BeLLA ViLLA
" La literatura a tajo abierto"
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Edición No. 194, junio de 2015
Directores:
Raúl Jaime Gaviria
Hernán Botero Restrepo
ADIOS CORDERA
Leopoldo Alas “Clarín”
¡Eran tres, siempre los tres !: Rosa, Pinín y
la Cordera.
El prado Somonte era un recorte triangular de
terciopelo verde tendido, como una colgadura, cuesta abajo por la loma. Uno de
sus ángulos, el inferior, lo despuntaba el camino de hierro de Oviedo a Gijón.
Un palo del telégrafo, plantado allí como pendón de conquista, con sus jícaras
blancas y sus alambres paralelos, a derecha e izquierda, representaba para Rosa
y Pinín el ancho mundo desconocido, misterioso, temible, eternamente ignorado.
Pinín, después de pensarlo mucho, cuando a fuerza de ver días y días el poste
tranquilo, inofensivo, campechano, con ganas, sin duda, de aclimatarse en la
aldea y parecerse todo lo posible a un árbol seco, fue atreviéndose con él,
llevó la confianza al extremo de abrazarse al leño y trepar hasta cerca de los
alambres. Pero nunca llegaba a tocar la porcelana de arriba, que le recordaba
las jícaras que había visto en la rectoral de Puao. Al verse tan cerca del
misterio sagrado le acometía un pánico de respeto, y se dejaba resbalar de
prisa hasta tropezar con los pies en el césped.
Rosa, menos audaz, pero más enamorada de lo
desconocido, se contentaba con arrimar el oído al palo del telégrafo, y
minutos, y hasta cuartos de hora, pasaba escuchando los formidables rumores
metálicos que el viento arrancaba a las fibras del pino seco en contacto con el
alambre. Aquellas vibraciones, a veces intensas como las del diapasón, que
aplicado al oído parece que quema con su vertiginoso latir, eran para Rosa los
papeles que pasaban, las cartas que se escribían por los hilos, el lenguaje incomprensible
que lo ignorado hablaba con lo ignorado; ella no tenía curiosidad por entender
lo que los de allá, tan lejos, decían a los del otro extremo del mundo. ¿Qué le
importaba? Su interés estaba en el ruido por el ruido mismo, por su timbre y su
misterio.
La Cordera, mucho más formal que sus
compañeros, verdad es que relativamente, de edad también mucho más madura, se
abstenía de toda comunicación con el mundo civilizado, y miraba de lejos el
palo del telégrafo como lo que era para ella efectivamente, como cosa muerta,
inútil, que no le servía siquiera para rascarse. Era una vaca que había vivido
mucho. Sentada horas y horas, pues, experta en pastos, sabía aprovechar el
tiempo, meditaba más que comía, gozaba del placer de vivir en paz, bajo el
cielo gris y tranquilo de su tierra, como quien alimenta el alma, que también
tienen los brutos; y si no fuera profanación, podría decirse que los
pensamientos de la vaca matrona, llena de experiencia, debían de parecerse todo
lo posible a las más sosegadas y doctrinales odas de Horacio.
Asistía a los juegos de los pastorcitos
encargados de Ilindarla, como una abuela. Si pudiera, se sonreiría al pensar
que Rosa y Pinín tenían por misión en el prado cuidar de que ella, la Cordera,
no se extralimitase, no se metiese por la vía del ferrocarril ni saltara a la
heredad vecina. ¡Qué había de saltar! ¡Qué se había de meter!
Pastar de cuando en cuando, no mucho, cada
día menos, pero con atención, sin perder el tiempo en levantar la cabeza por
curiosidad necia, escogiendo sin vacilar los mejores bocados, y después
sentarse sobre el cuarto trasero con delicia, a rumiar la vida, a gozar el
deleite del no padecer, y todo lo demás aventuras peligrosas. Ya no recordaba
cuándo le había picado la mosca.
"El xatu (el toro), los saltos locos por
las praderas adelante..., ¡todo eso estaba tan lejos!"
