martes, 20 de noviembre de 2012

Flaubert considerado el idiota de la familia


GUADAÑAZOS PARA LA                              
BeLLA ViLLA            
                " La literatura a tajo abierto"     

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Edición No. 44, noviembre  de 2012
Directores: Raúl Jaime Gaviria / Hernán Botero Restrepo
Publicación de Revista Asfódelo
Correo electrónico: revistasfodelo@yahoo.com



FLAUBERT CONSIDERADO EL IDIOTA DE LA FAMILIA
Rubén López Rodrigué


Con Flaubert compruebo, una vez más, que grandes obras de arte de la humanidad han sido creadas por personas en estado de enfermedad mental. Menciono otros casos: Hölderlin pasó los últimos cuarenta años de su vida internado en una clínica para locos; Antonin Artaud estuvo en varios asilos y finalmente murió en el manicomio; Guy de Maupassant, quien fuera discípulo de Flaubert, también falleció en un establecimiento psiquiátrico; Virginia Woolf se suicidó, ahogándose.
Kafka decía que escribir mantenía la clase de vida que llevaba: «Un escritor que no escribe es de todas maneras una monstruosidad que reclama la locura». No voy a disertar sobre la locura de Flaubert porque no era este su caso, pero sí de la neurosis del novelista que vive en soledad.


Comienzos de la neurosis

Debido al ataque de una enfermedad nerviosa, que algunos autores de la actualidad diagnostican como histeria, pero otros califican de epilepsia, por recomendación médica Gustave Flaubert se retiró de la carrera de Derecho en la Sorbona de París. La solvencia económica le permitió dedicarse por entero a la literatura, llevando una vida de inválido en casa y, con gran alivio de su parte, renunciando a toda posibilidad de ejercer cualquier profesión. Tal como escribe Mario Vargas Llosa en La orgía perpetua, cuando el escritor francés era estudiante de Derecho lo único que le interesaba era la literatura y lo atormentaba la idea de un oficio que no fuera escribir; pero el dedo de su padre médico apuntaba hacia esa Facultad.
Sufría de convulsiones con visiones multicolores de una supuesta epilepsia, «con mil imágenes saltando a la vez como fuegos artificiales. Había un desgarramiento atroz del alma y el cuerpo. (Tengo la convicción de haber muerto varias veces)», escribió en una carta a Colet.1 Aquejado desde la juventud de una neurosis, tras la muerte inesperada de su padre y su hermana Caroline, el ser más querido de su infancia y adolescencia, se recluyó en la finca de Croisset con su madre y la sobrina que dejó huérfana su hermana, finca que había comprado su padre y donde viviría de las rentas que había dejado. Se afirma que el ver a su hijo convertido en un ser inútil aceleró la muerte del padre.
Louise Colet, una poetisa de segunda línea, era la amante de Flaubert. En la correspondencia entre ambos mostraba una frecuente molestia ante un hombre que siempre se escudaba en las faldas de la madre. Flaubert le describía estados horrorosos de su madre con alucinaciones fúnebres. Ella fue otro de los grandes amores del escritor, que es el prototipo del artista solterón, mimado y a veces tiranizado por el cariño maternal.
De su neurosis Flaubert sacará ventajas puesto que le dio a conocer fenómenos psíquicos ignorados por los demás o que nadie había sentido. Además, la enfermedad tuvo mucho que ver en su elección de la literatura «como antiguamente se entraba en una orden religiosa, para gustar en ella todos sus goces y morir en ella» (Emile Zola). La literatura será su salvación pues en su juventud se aburría atrozmente, fantaseaba con el suicidio, se torturaba con toda clase de melancolías.



