BeLLA ViLLA
" La literatura a tajo abierto"
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Edición No. 192, junio de 2015
Directores:
Raúl Jaime Gaviria
Hernán Botero Restrepo
Muchos de nuestros lectores habrán podido percatarse de la ausencia, en las últimas semanas, de las valiosas colaboraciones de nuestro codirector Hernán Botero Restrepo. Lamentablemente Hernán no se encuentra bien de salud y es debido a esto el que no nos haya podido acompañar en el blog con mayor regularidad. Ante este imponderable y teniendo en cuenta que Hernán es alma y vida de esta publicación, he decidido no volver a publicar ningún material de mi autoría mientras Hernán no se encuentre en condiciones de regresar. De manera conjunta hemos decidido publicar a partir de hoy cuentos de excelente calidad de grandes escritores de diversos ámbitos del mundo hispano cuyas obras hayan pasado a ser patrimonio universal. De cada escritor publicaremos un máximo de cuatro cuentos. Comenzaremos por "El femater" del autor español Vicente Blasco Ibañez.
cordialmente,
Raúl Jaime Gaviria
Codirector
Guadañazos para la Bella Villa
EL FEMATER
Por Vicente Blasco Ibañez
El primer día que a Nelet le
enviaron solo a la ciudad, su inteligencia de chicuelo torpe adivinó vagamente
que iba a entrar en un nuevo periodo de su vida.
Comenzaba a ser hombre. Su madre
se quejaba de verle jugar a todas horas, sin servir para otra cosa, y el hecho
de colgarle el capazo a la espalda, enviándolo a Valencia a recoger estiércol,
equivalía a la sentencia de que, en adelante, tendría que ganarse el mendrugo
negro y la cucharada de arroz haciendo algo más que saltar acequias, cortar
flautas en los verdes cañares o formar coronas de flores rojas y amarillas con
los tupidos dompedros que adornaban la puerta de la barraca.
Las cosas iban mal. El padre,
cuando no trabajaba los cuatro terrones en arriendo, iba con el viejo carro a
cargar vino en Utiel; las hermanas estaban en la fábrica de seda hilando
capullos; la madre trabajaba como una bestia todo el día, y el pequeñín, que
era el gandul de la familia, debía contribuir con sus diez años, aunque no
fuera más que agarrándose a la espuerta, como otros de su edad, y aumentando
aquel estercolero inmediato a la barraca, tesoro que fortalecía las entrañas de
la tierra, vivificando su producción.
Salió de madrugada, cuando por
entre las moreras y los olivos marcábase el día con resplandor de lejano incendio.
En la espalda, sobre la burda camisa, bailoteaban al compás de la marcha el
flotante rabo de su pañuelo anudado a las sienes y el capazo de esparto, que
parecía una joroba. Aquel día estrenaba ropa: unos pantalones de pana de su
padre, que podían ir solos por todos los caminos de la provincia sin riesgo de
perderse, y que, acortados por la tía Pascuala, se sostenían merced a un
tirante cruzado a la bandolera.
Corrió un poco al pasar por
frente al cementerio de Valencia, por antojársele que a aquella hora podían
salir los muertos a tomar el fresco, y cuando se vio lejos de la fúnebre
plazoleta de palmeras, moderó su paso hasta ser éste un trotecillo menudo.
¡Pobre Nelet! Marchaba como un
explorador de misterioso territorio hacia aquella ciudad que, bañada por los
primeros rayos del sol, recortaba su roja crestería de tejados y tones sobre un
fondo de blanquecino azul.
Dos o tres veces había estado
allí, pero amparado por su madre, agarrado a sus faldas, con gran miedo a
perderse. Recordaba con espanto la ruidosa batahola del mercado y aquellos
municipales de torvo ceño y cerdosos bigotes, temor de la gente menuda; pero, a
pesar de los espantables peligros, seguía adelante, con la firmeza del que
marcha a la muerte cumpliendo su deber.
