miércoles, 27 de marzo de 2013

!Es que ha sufrido tanto!

GUADAÑAZOS PARA LA                            
BeLLA ViLLA            
                " La literatura a tajo abierto"     

xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxx
Edición No. 67, marzo  de 2013
Directores: Raúl Jaime Gaviria / Hernán Botero Restrepo
Publicación de Revista Asfódelo
Colaborador permanente: Rubén López Rodrigué
Correo electrónico: revistasfodelo@yahoo.com


¡Es que ha sufrido tanto!

Hernán Botero Restrepo

Las espirales de humo se retorcían sobre las cabezas de los asistentes –había lleno completo- en el ya hace muchos años desaparecido Teatro Roma, sito en el querido barrio en el que vivía Juan Luis Monsalve una infancia dichosa; con el correr de los años, el Barrio Colón también desaparecía borrado o mejor barrido como tal del mapa urbano de Medellín, por el brutal escobón de hierro del progreso. Era domingo y como el muchacho se había portado bien en casa y sus calificaciones de la semana en la escuela no habrían podido ser mejores y, convencidos sus juveniles padres de que a su hijo, entonces de doce años recién estrenados, no podía malearlo la película que daban en el Roma, aunque estuviera censurada oficialmente para menores de veintiún años ( en aquella época en la que Medellín era la ciudad de la Eterna Primavera  y no tenía los apodos siniestros con los que hoy se la llama merecidamente en todo el país, la mayoría de edad se alcanzaba, como en toda Colombia, a los veintiuno), Juan Luis había recibido el permiso de asistir con la muchacha del servicio a la función de las tres. Matilde era una buena moza de origen campesino, que desde hacía unos tres años, había comenzado a quitarse el pelo de la dehesa, luego de que tomara la decisión de irse a servir a una buena casa en la capital del departamento, meca de todas sus aspiraciones, y frisaría por aquellas calendas en los veintidós o veintitrés años. Pero no iban solos, pues estaban acompañados por el novio de Matilde, el treintañero Carlos Rodrigo, de oficio maestro de albañilería y por la chaperona de la muchacha, representante de su madre en la ciudad, la tía soltera Ana Joaquina, jovial mujer que pasaría acaso de los cuarentaicinco y que daba la impresión de haber hecho votos de castidad, sin que por otra parte la tentara la vocación monjil. Ana Joaquina, dueña de una tiendecita miscelánea: Variedades para el hogar, tenía su negocio en la esquina de la arbolada calle en que moraban Juan Luis y su familia. Al muchacho lo deslumbró el colorido chillón de los carteles de las películas anunciadas en el hall del teatro, todas mexicanas y la mayoría de ellas en blanco y negro, aunque los carteles siempre venían a colores y, sin prestar atención a la propaganda comercial proyectada en la pantalla: radios Phillips de tres bandas, Pielroja (sin filtro, claro, en aquellos tiempos) y Emulsión de Scott, la del hombre con el bacalao a cuestas, pero sí a los avances o cortos, de dos o tres películas próximas a estrenarse, Juan Luis no acababa de creer en su buena suerte. El jovencito había podido saltar la barrera del año en el que se iniciaba la madurez en el país, gracias a la relación que existía entre Matilde y la expendedora de las boletas de entrada – que eran primas en un complicado grado- y, a que ésta era la novia del delegado de juegos y espectáculos, que siempre le avisaba cuándo iba a efectuar una ronda por el Roma, linterna en mano, para ver si sorprendía a menores de edad en películas para adultos – esta vez le había dicho que le tocaba ir al Balkanes, en pleno Barrio Guayaquil-, amén de que la expendedora Rocío era uña y carne del muchacho que al pie del telón de entrada recibía las boletas, entregaba las contraseñas y pedía cédulas en los casos de dudosa mayoría de edad. Así pues, toda una red de relaciones familiares amorosas y amicales había sido necesaria para que a Juan Luis le fuera posible ver a los doce años su primera película para mayores.

