GUADAÑAZOS PARA LA
BeLLA ViLLA
" La literatura a tajo abierto"
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Edición No. 44, noviembre de 2012
Directores: Raúl Jaime Gaviria / Hernán Botero Restrepo
Publicación de Revista Asfódelo
Correo electrónico: revistasfodelo@yahoo.com
FLAUBERT
CONSIDERADO EL IDIOTA DE LA FAMILIA
Rubén
López Rodrigué
Con Flaubert compruebo, una vez más, que
grandes obras de arte de la humanidad han sido creadas por personas
en estado de enfermedad mental. Menciono otros casos: Hölderlin pasó
los últimos cuarenta años de su vida internado en una clínica para
locos; Antonin Artaud estuvo en varios asilos y finalmente murió en
el manicomio; Guy de Maupassant, quien fuera discípulo de Flaubert,
también falleció en un establecimiento psiquiátrico; Virginia
Woolf se suicidó, ahogándose.
Kafka decía que escribir mantenía la clase de
vida que llevaba: «Un escritor que no escribe es de todas
maneras una monstruosidad que reclama la locura». No
voy a disertar sobre la locura de Flaubert porque no era este su
caso, pero sí de la neurosis del novelista que vive en soledad.
Comienzos
de la neurosis
Debido al ataque de una enfermedad nerviosa, que algunos autores de
la actualidad diagnostican como histeria, pero otros califican de
epilepsia, por recomendación médica Gustave Flaubert se retiró de
la carrera de Derecho en la Sorbona de París. La solvencia económica
le permitió dedicarse por entero a la literatura, llevando una vida
de inválido en casa y, con gran alivio de su parte, renunciando a
toda posibilidad de ejercer cualquier profesión. Tal como escribe
Mario Vargas Llosa en La orgía perpetua, cuando el escritor
francés era estudiante de Derecho lo único que le interesaba era la
literatura y lo atormentaba la idea de un oficio que no fuera
escribir; pero el dedo de su padre médico apuntaba hacia esa
Facultad.
Sufría de convulsiones con visiones multicolores de una supuesta
epilepsia, «con mil imágenes saltando a la vez como fuegos
artificiales. Había un desgarramiento atroz del alma y el cuerpo.
(Tengo la convicción de haber muerto varias veces)», escribió en
una carta a Colet.1
Aquejado desde la juventud de una neurosis, tras la muerte inesperada
de su padre y su hermana Caroline, el ser más querido de su infancia
y adolescencia, se recluyó en la finca de Croisset con su madre y la
sobrina que dejó huérfana su hermana, finca que había comprado su
padre y donde viviría de las rentas que había dejado. Se afirma que
el ver a su hijo convertido en un ser inútil aceleró la muerte del
padre.
Louise Colet, una poetisa de segunda línea, era la amante de
Flaubert. En la correspondencia entre ambos mostraba una frecuente
molestia ante un hombre que siempre se escudaba en las faldas de la
madre. Flaubert le describía estados horrorosos de su madre con
alucinaciones fúnebres. Ella fue otro de los grandes amores del
escritor, que es el prototipo del artista solterón, mimado y a veces
tiranizado por el cariño maternal.
De su neurosis Flaubert sacará ventajas puesto que le dio a conocer
fenómenos psíquicos ignorados por los demás o que nadie había
sentido. Además, la enfermedad tuvo mucho que ver en su elección de
la literatura «como antiguamente se entraba en una orden religiosa,
para gustar en ella todos sus goces y morir en ella» (Emile Zola).
La literatura será su salvación pues en su juventud se aburría
atrozmente, fantaseaba con el suicidio, se torturaba con toda clase
de melancolías.
Sartre
y El idiota de la familia
Jean-Paul Sartre en una investigación paciente y minuciosa de
carácter biográfico, publicada con el título de El idiota de
la familia, trazó una hipótesis consistente en que el
escritor de Normandía sacó un beneficio secundario de la neurosis
como solución a sus problemas. Según el escritor y filósofo
francés, Flaubert es un producto de prejuicios sociales y familiares
de la época. Al calificarlo de pasivo y despectivo indica que en su
vida y obra se reflejan relaciones familiares atravesadas por la
anormalidad: un padre tirano, una madre poco afectiva, el modelo que
le impusieron de su hermano mayor, problemas constantes en su
relación con las palabras; solo pudo aprender a leer entre los siete
y ocho años, y este hecho lo convirtió en el idiota de la familia.
Al fenómeno que se conoce como somatización Flaubert lo
designaba desviación, consistía en que la tristeza se
derramaba en sus miembros y los crispaba en convulsiones. En enero de
1844, siendo joven, en medio de un viaje sufrió una especie de
ataque de apoplejía en miniatura acompañado de trastornos
nerviosos, un ataque que él mismo describió como una congestión
cerebral. Abandonar la carrera de Derecho debido a su neurosis y
dedicarse a vivir solo para la literatura, llevando una improductiva
vida de ocio, le confirmó a los suyos que era el idiota de la
familia.
