GUADAÑAZOS PARA LA
BeLLA ViLLA
" La literatura a tajo abierto"
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Edición No. 173, enero de 2015
Directores:
Raúl Jaime Gaviria
Hernán Botero Restrepo
Raúl Jaime Gaviria
Hernán Botero Restrepo
Publicación de Revista Asfódelo
De cómo me convertí en un precoz lector
Por Hernán Botero R.
I
Pocos recuerdan, a la edad que yo
tengo, si comenzaron a leer, como es mi caso, desde que se encontraron con La alegría de leer de Evangelista
Quintana, o con alguna cartilla similar, ni mucho menos cual fue el primer libro
al que dieron lectura. En mi caso, y hablo de él porque es el único que conozco, recuerdo el haber sido escogido en el Kinder Jardín
de Honor (nombre de la institución en la que terminé mi primer año escolar, contando yo entre seis y siete años) entre los niños que definitivamente podían
leer la cartilla desde la primera hasta la última página, con poca o casi
ninguna dificultad. Los libros fueron regalados por una editorial de la ciudad, de orientación
rígidamente católica y se obsequiaron a quienes fueron escogidos como los mejores lectores del
curso (la selección la hizo la profesora de español). No sabría decir si entre
los libritos de marras había alguno que no tuviese carácter narrativo, pues alcancé
a darme cuenta de que todos tenían características narrativas.
Estando así las cosas, uno de los
que repartieron los libros puso en mis manos La taza del bonzo blanco de un tal A. Hounder, sacerdote jesuita,
autor del que en la actualidad quizás solo se puedan hallar unos cuantos datos
en internet. ¿Qué recuerdo del libro? Recuerdo que se trataba de un texto de
espíritu tarcisiano: el niño protagonista era sacrificado por sus creencias cristianas
en la Roma de los primeros seguidores de Cristo. El librito de Hounder estaba
ambientado en un país asiático, ya no recuerdo en que época exactamente; y en
cuanto al sacrificio del niño por parte de los bonzos de pacotilla, este fue ejecutado por miembros de una secta de enemigos de Cristo.
A pesar de toda su simplicidad confesional, y no hay porque explicitar los motivos de mi respuesta emocional, la obrita me fascinó y sembró en mí el deseo de leer otros libros, cosa que efectivamente hice. Debo contar que el obsequio de La taza del bonzo blanco se produjo al terminar el año lectivo de 1949 y que terminé de leerlo en casa de mi abuela materna en Andes, Antioquia, en donde solía pasar mis vacaciones de fin de curso. Recuerdo que mientras leía el librito me acompañaba un ángel negro, la empleada de la casa ( a la que en esa época se referían de manera despectiva como "la sirvienta") y a quien yo adoraba. Por cierto ella disfrutó con el relato de A. Hounder tanto como yo y, estoy seguro que este fue el único relato que llegó a conocer en su vida.
A pesar de toda su simplicidad confesional, y no hay porque explicitar los motivos de mi respuesta emocional, la obrita me fascinó y sembró en mí el deseo de leer otros libros, cosa que efectivamente hice. Debo contar que el obsequio de La taza del bonzo blanco se produjo al terminar el año lectivo de 1949 y que terminé de leerlo en casa de mi abuela materna en Andes, Antioquia, en donde solía pasar mis vacaciones de fin de curso. Recuerdo que mientras leía el librito me acompañaba un ángel negro, la empleada de la casa ( a la que en esa época se referían de manera despectiva como "la sirvienta") y a quien yo adoraba. Por cierto ella disfrutó con el relato de A. Hounder tanto como yo y, estoy seguro que este fue el único relato que llegó a conocer en su vida.
II
Sin un libro a la mano descubrí, gracias a mi devota tía soltera Cecilia, que existía una biblioteca parroquial de Andes, a la cual ella me llevó. Se trataba fundamentalmente de una minúscula colección de libros devotos que no atrajeron mi atención y cuyos títulos miré, uno a uno; hasta que encontré entre ellos el único de tema no religioso El centavo milagroso de Luis Enrique Osorio.
El centavo milagroso de Luis Enrique Osorio era aún más breve que La taza del bonzo blanco de Hounder, se trataba de un libro de espíritu de orden más capitalista que católico, pues narraba la historia de un muchacho colombiano, cuya fortuna se había cimentado en el hecho de haber comenzado por ahorrar el primer centavo que le regaló su padre. Leí el librillo de Osorio de cabo a rabo con un entusiasmo infinitamente menor que aquel con el que leí la historia misional del padre Hounder; en parte porque nunca me ha atraído la costumbre de ahorrar y en parte también porque ya a los siete años la tendencia a gastar en aquello que se me antojara se estaba formando. A propósito de Luis E. Osorio, muchos años después, unos veinte por lo menos, conocí su obra teatral, pulcra en el estilo y vivaz en el tratamiento de sus temas, personajes y conflictos. Baste con que el padre de Sonia Osorio haya escrito su pieza de espíritu socio-político Toque de queda para que yo le recuerde con gratitud, hasta el punto de haber releído dicha pieza a la cual juzgo digna de ser llevada a las tablas junto con otras de su misma autoría.
Después de lo que acabo de rememorar es necesario que me refiera a mis pesquisas literarias en la vitrina a la que pomposamente llamábamos “biblioteca” en nuestra casa. Los miserables de Víctor Hugo habían desaparecido miserablemente, de seguro por motivos moralistas. Encontré eso sí La Vorágine de José Eustasio Rivera, que devoré con placer y unos libros de Marco Fidel Suárez, que no fue sino hojearlos para sentir de inmediato que me mataban de aburrimiento. Claro está que durante este lapso mitigué mi obsesión de aventuras librescas con los Cuentos de los Hermanos Grimm y los de H. C. Andersen, La Condesa D’Alnoy, La Condesa de Segur (cuyas Memorias de un asno considero unas de las obras maestras de la literatura infantil), Bertoldo, Bertoldino y Cacaseno de Croce-Dalla Fratta, Pinocho de Collodi y Corazón de E. Amicis.
Finalmente es preciso dedicarle un párrafo entero al encuentro que marcó de manera indeleble mi camino lector y este fue el que tuve con Un capitán de quince años de Julio Verne cuando contaba yo con el mismo número de años que el capitán y héroe de la novela verniana Dick Sand, al que jamás he olvidado y que fue el primer personaje protagónico de una novela con el cual me identifiqué plenamente.
Apostilla:
Mis padres no eran grandes lectores de literatura; aparte de los textos jurídicos que trajinaba mi padre en razón de su oficio y de la consabida prensa que leían tanto él como mi madre, a la sazón una ama de casa dedicada a su esposo e hijos. Fue solo cuando les recomendé Crimen y castigo de Dostoievski (años más tarde) que comenzaron a leer con alguna frecuencia sin llegar a convertirse en lectores voraces; esta costumbre la mantuvieron hasta bien entrada su vejez.