Aquella paz sólo se había turbado en los días
de prueba de la inauguración del ferrocarril. La primera vez que la Cordera vio
pasar el tren se volvió loca. Saltó la sebe de lo más alto del Somonte, corrió
por prados ajenos, y el terror duró muchos días, renovándose; más o menos
violento, cada vez que la máquina asomaba por la trinchera vecina. Poco a poco
se fue acostumbrando al estrépito inofensivo. Cuando llegó a convencerse de que
era un peligro que pasaba, una catástrofe que amenazaba sin dar, redujo sus
precauciones a ponerse en pie y a mirar de frente, con la cabeza erguida, al
formidable monstruo; más adelante no hacía más que mirarle, sin levantarse, con
antipatía y desconfianza; acabó por no mirar al tren siquiera. En Pinín y Rosa
la novedad del ferrocarril produjo impresiones más agradables y persistentes.
Si al principio era una alegría loca, algo mezclada de miedo supersticioso, una
excitación nerviosa, que les hacía prorrumpir en gritos, gestos, pantomimas
descabelladas, después fue un recreo pacífico, suave, renovado varias veces al
día. Tardó mucho en gastarse aquella emoción de contemplar la marcha
vertiginosa, acompañada del viento, de la gran culebra de hierro, que llevaba dentro
de sí tanto ruido y tantas castas de gentes desconocidas, extrañas.
Pero telégrafo, ferrocarril, todo eso era lo
de menos: un accidente pasajero que se ahogaba en el mar de soledad que rodeaba
el prado Somonte. Desde allí no se veía vivienda humana; allí no llegaban
ruidos del mundo más que al pasar el tren. Mañanas sin fin, bajo los rayos del
sol, a veces entre el zumbar de los insectos, la vaca y los niños esperaban la
proximidad del mediodía para volver a casa. Y luego, tardes eternas, de dulce tristeza
silenciosa, en el mismo prado, hasta venir la noche, con el lucero vespertino
por testigo mudo en la altura. Rodaban las nubes allá arriba, caían las sombras
de los árboles y de las peñas en la loma y en la cañada, se acostaban los
pájaros, empezaban a brillar algunas estrellas en lo más oscuro del cielo azul,
y Pinín y Rosa, los niños gemelos, los hijos de Antón de Chinta, teñida el alma
de la dulce serenidad soñadora de la solemne y seria naturaleza, callaban horas
y horas, después de sus juegos, nunca muy estrepitosos, sentados cerca de la
Cordera, que acompañaba el augusto silencio de tarde en tarde con un blanco son
de perezosa esquila.
En este silencio, en esta calma inactiva,
había amores. Se amaban los dos hermanos como dos mitades de un fruto verde,
unidos por la misma vida, con escasa conciencia de lo que en ellos era
distinto, de cuanto los separaba; amaban Pinín y Rosa a la Cordera, la vaca
abuela, grande, amarillenta, cuyo testuz parecía una cuna. La Cordera
recordaría a un poeta la zavala del Ramayana, la vaca santa; tenía en la
amplitud de sus formas, en la solemne serenidad de sus pausados y nobles
movimientos, aire y contornos de ídolo destronado, Caído, contento con su
suerte, más satisfecha con ser vaca verdadera que dios falso. La Cordera, hasta
donde es posible adivinar estas cosas, puede decirse que también quería a los
gemelos encargados de apacentarla.
Era poco expresiva; pero la paciencia con que
los toleraba cuando en sus juegos ella les servía de almohada, de escondite, de
montura, y para otras cosas que ideaba la fantasía de los pastores, demostraba
tácitamente el afecto del animal pacífico y pensativo.
En tiempos difíciles Pinín y Rosa habían
hecho por la Cordera los imposibles de solicitud y cuidado. No siempre Antón de
Chinta había tenido el prado Somonte. Este regalo era cosa relativamente nueva.
Años atrás la Cordera tenía que salir a la gramática, esto es, a apacentarse
como podía, a la buena ventura de los caminos y callejas de las rapadas y
escasas praderías del común, que tanto tenían de vía pública como de pastos.
Pinín y Rosa, en tales días de penuria, la guiaban a los mejores altozanos, a
los parajes más tranquilos y menos esquilmados, y la libraban de las mil
injurias a que están expuestas las pobres reses que tienen que buscar su
alimento en los azares de un camino.
