BeLLA ViLLA
" La literatura a tajo abierto"
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Edición No. 166, diciembre de 2014
Directores:
Raúl Jaime Gaviria
Hernán Botero Restrepo
Publicación de Revista AsfódeloRaúl Jaime Gaviria
Hernán Botero Restrepo
Troilo: Sus dos últimos
años de vida y mi relación con él
(Recuento estrictamente personal)
Por Hernán Botero Restrepo
Capítulo I
De cómo encontré en la calle a Troilo y
terminé por adoptarlo
Regresaba un día
cualquiera, hará unos dos años largos, a mi apartamento, sito en frente del
Colegio María Auxiliadora; venía de darle el paseo matinal a mi perro Charlie,
cuando alcancé a escuchar muy cerca y detrás de mí unas pisadas acolchonadas.
Me detuve y volteé la cabeza para ver de qué se trataba y era un perrito que
también se detuvo, al ver que yo lo observaba. Era él quien producía los casi
imperceptibles y blandos pasos. Lo observé unos segundos y me bastó con el
primero para darme cuenta de que se trataba de un hermoso animal: chaparrito
aunque no en exceso, robusto, de un pelo negro acaracolado, tan negro que
resultaba brillante y finalmente dotado de una cabecita de facciones pulidas en
las que reinaba una serenidad, que enmascaraba cualquier emoción. Un poco
titubeante le di la espalda, abrí la reja del edificio (Naure era su nombre) y
la puerta metálica que daba acceso a las escalas, porque al no tener más pisos
que cuatro, El Naure carecía de ascensor. Emprendí mi subida al último piso en
donde se hallaba mi apartamento, abrí la puerta a continuación y cerré una vez
que estuve adentro de mi domicilio. Como inconscientemente, después de haber
librado a Charlie de su traílla, puse a hervir agua para un café y vi nítido en
mi memoria al perrito, que quién sabe desde cuándo nos había venido siguiendo.
Creo necesario señalar que Charlie es un bonito animal, un Schnauzer mestizo
que me acompañaba desde hacía unos cuatro años y que había comprado en un
criadero de perros.
Listo el café me entregué a diversas
reflexiones y me olvidé por lo pronto del perrito del pelo negro resplandeciente.
Al día siguiente saqué a Charlie a su caminata pero varié la ruta de la misma,
y nada me distrajo del cuidado que debía de tener con él al atravesar las
calles. Regresábamos, cuando en el mismo punto de hacía dos días se repitió el
primer encuentro con el can al que me he referido. Observé que el perrito que
nos seguía por segunda vez movía el muñón de la cola que le habían cortado y
que no llevaba ningún collar. Lo que me convenció de que no se trataba de ningún
perro callejero y entonces decidí, con la rapidez de una centella, subir con él
al apartamento para ver qué sucedería. Una
vez que hube abierto la reja y la puerta, para que el animalito emprendiera , con Charlie y yo, la subida al
cuarto piso del Naure, y ya en mis dominios, despojé a Charlie de su arnés y traílla
y observé como los dos perros se olfateaban, yo diría que como viejos amigos,
pero sin ponerse a jugar, solamente moviendo los muñones de sus colas amputadas.
– Me quedo con
él, decidí, voy a darle un poco de cuido para ver si le gusta y tiene hambre.
Les serví en
vasijas de plástico unos puñados de Dog
Chow y la porción de agua proporcional. Los dos se aplicaron a comérselo y
a beberse el agua. –Voy a llamarlo Troilo
–pensé, por el personaje de Homero el de Chaucer y el de Shakespeare así como por
el gran bandoneonista Aníbal Troilo “Pichuco”.
Aquí debo aclarar que no teniendo más que un
collar (hasta que me hice de otro) saqué a los perros por separado con el
collar de Charlie; el collar para Troilo lo adquirí ocho días después, día más,
día menos, pero posteriormente a lo que va a narrarse a renglón seguido.
Capítulo II
De cómo Troilo se encontró con su legítimo
dueño
Caminaba yo una
mañana soleada al ritmo pausado de Troilo, al que sujetaba con la traílla de Charlie,
por la parte baja del Barrio Los Ángeles, ascendiendo por ella, cuando desde una
esquina que tenía que cruzar escuché los gritos de un hombre joven a quien
acompañaban cuatro o cinco jóvenes más. El joven de marras gritaba: -Vean a Chepe,
¡ladrón! ese perro es mío. No me inmuté, me acerque a los muchachos y dirigí
estas palabras al de los alaridos:
- Vea hombre, yo no soy un ladrón de perros ni de
nada, este perrito me siguió dos días hasta donde vivo, vi que no tenía collar
y me gustó tanto que me quedé con él.
