jueves, 29 de octubre de 2015

Vinicius de Moraes

GUADAÑAZOS PARA LA                           
BeLLA ViLLA            
                " La literatura a tajo abierto"     

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Edición No. 211, octubre de 2015
Director: 
Raúl Jaime Gaviria



Ausencia

Por Vinicius de Moraes
                                                    Versión de Mariano Ramos

Dejaré que muera en mí el deseo
de amar tus ojos dulces,
porque nada te podré dar sino la pena
de verme eternamente exhausto.
No obstante, tu presencia es algo
como la luz y la vida.
Siento que en mi gesto está tu gesto
y en mi voz tu voz.
No quiero tenerte porque en mi ser
todo estará terminado.
Sólo quiero que surjas en mí
como la fe en los desesperados,
para que yo pueda llevar una gota de rocío
en esta tierra maldita
que se quedó en mi carne
como un estigma del pasado.
Me quedaré... tu te irás,
apoyarás tu rostro en otro rostro,
tus dedos enlazarán otros dedos
y  te desplegarás en la madrugada,
pero no sabrás que fui yo quien te logró,
porque yo fui el amigo más íntimo de la noche,
porque apoyé mi rostro en el rostro de la noche
y escuché tus palabras amorosas,
porque mis dedos enlazaron los dedos
en la niebla suspendidos en el espacio
y acerqué a mí la misteriosa esencia
de tu abandono desordenado.
Me quedaré solo como los veleros
en los puertos silenciosos.
Pero te poseeré más que nadie
porque podré irme
y todos los lamentos del mar,
del viento, del cielo, de las aves,
de las estrellas, serán tu voz presente,
tu voz ausente, tu voz sosegada.





miércoles, 14 de octubre de 2015

Dos poemas de Edmond Jabes

GUADAÑAZOS PARA LA                           
BeLLA ViLLA            
                " La literatura a tajo abierto"     

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Edición No. 210, octubre de 2015
Director: 
Raúl Jaime Gaviria


DOS POEMAS DE EDMOND JABES

Traducción por J. Martín Arancibia




ÍNDICE DE LAS ESTACIONES DEL AÑO

Ella habla de milagro y amasa el pan.
La inocencia la dibuja.

Estrellas laboriosas.
Arañas instructivas.

Nieva sobre la palabra
Nieva para la palabra.
Nieva en la palabra.

Lo maravilloso.
El objetivo de las lámparas

Mujer y fuente
hacen sangrar al agua.
El mendigo cree en
la bondad de los árboles.

Lentas construcciones
de tinta y de metal,
la luz es memoria,
primer vuelo eterno.

Mañana, los enanos
serán gigantes.

La piedra
aguanta
el olvido.

Pero una mota de polvo
puede aplastarlo.



«Hay una canción en el corazón del águila, pero sus
alas la llevan a otra parte.»
                                                                                  Reb Assayas
«Los esfuerzos del agua son pliegues. Mira cuánta es mi
pena.»
                                                                                   Reb Amhí




NO ME VISTE

No me viste
en el momento en que pasaba.
Te refugiaste entre nuestros muros
mientras yo llamaba.
No me oíste
de gruesos que son los muros.
Tus labios murmuraron mi nombre
y fue, de nuevo, la aurora.
Un día para nosotros dos
con el que ya no contaban el año
ni el amor
ni menos aún los hombres.
Un día

solo, como nosotros.

miércoles, 7 de octubre de 2015

Tres poemas de Paul Auster (Traducción de Jordi Doce)

GUADAÑAZOS PARA LA                           
BeLLA ViLLA            
                " La literatura a tajo abierto"     

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Edición No. 209, octubre de 2015
Director: 
Raúl Jaime Gaviria



TRES POEMAS DE PAUL AUSTER
Traducción de Jordi Doce
………………………….

Autobiografía del ojo

Cosas invisibles, enraizadas en el
frío, creciendo
hacia esta luz
disipada
en todo lo que alumbra. Nada
tiene fin. La hora regresa
al comienzo de la hora
en que respiramos: como si
nada fueran. Como si yo
no pudiera ver
nada
que no es lo que es.

En el límite del verano
y su calidez: cielo azul, colina púrpura.
La distancia
que sobrevive.
Una casa hecha de aire, y el flujo
del aire en el aire.

Como estas piedras
que se deshacen sobre la tierra.
Como el sonido de mi voz
en tu boca.

Versión de Jordi Doce
De "Despariciones" Pre-textos 1996


Inmune al gris suplicante...