En la puerta de San Vicente se
animó viendo caras amigas; fematers de categoría superior, dueños de una jaca
vieja para cargar el estiércol y sin otra fatiga que tirar del ramal, gritando
por las calles el famoso pregón: «Ama, ¿hiá fem?»
Uno de ellos era vecino del
muchacho, y hasta se susurraba si andaba enamorado de una de sus hermanas,
aunque no hacía más que dos años que estaba pensando en declarar su pasión,
circunstancias que no impidieron que con pocas palabras diese un susto a Nelet.
De seguro que no llevaba licencia.
¿No sabía lo que era? Un papelote que había que sacar, soltando dinero, allá en
el Repeso. Sin ella había que menear bien las piernas para huir de los
municipales. Como le pillasen, flojas patás le iban a soltar. Con que..., ¡ojo,
chiquet!
Y fortalecido por tan
consoladoras advertencias, el pobre chico entró en la ciudad, buscando los
callejones más solitarios y tortuosos, mirando con codicia los humeantes
rastros que dejaban los caballos sobre los adoquines, sin atreverse a meter en
su espuerta tales riquezas por miedo de agacharse y sentir en el hombro la mano
de un sayón con quepis.
Aquello forzosamente había de
acabar mal. Se olvidó de todo en una
plazoleta, viendo cómo jugaban al toro un grupo de pelones de largas blusas y
grueso bolsón de libros, retardando el momento de entrar en la escuela; pero de
improviso sonó el grito de ¡la ful!, anunciando la aparición de un municipal de
los más feos, y todos se desbandaron al galope como tribu de salvajes
sorprendida en lo mejor de sus misteriosos ritos.
Nelet huyó despavorido, pensando
que en la maldita ciudad no se ganaba para sustos; la giba de esparto sobre su
espalda y atropellando en la desbocada carrera a una vieja que barría
tranquilamente su portal.
No era floja la paliza que le
soltarían en casa al verle de vuelta con el capazo vacío, y esta consideración
fue lo que le dio valor. Llegaban hasta él los gritos de los otros fematers en
las inmediatas calles, agudos, insolentes, como cacareos de gallo, y
tímidamente, temblando de que alguien le oyese, murmuró, con voz que parecía el
balido de un cordero: «Ama, ¿hiá fem?»
Y así recorrió un par de calles.
-Entra chiquillo, entra.
Era una buena mujer que le hacía
señas, indicándole las barreduras que acababa de amontonar junto a una puerta.
Pero ¡qué simpática resultaba aquella mujer! El regalo no era gran cosa: polvo,
puntas de cigarro, mondaduras de patatas y hojas de col; el estiércol de una
casa pobre. Nelet lo recogió todo con la satisfacción del aventurero que
triunfa por primera vez, y siguió adelante, mirando los balcones, los pisos
superiores, que él llamaba casas grandes, donde se comía bien, y en las
covachas de la cocina había para meter la mano y el codo.
Pero, ¡rediel! (y se rascó la
roja frente, llena de arañazos), estaba perdiendo el tiempo. Había olvidado sus
relaciones de la ciudad: la casa de Marieta, su hermana de leche, donde había
estado algunas veces con su madre.
Y tras indecisiones y rodeos dio
por fin con la calle sombría y solitaria, cerca de los Juzgados, y el caserón
de húmedo patio, en cuyo piso principal vivía don Esteban el escribano.
Aquella mañana era de desgracias.
En el patio estaba la portera,
una bruja que le recibió escoba en mano, faltando poco para que le saludase con
dos hisopazos en la cara.
Ella no quería marranos que le
ensuciasen la escalera. Todos los inquilinos tenían su femater. ¡Largo,
granuja! ¡Quién sabe si subiría con intención de robar algo!
Y el tímido labradorcillo,
retrocediendo ante la iracunda bruja, protestaba con voz débil, repitiendo
siempre la misma excusa. Era el hijo de la tía Pascuala, a la que toda Paiporta
conocía; el ama de Marieta, ¿no era bastante?
