miércoles, 24 de junio de 2015

Adios Cordera por Leopoldo Alas "Clarìn"

GUADAÑAZOS PARA LA                           
BeLLA ViLLA            
                " La literatura a tajo abierto"     

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Edición No. 194, junio de 2015
Directores: 
Raúl Jaime Gaviria
Hernán Botero Restrepo



ADIOS CORDERA
Leopoldo Alas “Clarín”


¡Eran tres, siempre los tres !: Rosa, Pinín y la Cordera.

El prado Somonte era un recorte triangular de terciopelo verde tendido, como una colgadura, cuesta abajo por la loma. Uno de sus ángulos, el inferior, lo despuntaba el camino de hierro de Oviedo a Gijón. Un palo del telégrafo, plantado allí como pendón de conquista, con sus jícaras blancas y sus alambres paralelos, a derecha e izquierda, representaba para Rosa y Pinín el ancho mundo desconocido, misterioso, temible, eternamente ignorado. Pinín, después de pensarlo mucho, cuando a fuerza de ver días y días el poste tranquilo, inofensivo, campechano, con ganas, sin duda, de aclimatarse en la aldea y parecerse todo lo posible a un árbol seco, fue atreviéndose con él, llevó la confianza al extremo de abrazarse al leño y trepar hasta cerca de los alambres. Pero nunca llegaba a tocar la porcelana de arriba, que le recordaba las jícaras que había visto en la rectoral de Puao. Al verse tan cerca del misterio sagrado le acometía un pánico de respeto, y se dejaba resbalar de prisa hasta tropezar con los pies en el césped.

Rosa, menos audaz, pero más enamorada de lo desconocido, se contentaba con arrimar el oído al palo del telégrafo, y minutos, y hasta cuartos de hora, pasaba escuchando los formidables rumores metálicos que el viento arrancaba a las fibras del pino seco en contacto con el alambre. Aquellas vibraciones, a veces intensas como las del diapasón, que aplicado al oído parece que quema con su vertiginoso latir, eran para Rosa los papeles que pasaban, las cartas que se escribían por los hilos, el lenguaje incomprensible que lo ignorado hablaba con lo ignorado; ella no tenía curiosidad por entender lo que los de allá, tan lejos, decían a los del otro extremo del mundo. ¿Qué le importaba? Su interés estaba en el ruido por el ruido mismo, por su timbre y su misterio.

La Cordera, mucho más formal que sus compañeros, verdad es que relativamente, de edad también mucho más madura, se abstenía de toda comunicación con el mundo civilizado, y miraba de lejos el palo del telégrafo como lo que era para ella efectivamente, como cosa muerta, inútil, que no le servía siquiera para rascarse. Era una vaca que había vivido mucho. Sentada horas y horas, pues, experta en pastos, sabía aprovechar el tiempo, meditaba más que comía, gozaba del placer de vivir en paz, bajo el cielo gris y tranquilo de su tierra, como quien alimenta el alma, que también tienen los brutos; y si no fuera profanación, podría decirse que los pensamientos de la vaca matrona, llena de experiencia, debían de parecerse todo lo posible a las más sosegadas y doctrinales odas de Horacio.

Asistía a los juegos de los pastorcitos encargados de Ilindarla, como una abuela. Si pudiera, se sonreiría al pensar que Rosa y Pinín tenían por misión en el prado cuidar de que ella, la Cordera, no se extralimitase, no se metiese por la vía del ferrocarril ni saltara a la heredad vecina. ¡Qué había de saltar! ¡Qué se había de meter!

Pastar de cuando en cuando, no mucho, cada día menos, pero con atención, sin perder el tiempo en levantar la cabeza por curiosidad necia, escogiendo sin vacilar los mejores bocados, y después sentarse sobre el cuarto trasero con delicia, a rumiar la vida, a gozar el deleite del no padecer, y todo lo demás aventuras peligrosas. Ya no recordaba cuándo le había picado la mosca.
"El xatu (el toro), los saltos locos por las praderas adelante..., ¡todo eso estaba tan lejos!"

Aquella paz sólo se había turbado en los días de prueba de la inauguración del ferrocarril. La primera vez que la Cordera vio pasar el tren se volvió loca. Saltó la sebe de lo más alto del Somonte, corrió por prados ajenos, y el terror duró muchos días, renovándose; más o menos violento, cada vez que la máquina asomaba por la trinchera vecina. Poco a poco se fue acostumbrando al estrépito inofensivo. Cuando llegó a convencerse de que era un peligro que pasaba, una catástrofe que amenazaba sin dar, redujo sus precauciones a ponerse en pie y a mirar de frente, con la cabeza erguida, al formidable monstruo; más adelante no hacía más que mirarle, sin levantarse, con antipatía y desconfianza; acabó por no mirar al tren siquiera. En Pinín y Rosa la novedad del ferrocarril produjo impresiones más agradables y persistentes. Si al principio era una alegría loca, algo mezclada de miedo supersticioso, una excitación nerviosa, que les hacía prorrumpir en gritos, gestos, pantomimas descabelladas, después fue un recreo pacífico, suave, renovado varias veces al día. Tardó mucho en gastarse aquella emoción de contemplar la marcha vertiginosa, acompañada del viento, de la gran culebra de hierro, que llevaba dentro de sí tanto ruido y tantas castas de gentes desconocidas, extrañas.

Pero telégrafo, ferrocarril, todo eso era lo de menos: un accidente pasajero que se ahogaba en el mar de soledad que rodeaba el prado Somonte. Desde allí no se veía vivienda humana; allí no llegaban ruidos del mundo más que al pasar el tren. Mañanas sin fin, bajo los rayos del sol, a veces entre el zumbar de los insectos, la vaca y los niños esperaban la proximidad del mediodía para volver a casa. Y luego, tardes eternas, de dulce tristeza silenciosa, en el mismo prado, hasta venir la noche, con el lucero vespertino por testigo mudo en la altura. Rodaban las nubes allá arriba, caían las sombras de los árboles y de las peñas en la loma y en la cañada, se acostaban los pájaros, empezaban a brillar algunas estrellas en lo más oscuro del cielo azul, y Pinín y Rosa, los niños gemelos, los hijos de Antón de Chinta, teñida el alma de la dulce serenidad soñadora de la solemne y seria naturaleza, callaban horas y horas, después de sus juegos, nunca muy estrepitosos, sentados cerca de la Cordera, que acompañaba el augusto silencio de tarde en tarde con un blanco son de perezosa esquila.

En este silencio, en esta calma inactiva, había amores. Se amaban los dos hermanos como dos mitades de un fruto verde, unidos por la misma vida, con escasa conciencia de lo que en ellos era distinto, de cuanto los separaba; amaban Pinín y Rosa a la Cordera, la vaca abuela, grande, amarillenta, cuyo testuz parecía una cuna. La Cordera recordaría a un poeta la zavala del Ramayana, la vaca santa; tenía en la amplitud de sus formas, en la solemne serenidad de sus pausados y nobles movimientos, aire y contornos de ídolo destronado, Caído, contento con su suerte, más satisfecha con ser vaca verdadera que dios falso. La Cordera, hasta donde es posible adivinar estas cosas, puede decirse que también quería a los gemelos encargados de apacentarla.

Era poco expresiva; pero la paciencia con que los toleraba cuando en sus juegos ella les servía de almohada, de escondite, de montura, y para otras cosas que ideaba la fantasía de los pastores, demostraba tácitamente el afecto del animal pacífico y pensativo.

En tiempos difíciles Pinín y Rosa habían hecho por la Cordera los imposibles de solicitud y cuidado. No siempre Antón de Chinta había tenido el prado Somonte. Este regalo era cosa relativamente nueva. Años atrás la Cordera tenía que salir a la gramática, esto es, a apacentarse como podía, a la buena ventura de los caminos y callejas de las rapadas y escasas praderías del común, que tanto tenían de vía pública como de pastos. Pinín y Rosa, en tales días de penuria, la guiaban a los mejores altozanos, a los parajes más tranquilos y menos esquilmados, y la libraban de las mil injurias a que están expuestas las pobres reses que tienen que buscar su alimento en los azares de un camino.

