BeLLA ViLLA
" La literatura a tajo abierto"
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Edición No. 193, junio de 2015
Directores:
Raúl Jaime Gaviria
Hernán Botero Restrepo
EL POTRO DEL SEÑOR
CURA
Armando Palacio
Valdés
Muchos habrán conocido como yo al
cura de Arbín, y habrán tenido ocasión de admirar su carácter bondadoso y
nobilísimo, la sencillez de sus costumbres y cierta inocencia de espíritu que
sólo otorga Dios a los que elige para sí; por donde era estimado y querido de
todos. Habitaba en su casa rectoral a dos tiros de piedra del pueblo, servido
por una criada vieja y un criado no menos añoso. Había también un mastín, que
nadie recordaba cuándo había sido cachorro, y un caballo que había entrado en
su poder hacía más de veinte años cerrado ya, al decir de los peritos. Como don
Pedro, que así se llamaba el cura, pasaba bien 23 de los setenta, con razón
podía decirse que aquella casa era un museo de antigüedades. Vamos a referir la
historia del caballo, dejando para otra sazón la del mastín, por ser menos
interesante.
Nadie le conocía en el pueblo sino
por el "potro del señor cura". Pero como el lector comprenderá, éste
no era más que un mote que por reír le habían puesto. El autor de la burla
debía de ser Xuan de Manolín, que era en aquel tiempo el espíritu más
humorístico y despreocupado con que contaba la parroquia. Su verdadero nombre
era Píchón. Así le designaba su dueño, lo mismo que los criados. Había sido
tordo en otro tiempo; pero cuando yo le vi, todos ¡,los pelos negros se le
habían caído o se habían trocado blancos. No tenía mala estampa; su condición,
apacible; el paso, medianamente saltón o cochinero. Por eso el cura hacía años
que no osaba ponerle al trote y prefería salir media hora antes en sus
excursiones a las parroquias inmediatas. Sufrido, noble, seguro y conocedor
como nadie de aquellos caminos, el Pichón reunía partes bastantes para ser
estimado por su amo como una alhaja. La virtud sobresaliente de este precioso
animal era, no obstante, la sobriedad. Como la poca yerba que daba el prado de
mansos la comía casi toda una vaca de leche que el cura poseía, el desgraciado
Pichón veíase necesitado a vagar nueve meses del año por trochas y callejas
viendo crecer la yerba para comérsela mucho antes de ser talluda. Ningún rocín,
antiguo o moderno, anduvo jamás a la gramática con tan feliz aprovechamiento;
porque su cuarto trasero estaba siempre redondo y lucio como si se hallara a
pupilo en casa de algún marqués. Tanto, que más de una vez le preguntaron al
cura si lo alimentaba con paja y cebada. ¡Cebada el Pichón! Había oído hablar
de ella en alguna ocasión; pero verla, nunca.
Como si no fuesen bastantes estas
prendas, todavía el Pichón era poseedor de otra muy estimable: una memoria
prodigiosa. En cuanto el señor cura de Arbín se detenía una vez en cualquier
casa de los contornos, al pasar de nuevo por allí el Pichón paraba en firme
como invitándole a apearse. Claro está que tratándose de la casa de la hermana
del párroco, que vivía en Felechosa, y de la del cura del Pino, con quien aquel
tenía empeñada hacía muchos años una partida permanente de brisca, el caballo
no solamente se paraba, sino que iba derecho a la cuadra. Mas el Pichón, sin
motivo alguno razonable, tenía muchos enemigos en el pueblo, unos declarados,
otros encubiertos. Los cuales, no hallando sitio por donde combatirle en lucha
24 franca, le hacían una guerra sorda e insidiosa: le atacaban por la vejez.
¡Como si no hubiéramos todos de llegar a ella bajo pena de la vida!, según
pensaba el cuadrúpedo muy acertadamente. Principiaron por darle el apodo
burlesco de "potro". Bien sabía el Pichón que no lo era, ni soñaba
con echárselas de tal. ¿Cuándo se le había visto hacer el "rucio verde, ni
ponerse relamido y jacarero a la vista de una yegua, por ligera de cascos que
fuese? Vivir honradamente, no atropellarse jamás, comer lo que hubiere, no
meterse en elecciones. Éstos eran los axiomas fundamentales que había sacado de
su larga experiencia. No satisfechos con apodarle, sus contrarios le levantaban
falsos testimonios. Decían que una vez yendo desde Lena a Cabañaquinta se había
dormido en el camino llevando al cura encima, y que fue necesario que un
arriero le despertase a palos. Pura calumnia. Lo que había sucedido era que en
casa del cura de Llanolatabla, donde su amo había estado cerca de siete horas,
no le habían dado una brizna de yerba, y, naturalmente, la debilidad le hizo
caer. Asimismo los vecinos chistosos, y muchos también que no lo eran, se
autorizaban chanzas de mal género en contra suya, y no cesaban de dar vaya al
párroco sobre este tema.
Con lo cual, don Pedro, a pesar
de su paciencia bien reconocida, llegaba en ocasiones a ponerse irritadísimo.
"¡Cáscaras! ¿Qué les habrá hecho el pobre animal a estos zopencos para que
tan mal le quieran?"