Jean-Paul Sartre, basándose en los escritos inéditos de juventud de
Flaubert y en su voluminoso epistolario, escribió El idiota de la
familia motivado por un psicoanálisis silvestre de corte
freudiano, que tiene el sello de la más profunda hostilidad hacia un
escritor «burgués» al que, en una insólita incomprensión, trata
de tonto. El motivo es que, a juicio de Sartre, Flaubert en sus
cartas se quejaba con demasiada frecuencia de no ser adinerado.
Roland Barthes ha explicado una de las razones de esa inaudita
incomprensión: «Flaubert, por el trabajo del estilo, es el último
escritor clásico; pero, como ese trabajo es desmesurado,
vertiginoso, neurótico, molesta a las mentes clásicas, desde Faguet
hasta Sartre. Por eso se convierte en el primer escritor de la
modernidad: porque accede a una locura. Una locura que no depende de
la representación, de la imitación, del realismo, sino que es una
locura de la escritura, una locura del lenguaje».2
La
aversión hacia la humanidad
Al leer las cartas de Flaubert a Colet, bien pronto surgió para mí
un rasgo de carácter del escritor, el pesimismo; un pesimismo
palpable en su concepción de la historia: el presente era peor que
el pasado, el futuro sería siempre peor que el presente, y el hecho
de que nada tuviese remedio no le parecía injusto, era lo que la
humanidad se merecía. A su amiga la escritora George Sand, quien
estimulaba su inclinación nihilista, le escribió el 6 de septiembre
de 1871: «¡Ah!, qué harto estoy del obrero inmundo, del burgués
inepto, del campesino estúpido y del eclesiástico odioso. Por eso
me pierdo, todo lo que puedo, en la antigüedad».3
Mario Vargas Llosa, al leer esas cartas atiborradas de injurias
contra la humanidad, agrega que este escepticismo sobre el destino
humano es, tal vez, lo que explica su defensa de un arte indiferente
y objetivo, su teoría de la impasibilidad: «De este modo su
vocación produjo una obra que fue lo que ha sido siempre la gran
literatura: a la vez una causa y un efecto de insatisfacción humana,
un quehacer gracias al cual un hombre en conflicto con el mundo
encuentra su manera de vivir, una creación que revisa, pone en tela
de juicio, mina profundamente las certidumbres de una época
(empezando por la moral y las costumbres, en Madame Bovary)».4
La vista de sus semejantes lo hundía en el hastío. Lo sumergía en
ciénagas de tristeza. Lo ponía en un estado de languidez. Incluso
lo dejaba corporalmente enfermo. Sus amigos escritores, entre ellos
Zola, Daudet, los hermanos Goncourt y Turgueniev tenían que andar
blandito cuando lo iban a criticar porque podía ponerse furioso y
enfermarse. Emile Zola no ocultaba su tristeza por cuanto su amigo
detestaba el mundo moderno, era un individualista romántico que no
tenía conciencia de la evolución: rechazaba los ferrocarriles, los
periódicos, la democracia.
Flaubert no podía escribir sin dejarse envolver por el fantasma de
la perfección hasta unos límites torturadores. Una tesis que
gravitaba en su mente, Las perlas no forman el collar sino que es
el hilo, hacía que en sus producciones literarias viviese un
circuito de Sísifo que él calificaba de atroz. A fin de crear una
obra perfecta sacrificaba su vida cercado por el fantasma del
fracaso, gastaba semanas enteras de intensísimo trabajo tratando de
escribir dos páginas y no hacía otra cosa pues vivía de su renta.
Borges dirá que este hombre inaugura una especie nueva de escritor,
«la del hombre de letras como sacerdote, como asceta y casi como
mártir».
Flaubert se aislaba como un ermitaño, borraba, tachaba, volvía una
y otra vez a cero y comenzaba de nuevo. Las dudas de nunca acabar lo
hacían calificarse de bruto y creerse un idiota, como si con
autorreproches hiciera eco a lo que de él pensaba su familia. Había
una frase que repetía a menudo: «Todas las noches me dan ganas de
abrirme el vientre». Ahí estaba Flaubert de cuerpo entero, con la
necesidad de perfección propia del carácter neurótico.
1
Gustave Flaubert, Cartas a Louise Colet, Madrid, Siruela,
2003, p. 295.
2
Ibid., Introducción de Ignacio Malexecheverría, p. 11.
3
Citado por Pierre Bourdieu en Las reglas del arte. Barcelona,
Anagrama, 1995, p. 59.
4
Mario Vargas Llosa. La orgía perpetua, Barcelona, Seix
Barral, 1975, p. 275.