En los días de hambre, en el establo, cuando el heno escaseaba y el narvaso para estar el lecho caliente de la vaca faltaba también, a Rosa y a Pinín debía la Cordera mil industrias que le hacían más suave la miseria. ¡Y qué decir de los tiempos heroicos del parto y la cría, cuando se entablaba la lucha necesaria entre el alimento y regalo de la nación y el interés de los Chintos, que consistía en robar a las ubres de la pobre madre toda la leche que no fuera absolutamente indispensable para que el ternero subsistiese! Rosa y Pinín, en tal conflicto, siempre estaban de parte de la Cordera, y en cuanto había ocasión, a escondidas, soltaban el recental que, ciego y como loco, a testaradas contra todo, corría a buscar el amparo de la madre, que le albergaba bajo su vientre, volviendo la cabeza agradecida y solícita, diciendo, a su manera:
-Dejad a los niños y a los recentales que vengan a mí.
Estos recuerdos, estos lazos son de los que no se olvidan.

Añádase a todo que la Cordera tenía la mejor pasta de vaca sufrida del mundo. Cuando se veía emparejada bajo el yugo con cualquier compañera, fiel a la gamella, sabía meter su voluntad a la ajena, y horas y horas se la veía con la cerviz inclinada, la cabeza torcida en incómoda postura, velando en pie mientras la pareja dormía en tierra.

Antón de Chinta comprendió que había nacido para pobre cuando palpó la imposibilidad de cumplir aquel sueño dorado suyo de tener un corral propio con dos yuntas por lo menos. Llegó, gracias a mil ahorros, que eran mares de sudor y purgatorios de privaciones, llegó a la primera vaca, la Cordera, y no pasó de ahí: antes de poder comprar la segunda se vio obligado, para pagar atrasos al amo, el dueño de la casería que llevaba en renta, a llevar al mercado a aquel pedazo de sus entrañas, la Cordera, el amor de sus hijos. Chinta había muerto a los dos años de tener la Cordera en casa. El establo y la cama del matrimonio estaban pared por medio, llamando pared a un tejido de ramas de castaño y de cañas de maíz. Ya Chinta, musa de la economía en aquel hogar miserable, había muerto mirando a la vaca por un boquete del destrozado tabique de ramaje, señalándola como salvación de la familia.

"Cuidadla; es vuestro sustento". Parecían decir los ojos de la pobre moribunda, que murió extenuada de hambre y de trabajo. El amor de los gemelos se había concentrado en la Cordera; el regazo, que tiene su cariño especial, que el padre no puede reemplazar, estaba al calor de la vaca, en el establo y allá en el Somonte. Todo esto lo comprendía Antón a su manera, confusamente. De la venta necesaria no había que decir palabra a los neños. Un sábado de julio, al ser de día, de mal humor, Antón echó a andar hacia Gijón, llevando la Cordera por delante, sin más atavío que el collar de esquila. Pinín y Rosa dormían. Otros días había que despertarlos a azotes. El padre los dejó tranquilos. Al levantarse se encontraron sin la Cordera. "Sin duda, mío pá la había llevado al xatu." No cabía otra conjetura. Pinín y Rosa opinaban que la vaca iba de mala gana; creían ellos que no deseaba más hijos, pues todos acababa por perderlos pronto, sin saber cómo ni cuándo.

Al oscurecer, Antón y la Cordera entraban por la corrada mohínos, cansados y cubiertos de polvo. El padre no dio explicaciones, pero los hijos adivinaron el peligro.

No había vendido porque nadie había querido llegar al precio que a él se le había puesto en la cabeza. Era excesivo: un sofisma del cariño. Pedía mucho por la vaca para que nadie se atreviese a llevársela. Los que se habían acercado a intentar fortuna se habían alejado pronto echando pestes de aquel hombre que miraba con ojos de rencor y desafío al que osaba insistir en acercarse al precio fijo en que él se abroquelaba. Hasta el último momento del mercado estuvo Antón de Chìnta en el Humedal, dando plazo a la fatalidad. "No se dirá -pensaba- que yo no quiero vender: son ellos que no me pagan la Cordera en lo que vale." Y, por fin, suspirando, si no satisfecho, con cierto consuelo, volvió a emprender el camino por la carretera de Candás, adelante, entre la confusión y el ruido de cerdos y novillos, bueyes y vacas, que los aldeanos de muchas parroquias del contorno conducían con mayor o menor trabajo, según eran de antiguo las relaciones entre dueños y bestias.

En el Natahoyo, en el cruce de dos caminos, todavía estuvo expuesto el de Chinta a quedarse sin la Cordera: un vecino de Carrió que le había rondado todo el día ofreciéndole pocos duros menos de los que pedía, le dio el último ataque, algo borracho...

El de Carrió subía, subía, luchando entre la codicia y el capricho de llevar la vaca. Antón, como una roca. Llegaron a tener las manos enlazadas, parados en medio de la carretera, interrumpiendo el paso... Por fin la codicia pudo más; el pico de los cincuenta los separó como un abismo; se soltaron las manos, cada cual tiró por su lado; Antón, por una calleja que, entre madreselvas que aún no florecían y zarzamoras en flor, le condujo hasta su casa.

Desde aquel día en que adivinaron el peligro, Pinín y Rosa no sosegaron, A media semana se personó el mayordomo en el corral de Antón. Era otro aldeano de la misma parroquia, de malas pulgas, cruel con los caseros atrasados. Antón, que no admitía reprimendas, se puso lívido ante las amenazas de desahucio.

El amo no esperaba más. Bueno, vendería la vaca a vil precio, por una merienda.
Había que pagar o quedarse en la calle.

El sábado inmediato acompañó al Humedal Pinín a su padre. El niño miraba con horror a los contratistas de carne, que eran los tiranos del mercado. La Cordera fue comprada en su justo precio por un rematante de Castilla. Se la hizo una señal en la piel y volvió a su establo de Puao, ya vendida, ajena, tañendo tristemente la esquila. Detrás caminaban Antón de Chinta, taciturno, y Pinín, con ojos como puños. Rosa, al saber la venta, se abrazó al testuz de la Cordera, que inclinaba la cabeza a las caricias como al yugo.
"¡Se iba la vieja!", pensaba con el alma destrozada Antón el huraño.
"¡Ella será una bestia, pero sus hijos no tenían otra madre ni otra abuela!"

Aquellos días, en el pasto, en la verdura del Somonte, el silencio era fúnebre. La Cordera, que ignoraba su suerte, descansaba y pacía como siempre, sub specie aeternitatis, como descansaría y comería un minuto antes de que el brutal porrazo la derribase muerta. Pero Rosa y Pinín yacían desolados, tendidos sobre la hierba, inútil en adelante. Miraban con rencor los trenes que pasaban, los alambres del telégrafo. Era aquel mundo desconocido, tan lejos de ellos por un lado y por otro, el que les llevaba su Cordera.

El viernes, al oscurecer, fue la despedida. Vino un encargado del rematante de Castilla por la res. Pagó; bebieron un trago Antón y el comisionado, y se sacó a la quintana la Cordera. Antón había apurado la botella; estaba exaltado; el peso del dinero en el bolsillo le animaba también. Quería aturdirse. Hablaba mucho, alababa las excelencias de la vaca. El otro sonreía, porque las alabanzas de Antón eran impertinentes. ¿Que daba la res tanto y tantos jarros de leche? ¿Que era noble en el yugo, fuerte con la carga? ¿Y qué, si dentro de pocos días había de estar reducida a chuletas y otros bocados suculentos? Antón no quería imaginar esto; se la figuraba viva, trabajando, sirviendo a otro labrador, olvidada de él y de sus hijos, pero viva, feliz... Pinín y Rosa, sentados sobre el montón de cucho, recuerdo para ellos sentimental de la Cordera y de los propios afanes, unidos por las manos, miraban al enemigo con ojos de espanto. En el supremo instante se arrojaron sobre su amiga; besos, abrazos: hubo de todo. No podían separarse de ella. Antón, agotada de pronto la excitación del vino, cayó como en un marasmo; cruzó los brazos, y entró en el corral oscuro.

