BeLLA ViLLA
" La literatura a tajo abierto"
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Edición No. 62, marzo de 2013
Directores: Raúl Jaime Gaviria / Hernán Botero Restrepo
Publicación de Revista Asfódelo
Colaborador permanente: Rubén López Rodrigué
Correo electrónico: revistasfodelo@yahoo.comColaborador permanente: Rubén López Rodrigué
LA CITA, UNA HISTORIA QUE MI PADRINO ME CONTÓ
Rubén López Rodrigué
Camina lento, apoyándose en el bastón, cabizbajo, como si el cielo y las nubes grises, que rasgaban el horizonte, se cernieran sobre su espalda, que curvaba muchísimos almanaques a cuestas. Siente angustia de que lo deje el tren puesto que no llegaría a la cita. Una sombra de triste avidez nubla la mirada del anciano. En la estación saluda con cortesía a la taquillera. Buenos días, don Ernesto. ¿Va para Carolina del Príncipe? El anciano tose llevándose la mano a la boca y responde: Sí, señorita, voy a la cita, como cada año.
En el asiento del tren enlutado, don Ernesto Morales se pasa la mano por las blancas barbas de profeta que colgaban de un rostro en apariencia inconmovible. A través de la ventanilla mira con nostalgia el edificio de la Estación, con la pintura descascarada y llena de ampollas, que lo trasporta a la época de su padre ya fallecido, el general Adán Morales. La campana golpea el aire denso. El tren da un resoplido de bestia en celo y emprende la marcha, haciendo crujir los vagones, dando un largo pitazo, vomitando vapores sobre los durmientes de madera podrida. Los fatigados vagones le trasmiten al viejo una sensación de nostalgia. El tren engulle los abatidos raíles y, un momento después, atraviesa el puente de hierro sobre el río San Eugenio, todavía en las inmediaciones del pueblo.
Una joven de cabellos alborotados y ojos de miel se había sentado a su lado y lo observa con admiración. Don Ernesto permanece impasible, con la bondad y tristura de unos ojos acentuados por sus párpados marrones, en actitud de quien comprende aquella mirada. Su apariencia le recuerda a la muchacha la imagen de un santo que inspira pureza y castidad. El rugir de la locomotora tragándose la carrilera parece imponerse sobre su vitalidad física y lo deja en duermevela. La muchacha contempla desde la ventanilla el paisaje con dehesas donde pasta el ganado.
El anciano despierta cuando el tren ha recorrido un buen trayecto de rieles oxidados. La muchacha de ojos dorados lo mira por momentos, hasta que decide hablarle. Qué tal ¿hacia dónde viaja? Voy a Carolina del Príncipe, responde el anciano. ¿Será un día especial? Sea como sea, se dirige a cumplir una cita a la que nunca había faltado en sesenta años. Encantada, extendiéndole la mano. Me llamo Sonia. A usted lo conozco. Lo he visto caminar por el parque y la calle Real de La Felicia. Hace años lo veía en la galería en un taller de latonería. Así es, señorita, responde el viejo con apagada serenidad. Trabajaba con mi hijo que en paz descanse. ¿Y de qué murió su hijo? Las cosas ocurrieron así...
La presencia de la muchacha le recuerda a don Ernesto los años de estudiante. Tras del velo sepia del tiempo flotan los aromas de cuando al despertar la mañana él cantaba tangos en la ducha y, después del desayuno, salía de su casa por el jardín donde el sol desangraba sus rosas y los pájaros le anunciaban otra jornada. Aquellos años de irisadas pompas de jabón habían quedado atrás, muy atrás. Ahora en sus años de octogenario, en la última estación de la vida, se precipitan las más variadas experiencias que reconoce en el arcano de su memoria. Pues sí jovencita, dice con resignación como para espantar la soledad. Voy para una cita. La cumplo religiosamente cada año. El treinta de noviembre.
Mientras el tren emite pujidos, un abatimiento de vejez agria y oscura sumerge al viejo en un momentáneo silencio, lo sume en la preocupación por su esposa Berta y la única hija que vivía con ellos, ambas enfermas desde años atrás, la una por los achaques propios de su edad y la otra por una enfermedad nerviosa. Resulta inevitable la sensación de orgullo por haber vivido durante mucho tiempo, por librar día tras día tantas luchas y sobrevivir a tantos muertos.
¿Y qué significa para usted el treinta de noviembre?, quiere saber Sonia. Es la fecha en que nos graduamos de bachilleres. Celebramos en un restaurante pero desde hace mucho tiempo el lugar cambió de dueño; el primero que tuvo ya murió. Es como una cita sagrada para usted, dice la muchacha, y sigue mirando despreocupada a través de la ventanilla las nubes negras empujadas por una ligera brisa.
Luego de atravesar un clima ardoroso, el tren ha recorrido cuarenta kilómetros. De súbito, los nubarrones dejan caer ráfagas de agua y fuego. ¡Huy, qué tempestad!, parece que estamos en invierno, dice Sonia. Todos los tiempos son tempestuosos, anota el anciano. Pero por lo menos esta época es difícil, borrascosa ¿no? Usted, señorita, apenas está comenzando a vivir. En cambio a mí me falta poco para terminar de morir. Ni siquiera puedo ir en busca del tiempo perdido, ya que nunca se recupera; el tiempo es implacable, no espera a nadie, en el fondo es todo lo que tenemos, el tesoro más valioso. La vida se compone de estaciones y ninguna es para siempre. Por algo dicen que el tiempo es oro, dice ella. Sí, pero no para travagar como una máquina sino para vivir de verdad.
En las telarañas de la memoria, a don Ernesto Morales le aflora con claridad el día de la graduación en Carolina del Príncipe. Y mientras el cielo suelta su cantinela se lo cuenta a la muchacha: Hicimos un juramento: cada año, en la misma fecha, a la misma hora y en el mismo lugar nos seguiríamos encontrando para conmemorar la graduación y recordar las picardías de aquellos años. ¿Y cuántos bachilleres eran? Veinticinco.
De repente, a la muchacha de mirada de miel la invade la curiosidad, la inunda una expectativa que no había sentido en todo el viaje. Un brillo indefinible cruza por sus ojos claros e intensos. Y, a la vez que un penacho de humo corona el vagón, suelta la pregunta definitiva: ¿Cuántos van hoy a la cita? Únicamente yo, responde el anciano.