lunes, 23 de febrero de 2015

De cómo conocí a Fernando González o Las dulces naranjas del brujo de Otraparte

GUADAÑAZOS PARA LA                           
BeLLA ViLLA            
                " La literatura a tajo abierto"     

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Edición No. 177, febrero de 2015
Directores: 
Raúl Jaime Gaviria
Hernán Botero Restrepo 

Publicación de Revista Asfódelo




De cómo conocí a Fernando González o Las dulces naranjas del brujo de Otraparte
Por Hernán Botero Restrepo

Contaría yo a la sazón entre quince y dieciséis años cuando mi mejor amigo en el Colegio de San José, que había leído, tomándolo de la biblioteca de su padre, "Los negroides" de Fernando González (y que según me dijo había disfrutado mucho) me propuso que nos escapáramos del colegio para ir a conocer personalmente al autor. Ni él ni yo habíamos conocido personalmente a ningún escritor hasta la fecha. La fuga tendría lugar el día en que teníamos la clase de gimnasia pues luego no teníamos más que la clase de cívica con un profesor senil que jamás corría lista. Dicho y hecho, llegado el día J.E.P. L. y yo procedimos de acuerdo con nuestro plan.

Después de una hora de haber viajado en dos buses municipales nos apeamos del que pasaba por la vía a Envigado, al frente de la pequeña posesión semi-rural del escritor más polémico de Antioquia desde los tiempos del  Indio Uribe . Nuestra llegada al coto del “brujo” de Envigado fue tan sencillo que bastó con que J.E.P.L. apretara el timbre adosado a la reja que rodeaba Otraparte para que la puerta de la casa se abriera y una figura frágil de anciano, la del propietario de todo aquello, llegara hasta nosotros. No haré mención de detalles mostrencos y retomo el hilo. El escritor nos preguntó quienes éramos nosotros y que hacíamos en su casa; J.E. P. L. respondió por los dos que habíamos ido llevados por el deseo de conocerlo y  reconocimos ante él que no estábamos muy al tanto de su obra literaria aunque lo poco que habíamos leído nos había fascinado. Por un momento yo guardé prudente silencio, pues me intimidaba el que yo tuviera “un gato encerrado en mí maletín”.

Iniciamos los tres una corta caminata alrededor de la casa (a la cual no nos invitó a entrar). Después de un rato de cháchara que se desarrolló en torno a su obra, abrí mi maletín y extraje de él una copia a máquina, de unas treinta página de extensión, de una comedia costumbrista titulada: "Mariantonia en la ciudad" que yo había escrito recientemente y, con mucha timidez, le pedí a Fernando González si podría hacerme el favor de leerlo. Él, cortesmente, me recibió el fajo de papeles y me dijo: ─venga en unos quince días para que la comentemos─ De pronto se hizo tarde para todos y nos despedimos.

Pasó una quincena, J.E.P.L. y yo, valiéndonos de la evasión de nuevo, regresamos a los predios del autor de “ El remordimiento”. Todo pasó como en nuestra primera visita, con la excepción de que el maestro nos habló de la obra que estaba escribiendo a la sazón: "La tragicomedia del padre Elías y Martina la velera" que fue su último libro y también nos habló del poderoso motivo de inspiración que ejercían en su creación las hermosas ceibas de Envigado.

Pronto se acordó de algo, de la comedia que yo le había dejado, ─espérenme un momento muchachos ─nos dijo─ y entró prestamente a la casa para salir casi que de inmediato con mi mecanuscrito en la mano. Le pregunte, preso de mucha ansiedad: ─ ¿le gustó alguna cosa? ─ Sí, fue su respuesta, y algo más que una cosa. Sin esperar siquiera a que yo le manifestara mi alegría y agradecimiento, nos dijo que se le hacía algo tarde pues esperaba la visita de unos familiares. ─Nos volveremos a ver ─concluyó─, dirigiendo sus pasos a la casa. Pero antes de que llegara ante su puerta yo, de manera titubeante, saqué de mi maletín la copia de otra obra teatral mía (cuyo nombre he olvidado) la cual  pensaba dedicarle  a él y le dije: ─si le gustó" Mariantonia en la ciudad" esta le va a gustar más, a lo cual Fernando González me respondió advirtiéndome: ─tal vez lo mejor es que se demore un poco en volver porque la corrección de mi tragicomedia me está tomando mucho tiempo, ─bueno muchachos, hasta la próxima─. No más desapareció de nuestra vista me di cuenta de que en el reverso de la portada de "Mariantonia en la ciudad" Fernando González había escrito en tinta roja que había recibido la visita de dos jóvenes, que de seguro no habían terminado ni el bachillerato y que uno de ellos le había solicitado que se la leyera. ─Convine en ello y puse un taburete en una de las esquinas del corredor; el caso es que sin darme cuenta acabé leyendo la obra de corrido sin apenas darme cuenta. "Mariantonia en la ciudad" me gustó tanto como cuando vi esa película en que Cantinflas hace de Napoleón─. Obviamente, al leer esto, me invadió una emoción inefable.

La tercera visita la hice solo, pues J.E.P.L. se encontraba enfermo y no podía acompañarme. El escritor me recibió como a alguien que no hubiera visto nunca. Al ver que esto sucedía le pregunté por mi comedia y él, un poco sorprendido, me replicó: ─ ¡de qué comedia me habla! que yo sepa usted no me dejó nada para leer─.

Hacía un sol de justicia, los naranjos que poblaban profusamente el predio relucían de hermosas naranjas, tanto así que me obsesioné con saborearlas, pero Fernando González, viendo como estaba yo, muerto de calor, no me invitó siquiera a un vaso de agua helada y mucho menos a un jugo de aquellos deliciosos frutos. Sin transición alguna, González, comenzó a hablar de que cuando Mariano Ospina Pérez y su esposa doña Berta murieran se convertirían en un inmenso pene y una inmensa vulva que se debatirían para ayuntarse sin poderlo lograr jamás. Harto de esta conversación, que había parado en tan absurdo tema, me despedí fríamente más no exento de cortesía. Jamás en mi vida he vuelto a Otraparte desde aquella calurosa tarde.

Pasado un año largo releí con horror mis obras dramáticas, comedias y dramas que convertí en jirones de papel. De este holocausto teatral no se salvó ni la página laudatoria de Fernando González.
Tal vez si el brujo de Otraparte me hubiera ofrecido una de aquellas en apariencia deliciosas y apetitosas naranjas este texto no sería tan agrio.

Coda:
La verdad sea dicha:
En la primera visita que le hicimos Fernando González  nos obsequió a  cada uno de nosotros uno de sus libros. A  mi amigo  J.E. P.L. le tocó “Pensamientos de un viejo” que nunca me comentó y a mí “Don Mirócletes” que no me gustó en absoluto. En un relato adjunto a esta obra, bajo el título de "La muerte de Epaminondas", se narran los últimos días de la vida de un perro con una frialdad ártica, cosa que me hizo detestar el relato porque en aquellos días yo era ya un amigo irredento de la raza de los cánidos.