Los hijos siguieron un buen trecho por la calleja, de altos setos, el triste grupo del indiferente comisionado y la Cordera, que iba de mala gana con un desconocido y a tales horas. Por fin, hubo que separarse. Antón, malhumorado, clamaba desde casa:
-¡Bah, bah, neños, acá vos digo; basta de pamemes! -así gritaba de lejos el padre, con voz de lágrimas.

Caía la noche; por la calleja oscura, que hacían casi negra los altos setos, formando casi bóveda, se perdió el bulto de la Cordera, que parecía negra de lejos. Después no quedó de ella más que el tíntán pausado de la esquila, desvanecido con la distancia, entre los chirridos melancólicos de cigarras infinitas.
-¡Adiós, Cordera! -gritaba Rosa deshecha en llanto-. ¡Adiós, Cordera de mía alma!
-¡Adiós, Cordera! -repetía Pinín, no más sereno.
-Adiós -contestó por último, a su modo, la esquila, perdiéndose su lamento triste, resignado, entre los demás sonidos de la noche de julio en la aldea-.

Al día siguiente, muy temprano, a la hora de siempre, Pinín y Rosa fueron al prado Somonte. Aquella soledad no lo había sido nunca para ellos triste; aquel día, el Somonte sin la Cordera parecía el desierto.

De repente silbó la máquina, apareció el humo, luego el tren. En un furgón cerrado, en unas estrechas ventanas altas o respiraderos, vislumbraron los hermanos gemelos cabezas de vacas que, pasmadas, miraban por aquellos tragaluces.

-¡Adiós, Cordera! -gritó Rosa, adivinando allí a su amiga, a la vaca abuela.
-¡Adiós, Cordera! -vociferó Pinín con la misma fe, enseñando los puños al tren, que volaba camino de Castilla.
Y, llorando, repetía el rapaz, más enterado que su hermana de las picardías del mundo:
-La llevan al Matadero... Carne de vaca, para comer los señores, los indianos.
-¡Adiós, Cordera! -¡Adiós, Cordera!
Y Rosa y Pinín miraban con rencor la vía., el telégrafo, los símbolos de aquel mundo enemigo que les arrebataba, que les devoraba a su compañera de tantas soledades, de tantas ternuras silenciosas, para sus apetitos, para convertirla en manjares de ricos glotones...
-¡Adiós, Cordera!...
-¡Adiós, Cordera!

Pasaron muchos años. Pinín se hizo mozo y se lo llevó el rey. Ardía la guerra carlista. Antón de Chinta era casero de un cacique de los vencidos; no hubo influencia para declarar inútil a Pinín que, por ser, era como un roble.

Y una tarde triste de octubre, Rosa en el prado Somonte, sola, esperaba el paso del tren correo de Gijón, que le llevaba a sus únicos amores, su hermano. Silbó a lo lejos la máquina, apareció el tren en la trinchera, pasó como un relámpago. Rosa, casi metida por las ruedas, pudo ver un instante en un coche de tercera, multitud de cabezas de pobres quintos que gritaban, gesticulaban, saludando a los árboles, al suelo, a los campos, a toda la patria familiar, a la pequeña, que dejaban para ir a morir en las luchas fratricidas de la patria grande, al servicio de un rey y de unas ideas que no conocían.

Pinín, con medio cuerpo afuera de una ventanilla, tendió los brazos a su hermana; casi se tocaron. Y Rosa pudo oír entre el estrépito de las ruedas y la gritería de los reclutas la voz distinta de su hermano, que sollozaba exclamando, como inspirado por un recuerdo de dolor lejano:

-¡Adiós, Rosa!... ¡Adiós, Cordera!

-¡Adiós, Pinín! ¡Pinín de mía alma!...

"Allá iba, como la otra, como la vaca abuela. Se lo llevaba el mundo. Carne de vaca para los glotones, para los indianos: carne de su alma, carne de cañón para las locuras del mundo, para las ambiciones ajenas."

Entre confusiones de dolor y de ideas, pensaba así la pobre hermana viendo el tren perderse a lo lejos, silbando triste, con silbidos que repercutían los castaños, las vegas y los peñascos…

¡Qué sola se quedaba! Ahora sí, ahora sí, que era un desierto el prado Somonte.
-¡Adiós, Pinín! ¡Adiós, Cordera!

Con qué odio miraba Rosa la vía manchada de carbones apagados; con qué ira los alambres del telégrafo. ¡Oh!. Bien hacía la Cordera en no acercarse. Aquello era el mundo, lo desconocido, que se lo llevaba todo. Y sin pensarlo, Rosa apoyó la cabeza sobre el palo clavado como un pendón en la punta del Somonte. El viento cantaba en las entrañas del pino seco su canción metálica. Ahora ya lo comprendía Rosa. Era canción de lágrimas, de abandono, de soledad, de muerte.

En las vibraciones rápidas, como quejidos, creía oír, muy lejana, la voz que sollozaba por la vía adelante:

-¡Adiós, Rosa! ¡Adiós, Cordera!


miércoles, 17 de junio de 2015

"El potro del señor cura" por Armando Palacio Valdés

GUADAÑAZOS PARA LA                           
BeLLA ViLLA            
                " La literatura a tajo abierto"     

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Edición No. 193, junio de 2015
Directores: 
Raúl Jaime Gaviria
Hernán Botero Restrepo