Inmune
al gris suplicante
de la niebla, fue el odio
-el odio, pronunciado mañana
y tarde en el alero-
quien te mantuvo cerca. Sabíamos
que sólo la ebriedad
había hecho al sol
arrastrarse por las persianas.
Sabíamos que un vacío
aún más profundo
era construido por gaviotas
que barrían sus propios gritos. Sabíamos que
sabían
que el aterrizaje era espejismo.
Y que esperaba
desde la hora primera en que
yo había venido a ti. Mi piel,
estremeciéndose bajo la luz.
La luz, hecha añicos a mi tacto.

Versión de Jordi Doce
De "Despariciones" Pre-textos 1996


Fragmento desde el frío

Porque nos volvemos ciegos
en el día que nace con nosotros,
y porque hemos visto a nuestro aliento
nublar
el espejo del aire,
el ojo del aire no se abrirá
sino en la palabra
hecha renuncia: el invierno
habrá sido un lugar
de madurez.

Nosotros, convertidos en los muertos
de otra vida que la nuestra.

Versión de Jordi Doce
De "Despariciones" Pre-textos 1996


miércoles, 30 de septiembre de 2015

Un poema de Mark Strand

GUADAÑAZOS PARA LA                           
BeLLA ViLLA            
                " La literatura a tajo abierto"     

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Edición No. 208, septiembre de 2015
Director: 
Raúl Jaime Gaviria


Un poema de Mark Strand
traducción de Carlos Ciro


RESPIRACIÓN

Cuando los veas
diles que aún estoy aquí,
que me yergo en un pie mientras el otro sueña,
que es este el único modo,
que las mentiras que les digo son diferentes
de las mentiras que me digo a mí mismo,
que por estar tanto aquí como más allá
me estoy convirtiendo en un horizonte,
que así como el sol sale y se pone, yo conozco mi lugar,
que la respiración es lo que me salva,
que incluso en la sílabas forzadas que se apagan hay respiración,
que si el cuerpo es un ataúd es también un armario de respiración,
que la respiración es un espejo empañado de palabras,
que la respiración es lo único que sobrevive al llamado de auxilio
mientras entra en el oído del extraño
y se queda largo tiempo después de que el mundo se ha ido,
que la respiración es, de nuevo, el comienzo, que de ella
toda resistencia derrama, como se derrama el sentido
desde la vida o como la oscuridad se derrama de la luz,
que la respiración es lo que les dono cuando envío mi amor






miércoles, 23 de septiembre de 2015

Un poema de Kofi Awoonor (Ghana)

GUADAÑAZOS PARA LA                           
BeLLA ViLLA            
                " La literatura a tajo abierto"     

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Edición No. 207, septiembre de 2015
Director: 
Raúl Jaime Gaviria


KOFI AWOONOR (GHANA)
Traducción Raúl Jaime Gaviria

Volviendo a casa

Muy
          marcado
en el margen de nuestra vida
así está, el alado y desesperado anhelo
quema y sostiene
          siempre.
El eterno dolor se resuelve
en el ojo inflamado
en el corte del codo.

Dios nos observa.

No buscamos más
que la belleza singular
de la victoria
          y la muerte
la muerte extermina
los rojos rubores de la rosa
la curvatura del cuello del cardo
los anillos en el árbol del desierto.

Por eso ahora rechazo la muerte
           contraproducente
          terminal y mortífera
escojo más bien las colinas
          y el mar cercano.











miércoles, 16 de septiembre de 2015

Una despedida muy sentida

GUADAÑAZOS PARA LA                           
BeLLA ViLLA            
                " La literatura a tajo abierto"     

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Edición No. 206, septiembre de 2015
Director: 
Raúl Jaime Gaviria

Hoy es un día triste.  Nuestro co-director Hernán Botero Restrepo, quien conmigo fundó este espacio de expresión literaria cuatro años atrás, lamentablemente no podrá continuar con nosotros debido a su estado de salud. Valga la ocasión para rendirle un merecidísimo homenaje a este hombre quien sin duda alguna, con su gran aportación a la  cultura, ha marcado un antes y un después para toda una generación de lectores y escritores en nuestra comarca. Guadañazos para la Bella Villa continuará permeado por el espíritu de Hernán presentando a nuestros lectores una diversidad de expresiones literarias que abarcan géneros como: poesía, traducción literaria, crítica, reseña de libros y cuento. Agradecemos la fidelidad de los lectores que nos han acompañado en este trayecto desde el año 2012 y los invitamos muy cordialmente a continuar en este viaje con nosotros por el fascinante mundo de las letras.