En los días de hambre, en el establo, cuando
el heno escaseaba y el narvaso para estar el lecho caliente de la vaca faltaba
también, a Rosa y a Pinín debía la Cordera mil industrias que le hacían más suave
la miseria. ¡Y qué decir de los tiempos heroicos del parto y la cría, cuando se
entablaba la lucha necesaria entre el alimento y regalo de la nación y el
interés de los Chintos, que consistía en robar a las ubres de la pobre madre
toda la leche que no fuera absolutamente indispensable para que el ternero
subsistiese! Rosa y Pinín, en tal conflicto, siempre estaban de parte de la
Cordera, y en cuanto había ocasión, a escondidas, soltaban el recental que,
ciego y como loco, a testaradas contra todo, corría a buscar el amparo de la
madre, que le albergaba bajo su vientre, volviendo la cabeza agradecida y
solícita, diciendo, a su manera:
-Dejad a los niños y a los recentales que
vengan a mí.
Estos recuerdos, estos lazos son de los que
no se olvidan.
Añádase a todo que la Cordera tenía la mejor
pasta de vaca sufrida del mundo. Cuando se veía emparejada bajo el yugo con
cualquier compañera, fiel a la gamella, sabía meter su voluntad a la ajena, y
horas y horas se la veía con la cerviz inclinada, la cabeza torcida en incómoda
postura, velando en pie mientras la pareja dormía en tierra.
Antón de Chinta comprendió que había nacido
para pobre cuando palpó la imposibilidad de cumplir aquel sueño dorado suyo de
tener un corral propio con dos yuntas por lo menos. Llegó, gracias a mil
ahorros, que eran mares de sudor y purgatorios de privaciones, llegó a la
primera vaca, la Cordera, y no pasó de ahí: antes de poder comprar la segunda
se vio obligado, para pagar atrasos al amo, el dueño de la casería que llevaba
en renta, a llevar al mercado a aquel pedazo de sus entrañas, la Cordera, el
amor de sus hijos. Chinta había muerto a los dos años de tener la Cordera en
casa. El establo y la cama del matrimonio estaban pared por medio, llamando
pared a un tejido de ramas de castaño y de cañas de maíz. Ya Chinta, musa de la
economía en aquel hogar miserable, había muerto mirando a la vaca por un
boquete del destrozado tabique de ramaje, señalándola como salvación de la
familia.
"Cuidadla; es vuestro sustento".
Parecían decir los ojos de la pobre moribunda, que murió extenuada de hambre y
de trabajo. El amor de los gemelos se había concentrado en la Cordera; el
regazo, que tiene su cariño especial, que el padre no puede reemplazar, estaba
al calor de la vaca, en el establo y allá en el Somonte. Todo esto lo
comprendía Antón a su manera, confusamente. De la venta necesaria no había que
decir palabra a los neños. Un sábado de julio, al ser de día, de mal humor,
Antón echó a andar hacia Gijón, llevando la Cordera por delante, sin más atavío
que el collar de esquila. Pinín y Rosa dormían. Otros días había que
despertarlos a azotes. El padre los dejó tranquilos. Al levantarse se
encontraron sin la Cordera. "Sin duda, mío pá la había llevado al
xatu." No cabía otra conjetura. Pinín y Rosa opinaban que la vaca iba de
mala gana; creían ellos que no deseaba más hijos, pues todos acababa por
perderlos pronto, sin saber cómo ni cuándo.
Al oscurecer, Antón y la Cordera entraban por
la corrada mohínos, cansados y cubiertos de polvo. El padre no dio
explicaciones, pero los hijos adivinaron el peligro.
No había vendido porque nadie había querido
llegar al precio que a él se le había puesto en la cabeza. Era excesivo: un
sofisma del cariño. Pedía mucho por la vaca para que nadie se atreviese a
llevársela. Los que se habían acercado a intentar fortuna se habían alejado
pronto echando pestes de aquel hombre que miraba con ojos de rencor y desafío
al que osaba insistir en acercarse al precio fijo en que él se abroquelaba. Hasta
el último momento del mercado estuvo Antón de Chìnta en el Humedal, dando plazo
a la fatalidad. "No se dirá -pensaba- que yo no quiero vender: son ellos
que no me pagan la Cordera en lo que vale." Y, por fin, suspirando, si no
satisfecho, con cierto consuelo, volvió a emprender el camino por la carretera
de Candás, adelante, entre la confusión y el ruido de cerdos y novillos, bueyes
y vacas, que los aldeanos de muchas parroquias del contorno conducían con mayor
o menor trabajo, según eran de antiguo las relaciones entre dueños y bestias.
En el Natahoyo, en el cruce de dos caminos,
todavía estuvo expuesto el de Chinta a quedarse sin la Cordera: un vecino de
Carrió que le había rondado todo el día ofreciéndole pocos duros menos de los
que pedía, le dio el último ataque, algo borracho...