EL POTRO DEL SEÑOR CURA
Armando Palacio Valdés


Muchos habrán conocido como yo al cura de Arbín, y habrán tenido ocasión de admirar su carácter bondadoso y nobilísimo, la sencillez de sus costumbres y cierta inocencia de espíritu que sólo otorga Dios a los que elige para sí; por donde era estimado y querido de todos. Habitaba en su casa rectoral a dos tiros de piedra del pueblo, servido por una criada vieja y un criado no menos añoso. Había también un mastín, que nadie recordaba cuándo había sido cachorro, y un caballo que había entrado en su poder hacía más de veinte años cerrado ya, al decir de los peritos. Como don Pedro, que así se llamaba el cura, pasaba bien 23 de los setenta, con razón podía decirse que aquella casa era un museo de antigüedades. Vamos a referir la historia del caballo, dejando para otra sazón la del mastín, por ser menos interesante.
Nadie le conocía en el pueblo sino por el "potro del señor cura". Pero como el lector comprenderá, éste no era más que un mote que por reír le habían puesto. El autor de la burla debía de ser Xuan de Manolín, que era en aquel tiempo el espíritu más humorístico y despreocupado con que contaba la parroquia. Su verdadero nombre era Píchón. Así le designaba su dueño, lo mismo que los criados. Había sido tordo en otro tiempo; pero cuando yo le vi, todos ¡,los pelos negros se le habían caído o se habían trocado blancos. No tenía mala estampa; su condición, apacible; el paso, medianamente saltón o cochinero. Por eso el cura hacía años que no osaba ponerle al trote y prefería salir media hora antes en sus excursiones a las parroquias inmediatas. Sufrido, noble, seguro y conocedor como nadie de aquellos caminos, el Pichón reunía partes bastantes para ser estimado por su amo como una alhaja. La virtud sobresaliente de este precioso animal era, no obstante, la sobriedad. Como la poca yerba que daba el prado de mansos la comía casi toda una vaca de leche que el cura poseía, el desgraciado Pichón veíase necesitado a vagar nueve meses del año por trochas y callejas viendo crecer la yerba para comérsela mucho antes de ser talluda. Ningún rocín, antiguo o moderno, anduvo jamás a la gramática con tan feliz aprovechamiento; porque su cuarto trasero estaba siempre redondo y lucio como si se hallara a pupilo en casa de algún marqués. Tanto, que más de una vez le preguntaron al cura si lo alimentaba con paja y cebada. ¡Cebada el Pichón! Había oído hablar de ella en alguna ocasión; pero verla, nunca.
Como si no fuesen bastantes estas prendas, todavía el Pichón era poseedor de otra muy estimable: una memoria prodigiosa. En cuanto el señor cura de Arbín se detenía una vez en cualquier casa de los contornos, al pasar de nuevo por allí el Pichón paraba en firme como invitándole a apearse. Claro está que tratándose de la casa de la hermana del párroco, que vivía en Felechosa, y de la del cura del Pino, con quien aquel tenía empeñada hacía muchos años una partida permanente de brisca, el caballo no solamente se paraba, sino que iba derecho a la cuadra. Mas el Pichón, sin motivo alguno razonable, tenía muchos enemigos en el pueblo, unos declarados, otros encubiertos. Los cuales, no hallando sitio por donde combatirle en lucha 24 franca, le hacían una guerra sorda e insidiosa: le atacaban por la vejez. ¡Como si no hubiéramos todos de llegar a ella bajo pena de la vida!, según pensaba el cuadrúpedo muy acertadamente. Principiaron por darle el apodo burlesco de "potro". Bien sabía el Pichón que no lo era, ni soñaba con echárselas de tal. ¿Cuándo se le había visto hacer el "rucio verde, ni ponerse relamido y jacarero a la vista de una yegua, por ligera de cascos que fuese? Vivir honradamente, no atropellarse jamás, comer lo que hubiere, no meterse en elecciones. Éstos eran los axiomas fundamentales que había sacado de su larga experiencia. No satisfechos con apodarle, sus contrarios le levantaban falsos testimonios. Decían que una vez yendo desde Lena a Cabañaquinta se había dormido en el camino llevando al cura encima, y que fue necesario que un arriero le despertase a palos. Pura calumnia. Lo que había sucedido era que en casa del cura de Llanolatabla, donde su amo había estado cerca de siete horas, no le habían dado una brizna de yerba, y, naturalmente, la debilidad le hizo caer. Asimismo los vecinos chistosos, y muchos también que no lo eran, se autorizaban chanzas de mal género en contra suya, y no cesaban de dar vaya al párroco sobre este tema.
Con lo cual, don Pedro, a pesar de su paciencia bien reconocida, llegaba en ocasiones a ponerse irritadísimo. "¡Cáscaras! ¿Qué les habrá hecho el pobre animal a estos zopencos para que tan mal le quieran?"
El que más se ensañaba era Xuan de Manolín. Jamás pasaba el cura a caballo por delante de su taberna que no saliese a la puerta a soltar alguna de sus habituales ocurrencias; si es que ya no tenía de la brida al jaco y, mostrándose primero muy fino no concluía por bajarle el belfo y preguntar con aparente candidez:
 -¿Está cerrado ya, señor cura?
 Los parroquianos, que también salían a la puerta, con ésta y otras agudezas por el estilo, se morían de risa, y don Pedro se marchaba amoscado y murmurando pestes.
 Finalmente, tan acosado se vio por la cantaleta de sus feligreses, en la que también tomaban parte sus compañeros los párrocos de los lugares inmediatos cuando se reunía con ellos en alguna fiesta, que resolvió deshacerse del caballo, aunque le costase un disgusto serio. No obstante, cuando llegó la feria de la Ascensión, donde pensaba llevarlo, flaqueó y estuvo muy cerca de volverse atrás. Pero había soltado ya la especie delante de algunos vecinos. Toda la parroquia sabía su resolución y aplaudía. ¡Qué dirían si al cabo se quedase otra vez con el Pichón!
Melancólico y acongojado, montó el cura en él una mañana, y paso entre paso, se plantó en Oviedo. Según se acercaba a la ciudad, le iban punzando más y más los remordimientos. Por vueltas que se diera al asunto, y aunque se 'presentasen numerosos ejemplos de este caso, la verdad es que no dejaba de ser una ingratitud vender al pobre Pichón después de veinte años de buenos servicios. ¡Quién sabe a qué lo destinarían! Tal vez a una diligencia quizá a morir inicuamente en una plaza de toros. De todos modos, el martirio. La inocencia con que el rucio caminaba, sin recelo ni sospecha, causaba en su amo una impresión de vergüenza que no era poderoso a reprimir.
En la feria el ganado andaba muy barato. El Pichón era tan viejo que nadie le quería. Sólo un chalán ofreció por él quince duros. El cura lo soltó al fin en este precio por temor a las burlas del vecindario si se presentaba nuevamente con él en Arbín. Luego que lo hubo perdido de vista, quedó más tranquilo, porque la presencia del cuadrúpedo mucho le hacía padecer. Tomo el tren para el pueblo, y cuando llegó tuvo el disgusto de recibir enhorabuenas por lo que él secretamente calificaba de mala acción.
A los pocos días, sin embargo, se había olvidado enteramente del caballo. Pero sin duda, necesitaba otro. Aunque disfrutaba de buena salud y tenía, gracias a Dios, las piernas recias, algunas parroquias estaban muy lejanas, y no era cosa de andar pidiendo todos los días la yegua a Xuan de Manolín o el macho a Cosme el molinero. Por consejo de estos y otros feligreses entendidos, se decidió a no aguardar la feria de Todos los Santos en Oviedo y buscar montura en la de San Pedro de Boñar, donde acudía casi todo el ganado caballar de la provincia de León.
Dicho y hecho. Cuando llegó la época, aprovechando la mula de un arriero amigo que iba a León con su recua, tomó la derrota de la vía de Boñar por el puerto de San Isidro. Allí sucedía lo contrario que en Oviedo. Las bestias estaban caras. Menos de cuarenta duros no había modo de mercar caballería que sirviese. En cuarenta y tres, y el correspondiente alboroque, se hizo dueño nuestro cura de un caballo alazán tostado, no muy vivo de genio, pero seguro y firme, que no había quien le semejase en toda ;la ribera del Esla, ni aun en la del Orbigo, al decir de los tratantes que se lo vendían. Y así debía de ser, porque don Pedro recordaba aquel refrán castellano: "Alazán tostado, antes muerto que cansado".
Caballero en él dio otra vez la vuelta para su pueblo, pasando por Lillo e Isoba y atravesando las abruptas angosturas del San Isidro. Caminaba alegre y satisfecho de su 26 compra, porque el animal sufría bien aquellas cuestas agrias, y sobre todo no se espantaba, cosa que era la que más temía. Mas al llegar a Felochosa sucedióle un caso que le maravilló en extremo. Y fue que, tratando de apearse un instante en casa de su hermana, el caballo se fue por sí solo en derechura a la cuadra.
 -¡Vaya un olfato el de este animal! -exclamó el cura, entrando en la casa.
Y el gozo le salía por los poros.
 Detúvose allí más de la cuenta, y echándola de lo que le faltaba, comprendió que era imposible parar en el Pino a jugar una brisca con el cura. Mas al llegar aquí experimentó nuevo y mayor asombro. El caballo, a pesar de los tirones de cabezón y vardascazos, resistióse a seguir por el camino real y, desviándose un poquito, se dirigió a casa del párroco y entró en la cuadra. –
¡Prodigioso, cáscaras, prodigioso! -murmuró el cura, abriendo mucho los ojos.
Y en gracia de aquel instinto admirable no le hostigó más y se bajó a saludar a su amigo. Cuando llegó al pueblo era ya noche cerrada, por lo cual no pudo ser visto y admirado de los vecinos el precioso e inteligente animal. Pero al día siguiente se personaron en el establo algunos de ellos, y después de visto, le reputaron por buen caballo y dieron a su amo mil plácemes por la compra. –
¡Es un jaco de lo devino, señor cura! Ya tiene montura hasta que se muera.
-¡Acabara de echar de casa aquel trasto viejo, que si a mano viene un día le dejaba mayormente a pie en el mesmo camino!
 El cura mostrábase alegre con las norabuenas; pero aquel recuerdo del Pichón le impresionaba todavía malamente. Transcurrieron cinco o seis días sin que don Pedro tuviese necesidad de montar su nuevo caballo, al cabo de los cuales mandó al criado que lo limpiase y enjaezase, pues pensaba ir a Mieres. El doméstico se le presentó a los pocos momentos diciéndole:
 -¿Sabe, señor cura, que el León (así se llamaba el jaco), tiene unas manchas blancas que no se pueden quitar?
 -Limpia bien, borrego, limpia bien; se habrá rozado con la pared. Por más que hizo no logró que desaparecieran. Entonces el cura, enojado, le dijo:
 -Convéncete, Manuel, de que ya no tienes puños. Vas a ver ahora cómo se marchan en seguida. Y despojándose de la sotana y echando hacia arriba las mangas de la camisa, tomó el cepillo y el rascador y él mismo se puso a limpiarlo. Mas sus esperanzas quedaron fallidas. Las manchas no sólo no desaparecían, sino que se iban haciendo cada vez mayores.
-A ver, trae agua caliente y jabón -dijo al fin sudoroso y despechado.
¡Aquí fue ella!
 El agua quedó teñida al instante de rojo, y las manchas blancas del caballo se extendieron de tal modo que casi le tapaban el cuerpo.
En resumen: tanto fregaron por él, que al cabo de media hora había desaparecido el alazán, quedando en su lugar un caballo blanco.
Manuel se echó unos pasos atrás, y con la consternación pintada en el semblante, exclamó:
 -¡Así Dios me mate, si no es el Pichón!
El cura quedó clavado en el suelo.
En efecto, debajo de la capa de almazarrón u otro menjurje asqueroso con que le habían disfrazado, se encontraba el viejo, el sufrido, el parco, el calumniado Pichón.
La noticia corrió como una chispa por el pueblo. Al poco rato una porción de gente se apiñaba delante de la rectoral contemplando entre risotadas y comentarios chistosos el "potro del señor cura" que el criado había sacado del establo. Cuando más divertidos estaban, apareció en el corredor don Pedro, con el rostro torvo y enfurecido, y dijo:
 -¡Me está bien empleado, cáscaras, por haber hecho caso de unos zopencos como vosotros!... ¡Al que me vuelva a hablar de él una palabra le fraño los huesos, cáscaras, recáscaras!
 Comprendiendo que le sobraba razón para incomodarse, los mirones no chistaron y se fueron pian piano hacia el pueblo.

