubén López Rodrigué
Correo electrónico: revistasfodelo@yahoo.com

El Dostoievski de J.M Coetzee (primera parte)
Hernán Botero Restrepo

Mi Dostoievski es ante todo el Dostoievski de Baroja que escribió que el autor ruso había desencadenado una tempestad de belleza en el mundo con sus libros, el de George Steiner, en su soberbio Tolstoi y Dostoievski, y el de Edward Hallet Carr en su Dostoievski tan luminosamente decantado hacia lo político.
  No es el detestado y temido por Lenin y Stalin (Lenin dijo que Tolstoi era el espejo de la revolución rusa), por Guerra y Paz, pero eso no es cierto; ese espejo es el Dostoievski de Demonios, que junto a Crimen y castigo fue el más bien poco convincente Dostoievski de Nietzche, que no alcanzó a leer Los hermanos Karamazov, pero sí se dio cuenta de las falencias de El Idiota (que si bien leyó no citó nunca ni para bien ni para mal).
  Mi Dostoievski es también el de Stefan Zweig, tal y como aparece en Tres maestros, compartiendo honores con Balzac y Dickens. Es una lástima que Zweig no haya conocido a Pérez Galdós ni al portugués Castello Branco. De haberlos conocido los tres maestros habrían sido cinco.
  En El maestro de Petersburgo, J.M Coetzee des-rusifica y des-eslaviza a Dostoievski, convencido de que, germanizándolo, su obra se abre en toda su plenitud significativa y poética.
  Dostoievski no comulgaba en general con el nihilismo, pero tampoco con lo que había de hegeliano en Bielinsky, Chernichevski, Dobroliubov –ni siquiera Turgeniev lo haría, y eso que en su novela Humo contrapone la energía alemana a la pasividad rusa.
  Dostoievski estuvo casado con dos mujeres rusas, María Dmitrievna y Anna Grigorievna. Sabemos además que una hija suya escribió un libro sobre él.
  En la pseudo-novela biográfica de Coetzee, Dostoievski, que vive en Baden con la viuda alemana que Coetzee se sacó de la manga, se ve obligado a viajar a Petersburgo para tratar de hacer algo por un hijo que su esposa había tenido con un alemán antes de conocerlo a él, y que estaba acusado de haber intervenido en un acto terrorista cuyo instigador era Nechaev.
  Los premios Nobel que han escrito bodrios como El maestro de Petersburgo, en el caso de seguir todos las huellas del libro que comento, me llevan a pensar que lo mejor sería que ese premio jamás volviera a adjudicarse.

Golpe de gracia
Un Dostoievski germanizado es tan digno de consideración como lo sería un libro sobre Charles Dickens en el que este viviera en Roma, y estuviera casado con una viuda de nacionalidad italiana.
  Sin lo ruso y lo eslavo de Fiodor M. Dostoievski no hay Dostoievski que valga.

Propuesta para los lectores osados
  Puesto que el ser y el no ser, son y no son cada uno más que lo mismo, propongo a quienes ha leído estas líneas y especialmente a los que más admiran El maestro de Petersburgo escribir una novela-biografía en la que Sócrates viva en Susa, Persia, casado con una mujer persa y no con Jantipa, y se dirija al final de la obra a Atenas para tratar de desfacer con su mayéutica un entuerto político.

finis.

miércoles, 6 de marzo de 2013

La bibliotecaria de Auschwitz

GUADAÑAZOS PARA LA                            
BeLLA ViLLA            
                " La literatura a tajo abierto"     

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Edición No. 63, marzo  de 2013
Directores: Raúl Jaime Gaviria / Hernán Botero Restrepo
Publicación de Revista Asfódelo
Colaborador permanente: Rubén López Rodrigué
Correo electrónico: revistasfodelo@yahoo.com


