martes, 18 de septiembre de 2012

Don Gustavo en el centro del universo de Medellín

GUADAÑAZOS PARA LA                                 
BeLLA ViLLA            
                " La literatura a tajo abierto"     

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Edición No. 35, septiembre  de 2012
Directores: Raúl Jaime Gaviria / Hernán Botero Restrepo
Publicación de Revista Asfódelo
Correo electrónico: revistasfodelo@yahoo.com


Don Gustavo en el centro del universo de Medellín
Hernán Botero Restrepo

   A don Gustavo lo conocí cuando caminaba a buen paso por la acera de la Avenida Oriental; sentado sobre un pequeño y delgado cojín, rasgaba con torpeza una desvencijada guitarra y cantaba con una voz cascada y carrasposa, que seguramente no había sido buena jamás, una vieja canción popular colombiana “Las acacias”, casi en el borde del andén, frente al Edificio Comedal. A su lado se apreciaba un sombrero gris que seguramente había sido negro hacía tiempo, y una paleolítica silla de ruedas. A don Gustavo le faltaban las piernas –posteriormente me contó que se las habían tenido que amputar a causa de un problema de circulación de la sangre. Pero lo más importante que tenía a su vera, era un perro de color canela con pequeñas manchas blancas, de regular alzada, estirado de largo a largo y con su cabeza entre las patas delanteras. Los dos veloces ríos de viandantes, los que iban y los que venían sin prestarle atención, unidos al cuasi caos del movimiento de los vehículos que pasaban por la Oriental, completaban el cuadro. Ante todo esto yo me sentí conmovido y le solicité que me tocara una canción. ¿Qué cuál quería?, me respondió y le pedí “Mis flores negras” que tocó y cantó como bien pudo. Terminada su actuación musical, y habiendo depositado en su sombrero un billete de baja denominación, inicié un diálogo con él, que reproduzco en lo esencial a continuación.
Yo:   Es una canción que me ha gustado siempre, tanto la letra como la música.
El:   Ya nadie me la pide
Yo:  ¿ Y el perro?
El:   Es una bendición de Dios.  Un vecino que vive muy cerca de donde yo vivo, en la Iguaná, me lo regaló cachorrito, y desde el comienzo se me apegó, no me desamparaba, pero lo más milagroso es que aprendió a jalar mi silla de ruedas a la que le puse una correíta, y es él el que me trae hasta aquí y me lleva a la casa cuando se me hace tarde… y mírelo, no lo tengo amarrado, a veces se va, seguramente detrás de una perrita. Una vez se demoró en volver dos días, yo creí que no lo volvería a ver jamás pero volvió. Esa fue la primera vez que dialogué con don Gustavo.
En alguna ocasión después de haberme tocado y cantado dos de las añejas canciones de su repertorio, apenas reconocibles en su ejecución, y de haber dialogado con él unos momentos, recuerdo que le aconsejé que le abreviara a su perro el nombre tan feo con que lo llamaba: “Gumersindo” y que lo llamara simplemente “Gumer”, a lo que no me ha hecho caso don Gustavo.
Otra vez una mujer joven y bien vestida, ni bonita ni fea, se me acercó en el momento en que acababa de despedirme de don Gustavo y me preguntó con un tono de voz entre extrañado y displicente: - ¿usted de qué hablaba con ese señor? Seguidamente le hice un resumen de lo que yo sabía de don Gustavo a lo que ella luego de escucharme me dijo: - ¡ qué triste depender para todo de un perro! Antes de que yo reaccionara dirigiéndole las palabras que se merecía, ella aceleró el paso sin siquiera despedirse, perdiéndose entre los transeúntes.

Epílogo

Don Gustavo cuenta, a ojo de buen cubero, entre los sesenta y los sesenta y cinco años de edad. Por tal motivo me atreví a inquirirle en alguna ocasión si no consideraba como algo bueno para él encontrar un albergue o refugio en el que se le ayudaría en todo aquello que estaba fuera del alcance de la ayuda que le podría prestar Gumersindo. Don Gustavo no me respondió de inmediato, y cuando lo hizo me contestó: - yo vivo con una hermana que me atiende muy bien y además yo cómo que le he cogido gusto a la calle y me hace falta tocar y cantar mis canciones. Así como estoy me siento bien.