Pero ni el nombre de la tía
Pascuala ni del mismo Espíritu Santo ablandaba a la portera y a su fiera
escoba, y Nelet, retrocediendo, se vio en la calle, y allí se quedó como un
bobo frente a una pared vieja, arañando los sueltos yesones y espiando con el
rabillo del ojo las evoluciones de la vieja. La vio sumirse en el cuchitril de
la portería, y cautelosamente entróse en el portal, lo cruzó sin ser visto y
subió por la escalera de antiguos azulejos, tirando tímidamente del borlón de
estambre que colgaba ante la enorme y conventual puerta del primer piso.
No fue poco lo que se rió la
criada, bravía moza de las montañas de Teruel, al abrir la puerta y encontrarse
con aquel monigote panzudo que abultaba menos que su capazo.
¿Qué buscaba? Allí, tenían quien
se llevara el estiércol. Y Nelet, turbado por el buen humor de la churra, no
sabía qué decir.
Por de pronto se abrió para él el
cielo. O, lo que es lo mismo, vio asomar por detrás de la falda de la criada
una cara morena, prolongada y huesosa, con los rebeldes pelillos estirados
cruelmente hacia el cogote, los ojos grandes y negros, animados por una chispa
de eterna curiosidad, y el cuerpo zancudo y desgarbado por prematuro
crecimiento.
La niña lo reconoció en seguida;
no en balde transcurren dos años durmiendo bajo el techo de la barraca y en la
misma cama, y se pasan los días junto a la acequia, tendidos sobre el vientre,
con la cara teñida de zumo de zanahorias. Era Nelet, el hijo del ama.
Le cogió la mano con cierto aire
de muchacho, propio del desgarbo con que llevaba las faldas, y los dos se
dirigieron a la cocina, seguidos por la sonriente churra, a quien le hacía
gracia el aire tímido y enfurruñado del chiquillo.
Llegó a su barraca con la
espuerta sin llenar; pero no pudo decir que le había ido mal en su primera
expedición.
Aquella churra le quería de veras
desde que supo que era nada menos que hermano de la señorita. Ella misma le
llenó el capazo, vaciando todo el basurero de la cocina, sin importarle lo que
pudiera murmurar el femater de la casa, un viejo que podía alegar los derechos
adquiridos en once años. Nelet le desbancaba, y la buena muchacha, para afirmar
su protección, le regaló media cazuela de guisado de la noche anterior y una
montaña de mendrugos, que el chico iba tragándose con la calma de un rumiante,
pensando que si duraba la buena racha iba a ponerse tan redondo y frescote como
el cura de Paiporta.
Pues ¿y Marieta? Le miraba comer
con alegría, como si fuera ella misma la que saboreaba el guisado con hambre
atrasada. Hasta quiso que le dieran vino, y apenas le veía hacer un descanso,
pasaba revista a todos los de allá, preguntando cómo estaba el ama, si tenían
muchos animales, si el padre aún iba por los caminos, si vivía el Negret, aquel
perrillo seco, almacén de pulgas, que aullaba como un condenado apenas se
acercaban a la barraca, y si la higuera, tan frondosa en verano, soltaba
aquella lluvia de lagrimones negros y suaves que caían, ¡chap!, dulcemente en
el suelo, despachurrando la miel y el perfume de sus entrañas rojas.
Y después, tras el sustancioso
atracón, llegó para Nelet el momento de los asombros, viendo la colección de
muñecas, los vestidos, los sombreros, todos los regalos con que el escribano
obsequiaba a su hija. Bien se conocía que ésta era única, que había quedado sin
madre casi al nacer y que el viejo don Esteban no tenía otro cariño a que
dedicar los buenos cuartos que arañaba en el Juzgado.
Seguía a su Marieta por toda la
casa, admirando las magnificencias que la chiquilla le mostraba con mal
cubierta satisfacción de amor propio. El salón le anonadó con sus sillerías del
primer tercio de siglo y sus adornos, que evocaban el recuerdo de las almonedas
judiciales; pero su admiración trocose en espanto ante una puerta entornada.