LA BIBLIOTECARIA DE AUSCHWITZ

Raúl Jaime Gaviria Vélez


La bibliotecaria de Auschwitz del escritor español Antonio G. Iturbe, nos presenta a Dita, una joven judio-checa de tan solo diecisieis años, casi una niña, que ha sido trasladada por los alemanes del Tercer Reich del gueto de Terezín al campo de concentración de Auschwitz-Birkenau junto a sus padres, luego de la invasión alemana a Checoeslovaquia. Dado el interés de la comandancia nazi de presentar una imagen exterior de respeto a los derechos humanos ante una probable visita de una comisión de la Cruz Roja Internacional, se instaura un campo "especial" familiar, el famoso Campo 31, donde no se separan las familias y, de manera extraordinaria, se permite la presencia de niños y ancianos que en otras circunstancias serían enviados sin dilación a las tenebrosas cámaras de gas. La dirección de este campo tan particular le es asignada a Alfred Hirsch, un interno judío-alemán, con amplia experiencia en el manejo de grupos juveniles, que de inmediato muestra su animoso liderazgo y organiza una insólita escuela sin tizas, tableros, lápices o cuadernos. La "escuela" cuenta tan solo con los conocimientos alojados en las mentes de sus profesores, reclutados de entre los prisioneros; además de una diminuta biblioteca de ocho libros en papel que ha ingresado ilegalmente al establecimiento a través del mercado negro y que de ser descubierta por los nazis supondría el cierre inmediato del campo familiar y la condena a muerte de muchos seres humanos. A Dita le es asignada por Hirsch la honrosa tarea de ser la bibliotecaria del Campo 31, lo que ella toma muy a pecho, consciente de los riesgos que conlleva esta peligrosa labor para su vida y la de los demás. Pero Dita no es para nada una bibliotecaria común, su tarea consiste en distribuir estos pocos libros, la mayoría de ellos deteriorados por el uso y el tiempo, entre el cuerpo de profesores y otros lectores interesados, recogerlos al final de las clases y guardarlos de nuevo en su escondite. Dita los cuida como si fueran sus propios hijos, ellos se constituyen en su tesoro más preciado, en una esplendorosa luz en medio de la salvaje oscuridad nacional-socialista que en Auschwitz condujo a la humanidad a su mayor depravación. En esta sui-generis biblioteca en miniatura cohabitan amigablemente, lomo a lomo, autores en las antípodas ideológicas como H.G. Wells o Sigmund Freud con un Alejandro Dumas o con el poco conocido autor checo Jaroslav Hasek y hasta con el compilador de un texto básico de geometría. Nada más cierto que aquello de que solo existen dos lugares en donde puedan convivir apaciblemente escritores que difieran en el terreno de las ideas: un cementerio o una biblioteca. En un par de bolsillos ocultos bajo su vestido, Dita camufla estos libros que por unas horas harán sentir a muchos internos que no son solo un montón de carne dispuesta para el matadero, como pretenden sus verdugos germanos, sino personas dotadas del sublime y sagrado don de la imaginación. Allí, en medio de la fábrica de muerte más terrible que haya podido existir en la historia, se improvisa una clandestina fábrica de esperanzas y queda patente que el tesón y el afán de libertad presentes en el espíritu humano pueden superar hasta las más extremas condiciones de humillación física y psicológica.

   La bibliotecaria de Auschwitz más que una simple novela es un auténtico tratado de resiliencia, un himno al poder de la voluntad humana ante la adversidad. Y aunque, dado lo sensible de su tema y el tratamiento que a este se le da en el texto, no pueda permitirse bajo ningún aspecto considerarlo un libro para entretenerse, su tensión dramática y la profunda fibra humana que devela su historia nos mantienen anclados a sus páginas con expectación. Pareciera que nosotros mismos fuéramos un personaje más, uno de aquellos hombres o mujeres en aquel campo de concentración cuyo destino pende de un hilo, poseedores de un futuro que linda con la muerte y que, sin embargo, dejan volar el alma ante un libro que pretende brindarles la promesa de una vida más allá de las atroces condiciones a las que se ven abocados. Personas como Dita tienen el valor inusitado de entender en su acepción más profunda, que no solo de pan vive el hombre, ni siquiera en un lugar tan pavoroso como Auschwitz. Dita Kraus, quien protagoniza esta historia de la vida real, y quien hoy en día, a pesar de sus más de ochenta años, vive, sueña y lee en su amada Israel, lo sabe mejor que nadie. Me encantaría que muchos pudieran compartir su conmovedora historia a través de la lectura de La bibliotecaria de Auschwitz, un hermoso libro publicado por Editorial Planeta y de muy reciente aterrizaje en nuestras librerías.

sábado, 2 de marzo de 2013

La cita, una historia que mi padrino me contó

GUADAÑAZOS PARA LA                            
BeLLA ViLLA            
                " La literatura a tajo abierto"     

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Edición No. 62, marzo  de 2013
Directores: Raúl Jaime Gaviria / Hernán Botero Restrepo
Publicación de Revista Asfódelo
Colaborador permanente: Rubén López Rodrigué
Correo electrónico: revistasfodelo@yahoo.com