Sartre y El idiota de la familia

Jean-Paul Sartre en una investigación paciente y minuciosa de carácter biográfico, publicada con el título de El idiota de la familia, trazó una hipótesis consistente en que el escritor de Normandía sacó un beneficio secundario de la neurosis como solución a sus problemas. Según el escritor y filósofo francés, Flaubert es un producto de prejuicios sociales y familiares de la época. Al calificarlo de pasivo y despectivo indica que en su vida y obra se reflejan relaciones familiares atravesadas por la anormalidad: un padre tirano, una madre poco afectiva, el modelo que le impusieron de su hermano mayor, problemas constantes en su relación con las palabras; solo pudo aprender a leer entre los siete y ocho años, y este hecho lo convirtió en el idiota de la familia.
Al fenómeno que se conoce como somatización Flaubert lo designaba desviación, consistía en que la tristeza se derramaba en sus miembros y los crispaba en convulsiones. En enero de 1844, siendo joven, en medio de un viaje sufrió una especie de ataque de apoplejía en miniatura acompañado de trastornos nerviosos, un ataque que él mismo describió como una congestión cerebral. Abandonar la carrera de Derecho debido a su neurosis y dedicarse a vivir solo para la literatura, llevando una improductiva vida de ocio, le confirmó a los suyos que era el idiota de la familia.
Jean-Paul Sartre, basándose en los escritos inéditos de juventud de Flaubert y en su voluminoso epistolario, escribió El idiota de la familia motivado por un psicoanálisis silvestre de corte freudiano, que tiene el sello de la más profunda hostilidad hacia un escritor «burgués» al que, en una insólita incomprensión, trata de tonto. El motivo es que, a juicio de Sartre, Flaubert en sus cartas se quejaba con demasiada frecuencia de no ser adinerado.
Roland Barthes ha explicado una de las razones de esa inaudita incomprensión: «Flaubert, por el trabajo del estilo, es el último escritor clásico; pero, como ese trabajo es desmesurado, vertiginoso, neurótico, molesta a las mentes clásicas, desde Faguet hasta Sartre. Por eso se convierte en el primer escritor de la modernidad: porque accede a una locura. Una locura que no depende de la representación, de la imitación, del realismo, sino que es una locura de la escritura, una locura del lenguaje».2


La aversión hacia la humanidad

Al leer las cartas de Flaubert a Colet, bien pronto surgió para mí un rasgo de carácter del escritor, el pesimismo; un pesimismo palpable en su concepción de la historia: el presente era peor que el pasado, el futuro sería siempre peor que el presente, y el hecho de que nada tuviese remedio no le parecía injusto, era lo que la humanidad se merecía. A su amiga la escritora George Sand, quien estimulaba su inclinación nihilista, le escribió el 6 de septiembre de 1871: «¡Ah!, qué harto estoy del obrero inmundo, del burgués inepto, del campesino estúpido y del eclesiástico odioso. Por eso me pierdo, todo lo que puedo, en la antigüedad».3
Mario Vargas Llosa, al leer esas cartas atiborradas de injurias contra la humanidad, agrega que este escepticismo sobre el destino humano es, tal vez, lo que explica su defensa de un arte indiferente y objetivo, su teoría de la impasibilidad: «De este modo su vocación produjo una obra que fue lo que ha sido siempre la gran literatura: a la vez una causa y un efecto de insatisfacción humana, un quehacer gracias al cual un hombre en conflicto con el mundo encuentra su manera de vivir, una creación que revisa, pone en tela de juicio, mina profundamente las certidumbres de una época (empezando por la moral y las costumbres, en Madame Bovary)».4
La vista de sus semejantes lo hundía en el hastío. Lo sumergía en ciénagas de tristeza. Lo ponía en un estado de languidez. Incluso lo dejaba corporalmente enfermo. Sus amigos escritores, entre ellos Zola, Daudet, los hermanos Goncourt y Turgueniev tenían que andar blandito cuando lo iban a criticar porque podía ponerse furioso y enfermarse. Emile Zola no ocultaba su tristeza por cuanto su amigo detestaba el mundo moderno, era un individualista romántico que no tenía conciencia de la evolución: rechazaba los ferrocarriles, los periódicos, la democracia.
Flaubert no podía escribir sin dejarse envolver por el fantasma de la perfección hasta unos límites torturadores. Una tesis que gravitaba en su mente, Las perlas no forman el collar sino que es el hilo, hacía que en sus producciones literarias viviese un circuito de Sísifo que él calificaba de atroz. A fin de crear una obra perfecta sacrificaba su vida cercado por el fantasma del fracaso, gastaba semanas enteras de intensísimo trabajo tratando de escribir dos páginas y no hacía otra cosa pues vivía de su renta. Borges dirá que este hombre inaugura una especie nueva de escritor, «la del hombre de letras como sacerdote, como asceta y casi como mártir».
Flaubert se aislaba como un ermitaño, borraba, tachaba, volvía una y otra vez a cero y comenzaba de nuevo. Las dudas de nunca acabar lo hacían calificarse de bruto y creerse un idiota, como si con autorreproches hiciera eco a lo que de él pensaba su familia. Había una frase que repetía a menudo: «Todas las noches me dan ganas de abrirme el vientre». Ahí estaba Flaubert de cuerpo entero, con la necesidad de perfección propia del carácter neurótico.

1 Gustave Flaubert, Cartas a Louise Colet, Madrid, Siruela, 2003, p. 295.
2 Ibid., Introducción de Ignacio Malexecheverría, p. 11.
3 Citado por Pierre Bourdieu en Las reglas del arte. Barcelona, Anagrama, 1995, p. 59.
4 Mario Vargas Llosa. La orgía perpetua, Barcelona, Seix Barral, 1975, p. 275.