Raúl Jaime Gaviria
Director
Guadañazos para la Bella Villa




jueves, 10 de septiembre de 2015

"Contemplo a menudo el cielo de mi memoria" por Marcel Proust

GUADAÑAZOS PARA LA                           
BeLLA ViLLA            
                " La literatura a tajo abierto"     

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Edición No. 205, septiembre de 2015
Directores: 
Raúl Jaime Gaviria
Hernán Botero Restrepo


Contemplo a menudo el cielo de mi memoria

Por Marcel Proust
Versión al castellano de Raúl Jaime Gaviria

Todo lo borra el tiempo al igual que las olas
que ocultan las huellas arenosas de los juegos infantiles;
tras la bruma de la memoria se irán también estas palabras
así como vinieron
dejando tras de sí su estela de infinito.

Todo lo borra el tiempo menos los ojos
enjoyados, acuáticos o estelares
hermosos ojos de cielo o de tumba
que arderán para nosotros con fuego vivo o agonizante.

Algunos son preciosas joyas robadas del cofre de un corazón
clavando en el mío sus hirientes rayos de piedra
engastados en los sangrientos anillos de sus órbitas
refulgiendo con una luz magnífica e imposible.

Otros son los dulces fuegos robados por Prometeo
una chispa de amor puro que incendiaba sus ojos
amada y cegadora luz que he portado con dolor
y que lacera con su claridad mi alma en tormenta.

Qué pueblen pues para siempre el cielo de mi memoria
los ojos inmortales de mis amadas
qué sueñen como los muertos, qué brillen como aureolas
así como una noche de mayo brillará mi corazón.

El pincel del olvido borra los rostros
los gestos sublimes que alguna vez adoramos
de aquellas que nos llevaron por caminos de fe o de locura
que fueron para nosotros salud o veneno.

Todo lo borra el tiempo, la intimidad de las noches,
mis dos manos esculpiendo caricias sobre su cuello de nieve intocada
sus miradas como dedos acariciando cada uno de mis nervios
mientras arriba, sobre nosotros, agitándose: el incensario de la primavera.

Otros sin embargo eran los ojos de la mujer alegre
vastos y oscuros como su dolor
ojos de noches de espanto, de tardes misteriosas
en que se abría el otro ojo, el del alma entre sus cejas.

Y su corazón era ligero como una alegre mirada,
otros, volubles y dulces como el mar
nos transportaban al alma en ellos incrustada
como en esas tardes marinas en que el misterio nos pone frente a sí.

Navegábamos sobre las transparentes niñas de un mar ocular
alzábamos nuestras velas rotas henchidos de deseo
y, al zarpar, las antiguas tempestades parecían ya lejanas
mientras observábamos las profundas y acuáticas miradas
en cuyo fondo reposaban las almas.

Tantas miradas, tan diversas, y sin embargo las almas tan idénticas
qué triste fue para nosotros, aún encarcelados en los ojos,
debimos de habernos quedado a dormir bajo la pergola
aunque igual se habrían ido de haberlo sabido todo.

Qué vanos esfuerzos has hecho
para que esos ojos prometedores recalasen en tu corazón
como un mar atardecido que aún sueña con el sol,
qué inútil encomio para alcanzar el paraíso bermejo.

Qué en éxtasis gemía más allá de las verdaderas aguas
bajo el arca sagrada de una nube que creímos profética
aunque es dulce el sueño para estas heridas,
y tu recuerdo festivo aún no deja de brillar.

En mi cabeza habitó un pájaro extraño y antiguo
cuyo canto era más bello que el riachuelo, que los bosques
-cuyos himnos solemnes sin embargo amábamos-
un pájaro triste aunque de alegre canto.

Por su fragilidad debía de guardarlo
contra las inclemencias del frío y la lluvia y el aire sucio de las ciudades
en medio de las flores junto al  fuego chispeante se quedaba
cuando el invierno desplegaba sus sombrías alas.

Más ¡oh dolor! Un día abrí demasiado la puerta y la ventana
buscando palabras de ciencia, el placer y lo que creí que era la vida
y entonces entró alguien, mortal para sus ojos puros
¿quién, pudo pues haber entrado? El animal sagrado murió.

¿Quién era el pájaro? ¿qué llama celestial
se apagó, yéndose tras el sol y dejándome solo?
a veces cuando despierto de ese sueño
al que llamamos vida, me respondo: “era mi alma”

El pájaro sagrado es el poeta, nuestra alma,
el alma es la poesía. El pájaro ¡oh dolor! cesó su canto
sordos lamentos acariciados o heridos
¿De qué sirve entonces correr enloquecidos tras la quimera
si hemos dejado el alma abandonada?





miércoles, 2 de septiembre de 2015

Silencio (Poema de Lucian Blaga traducido por Raúl Jaime Gaviria)

GUADAÑAZOS PARA LA                           
BeLLA ViLLA            
                " La literatura a tajo abierto"     