LA CITA, UNA HISTORIA QUE MI PADRINO ME CONTÓ
Rubén López Rodrigué

Camina lento, apoyándose en el bastón, cabizbajo, como si el cielo y las nubes grises, que rasgaban el horizonte, se cernieran sobre su espalda, que curvaba muchísimos almanaques a cuestas. Siente angustia de que lo deje el tren puesto que no llegaría a la cita. Una sombra de triste avidez nubla la mirada del anciano. En la estación saluda con cortesía a la taquillera. Buenos días, don Ernesto. ¿Va para Carolina del Príncipe? El anciano tose llevándose la mano a la boca y responde: Sí, señorita, voy a la cita, como cada año.
En el asiento del tren enlutado, don Ernesto Morales se pasa la mano por las blancas barbas de profeta que colgaban de un rostro en apariencia inconmovible. A través de la ventanilla mira con nostalgia el edificio de la Estación, con la pintura descascarada y llena de ampollas, que lo trasporta a la época de su padre ya fallecido, el general Adán Morales. La campana golpea el aire denso. El tren da un resoplido de bestia en celo y emprende la marcha, haciendo crujir los vagones, dando un largo pitazo, vomitando vapores sobre los durmientes de madera podrida. Los fatigados vagones le trasmiten al viejo una sensación de nostalgia. El tren engulle los abatidos raíles y, un momento después, atraviesa el puente de hierro sobre el río San Eugenio, todavía en las inmediaciones del pueblo.
 Una joven de cabellos alborotados y ojos de miel se había sentado a su lado y lo observa con admiración. Don Ernesto permanece impasible, con la bondad y tristura de unos ojos acentuados por sus párpados marrones, en actitud de quien comprende aquella mirada. Su apariencia le recuerda a la muchacha la imagen de un santo que inspira pureza y castidad. El rugir de la locomotora tragándose la carrilera parece imponerse sobre su vitalidad física y lo deja en duermevela. La muchacha contempla desde la ventanilla el paisaje con dehesas donde pasta el ganado.
El anciano despierta cuando el tren ha recorrido un buen trayecto de rieles oxidados. La muchacha de ojos dorados lo mira por momentos, hasta que decide hablarle. Qué tal ¿hacia dónde viaja? Voy a Carolina del Príncipe, responde el anciano. ¿Será un día especial? Sea como sea, se dirige a cumplir una cita a la que nunca había faltado en sesenta años. Encantada, extendiéndole la mano. Me llamo Sonia. A usted lo conozco. Lo he visto caminar por el parque y la calle Real de La Felicia. Hace años lo veía en la galería en un taller de latonería. Así es, señorita, responde el viejo con apagada serenidad. Trabajaba con mi hijo que en paz descanse. ¿Y de qué murió su hijo? Las cosas ocurrieron así...
La presencia de la muchacha le recuerda a don Ernesto los años de estudiante. Tras del velo sepia del tiempo flotan los aromas de cuando al despertar la mañana él cantaba tangos en la ducha y, después del desayuno, salía de su casa por el jardín donde el sol desangraba sus rosas y los pájaros le anunciaban otra jornada. Aquellos años de irisadas pompas de jabón habían quedado atrás, muy atrás. Ahora en sus años de octogenario, en la última estación de la vida, se precipitan las más variadas experiencias que reconoce en el arcano de su memoria. Pues sí jovencita, dice con resignación como para espantar la soledad. Voy para una cita. La cumplo religiosamente cada año. El treinta de noviembre.
Mientras el tren emite pujidos, un abatimiento de vejez agria y oscura sumerge al viejo en un momentáneo silencio, lo sume en la preocupación por su esposa Berta y la única hija que vivía con ellos, ambas enfermas desde años atrás, la una por los achaques propios de su edad y la otra por una enfermedad nerviosa. Resulta inevitable la sensación de orgullo por haber vivido durante mucho tiempo, por librar día tras día tantas luchas y sobrevivir a tantos muertos.
¿Y qué significa para usted el treinta de noviembre?, quiere saber Sonia. Es la fecha en que nos graduamos de bachilleres. Celebramos en un restaurante pero desde hace mucho tiempo el lugar cambió de dueño; el primero que tuvo ya murió. Es como una cita sagrada para usted, dice la muchacha, y sigue mirando despreocupada a través de la ventanilla las nubes negras empujadas por una ligera brisa.
Luego de atravesar un clima ardoroso, el tren ha recorrido cuarenta kilómetros. De súbito, los nubarrones dejan caer ráfagas de agua y fuego. ¡Huy, qué tempestad!, parece que estamos en invierno, dice Sonia. Todos los tiempos son tempestuosos, anota el anciano. Pero por lo menos esta época es difícil, borrascosa ¿no? Usted, señorita, apenas está comenzando a vivir. En cambio a mí me falta poco para terminar de morir. Ni siquiera puedo ir en busca del tiempo perdido, ya que nunca se recupera; el tiempo es implacable, no espera a nadie, en el fondo es todo lo que tenemos, el tesoro más valioso. La vida se compone de estaciones y ninguna es para siempre. Por algo dicen que el tiempo es oro, dice ella. Sí, pero no para travagar como una máquina sino para vivir de verdad.
En las telarañas de la memoria, a don Ernesto Morales le aflora con claridad el día de la graduación en Carolina del Príncipe. Y mientras el cielo suelta su cantinela se lo cuenta a la muchacha: Hicimos un juramento: cada año, en la misma fecha, a la misma hora y en el mismo lugar nos seguiríamos encontrando para conmemorar la graduación y recordar las picardías de aquellos años. ¿Y cuántos bachilleres eran? Veinticinco.
De repente, a la muchacha de mirada de miel la invade la curiosidad, la inunda una expectativa que no había sentido en todo el viaje. Un brillo indefinible cruza por sus ojos claros e intensos. Y, a la vez que un penacho de humo corona el vagón, suelta la pregunta definitiva: ¿Cuántos van hoy a la cita? Únicamente yo, responde el anciano.