miércoles, 10 de junio de 2015

"El femater" por Vicente Blasco Ibañez

GUADAÑAZOS PARA LA                           
BeLLA ViLLA            
                " La literatura a tajo abierto"     

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Edición No. 192, junio de 2015
Directores: 
Raúl Jaime Gaviria
Hernán Botero Restrepo



Muchos de nuestros lectores habrán podido percatarse de la ausencia, en las últimas semanas, de las valiosas colaboraciones de nuestro codirector Hernán Botero Restrepo. Lamentablemente Hernán no se encuentra bien de salud y es debido a esto el que no nos haya podido acompañar en el blog con mayor regularidad. Ante este imponderable y teniendo en cuenta que Hernán es alma y vida de esta publicación, he decidido no volver a publicar ningún material de mi autoría mientras Hernán no se encuentre en condiciones de regresar. De manera conjunta hemos decidido publicar a partir de hoy cuentos de excelente calidad de grandes escritores de diversos ámbitos del mundo hispano cuyas obras hayan pasado a ser patrimonio universal. De cada escritor publicaremos un máximo de cuatro cuentos. Comenzaremos por "El femater" del autor español Vicente Blasco Ibañez.

cordialmente,

Raúl Jaime Gaviria
Codirector
Guadañazos para la Bella Villa





EL FEMATER

Por Vicente Blasco Ibañez

El primer día que a Nelet le enviaron solo a la ciudad, su inteligencia de chicuelo torpe adivinó vagamente que iba a entrar en un nuevo periodo de su vida.

Comenzaba a ser hombre. Su madre se quejaba de verle jugar a todas horas, sin servir para otra cosa, y el hecho de colgarle el capazo a la espalda, enviándolo a Valencia a recoger estiércol, equivalía a la sentencia de que, en adelante, tendría que ganarse el mendrugo negro y la cucharada de arroz haciendo algo más que saltar acequias, cortar flautas en los verdes cañares o formar coronas de flores rojas y amarillas con los tupidos dompedros que adornaban la puerta de la barraca.

Las cosas iban mal. El padre, cuando no trabajaba los cuatro terrones en arriendo, iba con el viejo carro a cargar vino en Utiel; las hermanas estaban en la fábrica de seda hilando capullos; la madre trabajaba como una bestia todo el día, y el pequeñín, que era el gandul de la familia, debía contribuir con sus diez años, aunque no fuera más que agarrándose a la espuerta, como otros de su edad, y aumentando aquel estercolero inmediato a la barraca, tesoro que fortalecía las entrañas de la tierra, vivificando su producción.

Salió de madrugada, cuando por entre las moreras y los olivos marcábase el día con resplandor de lejano incendio. En la espalda, sobre la burda camisa, bailoteaban al compás de la marcha el flotante rabo de su pañuelo anudado a las sienes y el capazo de esparto, que parecía una joroba. Aquel día estrenaba ropa: unos pantalones de pana de su padre, que podían ir solos por todos los caminos de la provincia sin riesgo de perderse, y que, acortados por la tía Pascuala, se sostenían merced a un tirante cruzado a la bandolera.

Corrió un poco al pasar por frente al cementerio de Valencia, por antojársele que a aquella hora podían salir los muertos a tomar el fresco, y cuando se vio lejos de la fúnebre plazoleta de palmeras, moderó su paso hasta ser éste un trotecillo menudo.

¡Pobre Nelet! Marchaba como un explorador de misterioso territorio hacia aquella ciudad que, bañada por los primeros rayos del sol, recortaba su roja crestería de tejados y tones sobre un fondo de blanquecino azul.

Dos o tres veces había estado allí, pero amparado por su madre, agarrado a sus faldas, con gran miedo a perderse. Recordaba con espanto la ruidosa batahola del mercado y aquellos municipales de torvo ceño y cerdosos bigotes, temor de la gente menuda; pero, a pesar de los espantables peligros, seguía adelante, con la firmeza del que marcha a la muerte cumpliendo su deber.

En la puerta de San Vicente se animó viendo caras amigas; fematers de categoría superior, dueños de una jaca vieja para cargar el estiércol y sin otra fatiga que tirar del ramal, gritando por las calles el famoso pregón: «Ama, ¿hiá fem?»

Uno de ellos era vecino del muchacho, y hasta se susurraba si andaba enamorado de una de sus hermanas, aunque no hacía más que dos años que estaba pensando en declarar su pasión, circunstancias que no impidieron que con pocas palabras diese un susto a Nelet.

De seguro que no llevaba licencia. ¿No sabía lo que era? Un papelote que había que sacar, soltando dinero, allá en el Repeso. Sin ella había que menear bien las piernas para huir de los municipales. Como le pillasen, flojas patás le iban a soltar. Con que..., ¡ojo, chiquet!

Y fortalecido por tan consoladoras advertencias, el pobre chico entró en la ciudad, buscando los callejones más solitarios y tortuosos, mirando con codicia los humeantes rastros que dejaban los caballos sobre los adoquines, sin atreverse a meter en su espuerta tales riquezas por miedo de agacharse y sentir en el hombro la mano de un sayón con quepis.

Aquello forzosamente había de acabar mal. Se olvidó de todo en una plazoleta, viendo cómo jugaban al toro un grupo de pelones de largas blusas y grueso bolsón de libros, retardando el momento de entrar en la escuela; pero de improviso sonó el grito de ¡la ful!, anunciando la aparición de un municipal de los más feos, y todos se desbandaron al galope como tribu de salvajes sorprendida en lo mejor de sus misteriosos ritos.

Nelet huyó despavorido, pensando que en la maldita ciudad no se ganaba para sustos; la giba de esparto sobre su espalda y atropellando en la desbocada carrera a una vieja que barría tranquilamente su portal.

No era floja la paliza que le soltarían en casa al verle de vuelta con el capazo vacío, y esta consideración fue lo que le dio valor. Llegaban hasta él los gritos de los otros fematers en las inmediatas calles, agudos, insolentes, como cacareos de gallo, y tímidamente, temblando de que alguien le oyese, murmuró, con voz que parecía el balido de un cordero: «Ama, ¿hiá fem?»

Y así recorrió un par de calles.

-Entra chiquillo, entra.