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Edición No. 204, septiembre de 2015
Directores: 
Raúl Jaime Gaviria
Hernán Botero Restrepo




Silencio
Lucian Blaga (Rumania)

Traducido por Raúl Jaime Gaviria

Hay tanto silencio a mi alrededor que siento como si alcanzara a oír
los rayos de la luna estallando contra los vidrios.
De mi pecho
surge una voz extraña;
una triste melodía que no me pertenece.
Dicen que los antepasados muertos prematuramente,
henchidas sus venas de sangre ardiente y joven
de viva sangre al vivo rojo de las grandes pasiones,
abrasados por el incandescente sol del amor
vuelven,
vuelven para vivir
en nosotros
lo que ellos no pudieron vivir.
Hay tanto silencio a mi alrededor que siento como si alcanzara a oír
los rayos de la luna estallando contra los vidrios.
Quien sabe alma mía en que pecho habrás tú también de cantar
más allá de los siglos,
que cuerdas silenciosas harás vibrar,
en que arpas de tiniebla ahogarás tu nostalgia,
tu quebrantada fe en la vida. ¿Quién podrá saberlo?
¿Quién?



miércoles, 26 de agosto de 2015

"Castellano viejo" por Mariano José Larra

GUADAÑAZOS PARA LA                           
BeLLA ViLLA            
                " La literatura a tajo abierto"     

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Edición No. 203, agosto de 2015
Directores: 
Raúl Jaime Gaviria
Hernán Botero Restrepo





CASTELLANO VIEJO
Por Mariano José Larra


Ya en mi edad pocas veces gusto de alterar el orden que en mi manera de vivir tengo hace tiempo establecido, y fundo esta repugnancia en que no he abandonado mis lares ni un solo día para quebrantar mi sistema, sin que haya sucedido el arrepentimiento más sincero al desvanecimiento de mis engañadas esperanzas. Un resto, con todo eso, del antiguo ceremonial que en su trato tenían adoptado nuestros padres, me obliga a aceptar a veces ciertos convites a que parecería el negarse grosería, o por lo menos ridícula afectación de delicadeza.

Andábame días pasados por esas calles a buscar materiales para mis artículos. Embebido en mis pensamientos, me sorprendí varias veces a mí mismo riendo como un pobre hombre de mis propias ideas y moviendo maquinalmente los labios; algún tropezón me recordaba de cuando en cuando que para andar por el empedrado de Madrid no es la mejor circunstancia la de ser poeta ni filósofo; más de una sonrisa maligna, más de un gesto de admiración de los que a mi lado pasaban, me hacía reflexionar que los soliloquios no se deben hacer en público; y no pocos encontrones que al volver las esquinas di con quien tan distraída y rápidamente como yo las doblaba, me hicieron conocer que los distraídos no entran en el número de los cuerpos elásticos, y mucho menos de los seres gloriosos e impasibles. En semejante situación de mi espíritu, ¿qué sensación no debería producirme una horrible palmada que una gran mano, pegada (a lo que por entonces entendí) a un grandísimo brazo, vino a descargar sobre uno de mis hombros, que por desgracia no tienen punto alguno de semejanza con los de Atlante?

No queriendo dar a entender que desconocía este enérgico modo de anunciarse, ni desairar el agasajo de quien sin duda había creído hacérmele más que mediano, dejándome torcido para todo el día, traté sólo de volverme por conocer quien fuese tan mi amigo para tratarme tan mal; pero mi castellano viejo es hombre que cuando está de gracias no se ha de dejar ninguna en el tintero. ¿Cómo dirá el lector que siguió dándome pruebas de confianza y cariño? Echome las manos a los ojos y sujetándome por detrás:
-¿Quién soy? -gritaba alborozado con el buen éxito  de su delicada travesura-. ¿Quién soy?
«Un animal», iba a responderle; pero me acordé de repente de quién podría ser, y sustituyendo cantidades iguales:
-Braulio eres -le dije.
Al oírme, suelta sus manos, ríe, se aprieta los ijares, alborota la calle y pónenos a entrambos en escena.
-¡Bien, mi amigo! ¿Pues en qué me has conocido?
-¿Quién pudiera sino tú...?
-¿Has venido ya de tu Vizcaya?
-No, Braulio, no he venido.
-Siempre el mismo genio. ¿Qué quieres?, es la pregunta del español. ¡Cuánto me alegro de que estés aquí! ¿Sabes que mañana son mis días?
-Te los deseo muy felices.
-Déjate de cumplimientos entre nosotros; ya sabes que yo soy franco y castellano viejo: el pan pan y el vino vino; por consiguiente exijo de ti que no vayas a dármelos; pero estás convidado.
-¿A qué?
-A comer conmigo.
-No es posible.
-No hay remedio.
-No puedo -insisto ya temblando.
-¿No puedes?
-Gracias.
-¿Gracias? Vete a paseo; amigo, como no  soy el duque de F..., ni el conde de P...
¿Quién se resiste a una sorpresa de esta especie?¿Quién quiere parecer vano?
-Pues si no es eso -me interrumpe-, te espero a las dos; en casa se come a la española; temprano.
Tengo mucha gente: tendremos al famoso X., que nos improvisará de lo lindo; T. nos cantará de sobremesa una rondeña con su gracia natural; y por la noche J. cantará y tocará alguna cosilla.
Esto me consoló algún tanto, y fue preciso ceder: un día malo, dije para mí, cualquiera lo pasa; en este mundo para conservar amigos es preciso tener el valor de aguantar sus obsequios.
-No faltarás, si no quieres que riñamos.
-No faltaré -dije con voz exánime y ánimo decaído, como el zorro que se revuelve inútilmente dentro de la trampa donde se ha dejado coger.
-Pues hasta mañana -y me dio un torniscón por despedida.
Vile marchar como el labrador ve alejarse la nube de su sembrado,  y quedeme discurriendo cómo podían entenderse estas amistades tan hostiles y tan funestas.