El de Carrió subía, subía, luchando entre la
codicia y el capricho de llevar la vaca. Antón, como una roca. Llegaron a tener
las manos enlazadas, parados en medio de la carretera, interrumpiendo el
paso... Por fin la codicia pudo más; el pico de los cincuenta los separó como
un abismo; se soltaron las manos, cada cual tiró por su lado; Antón, por una
calleja que, entre madreselvas que aún no florecían y zarzamoras en flor, le
condujo hasta su casa.
Desde aquel día en que adivinaron el peligro,
Pinín y Rosa no sosegaron, A media semana se personó el mayordomo en el corral
de Antón. Era otro aldeano de la misma parroquia, de malas pulgas, cruel con
los caseros atrasados. Antón, que no admitía reprimendas, se puso lívido ante
las amenazas de desahucio.
El amo no esperaba más. Bueno, vendería la
vaca a vil precio, por una merienda.
Había que pagar o quedarse en la calle.
El sábado inmediato acompañó al Humedal Pinín
a su padre. El niño miraba con horror a los contratistas de carne, que eran los
tiranos del mercado. La Cordera fue comprada en su justo precio por un
rematante de Castilla. Se la hizo una señal en la piel y volvió a su establo de
Puao, ya vendida, ajena, tañendo tristemente la esquila. Detrás caminaban Antón
de Chinta, taciturno, y Pinín, con ojos como puños. Rosa, al saber la venta, se
abrazó al testuz de la Cordera, que inclinaba la cabeza a las caricias como al
yugo.
"¡Se iba la vieja!", pensaba con el
alma destrozada Antón el huraño.
"¡Ella será una bestia, pero sus hijos
no tenían otra madre ni otra abuela!"
Aquellos días, en el pasto, en la verdura del
Somonte, el silencio era fúnebre. La Cordera, que ignoraba su suerte,
descansaba y pacía como siempre, sub specie aeternitatis, como descansaría y
comería un minuto antes de que el brutal porrazo la derribase muerta. Pero Rosa
y Pinín yacían desolados, tendidos sobre la hierba, inútil en adelante. Miraban
con rencor los trenes que pasaban, los alambres del telégrafo. Era aquel mundo
desconocido, tan lejos de ellos por un lado y por otro, el que les llevaba su
Cordera.
El viernes, al oscurecer, fue la despedida.
Vino un encargado del rematante de Castilla por la res. Pagó; bebieron un trago
Antón y el comisionado, y se sacó a la quintana la Cordera. Antón había apurado
la botella; estaba exaltado; el peso del dinero en el bolsillo le animaba
también. Quería aturdirse. Hablaba mucho, alababa las excelencias de la vaca.
El otro sonreía, porque las alabanzas de Antón eran impertinentes. ¿Que daba la
res tanto y tantos jarros de leche? ¿Que era noble en el yugo, fuerte con la
carga? ¿Y qué, si dentro de pocos días había de estar reducida a chuletas y
otros bocados suculentos? Antón no quería imaginar esto; se la figuraba viva,
trabajando, sirviendo a otro labrador, olvidada de él y de sus hijos, pero
viva, feliz... Pinín y Rosa, sentados sobre el montón de cucho, recuerdo para
ellos sentimental de la Cordera y de los propios afanes, unidos por las manos,
miraban al enemigo con ojos de espanto. En el supremo instante se arrojaron
sobre su amiga; besos, abrazos: hubo de todo. No podían separarse de ella.
Antón, agotada de pronto la excitación del vino, cayó como en un marasmo; cruzó
los brazos, y entró en el corral oscuro.
Los hijos siguieron un buen trecho por la
calleja, de altos setos, el triste grupo del indiferente comisionado y la
Cordera, que iba de mala gana con un desconocido y a tales horas. Por fin, hubo
que separarse. Antón, malhumorado, clamaba desde casa:
-¡Bah, bah, neños, acá vos digo; basta de
pamemes! -así gritaba de lejos el padre, con voz de lágrimas.
Caía la noche; por la calleja oscura, que
hacían casi negra los altos setos, formando casi bóveda, se perdió el bulto de
la Cordera, que parecía negra de lejos. Después no quedó de ella más que el
tíntán pausado de la esquila, desvanecido con la distancia, entre los chirridos
melancólicos de cigarras infinitas.