      Corrido el telón con un metálico ruido de argollas, apagadas todas las luces, menos las numerosas y de un rojo encendido, que a pesar del aviso Prohibido fumar, proyectado en la pantalla, brillaban en la punta de una multitud de cigarrillos se inició la proyección con los cortos y la antediluviana edición del insulso noticiero de la R.F.A El mundo al instante (que no gustó jamás a nadie que frecuentara los teatros de barrio de la ciudad, motivo por el cual, cuando este comenzaba, muchos de los asistentes masculinos empezaban a dar taconazos contra el afelpado y mugriento piso de la sala y a gritar en coro: - ¡la película, la película, la película). Luego de esto, sobre el lienzo de aquella fueron apareciendo letreros en blanco y negro, como la película y, en diversos tamaños, de acuerdo con el grado de importancia que tienen en los créditos de un filme todos los que participan en él: Pel-Mex presenta y a continuación el título que, desgraciadamente con el decurso de los años Juan Luis olvidaría, como creía haber olvidado aquel domingo de cine con Matilde, con Ana Joaquina y el novio de la primera; aunque quizás sea más apropiado decir que cuarenta años después, Juan Luis había olvidado tan por completo aquello que incluso había olvidado que lo había olvidado; pero esto es adelantarse al final y ya habrá tiempo para él.

     Sentado al lado de Ana Joaquina, el fino oído de Juan Luis captó un ruidito cauteloso, un tenue click, el click de una pequeña cartera de mano, de las de broche,( y que hasta hoy cargan únicamente las mujeres) cuando son abiertas; miró intrigado – por qué lo hizo, nunca lo supo, pero el hecho es que no pudo dejar de hacerlo- al regazo de Ana Joaquina y vio que su mano derecha apretaba con disimulo un pequeño pañuelo blanco con bordes de sencillo encaje y una carterita cerrada en la otra mano. De nuevo se oyó el click sobre las puntiagudas rodillas de Ana Joaquina… ¡No, no estaba haciendo calor! ¿Entonces? … Al fin no se aguantó las ganas de preguntar y lo hizo justo en el momento en que, acompañado de una música de estridente brillo dramático, en letras gigantescas, aparecía frente a todos el nombre de Libertad Lamarque. – ¿Ana Joaquina, tiene calor? …  ¿ O es que está triste?  - No niño, le contestó la interpelada con un hilo de voz. El rostro de la mujer ya no era el mismo, una mezcla de angustia y de gozo que ella no pudo disimular, lo desfiguraba. -Con Jorge Mistral- se leyó acto seguido, pero en letras más pequeñas. De labios de Matilde por su izquierda, llegaron estas palabras a Juan Luis: -¡Ah, tan buen mozo, y cómo le queda de bien el cachaco! El novio de la muchacha también las oyó, por supuesto, y, mientras los que estaban más allá de la pareja les pedían silencio, en tono bromista replicó a su enamorada: - ¿me cambiaría por él? - ¡Bobo! – acotó pícaramente la muchacha – como si usted no fuera capaz de cambiarme si tuviera la oportunidad por Miss Colombia. – ¡Shh¡, otra vez ¡Shh! ¿Es que no van a dejar ver la película? Mientras esto pasaba, acercando su boca al oído derecho de Juan Luis, la solterona le susurraba: -niño Luis, -¡es que ha sufrido tanto! - ¿Quién Ana Joaquina? – ¡Pues la Libertad, niño!, yo trato de no emocionarme mucho pero no soy capaz de aguantarme… Desde que la vi en la primera película lloré… y siempre tan buena, niño, y tan noble, nunca se le ha ocurrido hacer de mala… uno de mala no la reconocería… hay gente que cree que es mejor cantando que como actriz, pero eso es mentira, lo mejor es cuando actúa. - ¡Oiga niño Luis, no le vaya a contar esto que le dije a Matilde, que esa triscona a lo mejor se ríe de mí! – ¿me lo jura niño? – Sí Ana Joaquina, se lo juro.   