-
¡Devuélvalo, ese perro es mío desde hace cinco
años!
- Bueno, yo se lo devuelvo, pero trátelo bien, no lo deje suelto en la
calle y sin collar.
De inmediato y
con mi procesión por dentro liberé de la traílla a Troilo, que no manifestó
ningún signo de reconocimiento al encontrarse con su dueño legítimo y lo
deposité en sus brazos. Me di vuelta. Ipso facto, un estallido de ladridos que
tenían más de gemidos desesperados que de tales, llenó el ámbito de una
sonoridad punzante. Troilo se debatía con todas sus fuerzas por liberarse de
los brazos de Alberto, que así lo llamó uno de sus acompañantes. Alberto
entonces, furioso, le habló a Troilo en estos términos:
-¡Ingrato!, con que
ya no me querés ya, no me querés más y te vas con el primero que aparece en la
calle –Troilo seguía debatiéndose mientras tanto entre los brazos de su dueño –
que también le dijo:
– Ya no te quiero más, andáte con él. Y luego
de pronunciar estas palabras depositó de mala manera al animal a mis pies. Entonces
yo intervine:
-¿ Usted me está
regalando el perro?
- ¡Lléveselo si
tanto lo quiere! respondió furioso el joven –yo por mi parte no quiero volver a verlo. –Bueno,
gracias –lo dije sin ironía. Troilo estaba pegado de los bajos de mis
pantalones, le coloqué el collar y seguí
mi recorrido calle arriba. Confieso sin remilgos que mi amor por Troilo
se había centuplicado.
Capítulo III
Dos anécdotas
Antes de narrar
las dos anécdotas de Troilo que considero inolvidables, he de destacar su carácter
silencioso y cómo lo único que lo obligaba a romperlo eran los truenos que
anunciaban un inminente aguacero. Troilo, eso sí, no ladraba porque el ruido de
aquellos lo asustara, lo hacía con furia. Alzaba la cabecita y como un loco
frenético hasta que el bullicio cesaba.
Las dos anécdotas a las que me he referido
son: La primera fue la vez que lo llevé
a una casa de campo, en una vereda de Santa Elena (oriente de Antioquia) en donde vivía una pareja que cuento en la primera fila de mis amistades.
Al llegar, inmediatamente Troilo bajó del carro y se enfrentó a un labrador de
alta talla y no menos de sesenta kilos de peso. Le enseñó sus dientes en actitud
belicosa; Zeus, el labrador y jefe de la manada de perros y gatos de la casa, acabó por atacar con un mordisco que enardeció aún más a Troilo. En un momento
los otros caninos se sintieron atraídos al lugar de la pelea. El caso es que
después de que todos intentamos apaciguarlos inútilmente y durante casi una
hora, al no obtener ningún resultado positivo, optamos porque yo regresara a
Medellín, lo cual hice y allí me quedé para no dejarlos a Troilo y Charlie
solos en la noche y hasta hoy no puedo columbrar que fue lo que movió a Troilo a adoptar un comportamiento agresivo con Zeus.
La segunda
anécdota se resume en poquísimas frases. Me encontraba yo con Troilo en la
Librería de libros leídos Palinuro, a la que había acudido para que un gran
amigo, Rodrigo Bustamente, a quien todos llamamos Klauss, lo conociera y habiéndoseme
ocurrido pasar a un local situado al frente de la librería para comprar una
agenda, dejé a Troilo con Klauss. Diligencié mi asunto en un par de minutos. De
regreso en Palinuro Klauss me dijo, entre asombrado y muerto de la risa:
-Hernán, vos que salís y el perro se echó a
ladrar como si lo estuvieran matando. Un perro que te quiera tanto como este no lo
encontrarías por más que lo buscaras.
Troilo estuvo
viviendo conmigo y con Charlie unos dos años y medio. Su muerte fue triste: al observar que durante dos días no había tocado
el cuido, lo lleve a la veterinaria, en donde le detectaron un cáncer que le
había invadido encías, paladar y garganta. Quiero recalcar que Troilo nunca se
quejó, hubo que proceder a la eutanasia y yo, que había perdido el hábito de
las lágrimas o mejor la capacidad de llorar, sentí que cuando el veterinario me
comunicó que ya todo había acabado se me encharcaron los ojos y me sentí
embargado por las emociones dolorosas que a veces provocan las lágrimas.