Allí dentro trabajaban el papá con sus dos dependientes, y se oía su voz
campanuda: «Providencia que dicta el señor juez...», etc.
¡Cristo! Aquello asustaba a Nelet
más que los municipales, y emprendió la vuelta hacia la cocina.
En fin: que su primera visita le
hizo experimentar la satisfacción del que se halla establecido y cuenta con
clientela.
Entraba por las mañanas en la
ciudad, tomando al paso lo que buenamente encontraba, en las calles, y recto a
aquel caserón, donde se colaba como si fuese un inquilino.
La bruja de la portería se
guardaba ahora su escoba, y hasta le protegía, recomendándolo a las criadas de
los otros pisos, y en el principal tenía a la churra, que siempre encontraba en
los rincones de la despensa algo sobrante, que antes era para los gatos y ahora
se tragaba Nelet.
¡Qué mañanas aquellas! Llegaba
cuando la casa estaba en el revoltijo del despertar.
Los escribientes, en el despacho,
se frotaban las manos, preparándose a agarrar las plumas y ensuciar papel de
oficio; la churra, por allá dentro, levantaba camas, dando furiosas bofetadas a
los colchones, y Marieta, de trapillo, con la cabeza espeluznada y una faldilla
a media pierna, arañaba los pasillos con la escoba para dar gusto al papá, que
quería una chica «muy mujer de su casa».
Y en el comedor encontraba a don
Esteban, el terrible escribano, imagen para Nelet de la Justicia , que puede
pegar y meter en la cárcel, sentado ante el humeante chocolate, con las gafas
caladas para leer el periódico y murmurando automáticamente al entrar el
muchacho:
- ¡Hola, chiquillo! ¿Cómo está la
tía Pascuala?
Pero el terrible pasmarote no
tardaba en aislarse en su despacho para preparar lo que luego había de decir al
señor juez sobre el papel sellado, y la casa parecía alegrarse con tal
desaparición.
Sonaban risas en aquel ambiente
denso de habitaciones cerradas, donde flotaba aún el calor del sueño y el polvo
levantado por la limpieza. Los gatos que jugueteaban en la cocina con la
espuerta del femater, mientras éste se sentía feliz ayudando a la churra con su
buena voluntad de bruto de carga o charlando con Marieta de cosas tan
interesantes como eran las últimas y verídicas noticias de cuanto ocurrió en
Paiporta y sus alrededores.
¡Oh! A aquella chica le tiraba
aún la miserable barraca y los terruños sobre los cuales se había dado cuenta
por primera vez de que existía. Hablaba de la tía Pascuala con más entusiasmo
que de su madre, a la que sólo había visto en el oscuro retrato que estaba en
el salón, figura melancólica que parecía presentir ante el pintor la llegada de
la maternidad del brazo de la muerte.
¡Qué bien se estaba en la
barraca! Ya había transcurrido tiempo, pero ella recordaba, con la vaguedad de
comprensión de los primeros años, aquellas noches pasadas en el estudi, hundida
en los mullidos colchones de hoja de maíz que cantaban al menor movimiento,
defendida por el poderoso anillo de músculos que formaban los brazos de la
nodriza, durmiéndose al calor de las voluminosas ubres, siempre repletas y
firmes; después, el alegre despertar, cuando el sol se filtraba por las
rendijas del ventanillo, y piaban los gorriones en el techo de paja de la
barraca, contestando a los cacareos y gruñidos de los habitantes del corral; el
fuerte perfume del trigo, las frescas emanaciones de la hierba y las hortalizas
difundiéndose por el interior de la blanqueada vivienda, olores confundidos y
arrollados por el vientecillo que, pasando por las filas de moreras y a través
de la higuera, parecía hacer cantar a las temblonas hojas; y la vida bohemia,
alegre y descuidada en los campos inmediatos, que recorría con sus vacilantes
piernas de dos años, sin atreverse a llegar a la revuelta del camino, lleno de
barriles y cruzado por los profundos surcos de las ruedas, pues su imaginación
naciente había inventado que allí forzosamente debía de terminar el mundo.