Era una buena mujer que le hacía señas, indicándole las barreduras que acababa de amontonar junto a una puerta. Pero ¡qué simpática resultaba aquella mujer! El regalo no era gran cosa: polvo, puntas de cigarro, mondaduras de patatas y hojas de col; el estiércol de una casa pobre. Nelet lo recogió todo con la satisfacción del aventurero que triunfa por primera vez, y siguió adelante, mirando los balcones, los pisos superiores, que él llamaba casas grandes, donde se comía bien, y en las covachas de la cocina había para meter la mano y el codo.

Pero, ¡rediel! (y se rascó la roja frente, llena de arañazos), estaba perdiendo el tiempo. Había olvidado sus relaciones de la ciudad: la casa de Marieta, su hermana de leche, donde había estado algunas veces con su madre.

Y tras indecisiones y rodeos dio por fin con la calle sombría y solitaria, cerca de los Juzgados, y el caserón de húmedo patio, en cuyo piso principal vivía don Esteban el escribano.
Aquella mañana era de desgracias.

En el patio estaba la portera, una bruja que le recibió escoba en mano, faltando poco para que le saludase con dos hisopazos en la cara.

Ella no quería marranos que le ensuciasen la escalera. Todos los inquilinos tenían su femater. ¡Largo, granuja! ¡Quién sabe si subiría con intención de robar algo!


Y el tímido labradorcillo, retrocediendo ante la iracunda bruja, protestaba con voz débil, repitiendo siempre la misma excusa. Era el hijo de la tía Pascuala, a la que toda Paiporta conocía; el ama de Marieta, ¿no era bastante?

Pero ni el nombre de la tía Pascuala ni del mismo Espíritu Santo ablandaba a la portera y a su fiera escoba, y Nelet, retrocediendo, se vio en la calle, y allí se quedó como un bobo frente a una pared vieja, arañando los sueltos yesones y espiando con el rabillo del ojo las evoluciones de la vieja. La vio sumirse en el cuchitril de la portería, y cautelosamente entróse en el portal, lo cruzó sin ser visto y subió por la escalera de antiguos azulejos, tirando tímidamente del borlón de estambre que colgaba ante la enorme y conventual puerta del primer piso.

No fue poco lo que se rió la criada, bravía moza de las montañas de Teruel, al abrir la puerta y encontrarse con aquel monigote panzudo que abultaba menos que su capazo.

¿Qué buscaba? Allí, tenían quien se llevara el estiércol. Y Nelet, turbado por el buen humor de la churra, no sabía qué decir.

Por de pronto se abrió para él el cielo. O, lo que es lo mismo, vio asomar por detrás de la falda de la criada una cara morena, prolongada y huesosa, con los rebeldes pelillos estirados cruelmente hacia el cogote, los ojos grandes y negros, animados por una chispa de eterna curiosidad, y el cuerpo zancudo y desgarbado por prematuro crecimiento.

La niña lo reconoció en seguida; no en balde transcurren dos años durmiendo bajo el techo de la barraca y en la misma cama, y se pasan los días junto a la acequia, tendidos sobre el vientre, con la cara teñida de zumo de zanahorias. Era Nelet, el hijo del ama.

Le cogió la mano con cierto aire de muchacho, propio del desgarbo con que llevaba las faldas, y los dos se dirigieron a la cocina, seguidos por la sonriente churra, a quien le hacía gracia el aire tímido y enfurruñado del chiquillo.

Llegó a su barraca con la espuerta sin llenar; pero no pudo decir que le había ido mal en su primera expedición.

Aquella churra le quería de veras desde que supo que era nada menos que hermano de la señorita. Ella misma le llenó el capazo, vaciando todo el basurero de la cocina, sin importarle lo que pudiera murmurar el femater de la casa, un viejo que podía alegar los derechos adquiridos en once años. Nelet le desbancaba, y la buena muchacha, para afirmar su protección, le regaló media cazuela de guisado de la noche anterior y una montaña de mendrugos, que el chico iba tragándose con la calma de un rumiante, pensando que si duraba la buena racha iba a ponerse tan redondo y frescote como el cura de Paiporta.

Pues ¿y Marieta? Le miraba comer con alegría, como si fuera ella misma la que saboreaba el guisado con hambre atrasada. Hasta quiso que le dieran vino, y apenas le veía hacer un descanso, pasaba revista a todos los de allá, preguntando cómo estaba el ama, si tenían muchos animales, si el padre aún iba por los caminos, si vivía el Negret, aquel perrillo seco, almacén de pulgas, que aullaba como un condenado apenas se acercaban a la barraca, y si la higuera, tan frondosa en verano, soltaba aquella lluvia de lagrimones negros y suaves que caían, ¡chap!, dulcemente en el suelo, despachurrando la miel y el perfume de sus entrañas rojas.

Y después, tras el sustancioso atracón, llegó para Nelet el momento de los asombros, viendo la colección de muñecas, los vestidos, los sombreros, todos los regalos con que el escribano obsequiaba a su hija. Bien se conocía que ésta era única, que había quedado sin madre casi al nacer y que el viejo don Esteban no tenía otro cariño a que dedicar los buenos cuartos que arañaba en el Juzgado.

Seguía a su Marieta por toda la casa, admirando las magnificencias que la chiquilla le mostraba con mal cubierta satisfacción de amor propio. El salón le anonadó con sus sillerías del primer tercio de siglo y sus adornos, que evocaban el recuerdo de las almonedas judiciales; pero su admiración trocose en espanto ante una puerta entornada. Allí dentro trabajaban el papá con sus dos dependientes, y se oía su voz campanuda: «Providencia que dicta el señor juez...», etc.

¡Cristo! Aquello asustaba a Nelet más que los municipales, y emprendió la vuelta hacia la cocina.
En fin: que su primera visita le hizo experimentar la satisfacción del que se halla establecido y cuenta con clientela.

Entraba por las mañanas en la ciudad, tomando al paso lo que buenamente encontraba, en las calles, y recto a aquel caserón, donde se colaba como si fuese un inquilino.

La bruja de la portería se guardaba ahora su escoba, y hasta le protegía, recomendándolo a las criadas de los otros pisos, y en el principal tenía a la churra, que siempre encontraba en los rincones de la despensa algo sobrante, que antes era para los gatos y ahora se tragaba Nelet.

¡Qué mañanas aquellas! Llegaba cuando la casa estaba en el revoltijo del despertar.

Los escribientes, en el despacho, se frotaban las manos, preparándose a agarrar las plumas y ensuciar papel de oficio; la churra, por allá dentro, levantaba camas, dando furiosas bofetadas a los colchones, y Marieta, de trapillo, con la cabeza espeluznada y una faldilla a media pierna, arañaba los pasillos con la escoba para dar gusto al papá, que quería una chica «muy mujer de su casa».

Y en el comedor encontraba a don Esteban, el terrible escribano, imagen para Nelet de la Justicia , que puede pegar y meter en la cárcel, sentado ante el humeante chocolate, con las gafas caladas para leer el periódico y murmurando automáticamente al entrar el muchacho:
- ¡Hola, chiquillo! ¿Cómo está la tía Pascuala?

Pero el terrible pasmarote no tardaba en aislarse en su despacho para preparar lo que luego había de decir al señor juez sobre el papel sellado, y la casa parecía alegrarse con tal desaparición.

Sonaban risas en aquel ambiente denso de habitaciones cerradas, donde flotaba aún el calor del sueño y el polvo levantado por la limpieza. Los gatos que jugueteaban en la cocina con la espuerta del femater, mientras éste se sentía feliz ayudando a la churra con su buena voluntad de bruto de carga o charlando con Marieta de cosas tan interesantes como eran las últimas y verídicas noticias de cuanto ocurrió en Paiporta y sus alrededores.

¡Oh! A aquella chica le tiraba aún la miserable barraca y los terruños sobre los cuales se había dado cuenta por primera vez de que existía. Hablaba de la tía Pascuala con más entusiasmo que de su madre, a la que sólo había visto en el oscuro retrato que estaba en el salón, figura melancólica que parecía presentir ante el pintor la llegada de la maternidad del brazo de la muerte.