     Y la película comenzó. A los quince minutos la dueña de Variedades para el hogar ya mordía el pañuelo y tenía los ojos comenzando a desleírsele. ¡Aquello era demasiado! ¡Libertad Lamarque, la Libertad como ella familiarmente la llamaba nunca había sufrido tanto. El más profundo silencio pareció haber petrificado la concurrencia. Si Juan Luis se hubiese paseado con una linterna a lo largo de toda la sala, habría contemplado muchos pañuelos blancos y de muchos colores. - ¡Por Dios, pero si aquel sinvergüenza la había empujado en estado de embarazo desde lo más alto de la escalinata y ella había rodado hasta el primer piso sobre el que ahora yacía inconsciente, con un hilillo de sangre brotándole de la boca! – enjugando lágrimas de mujeres viejas, de mediana edad y de muchachas, y a las novias aferradas a los brazos de sus enamorados, que en su mayoría si lo hubiera observado, se notaban temblorosos bajo su pétrea apariencia. Sí, Jorge Mistral, el bello y fatal sinvergüenza, era el malo irredimible, y si se había casado con Libertad Lamarque era por puro interés. La cabeza de  Juan Luis daba vueltas, seguían las infamias. Si alguien lloraba eran las espectadoras. El medio entendía: ella era buena y él era malo, muy malo… ¡Y qué lindo como cantó ella esa ronda infantil cuando fue al orfanato! – ¡pero el marido no la dejó adoptar!. Después se producía un conflicto obrero patronal en la fábrica del padre de la Libertad por culpa del marido; por si fuera poco éste la engañaba con otro. ¡Con razón la película era para mayores! Se suscitaba una violenta discusión entre el primo de la Libertad, su primer prometido, que porque no la quería, la había vendido cual si de una res se tratara, a Jorge Mistral, el bello tenebroso, con la condición de explotar la fábrica para los dos; el iracundo choque entre ambos bribones llegaba hasta el asesinato: en su casa, donde discutían, Jorge Mistral mataba de un tiro a su compinche. Libertad Lamarque llamaba entonces por teléfono a la amante de su esposo para que viniera a sincerarse con ella… ¡Ay, no sabe lo que se le espera!, -alcanzó a modular Ana Joaquina. ¡Qué escena entre las dos! La amante, una mujer interesada y casquivana, muy mona y de mucho abrigo de piel y con muchas joyas y muy maquillada, después de ver el cadáver del primo de la Libertad salía aterrorizada e increpada por una Libertad Lamarque más noble y digna que nunca. A solas luego con su infame esposo, le ponía el arma homicida en la mano, y le decía retándolo con esa voz suave y ronca a la vez, con ese estremecedor acento en el que se fundían a la maravilla los del español, argentino y mexicano: - ¡mátame, quiero darte la última y suprema prueba del amor que siempre he sentido por ti! ¡Dirás que mi primo era mi amante y que nos encontraste juntos! Del pecho de Matilde se escapó un sollozo: -Carlos Rodrigo, présteme su pañuelo. Todo indicaba que Jorge Mistral iba a disparar, apuntaba con el arma directo al corazón de Libertad, que sentada en una pequeña butaca le sostenía la mirada sin pestañear. - ¡Dispara! No quiero que mi padre relacione la muerte de Javier con la fábrica, no quiero un escándalo para él, la fábrica es el sueño que realizó papá dedicándole los mejores años de su vida, ciento veinte familias vivían decorosamente de ella. Ante la entereza de sensible granito de esta mujer, Jorge Mistral comienza a vacilar, a desmoronarse, su decisión de hacer lo que ella le pide huye al fin de su mente, se escapa de su voluntad. – ¡No, me entregaré. ¡Tú encárgate de solucionar el problema de la fábrica, auméntales el salario, abarátales los productos. ¡No, yo no puedo caer tan bajo, cómo no me di cuenta de que eres la mujer más buena y valiente del mundo y la más digna de ser amada! Coloca el revolver sobre el centro de la mesita de la sala y se dirige a la del teléfono: - voy a llamar a la policía, ya veré que les cuento que no te perjudique ni a ti ni a tu padre. Libertad, con una voz pausada, pozo de amarguras infinitas, le dice entonces, mientras, luego de haber ojeado el directorio telefónico él toma sin vacilar la bocina: -siempre te he querido… aunque creo que desde muy pronto lo supe todo. No creas que voy a olvidarte, tal vez algún día volvamos a estar juntos. –No, no lo merezco, exclamó él. –Con lo que acabas de hacer te has puesto en paz con Dios y conmigo le replicó la Libertad. – ¡Ah¡ querida, no haber sabido valorar desde que te conocí a la gran mujer que eres. Primer plano del rostro de Libertad Lamarque. Sereno, impasible. La cámara enfoca luego solo la frente y los ojos. Una inmensa lágrima brota de uno de ellos y rueda por la mejilla. Fin.