¿Y cuando el pare llegaba de uno
de aquellos largos viajes de carretero, y al oír los cascabeles de los machos y
el chirrido de las ruedas salían todos al camino a recibirle con cruces de
caña, como si fuera una procesión de las de Paiporta? ¿Y cuando a la orilla de
la acequia, casi seca, se coronaban de dompedros, colgaban de su cintura largas
hojas de caña, y con el verde faldellín paseábanse gravemente, imitando el paso
de puntas de aquellas vírgenes y heroínas que salían en las cabalgatas del
pueblo? ¿Y la vez que se pegaron por un higo? ¿Y cuando, hartos de zanahorias,
teñíanse la cara de morado y se revolcaban por la rojiza tierra hasta parecer
indios bravos, dejando como guiñapos las finas y bordadas ropas que enviaba el
escribano?
¡Ah Nelet! ¡Qué malo era
entonces!
Y la muchacha miraba por los
balcones la estrecha calle, en la que vergonzosamente entraba un rayo de sol y
en su vaga mirada de pájaro enjaulado leíase el deseo de volar lejos, muy
lejos, a aquellos campos donde la esperaban la vida libre y la adoración de
toda una familia de infelices, que la veneraban como procedente de una raza
superior.
Pero el papá se oponía a que
volviese a la barraca ni un solo día. Lo había dicho terminantemente: cada cosa
a su tiempo, y ahora nada bueno podía aprender entre aquellos brutos.
Esta tenaz negativa recordaba a
Nelet el momento en que se llevaron a la chica a Valencia, en que la robaron, sí,
señor, engañándola, diciendo que sólo era para unos días y no tardaría en
volver, mientras la pobrecita lloraba, él como un perrillo detrás de la
tartana, pidiendo con lamentos al cruel escribano que no le quitase a su
Marieta.
¡Rediel! Si fuese ahora, que era
ya casi un hombre y le plantaba una pedrada al más guapo...
Y en esto sonaban las diez,
salían los escribientes con sus badanas repletas de autos camino del Juzgado, y
el principal, al ver al femater, torcía el ceño.
-Pero ¿aún estás ahí? Tú acabarás
mal; eres un vago. A la obligación, chiquillo.
Y el pequeño David, a pesar de
aquellas pedradas certeras que le enorgullecían, temblaba ante el gigante con
el terror que inspira al infeliz el hombre de Justicia, y, recogiendo su
espuerta, salía cabizbajo, avergonzado, sin atreverse a mirar a Marieta. .., y
hasta el día siguiente.
Algunas veces, el recuerdo de la
idílica existencia al aire libre perdía su encanto, y era Nelet quien envidiaba
en la persona de su hermana todas las comodidades y esplendores de la vida de
la ciudad.
¡Qué lujos! Los vestidillos de
seda y terciopelo, los sombreros, que parecían islas de flores; todos los
regalos de papá, que Marieta enseñaba con malsana coquetería, aturdían a Nelet,
y como para él no había gradaciones sociales, como el mundo estaba dividido en
gente de campo y señorío, la hija del escribano aparecía a sus ojos igual o
superior a aquellas otras que había visto algunas veces en los carruajes de
lujo.
Marieta lo dominaba, le hacía
pasar embobado las mañanas en aquella casa, obedeciéndola servilmente, como
allá, en la barraca, cuando era una chicuela llorona y rabio silla.
Y transcurrió el tiempo,
estrechándose cada vez más entre los dos hermanos aquel lazo de cariño creado
en los albores de su vida por la existencia casi silvestre.
Nelet se hacía hombre. A los
quince años era ya una vergüenza que entrase por las mañanas en la ciudad con
su espuerta, como un chiquillo. Trabajaba los campos en arriendo, mientras el
padre andaba por los caminos, y para recoger basura en Valencia contaba con el
auxilio de un jaco viejo, que el carretero había traspasado a su hijo como
desecho.