¡Qué bien se estaba en la barraca! Ya había transcurrido tiempo, pero ella recordaba, con la vaguedad de comprensión de los primeros años, aquellas noches pasadas en el estudi, hundida en los mullidos colchones de hoja de maíz que cantaban al menor movimiento, defendida por el poderoso anillo de músculos que formaban los brazos de la nodriza, durmiéndose al calor de las voluminosas ubres, siempre repletas y firmes; después, el alegre despertar, cuando el sol se filtraba por las rendijas del ventanillo, y piaban los gorriones en el techo de paja de la barraca, contestando a los cacareos y gruñidos de los habitantes del corral; el fuerte perfume del trigo, las frescas emanaciones de la hierba y las hortalizas difundiéndose por el interior de la blanqueada vivienda, olores confundidos y arrollados por el vientecillo que, pasando por las filas de moreras y a través de la higuera, parecía hacer cantar a las temblonas hojas; y la vida bohemia, alegre y descuidada en los campos inmediatos, que recorría con sus vacilantes piernas de dos años, sin atreverse a llegar a la revuelta del camino, lleno de barriles y cruzado por los profundos surcos de las ruedas, pues su imaginación naciente había inventado que allí forzosamente debía de terminar el mundo.

¿Y cuando el pare llegaba de uno de aquellos largos viajes de carretero, y al oír los cascabeles de los machos y el chirrido de las ruedas salían todos al camino a recibirle con cruces de caña, como si fuera una procesión de las de Paiporta? ¿Y cuando a la orilla de la acequia, casi seca, se coronaban de dompedros, colgaban de su cintura largas hojas de caña, y con el verde faldellín paseábanse gravemente, imitando el paso de puntas de aquellas vírgenes y heroínas que salían en las cabalgatas del pueblo? ¿Y la vez que se pegaron por un higo? ¿Y cuando, hartos de zanahorias, teñíanse la cara de morado y se revolcaban por la rojiza tierra hasta parecer indios bravos, dejando como guiñapos las finas y bordadas ropas que enviaba el escribano?

¡Ah Nelet! ¡Qué malo era entonces!

Y la muchacha miraba por los balcones la estrecha calle, en la que vergonzosamente entraba un rayo de sol y en su vaga mirada de pájaro enjaulado leíase el deseo de volar lejos, muy lejos, a aquellos campos donde la esperaban la vida libre y la adoración de toda una familia de infelices, que la veneraban como procedente de una raza superior.

Pero el papá se oponía a que volviese a la barraca ni un solo día. Lo había dicho terminantemente: cada cosa a su tiempo, y ahora nada bueno podía aprender entre aquellos brutos.

Esta tenaz negativa recordaba a Nelet el momento en que se llevaron a la chica a Valencia, en que la robaron, sí, señor, engañándola, diciendo que sólo era para unos días y no tardaría en volver, mientras la pobrecita lloraba, él como un perrillo detrás de la tartana, pidiendo con lamentos al cruel escribano que no le quitase a su Marieta.

¡Rediel! Si fuese ahora, que era ya casi un hombre y le plantaba una pedrada al más guapo...
Y en esto sonaban las diez, salían los escribientes con sus badanas repletas de autos camino del Juzgado, y el principal, al ver al femater, torcía el ceño.

-Pero ¿aún estás ahí? Tú acabarás mal; eres un vago. A la obligación, chiquillo.

Y el pequeño David, a pesar de aquellas pedradas certeras que le enorgullecían, temblaba ante el gigante con el terror que inspira al infeliz el hombre de Justicia, y, recogiendo su espuerta, salía cabizbajo, avergonzado, sin atreverse a mirar a Marieta. .., y hasta el día siguiente.

Algunas veces, el recuerdo de la idílica existencia al aire libre perdía su encanto, y era Nelet quien envidiaba en la persona de su hermana todas las comodidades y esplendores de la vida de la ciudad.

¡Qué lujos! Los vestidillos de seda y terciopelo, los sombreros, que parecían islas de flores; todos los regalos de papá, que Marieta enseñaba con malsana coquetería, aturdían a Nelet, y como para él no había gradaciones sociales, como el mundo estaba dividido en gente de campo y señorío, la hija del escribano aparecía a sus ojos igual o superior a aquellas otras que había visto algunas veces en los carruajes de lujo.

Marieta lo dominaba, le hacía pasar embobado las mañanas en aquella casa, obedeciéndola servilmente, como allá, en la barraca, cuando era una chicuela llorona y rabio silla.

Y transcurrió el tiempo, estrechándose cada vez más entre los dos hermanos aquel lazo de cariño creado en los albores de su vida por la existencia casi silvestre.

Nelet se hacía hombre. A los quince años era ya una vergüenza que entrase por las mañanas en la ciudad con su espuerta, como un chiquillo. Trabajaba los campos en arriendo, mientras el padre andaba por los caminos, y para recoger basura en Valencia contaba con el auxilio de un jaco viejo, que el carretero había traspasado a su hijo como desecho.

El pobre animal, cabizbajo como un misántropo, con el flaco lomo martirizado por los serones llenos, pasaba las horas frente a la casa del escribano, mirando con sus ojos vidriosos y empañados a la vieja portera, que hacia media, mientras su joven amo andaba por arriba regañando amistosamente con la churra o siguiendo como un siervo a la señorita.

Era ya todo un hombre, cortés y rumboso con las personas de su aprecio. Bien le pagaba a la criada los antiguos guisotes trasnochados. Nunca llegaba con las manos vacías, y del serón salían camino del primer piso el par de melones verdes correosos, los pimientos inflamados y brillantes, las frescas lechugas, con sus ocultos cogollos de ondulado marfil, o las coles vistosas como flores de rizada blonda, dones que arrancaba directamente de sus terruños, y que, al faltar en éstos, robaba tranquilamente en los campos del camino, con la impudencia del chiquillo de huerta, acostumbrado desde que andaba a gatas a atracarse de uvas y digerirlas ayudado por los pescozones de los guardas.
Y satisfecho con el agradecimiento de que le mostraba la criada por sus obsequios, viendo siempre en Marieta a la rapazuela que en otros tiempos jugaba con él y le arañaba al más leve motivo, apenas si llegó a fijarse en la súbita transformación que iba operándose en la muchacha.

Redondeábase su cuerpo, aclarábase su tez, en extremo morena:
las agudas clavículas y la tirantez del cuello iban dulcificándose bajo la almohadilla de carne suave y fresca que parecía acolchar su cuerpo; las zancudas piernas, al engruesarse, poníanse en relación con el busto. Y como si hasta a la ropa se comunicase el milagro, las faldas parecían crecer un dedo cada día, como avergonzadas de que estuvieron por más tiempo al descubierto aquellas medias que amenazaban estallar con la expansión de la robustez juvenil.

Marieta no iba a ser una beldad; pero tenía la frescura de la juventud, vigor saludable y unos ojazos valencianos, negros, rasgados y con ese misterioso fulgor que revela el despertar del sexo.

Y como si la niña adivinase la proximidad de algo grave y decisivo que la privaría en adelante de tratar a su hermano como si aún anduviese por los campos, hablaba a Nelet con seriedad, evitando los juegos de manos, las intimidades propias de su infancia sin malicia ni preocupaciones.

En fin: que un día, al entrar Nelet en la casa, quedóse asombrado, como si un fantasma le hubiese abierto la puerta.

Aquella no era Marieta: se la habían cambiado.

Era una muñeca con el pelo arrollado y puntiagudo sobre la nuca, conforme a la moda, y una horrible falda larga que la cubría los pies.

Parecía muy complacida de verse mujer, de haberse librado de la trenza suelta y la pierna al aire, signos de insignificancia infantil; pero a él le faltó poco para llorar, para protestar a gritos, como en aquella tarde que corría tras la tartana suplicando al feroz escribano que no le quitase a la chiquita. Por segunda vez le arrebataban a su Marieta.

Y después, ¡horror da recordarlo!, aquella churra despiadada parecía complacerse en su dolor, haciéndole terribles advertencias.