Ya habrá conocido el lector, siendo tan perspicaz como yo le imagino, que mi amigo Braulio está muy lejos de pertenecer a lo que se llama gran mundo y sociedad de buen tono, pero no es tampoco un hombre de la clase inferior, puesto que es un empleado de los de segundo orden, que reúne entre su sueldo y su hacienda cuarenta mil reales de renta; que tiene una cintita atada al ojal y una crucecita a la sombra de la solapa; que es persona, en fin, cuya clase, familia y comodidades de ninguna manera se oponen a que tuviese una educación más escogida y modales más suaves e insinuantes. Mas la vanidad le ha sorprendido por donde ha sorprendido casi siempre a toda o a la mayor parte de nuestra clase media, y a toda nuestra clase baja. Es tal su patriotismo, que dará todas las lindezas del extranjero por un dedo de su país. Esta ceguedad le hace adoptar todas las  responsabilidades de tan inconsiderado cariño; de paso que defiende que no hay vinos como los españoles, en lo cual bien pude de tener razón, defiende que no hay educación como la española, en lo cual bien pudiera no tenerla; a trueque de defender que el cielo de Madrid es purísimo, defenderá que nuestras manolas son las más encantadoras de todas las mujeres: es un hombre, en fin, que vive de exclusivas, a quien le sucede poco más o menos lo que a una parienta mía, que se muere por las jorobas sólo porque tuvo un querido que llevaba una excrecencia bastante visible sobre entrambos omóplatos.

No hay que hablarle, pues, de estos usos sociales, de estos respetos mutuos, de estas reticencias urbanas, de esa delicadeza de trato que establece entre los hombres una preciosa armonía, diciendo sólo lo que debe agradar y callando siempre lo que puede ofender. Él se muere «por plantarle una fresca al lucero del alba», como suele decir, y cuando tiene un   resentimiento, se le «espeta a uno cara a cara». Como tiene trocados todos los frenos, dice de los cumplimientos que ya sabe lo que quiere decir «cumplo» y «miento»; llama a la urbanidad hipocresía, y a la decencia monadas; a toda cosa buena le aplica un mal apodo; el lenguaje de la finura es para él poco más que griego: cree que toda la crianza está reducida a decir «Dios guarde a ustedes» al entrar en una sala, y añadir «con permiso de usted» cada vez que se mueve; a preguntar a cada uno por toda su familia, y a despedirse de todo el mundo; cosas todas que así se guardará él de olvidarlas como de tener pacto con franceses. En conclusión, hombres de estos que no saben levantarse para despedirse sino en corporación con alguno o algunos otros, que han de dejar humildemente debajo de una mesa su sombrero, que llaman su «cabeza», y que cuando se hallan en sociedad por desgracia sin un socorrido bastón, darían cualquier cosa por no tener manos ni brazos, porque en realidad  no saben dónde ponerlos, ni qué cosa se puede hacer con los brazos en una sociedad.

Llegaron las dos, y como yo conocía ya a mi Braulio, no me pareció conveniente acicalarme demasiado para ir a comer; estoy seguro de que se hubiera picado; no quise, sin embargo, excusar un frac de color y un pañuelo blanco, cosa indispensable en un día de días en semejantes casas; vestime sobre todo lo más despacio que me fue posible, como se reconcilia al pie del suplicio el infeliz reo, que quisiera tener cien pecados más que contar para ganar tiempo; era citado a las dos, y entré en la sala a las dos y media.