El pobre animal, cabizbajo como
un misántropo, con el flaco lomo martirizado por los serones llenos, pasaba las
horas frente a la casa del escribano, mirando con sus ojos vidriosos y
empañados a la vieja portera, que hacia media, mientras su joven amo andaba por
arriba regañando amistosamente con la churra o siguiendo como un siervo a la
señorita.
Era ya todo un hombre, cortés y
rumboso con las personas de su aprecio. Bien le pagaba a la criada los antiguos
guisotes trasnochados. Nunca llegaba con las manos vacías, y del serón salían
camino del primer piso el par de melones verdes correosos, los pimientos
inflamados y brillantes, las frescas lechugas, con sus ocultos cogollos de
ondulado marfil, o las coles vistosas como flores de rizada blonda, dones que
arrancaba directamente de sus terruños, y que, al faltar en éstos, robaba
tranquilamente en los campos del camino, con la impudencia del chiquillo de
huerta, acostumbrado desde que andaba a gatas a atracarse de uvas y digerirlas
ayudado por los pescozones de los guardas.
Y satisfecho con el
agradecimiento de que le mostraba la criada por sus obsequios, viendo siempre
en Marieta a la rapazuela que en otros tiempos jugaba con él y le arañaba al
más leve motivo, apenas si llegó a fijarse en la súbita transformación que iba
operándose en la muchacha.
Redondeábase su cuerpo,
aclarábase su tez, en extremo morena:
las agudas clavículas y la
tirantez del cuello iban dulcificándose bajo la almohadilla de carne suave y
fresca que parecía acolchar su cuerpo; las zancudas piernas, al engruesarse,
poníanse en relación con el busto. Y como si hasta a la ropa se comunicase el
milagro, las faldas parecían crecer un dedo cada día, como avergonzadas de que
estuvieron por más tiempo al descubierto aquellas medias que amenazaban
estallar con la expansión de la robustez juvenil.
Marieta no iba a ser una beldad;
pero tenía la frescura de la juventud, vigor saludable y unos ojazos
valencianos, negros, rasgados y con ese misterioso fulgor que revela el
despertar del sexo.
Y como si la niña adivinase la
proximidad de algo grave y decisivo que la privaría en adelante de tratar a su
hermano como si aún anduviese por los campos, hablaba a Nelet con seriedad,
evitando los juegos de manos, las intimidades propias de su infancia sin
malicia ni preocupaciones.
En fin: que un día, al entrar
Nelet en la casa, quedóse asombrado, como si un fantasma le hubiese abierto la
puerta.
Aquella no era Marieta: se la
habían cambiado.
Era una muñeca con el pelo
arrollado y puntiagudo sobre la nuca, conforme a la moda, y una horrible falda
larga que la cubría los pies.
Parecía muy complacida de verse
mujer, de haberse librado de la trenza suelta y la pierna al aire, signos de insignificancia
infantil; pero a él le faltó poco para llorar, para protestar a gritos, como en
aquella tarde que corría tras la tartana suplicando al feroz escribano que no
le quitase a la chiquita. Por segunda vez le arrebataban a su Marieta.
Y después, ¡horror da
recordarlo!, aquella churra despiadada parecía complacerse en su dolor,
haciéndole terribles advertencias.
El señor se lo había dicho y ella
lo repetía por encontrarlo muy justo y para evitarse reprimendas. Cada cual
debía ponerse en su lugar. En adelante, nada de tuteos ni de Marietas, y mucho
de señorita María, que era el nombre de la única dueña de la casa. ¿Qué dirían
las amiguitas al ver a un femater tratando tú por tú a la señorita? Conque ya
lo sabía: el hermanazgo había terminado.
Y a Nelet, la silenciosa
naturalidad con que Marieta, digo mal, la señorita María, escuchaba todo aquel
cúmulo de absurdas recomendaciones, dolíale más que las palabras de la churra.
Todo lo dicho -continuaba ésta-
no era ni remotamente que se pretendiera cerrar al chico las puertas.