El señor se lo había dicho y ella lo repetía por encontrarlo muy justo y para evitarse reprimendas. Cada cual debía ponerse en su lugar. En adelante, nada de tuteos ni de Marietas, y mucho de señorita María, que era el nombre de la única dueña de la casa. ¿Qué dirían las amiguitas al ver a un femater tratando tú por tú a la señorita? Conque ya lo sabía: el hermanazgo había terminado.

Y a Nelet, la silenciosa naturalidad con que Marieta, digo mal, la señorita María, escuchaba todo aquel cúmulo de absurdas recomendaciones, dolíale más que las palabras de la churra.

Todo lo dicho -continuaba ésta- no era ni remotamente que se pretendiera cerrar al chico las puertas.
Ya sabía que lo consideraban como de casa y que toda la cocina era para él. Pero cada cual en su sitio, ¿estamos?

No olvidando esto, podía volver cuando quisiera.

Y volvió, ¡rediel! ¿Pues no había de volver?

Ir a Valencia y no entrar en aquel caserón cerca de los Juzgados era un hecho que, por lo absurdo, no había pensado nunca que pudiera ocurrir.

Y allí iba todas las mañanas, a sufrir, reconociéndose cada vez más distanciado de aquella a quien tenía que llamar la señorita.

¿Dónde estaba ya aquel afán por hablar de las cosas de la barraca?

Entraba Nelet en la casa con la confianza de siempre, pero notando en torno de él un ambiente de frialdad e indiferencia. Era el femater, y nada más.

Algunas veces intentó resucitar en María el entusiasmo por la pasada vida, hablándole del ama y de su familia, que tanto la amaban; de aquella barraca en la que todos pensaban en ella; pero la joven oíale con cierto malestar, como si le causara repugnancia la rusticidad de los de allá.

¡Ah pobre Nelet! Decididamente le habían cambiado su Marieta. En aquella adorable muñeca no había nada que vibrase al recuerdo del pasado. Parecía que en su cabeza, al cubrirse con el peinado de mujer, se habían desvanecido todos los sueños de poesía campestre.

Tenía el pobre muchacho que contentarse sosteniendo largas conversaciones con la churra, en aquella cocina a la que llegaba el tecleo monótono de la señorita, que estudiaba sus lecciones en el piano del salón. Aquellas escalas, incoherentes y pesadas, se le metían en el alma, conmoviéndole más que las melodías del órgano de la iglesia de Paiporta.

Y, para colmo de sus penas, la criada no sabía hablar más que de don Aureliano, un personaje que preocupaba a Nelet y al que acabó por conocer deteniéndose un día en la puerta del despacho del escribano.

Era un jovencillo pálido, rubio, enclenque, con lentes de oro y ademanes nerviosos; un abogado recién salido de la Universidad, que se preparaba con la práctica para ser habilitado de don Esteban, ansioso de descanso, y que, al fin, acabaría por hacerse dueño del despacho.

¡Y que parase ahí! Esto no lo decía el pobre femater, pero lo pensaba con la confusión propia de su caletre. Aquel barbilindo, que tenía cinco o seis años más que él, era una espina que llevaba clavada en el corazón.

Deseoso de reconquistar el afecto de la señorita, Nelet multiplicaba sus obsequios con tanta rudeza como buena voluntad.

El jamelgo llegaba muchas veces a Valencia con los serones llenos de frutas o frescas hortalizas; los campos del camino temblaban al verle venir, temiendo su loca rapiña, su inmoderado afán de obsequiar, sin acordarse que hay dueños en el mundo y guardas que pueden pegar una paliza; pero tanto sacrificio no merecía más que alguna automática sonrisa o un «¡gracias!», como se da a cualquiera, y los regalos iban a la cocina, sin alcanzar otros elogios que los de la churra.

En cambio, sobre la mesa del comedor, o en el salón, sobre el piano, todas las mañanas veía el pobre Nelet ramos de flores frescas recién traídas del mercado, que María aspiraba con pasión de mujer que despierta, como, si en vez de perfume de jardines, aspirase otro que llegaba más directamente a su corazón.

Eran regalos del tal don Aureliano, de aquel danzarín, para quien resultaba ya estrecho el despacho, y con la pluma tras la oreja y fingiendo mil pretextos, se metía hasta en la cocina sólo por ver un instante a María y cruzar una sonrisa.

¡Y cómo se coloreaba el semblante de ella..., Cristo!

Toda la sangre moruna que el huertano tenía en su atezado cuerpo inflamábase ante aquel don Aureliano, que era casi de su edad y del que no le separaba más que su categoría de señorito.
Nelet, a los dieciséis años, comprendía ya el motivo de que los hombres se cieguen y vayan a presidio.

Lo único que le detenía era la certeza de que don Esteban, el terrible ogro, apreciaba a aquel pisaverde y le irritaría cuanto hiciese en su daño.

Además, se consolaba con la esperanza de que todas sus rabietas carecían de fundamento. Nada de extraño tenía que el abogadillo buscase a Marieta. ¡Era tan bonita y tan buena! Pero de seguro que ella no le hacía gran caso; Nelet tenía la certeza de esto y también de que la frialdad de su antigua hermana no pasaba de ser una mala racha, un caprichito como los que tenía de niña allá en la barraca, donde tanto le martirizaba con su mal genio.

¡Pues no faltaba más que ella resultase una ingrata con tanto como la amaban allá, en Paiporta, y él sobre todos!

Una mañana entró en la casa encontrando la puerta abierta. La churra no estaba en la cocina. En el despacho leía don Esteban con la nariz casi pegada a unos autos, y en el salón sonaba el monótono tecleo, formando escalas cada vez más perezosas y desmayadas.

Entró con su paso cauteloso de morisco, que aún hacían más imperceptibles las ligeras alpargatas, y al reflejarse su figura en un espejo como silenciosa aparición. María dio un grito de sorpresa y de miedo.

Allí estaba el maldito abogadillo de los lentes de oro, casi doblado sobre el piano, al lado de María, como si fuese a volver una hoja del cuaderno que ocupaba el atril, pero con la cabeza tan junta a la de la joven que parecía querer devorarla.

¡ Rediel! ... ¿Para cuándo eran las bofetadas?

Y lo peor fue que María, aquella Marieta que un año antes le trataba a cachetes como traviesa y cariñosa hermana, aquella a la que nunca quiso comparar con su madre, temiendo que ésta resultase menos querida, lo miró fijamente en un relampagueo de odio y se puso en pie con el ademán de una señora bien segura de la sumisión de su siervo.

¿Qué buscaba allí? En la cocina tenia a la criada. ¿No podía estudiar tranquila un rato?

Nunca pudo recordar Nelet cómo salió del salón. Debió de retroceder cabizbajo y vacilante, como una bestia herida. Le zumbaban los oídos, su cara quemaba, y pensando en aquel otro que se quedaba tranquilo y satisfecho junto al piano, repetíase mentalmente: «¡Dios mío, qué vergüenza!»

Estaba inmóvil en mitad del corredor que conducía al salón, con el rostro en la pared, como si quisiera incrustarlo en ella, cegar para siempre, y aun así, todavía recibió el último latigazo, oyendo la vocecilla del de los lentes de oro.

-¡Moscón más pesado! Ese muchacho parece que me odie, que nos persiga como si sintiera celos.

-¡Qué idea! Es el hijo de mi nodriza: un infeliz, un bruto..., pero con buen corazón.

Y, tras breve pausa, sonaron, amortiguados por los cortinajes, dos chasquidos leves y misteriosos, que los sintió Nelet como un par de puñaladas. Tal vez era el piano que crujía o la hoja del cuaderno que se doblaba; pero el pobre muchacho, después de un instintivo impulso de correr hacia el salón con los puños cenados, huyó, dejando el capazo en la cocina como tarjeta de visita, y ya en la calle arreó su jaco, con los serones vacíos, que salió trotando camino de la barraca.

Por tercera vez le robaban su Marieta: ya era bastante.

Ahora sólo tendría cariño para su madre; para aquellos terruños que apenas arañados correspondían a su caricia, cubriéndose con manto verde terciopelo y regalándole el pan.

No volvió más a Valencia. Odiaba a la ciudad porque ella estaba allí.


Y como los fematers no pagan contribución directa, nadie se enteró de que en el gremio había una baja.