No quiero hablar de las infinitas visitas ceremoniosas que antes de la hora de comer entraron y salieron en aquella casa, entre las cuales no eran de despreciar todos los empleados de su oficina, con sus señoras y sus niños, y sus capas, y sus paraguas, y sus chanclos, y sus perritos; dejome en   blanco los necios cumplimientos que se dijeron al señor de los días; no hablo del inmenso círculo con que guarnecía la sala el concurso de tantas personas heterogéneas, que hablaron de que el tiempo iba a mudar, y de que en invierno suele hacer más frío que en verano. Vengamos al caso: dieron las cuatro y nos hallamos solos los convidados. Desgraciadamente para mí, el señor de X., que debía divertirnos tanto, gran conocedor de esta clase de convites, había tenido la habilidad de ponerse malo aquella mañana; el famoso T. se hallaba oportunamente comprometido para otro convite; y la señorita que tan bien había de cantar y tocar estaba ronca, en tal disposición que se asombraba ella misma de que se la entendiese una sola palabra, y tenía un panadizo en un dedo. ¡Cuántas esperanzas desvanecidas!

-Supuesto que estamos los que hemos de comer -exclamó don Braulio-, vamos a la mesa, querida mía.
-Espera un momento -le contestó su esposa  casi al oído-, con tanta visita yo he faltado algunos momentos de allá dentro y...
-Bien, pero mira que son las cuatro.
-Al instante comeremos.
Las cinco eran cuando nos sentábamos a la mesa.
-Señores -dijo el anfitrión al vernos titubear en nuestras respectivas colocaciones-, exijo la mayor franqueza; en mi casa no se usan cumplimientos. ¡Ah, Fígaro!, quiero que estés con toda comodidad; eres poeta, y además estos señores, que saben nuestras íntimas relaciones, no se ofenderán si te prefiero; quítate el frac, no sea que le manches.
-¿Qué tengo de manchar? -le respondí, mordiéndome los labios.
-No importa, te daré una chaqueta mía; siento que no haya para todos.
-No hay necesidad.
-¡Oh!, sí, sí, ¡mi chaqueta! Toma, mírala; un poco ancha te vendrá.
-Pero, Braulio...
-No hay remedio, no te andes con etiquetas.

Y en esto me quita él mismo el frac, velis nolis, y quedo sepultado en una cumplida chaqueta rayada, por la  cual sólo asomaba los pies y la cabeza, y cuyas mangas no me permitirían comer probablemente. Dile las gracias: ¡al fin el hombre creía hacerme un obsequio!
Los días en que mi amigo no tiene convidados se contenta con una mesa baja, poco más que banqueta de zapatero, porque él y su mujer, como dice, ¿para qué quieren más? Desde la tal mesita, y como se sube el agua del pozo, hace subir la comida hasta la boca, adonde llega goteando después de una larga travesía; porque pensar que estas gentes han de tener una mesa regular, y estar cómodos todos los días del año, es pensar en lo excusado. Ya se concibe, pues, que la instalación de una gran mesa de convite era un acontecimiento en aquella casa; así que se había creído capaz de contener catorce personas que éramos en una mesa donde apenas podrían comer ocho cómodamente. Hubimos de sentarnos de medio lado, como quien va a arrimar el hombro a la comida, y entablaron los codos de los convidados íntimas relaciones entre sí con la más fraternal inteligencia del mundo. Colocáronme por mucha distinción entre un niño de cinco años, encaramado en unas almohadas que era preciso enderezar a cada momento porque las ladeaba la natural turbulencia de mi joven adlátere, y entre uno de esos hombres que ocupan en el mundo el espacio y sitio de tres, cuya corpulencia por todos lados se salía de madre de la única silla en que se hallaba sentado, digámoslo así, como en la punta de una aguja. Desdobláronse silenciosamente las servilletas, nuevas a la verdad, porque tampoco eran muebles en uso para todos los días, y fueron izadas por todos aquellos buenos señores a los ojales de sus fraques como cuerpos intermedios entre las salsas y las solapas.

-Ustedes harán penitencia, señores -exclamó el anfitrión una vez sentado-; pero hay que hacerse cargo de que no estamos en Genieys -frase que creyó  preciso decir.
Necia afectación es ésta, si es mentira, dije yo para mí; y si verdad, gran torpeza convidar a los amigos a hacer penitencia.

Desgraciadamente no tardé mucho en conocer que había en aquella expresión más verdad de la que mi buen Braulio se figuraba. Interminables y de mal gusto fueron los cumplimientos con que para dar y recibir cada plato nos aburrimos unos a otros.