Ya sabía que lo consideraban como
de casa y que toda la cocina era para él. Pero cada cual en su sitio, ¿estamos?
No olvidando esto, podía volver
cuando quisiera.
Y volvió, ¡rediel! ¿Pues no había
de volver?
Ir a Valencia y no entrar en
aquel caserón cerca de los Juzgados era un hecho que, por lo absurdo, no había
pensado nunca que pudiera ocurrir.
Y allí iba todas las mañanas, a
sufrir, reconociéndose cada vez más distanciado de aquella a quien tenía que
llamar la señorita.
¿Dónde estaba ya aquel afán por
hablar de las cosas de la barraca?
Entraba Nelet en la casa con la
confianza de siempre, pero notando en torno de él un ambiente de frialdad e
indiferencia. Era el femater, y nada más.
Algunas veces intentó resucitar
en María el entusiasmo por la pasada vida, hablándole del ama y de su familia,
que tanto la amaban; de aquella barraca en la que todos pensaban en ella; pero
la joven oíale con cierto malestar, como si le causara repugnancia la
rusticidad de los de allá.
¡Ah pobre Nelet! Decididamente le
habían cambiado su Marieta. En aquella adorable muñeca no había nada que
vibrase al recuerdo del pasado. Parecía que en su cabeza, al cubrirse con el
peinado de mujer, se habían desvanecido todos los sueños de poesía campestre.
Tenía el pobre muchacho que
contentarse sosteniendo largas conversaciones con la churra, en aquella cocina
a la que llegaba el tecleo monótono de la señorita, que estudiaba sus lecciones
en el piano del salón. Aquellas escalas, incoherentes y pesadas, se le metían
en el alma, conmoviéndole más que las melodías del órgano de la iglesia de
Paiporta.
Y, para colmo de sus penas, la
criada no sabía hablar más que de don Aureliano, un personaje que preocupaba a
Nelet y al que acabó por conocer deteniéndose un día en la puerta del despacho
del escribano.
Era un jovencillo pálido, rubio,
enclenque, con lentes de oro y ademanes nerviosos; un abogado recién salido de
la Universidad, que se preparaba con la práctica para ser habilitado de don
Esteban, ansioso de descanso, y que, al fin, acabaría por hacerse dueño del
despacho.
¡Y que parase ahí! Esto no lo
decía el pobre femater, pero lo pensaba con la confusión propia de su caletre.
Aquel barbilindo, que tenía cinco o seis años más que él, era una espina que
llevaba clavada en el corazón.
Deseoso de reconquistar el afecto
de la señorita, Nelet multiplicaba sus obsequios con tanta rudeza como buena
voluntad.
El jamelgo llegaba muchas veces a
Valencia con los serones llenos de frutas o frescas hortalizas; los campos del
camino temblaban al verle venir, temiendo su loca rapiña, su inmoderado afán de
obsequiar, sin acordarse que hay dueños en el mundo y guardas que pueden pegar
una paliza; pero tanto sacrificio no merecía más que alguna automática sonrisa
o un «¡gracias!», como se da a cualquiera, y los regalos iban a la cocina, sin
alcanzar otros elogios que los de la churra.
En cambio, sobre la mesa del
comedor, o en el salón, sobre el piano, todas las mañanas veía el pobre Nelet
ramos de flores frescas recién traídas del mercado, que María aspiraba con
pasión de mujer que despierta, como, si en vez de perfume de jardines, aspirase
otro que llegaba más directamente a su corazón.
Eran regalos del tal don
Aureliano, de aquel danzarín, para quien resultaba ya estrecho el despacho, y
con la pluma tras la oreja y fingiendo mil pretextos, se metía hasta en la
cocina sólo por ver un instante a María y cruzar una sonrisa.
¡Y cómo se coloreaba el semblante
de ella..., Cristo!
Toda la sangre moruna que el
huertano tenía en su atezado cuerpo inflamábase ante aquel don Aureliano, que
era casi de su edad y del que no le separaba más que su categoría de señorito.