     Respiro general, angustioso. Pero respiro al fin y al cabo. ¡Qué película! De las que se pueden ver cinco y seis veces y siguen conmoviendo lo mismo.
     -¡Ah! Que horrible la soledad en la que queda la Libertad - exclamó Ana Joaquina. –Y que me dices de la de Jorge Mistral tía- le dijo Matilde.
     Salieron entre los últimos del Roma. Ana Joaquina tenía los ojos irritados de tanto llorar. Matilde también, pero un poco menos porque tenía a su lado a Carlos Rodrigo que la confortaba. Juan Luis se había sumido en un estupor inexpresable.

     Aproximadamente cuarenta años después, buscando un canal norteamericano de T.V, de los programados para la urbanización en que tenía su apartamento Juan Luis Monsalve, brillante arquitecto, muy organizado, feliz esposo, padre de familia y ya múltiple abuelo, además de un entusiasta de lo que juzgaba como gran cine, se tropezó mientras hacía uso del control remoto, con una imagen que le recordó algo vivido, confusa pero intensamente en su infancia: la imagen de un hombre que recibía dinero de otro, por la venta de su novia, a quien no quería. - ¡Dios mío!, - dijo-, dejando el control sobre el brazo de una sillón. Sí, ésta es la película que provocó el llanto de Ana Joaquina, que en paz descanse.  El comprador es Jorge Mistral, que también descanse en paz. Y ella, claro, esa nariz, pero sobre todo esa voz, esa bella voz que es la de Libertad Lamarque. El nudo de la nostalgia se le atoró en la garganta del alma. – ¡Pero no puedo recordar el título! Entonces sucedió algo mágico: A su nostalgia se sobrepuso la convicción, de que por encima de su sentimentalismo, aquella era una hermosa película… y es cierto, se dijo, ella actuaba mejor que cantaba, y eso que cantaba maravillosamente. Georges Sadoul hubiera estado de acuerdo con Ana Joaquina. Las lágrimas derramadas por todos lo que habían visto la cinta hacía cuatro décadas en el desaparecido Teatro Roma, del desaparecido Barrio Colón, no habían menos justificadas, que las que cuenta, en alguna página, Simone de Beauvoir, derramaba Sartre en las películas que le tocaban el corazón. – ¡Y sí, aquella era una bella película! Y a su parecer más bella que cualquiera de las mejores de Mervyn Leroy  o Víctor Fleming y no menos tampoco que la más excitante de las melodramáticas en tecnicolor de Frank Borzage que tanto admiraba su devoto Rainer Werner Fassbinder, que en paz descanse igualmente.
FIN

Este cuento es un homenaje a Libertad Lamarque fallecida pocos años después de haber sido escrito, que cantaba Besos brujos, y siempre embrujaba al hacerlo a quienes la escuchaban, y algunas de cuyas películas recuerdo con emoción.