sábado, 13 de diciembre de 2014

Troilo: Sus dos últimos años de vida y mi relación con él

GUADAÑAZOS PARA LA                           
BeLLA ViLLA            
                " La literatura a tajo abierto"     

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Edición No. 166, diciembre de 2014
Directores: 
Raúl Jaime Gaviria
Hernán Botero Restrepo 
Publicación de Revista Asfódelo



Troilo: Sus dos últimos años de vida y mi relación con él
(Recuento estrictamente personal)
Por Hernán Botero Restrepo

Capítulo I
De cómo encontré en la calle a Troilo y terminé por adoptarlo

Regresaba un día cualquiera, hará unos dos años largos, a mi apartamento, sito en frente del Colegio María Auxiliadora; venía de darle el paseo matinal a mi perro Charlie, cuando alcancé a escuchar muy cerca y detrás de mí unas pisadas acolchonadas. Me detuve y volteé la cabeza para ver de qué se trataba y era un perrito que también se detuvo, al ver que yo lo observaba. Era él quien producía los casi imperceptibles y blandos pasos. Lo observé unos segundos y me bastó con el primero para darme cuenta de que se trataba de un hermoso animal: chaparrito aunque no en exceso, robusto, de un pelo negro acaracolado, tan negro que resultaba brillante y finalmente dotado de una cabecita de facciones pulidas en las que reinaba una serenidad, que enmascaraba cualquier emoción. Un poco titubeante le di la espalda, abrí la reja del edificio (Naure era su nombre) y la puerta metálica que daba acceso a las escalas, porque al no tener más pisos que cuatro, El Naure carecía de ascensor. Emprendí mi subida al último piso en donde se hallaba mi apartamento, abrí la puerta a continuación y cerré una vez que estuve adentro de mi domicilio. Como inconscientemente, después de haber librado a Charlie de su traílla, puse a hervir agua para un café y vi nítido en mi memoria al perrito, que quién sabe desde cuándo nos había venido siguiendo. Creo necesario señalar que Charlie es un bonito animal, un Schnauzer mestizo que me acompañaba desde hacía unos cuatro años y que había comprado en un criadero de perros.
   Listo el café me entregué a diversas reflexiones y me olvidé por lo pronto del perrito del pelo negro resplandeciente. Al día siguiente saqué a Charlie a su caminata pero varié la ruta de la misma, y nada me distrajo del cuidado que debía de tener con él al atravesar las calles. Regresábamos, cuando en el mismo punto de hacía dos días se repitió el primer encuentro con el can al que me he referido. Observé que el perrito que nos seguía por segunda vez movía el muñón de la cola que le habían cortado y que no llevaba ningún collar. Lo que me convenció de que no se trataba de ningún perro callejero y entonces decidí, con la rapidez de una centella, subir con él al apartamento para ver qué sucedería.  Una vez que hube abierto la reja y la puerta, para que el animalito  emprendiera , con Charlie y yo, la subida al cuarto piso del Naure, y ya en mis dominios, despojé a Charlie de su arnés y traílla y observé como los dos perros se olfateaban, yo diría que como viejos amigos, pero sin ponerse a jugar, solamente moviendo los muñones de sus colas amputadas. 
– Me quedo con él, decidí, voy a darle un poco de cuido para ver si le gusta y tiene hambre.
Les serví en vasijas de plástico unos puñados de Dog Chow y la porción de agua proporcional. Los dos se aplicaron a comérselo y a beberse el agua.  –Voy a llamarlo Troilo –pensé, por el personaje de Homero el de Chaucer y el de Shakespeare así como por el gran bandoneonista Aníbal Troilo “Pichuco”.
   Aquí debo aclarar que no teniendo más que un collar (hasta que me hice de otro) saqué a los perros por separado con el collar de Charlie; el collar para Troilo lo adquirí ocho días después, día más, día menos, pero posteriormente a lo que va a narrarse a renglón seguido.

Capítulo II

De cómo Troilo se encontró con su legítimo dueño

Caminaba yo una mañana soleada al ritmo pausado de Troilo, al que sujetaba con la traílla de Charlie, por la parte baja del Barrio Los Ángeles, ascendiendo por ella, cuando desde una esquina que tenía que cruzar escuché los gritos de un hombre joven a quien acompañaban cuatro o cinco jóvenes más. El joven de marras gritaba: -Vean a Chepe, ¡ladrón! ese perro es mío. No me inmuté, me acerque a los muchachos y dirigí estas palabras al de los alaridos:
-           Vea hombre, yo no soy un ladrón de perros ni de nada, este perrito me siguió dos días hasta donde vivo, vi que no tenía collar y me gustó tanto que me quedé con él.
-          ¡Devuélvalo, ese perro es mío desde hace cinco años!
- Bueno, yo se lo devuelvo, pero trátelo bien, no lo deje suelto en la calle y sin collar.