Nelet, a los dieciséis años,
comprendía ya el motivo de que los hombres se cieguen y vayan a presidio.
Lo único que le detenía era la
certeza de que don Esteban, el terrible ogro, apreciaba a aquel pisaverde y le
irritaría cuanto hiciese en su daño.
Además, se consolaba con la
esperanza de que todas sus rabietas carecían de fundamento. Nada de extraño
tenía que el abogadillo buscase a Marieta. ¡Era tan bonita y tan buena! Pero de
seguro que ella no le hacía gran caso; Nelet tenía la certeza de esto y también
de que la frialdad de su antigua hermana no pasaba de ser una mala racha, un
caprichito como los que tenía de niña allá en la barraca, donde tanto le
martirizaba con su mal genio.
¡Pues no faltaba más que ella
resultase una ingrata con tanto como la amaban allá, en Paiporta, y él sobre
todos!
Una mañana entró en la casa
encontrando la puerta abierta. La churra no estaba en la cocina. En el despacho
leía don Esteban con la nariz casi pegada a unos autos, y en el salón sonaba el
monótono tecleo, formando escalas cada vez más perezosas y desmayadas.
Entró con su paso cauteloso de
morisco, que aún hacían más imperceptibles las ligeras alpargatas, y al
reflejarse su figura en un espejo como silenciosa aparición. María dio un grito
de sorpresa y de miedo.
Allí estaba el maldito abogadillo
de los lentes de oro, casi doblado sobre el piano, al lado de María, como si
fuese a volver una hoja del cuaderno que ocupaba el atril, pero con la cabeza
tan junta a la de la joven que parecía querer devorarla.
¡ Rediel! ... ¿Para cuándo eran
las bofetadas?
Y lo peor fue que María, aquella
Marieta que un año antes le trataba a cachetes como traviesa y cariñosa
hermana, aquella a la que nunca quiso comparar con su madre, temiendo que ésta
resultase menos querida, lo miró fijamente en un relampagueo de odio y se puso
en pie con el ademán de una señora bien segura de la sumisión de su siervo.
¿Qué buscaba allí? En la cocina
tenia a la criada. ¿No podía estudiar tranquila un rato?
Nunca pudo recordar Nelet cómo
salió del salón. Debió de retroceder cabizbajo y vacilante, como una bestia
herida. Le zumbaban los oídos, su cara quemaba, y pensando en aquel otro que se
quedaba tranquilo y satisfecho junto al piano, repetíase mentalmente: «¡Dios
mío, qué vergüenza!»
Estaba inmóvil en mitad del
corredor que conducía al salón, con el rostro en la pared, como si quisiera
incrustarlo en ella, cegar para siempre, y aun así, todavía recibió el último
latigazo, oyendo la vocecilla del de los lentes de oro.
-¡Moscón más pesado! Ese muchacho
parece que me odie, que nos persiga como si sintiera celos.
-¡Qué idea! Es el hijo de mi
nodriza: un infeliz, un bruto..., pero con buen corazón.
Y, tras breve pausa, sonaron,
amortiguados por los cortinajes, dos chasquidos leves y misteriosos, que los
sintió Nelet como un par de puñaladas. Tal vez era el piano que crujía o la
hoja del cuaderno que se doblaba; pero el pobre muchacho, después de un
instintivo impulso de correr hacia el salón con los puños cenados, huyó,
dejando el capazo en la cocina como tarjeta de visita, y ya en la calle arreó
su jaco, con los serones vacíos, que salió trotando camino de la barraca.
Por tercera vez le robaban su
Marieta: ya era bastante.
Ahora sólo tendría cariño para su
madre; para aquellos terruños que apenas arañados correspondían a su caricia,
cubriéndose con manto verde terciopelo y regalándole el pan.
No volvió más a Valencia. Odiaba
a la ciudad porque ella estaba allí.
Y como los fematers no pagan
contribución directa, nadie se enteró de que en el gremio había una baja.