-¡Adiós, Cordera! -gritaba Rosa deshecha en
llanto-. ¡Adiós, Cordera de mía alma!
-¡Adiós, Cordera! -repetía Pinín, no más
sereno.
-Adiós -contestó por último, a su modo, la
esquila, perdiéndose su lamento triste, resignado, entre los demás sonidos de
la noche de julio en la aldea-.
Al día siguiente, muy temprano, a la hora de
siempre, Pinín y Rosa fueron al prado Somonte. Aquella soledad no lo había sido
nunca para ellos triste; aquel día, el Somonte sin la Cordera parecía el
desierto.
De repente silbó la máquina, apareció el
humo, luego el tren. En un furgón cerrado, en unas estrechas ventanas altas o
respiraderos, vislumbraron los hermanos gemelos cabezas de vacas que, pasmadas,
miraban por aquellos tragaluces.
-¡Adiós, Cordera! -gritó Rosa, adivinando
allí a su amiga, a la vaca abuela.
-¡Adiós, Cordera! -vociferó Pinín con la
misma fe, enseñando los puños al tren, que volaba camino de Castilla.
Y, llorando, repetía el rapaz, más enterado
que su hermana de las picardías del mundo:
-La llevan al Matadero... Carne de vaca, para
comer los señores, los indianos.
-¡Adiós, Cordera! -¡Adiós, Cordera!
Y Rosa y Pinín miraban con rencor la vía., el
telégrafo, los símbolos de aquel mundo enemigo que les arrebataba, que les
devoraba a su compañera de tantas soledades, de tantas ternuras silenciosas,
para sus apetitos, para convertirla en manjares de ricos glotones...
-¡Adiós, Cordera!...
-¡Adiós, Cordera!
Pasaron muchos años. Pinín se hizo mozo y se
lo llevó el rey. Ardía la guerra carlista. Antón de Chinta era casero de un cacique
de los vencidos; no hubo influencia para declarar inútil a Pinín que, por ser,
era como un roble.
Y una tarde triste de octubre, Rosa en el
prado Somonte, sola, esperaba el paso del tren correo de Gijón, que le llevaba
a sus únicos amores, su hermano. Silbó a lo lejos la máquina, apareció el tren
en la trinchera, pasó como un relámpago. Rosa, casi metida por las ruedas, pudo
ver un instante en un coche de tercera, multitud de cabezas de pobres quintos
que gritaban, gesticulaban, saludando a los árboles, al suelo, a los campos, a
toda la patria familiar, a la pequeña, que dejaban para ir a morir en las
luchas fratricidas de la patria grande, al servicio de un rey y de unas ideas
que no conocían.
Pinín, con medio cuerpo afuera de una
ventanilla, tendió los brazos a su hermana; casi se tocaron. Y Rosa pudo oír
entre el estrépito de las ruedas y la gritería de los reclutas la voz distinta
de su hermano, que sollozaba exclamando, como inspirado por un recuerdo de
dolor lejano:
-¡Adiós, Rosa!... ¡Adiós, Cordera!
-¡Adiós, Pinín! ¡Pinín de mía alma!...
"Allá iba, como la otra, como la vaca
abuela. Se lo llevaba el mundo. Carne de vaca para los glotones, para los
indianos: carne de su alma, carne de cañón para las locuras del mundo, para las
ambiciones ajenas."
Entre confusiones de dolor y de ideas, pensaba
así la pobre hermana viendo el tren perderse a lo lejos, silbando triste, con
silbidos que repercutían los castaños, las vegas y los peñascos…
¡Qué sola se quedaba! Ahora sí, ahora sí, que
era un desierto el prado Somonte.
-¡Adiós, Pinín! ¡Adiós, Cordera!
Con qué odio miraba Rosa la vía manchada de
carbones apagados; con qué ira los alambres del telégrafo. ¡Oh!. Bien hacía la
Cordera en no acercarse. Aquello era el mundo, lo desconocido, que se lo
llevaba todo. Y sin pensarlo, Rosa apoyó la cabeza sobre el palo clavado como
un pendón en la punta del Somonte. El viento cantaba en las entrañas del pino
seco su canción metálica. Ahora ya lo comprendía Rosa. Era canción de lágrimas,
de abandono, de soledad, de muerte.
En las vibraciones rápidas, como quejidos,
creía oír, muy lejana, la voz que sollozaba por la vía adelante:
-¡Adiós, Rosa! ¡Adiós, Cordera!