De inmediato y con mi procesión por dentro liberé de la traílla a Troilo, que no manifestó ningún signo de reconocimiento al encontrarse con su dueño legítimo y lo deposité en sus brazos. Me di vuelta. Ipso facto, un estallido de ladridos que tenían más de gemidos desesperados que de tales, llenó el ámbito de una sonoridad punzante. Troilo se debatía con todas sus fuerzas por liberarse de los brazos de Alberto, que así lo llamó uno de sus acompañantes. Alberto entonces, furioso, le habló a Troilo en estos términos:
-¡Ingrato!, con que ya no me querés ya, no me querés más y te vas con el primero que aparece en la calle –Troilo seguía debatiéndose mientras tanto entre los brazos de su dueño – que también le dijo:
 – Ya no te quiero más, andáte con él. Y luego de pronunciar estas palabras depositó de mala manera al animal a mis pies. Entonces yo intervine:
-¿ Usted me está regalando el perro?
- ¡Lléveselo si tanto lo quiere! respondió furioso el joven  –yo por mi parte no quiero volver a verlo. –Bueno, gracias –lo dije sin ironía. Troilo estaba pegado de los bajos de mis pantalones, le coloqué el collar y seguí  mi recorrido calle arriba. Confieso sin remilgos que mi amor por Troilo se había centuplicado.

Capítulo III
Dos anécdotas

Antes de narrar las dos anécdotas de Troilo que considero inolvidables, he de destacar su carácter silencioso y cómo lo único que lo obligaba a romperlo eran los truenos que anunciaban un inminente aguacero. Troilo, eso sí, no ladraba porque el ruido de aquellos lo asustara, lo hacía con furia. Alzaba la cabecita y como un loco frenético hasta que el bullicio cesaba.
  Las dos anécdotas a las que me he referido son:  La primera fue la vez que lo llevé a una casa de campo, en una vereda de Santa Elena (oriente de Antioquia) en donde vivía una pareja que cuento en la primera fila de mis amistades. Al llegar, inmediatamente Troilo bajó del carro y se enfrentó a un labrador de alta talla y no menos de sesenta kilos de peso. Le enseñó sus dientes en actitud belicosa; Zeus, el labrador y jefe de la manada de perros y gatos de la casa, acabó por atacar con un mordisco que enardeció aún más a Troilo. En un momento los otros caninos se sintieron atraídos al lugar de la pelea. El caso es que después de que todos intentamos apaciguarlos inútilmente y durante casi una hora, al no obtener ningún resultado positivo, optamos porque yo regresara a Medellín, lo cual hice y allí me quedé para no dejarlos a Troilo y Charlie solos en la noche y hasta hoy no puedo columbrar que fue lo que movió a Troilo a adoptar un comportamiento agresivo con Zeus.
     La segunda anécdota se resume en poquísimas frases. Me encontraba yo con Troilo en la Librería de libros leídos Palinuro, a la que había acudido para que un gran amigo, Rodrigo Bustamente, a quien todos llamamos Klauss, lo conociera y habiéndoseme ocurrido pasar a un local situado al frente de la librería para comprar una agenda, dejé a Troilo con Klauss. Diligencié mi asunto en un par de minutos. De regreso en Palinuro Klauss me dijo, entre asombrado y muerto de la risa:
 -Hernán, vos que salís y el perro se echó a ladrar como si lo estuvieran matando. Un perro que te quiera tanto como este no lo encontrarías por más que lo buscaras.
     Troilo estuvo viviendo conmigo y con Charlie unos dos años y medio. Su muerte fue triste: al observar que durante dos días no había tocado el cuido, lo lleve a la veterinaria, en donde le detectaron un cáncer que le había invadido encías, paladar y garganta. Quiero recalcar que Troilo nunca se quejó, hubo que proceder a la eutanasia y yo, que había perdido el hábito de las lágrimas o mejor la capacidad de llorar, sentí que cuando el veterinario me comunicó que ya todo había acabado se me encharcaron los ojos y me sentí embargado por las emociones dolorosas que a veces provocan las lágrimas.