-Sírvase usted.
-Hágame usted el favor.
-De ninguna manera.
-No lo recibiré.
-Páselo usted a la señora.
-Está bien ahí.
-Perdone usted.
-Gracias.
-Sin etiqueta, señores -exclamó Braulio, y se echó el primero con su propia cuchara.

Sucedió a la sopa un cocido surtido de todas las sabrosas impertinencias de este engorrosísimo, aunque buen plato; cruza por aquí la carne; por allá la verdura; acá los garbanzos; allá el jamón; la gallina por derecha; por medio el tocino; por izquierda los embuchados de Extremadura. Siguiole un plato de ternera mechada, que Dios  maldiga, y a éste otro y otros y otros; mitad traídos de la fonda, que esto basta para que excusemos hacer su elogio, mitad hechos en casa por la criada de todos los días, por una vizcaína auxiliar tomada al intento para aquella festividad y por el ama de la casa, que en semejantes ocasiones debe estar en todo, y por consiguiente suele no estar nada.

-Este plato hay que disimularle -decía ésta de unos pichones-; están un poco quemados.
-Pero, mujer...
-Hombre, me aparté un momento, y ya sabes lo que son las criadas.
-¡Qué lástima que este pavo no haya estado media hora más al fuego! Se puso algo tarde.
-¿No les parece a ustedes que está algo ahumado este estofado?
-¿Qué quieres? Una no puede estar en todo.
-¡Oh, está excelente! -exclamábamos todos dejándonoslo en el plato-. ¡Excelente!
-Este pescado está pasado.
-Pues en el despacho de la diligencia del fresco dijeron que acababa de llegar. ¡El criado es tan bruto!
-¿De dónde se ha traído este vino?
-En eso no tienes razón, porque es...
-Es malísimo.

Estos diálogos cortos iban exornados con una infinidad de miradas furtivas del marido para advertirle continuamente a su mujer alguna negligencia, queriendo darnos a entender entrambos a dos que estaban muy al corriente de todas las fórmulas que en semejantes casos se reputan finura, y que todas las torpezas eran hijas de los criados, que nunca han de aprender a servir. Pero estas negligencias se repetían tan a menudo, servían tan poco ya las miradas, que le fue preciso al marido recurrir a los pellizcos y a los pisotones; y ya la señora, que a duras penas había podido hacerse superior hasta entonces a las persecuciones de su esposo, tenía la faz encendida y los ojos llorosos.
-Señora, no se incomode usted por eso -le dijo el que a su lado tenía.
-¡Ah!, les aseguro a ustedes que no vuelvo a hacer estas cosas en casa; ustedes no saben lo que es esto; otra vez, Braulio,  iremos a la fonda y no tendrás...
-Usted, señora mía, hará lo que...
-¡Braulio! ¡Braulio!
Una tormenta espantosa estaba a punto de estallar; empero todos los convidados a porfía probamos a aplacar aquellas disputas, hijas del deseo de dar a entender la mayor delicadeza, para lo cual no fue poca parte la manía de Braulio y la expresión concluyente que dirigió de nuevo a la concurrencia acerca de la inutilidad de los cumplimientos, que así llamaba él a estar bien servido y al saber comer. ¿Hay nada más ridículo que estas gentes que quieren pasar por finas en medio de la más crasa ignorancia de los usos sociales; que para obsequiarle le obligan a usted a comer y beber por fuerza, y no le dejan medio de hacer su gusto? ¿Por qué habrá gentes que sólo quieren comer con alguna más limpieza los días de días?

A todo esto, el niño que a mi izquierda tenía, hacía saltar las aceitunas a un plato de magras con tomate, y una vino a parar a uno de mis ojos, que no volvió a ver claro en todo el día; y el señor gordo de mi derecha había tenido la precaución de ir dejando en el mantel, al lado de mi pan, los huesos de las suyas, y los de las aves que había roído; el convidado de enfrente, que se preciaba de trinchador, se había encargado de hacer la autopsia de un capón, o sea gallo, que esto nunca se supo: fuese por la edad avanzada de la víctima, fuese por los ningunos conocimientos anatómicos del victimario, jamás parecieron las coyunturas. «Este capón no tiene coyunturas», exclamaba el infeliz sudando y forcejeando, más como quien cava que como quien trincha. ¡Cosa más rara! En una de las embestidas resbaló el tenedor sobre el animal como si tuviera escama, y el capón, violentamente despedido, pareció querer tomar su vuelo como en sus tiempos más felices, y se posó en el mantel tranquilamente como pudiera en un palo de un gallinero.

El susto fue general y la alarma llegó a su colmo cuando un surtidor de  caldo, impulsado por el animal furioso, saltó a inundar mi limpísima camisa: levántase rápidamente a este punto el trinchador con ánimo de cazar el ave prófuga, y al precipitarse sobre ella, una botella que tiene a la derecha, con la que tropieza su brazo, abandonando su posición perpendicular, derrama un abundante caño de Valdepeñas sobre el capón y el mantel; corre el vino, auméntase la algazara, llueve la sal sobre el vino para salvar el mantel; para salvar la mesa se ingiere por debajo de él una servilleta, y una eminencia se levanta sobre el teatro de tantas ruinas. Una criada toda azorada retira el capón en el plato de su salsa; al pasar sobre mí hace una pequeña inclinación, y una lluvia maléfica de grasa desciende, como el rocío sobre los prados, a dejar eternas huellas en mi pantalón color de perla; la angustia y el aturdimiento de la criada no conocen término; retírase atolondrada sin acertar con las excusas; al volverse tropieza con el criado que traía una  docena de platos limpios y una salvilla con las copas para los vinos generosos, y toda aquella máquina viene al suelo con el más horroroso estruendo y confusión. «¡Por San Pedro!», exclama dando una voz Braulio difundida ya sobre sus facciones una palidez mortal, al paso que brota fuego el rostro de su esposa. «Pero sigamos, señores, no ha sido nada», añade volviendo en sí.

¡Oh honradas casas donde un modesto cocido y un principio final constituyen la felicidad diaria de una familia, huid del tumulto de un convite de día de días! Sólo la costumbre de comer y servirse bien diariamente puede evitar semejantes destrozos.

¿Hay más desgracias? ¡Santo cielo! ¡Sí las hay para mí, infeliz! Doña Juana, la de los dientes negros y amarillos, me alarga de su plato y con su propio tenedor una fineza, que es indispensable aceptar y tragar; el niño se divierte en despedir a los ojos de los concurrentes los huesos disparados de las cerezas; don Leandro me hace probar el manzanilla exquisito, que he rehusado, en su misma copa, que conserva las indelebles señales de sus labios grasientos; mi gordo fuma ya sin cesar y me hace cañón de su chimenea; por fin, ¡oh última de las desgracias!, crece el alboroto y la conversación; roncas ya las voces, piden versos y décimas y no hay más poeta que Fígaro.
-Es preciso.
-Tiene usted que decir algo -claman todos.
-Désele pie forzado; que diga una copla a cada uno.
-Yo le daré el pie: «A don Braulio en este día».
-Señores, ¡por Dios!
-No hay remedio.
-En mi vida he improvisado.
-No se haga usted el chiquito.
-Me marcharé.
-Cerrar la puerta.
-No se sale de aquí sin decir algo.

Y digo versos por fin, y vomito disparates, y los celebran, y crece la bulla y el humo y el infierno.
A Dios gracias, logro escaparme de aquel nuevo Pandemonio. Por fin, ya respiro el aire fresco y desembarazado de la calle; ya no hay necios, ya no hay castellanos viejos a mi alrededor.

-¡Santo Dios, yo te doy gracias, exclamo respirando, como el ciervo que acaba de escaparse de una docena de perros y que oye ya apenas sus ladridos; para de aquí en adelante no te pido riquezas, no te pido empleos, no honores; líbrame de los convites caseros y de días de días; líbrame de estas casas en que es un convite un acontecimiento, en que sólo se pone la mesa decente para los convidados, en que creen hacer obsequios cuando dan mortificaciones, en que se hacen finezas, en que se dicen versos, en que hay niños, en que hay gordos, en que reina, en fin, la brutal franqueza de los castellanos viejos! Quiero que, si caigo de nuevo en tentaciones semejantes, me falte un roastbeef, desaparezca del mundo el beefsteak, se anonaden los timbales de macarrones, no haya pavos en Périgueux, ni pasteles en Perigord, se sequen los viñedos de Burdeos, y beban, en fin, todos menos yo la deliciosa espuma del champagne.

Concluida mi deprecación mental, corro a mi habitación a despojarme de mi camisa y de mi pantalón, reflexionando en mi interior que no son unos todos los hombres, puesto que los de un mismo país, acaso de un mismo entendimiento, no tienen las mismas costumbres, ni la misma delicadeza, cuando ven las cosas de tan distinta manera. Vístome y vuelo a olvidar tan funesto día entre el corto número de gentes que piensan, que viven sujetas al provechoso yugo de una buena educación libre y desembarazada, y que fingen acaso estimarse y respetarse mutuamente para no incomodarse, al paso que las otras hacen ostentación de incomodarse, y se ofenden y se maltratan, queriéndose y estimándose tal vez verdaderamente.