El que más se ensañaba era Xuan
de Manolín. Jamás pasaba el cura a caballo por delante de su taberna que no
saliese a la puerta a soltar alguna de sus habituales ocurrencias; si es que ya
no tenía de la brida al jaco y, mostrándose primero muy fino no concluía por
bajarle el belfo y preguntar con aparente candidez:
-¿Está cerrado ya, señor cura?
Los parroquianos, que también salían a la
puerta, con ésta y otras agudezas por el estilo, se morían de risa, y don Pedro
se marchaba amoscado y murmurando pestes.
Finalmente, tan acosado se vio por la
cantaleta de sus feligreses, en la que también tomaban parte sus compañeros los
párrocos de los lugares inmediatos cuando se reunía con ellos en alguna fiesta,
que resolvió deshacerse del caballo, aunque le costase un disgusto serio. No
obstante, cuando llegó la feria de la Ascensión, donde pensaba llevarlo,
flaqueó y estuvo muy cerca de volverse atrás. Pero había soltado ya la especie
delante de algunos vecinos. Toda la parroquia sabía su resolución y aplaudía.
¡Qué dirían si al cabo se quedase otra vez con el Pichón!
Melancólico y acongojado, montó
el cura en él una mañana, y paso entre paso, se plantó en Oviedo. Según se
acercaba a la ciudad, le iban punzando más y más los remordimientos. Por
vueltas que se diera al asunto, y aunque se 'presentasen numerosos ejemplos de
este caso, la verdad es que no dejaba de ser una ingratitud vender al pobre
Pichón después de veinte años de buenos servicios. ¡Quién sabe a qué lo
destinarían! Tal vez a una diligencia quizá a morir inicuamente en una plaza de
toros. De todos modos, el martirio. La inocencia con que el rucio caminaba, sin
recelo ni sospecha, causaba en su amo una impresión de vergüenza que no era
poderoso a reprimir.
En la feria el ganado andaba muy
barato. El Pichón era tan viejo que nadie le quería. Sólo un chalán ofreció por
él quince duros. El cura lo soltó al fin en este precio por temor a las burlas
del vecindario si se presentaba nuevamente con él en Arbín. Luego que lo hubo
perdido de vista, quedó más tranquilo, porque la presencia del cuadrúpedo mucho
le hacía padecer. Tomo el tren para el pueblo, y cuando llegó tuvo el disgusto
de recibir enhorabuenas por lo que él secretamente calificaba de mala acción.
A los pocos días, sin embargo, se
había olvidado enteramente del caballo. Pero sin duda, necesitaba otro. Aunque
disfrutaba de buena salud y tenía, gracias a Dios, las piernas recias, algunas
parroquias estaban muy lejanas, y no era cosa de andar pidiendo todos los días
la yegua a Xuan de Manolín o el macho a Cosme el molinero. Por consejo de estos
y otros feligreses entendidos, se decidió a no aguardar la feria de Todos los
Santos en Oviedo y buscar montura en la de San Pedro de Boñar, donde acudía
casi todo el ganado caballar de la provincia de León.
Dicho y hecho. Cuando llegó la
época, aprovechando la mula de un arriero amigo que iba a León con su recua,
tomó la derrota de la vía de Boñar por el puerto de San Isidro. Allí sucedía lo
contrario que en Oviedo. Las bestias estaban caras. Menos de cuarenta duros no
había modo de mercar caballería que sirviese. En cuarenta y tres, y el
correspondiente alboroque, se hizo dueño nuestro cura de un caballo alazán
tostado, no muy vivo de genio, pero seguro y firme, que no había quien le semejase
en toda ;la ribera del Esla, ni aun en la del Orbigo, al decir de los tratantes
que se lo vendían. Y así debía de ser, porque don Pedro recordaba aquel refrán
castellano: "Alazán tostado, antes muerto que cansado".
Caballero en él dio otra vez la
vuelta para su pueblo, pasando por Lillo e Isoba y atravesando las abruptas
angosturas del San Isidro. Caminaba alegre y satisfecho de su 26 compra, porque
el animal sufría bien aquellas cuestas agrias, y sobre todo no se espantaba,
cosa que era la que más temía. Mas al llegar a Felochosa sucedióle un caso que
le maravilló en extremo. Y fue que, tratando de apearse un instante en casa de
su hermana, el caballo se fue por sí solo en derechura a la cuadra.
-¡Vaya un olfato el de este animal! -exclamó
el cura, entrando en la casa.
Y el gozo le salía por los poros.
Detúvose allí más de la cuenta, y echándola de
lo que le faltaba, comprendió que era imposible parar en el Pino a jugar una
brisca con el cura. Mas al llegar aquí experimentó nuevo y mayor asombro. El
caballo, a pesar de los tirones de cabezón y vardascazos, resistióse a seguir
por el camino real y, desviándose un poquito, se dirigió a casa del párroco y
entró en la cuadra. –
¡Prodigioso, cáscaras,
prodigioso! -murmuró el cura, abriendo mucho los ojos.
Y en gracia de aquel instinto
admirable no le hostigó más y se bajó a saludar a su amigo. Cuando llegó al
pueblo era ya noche cerrada, por lo cual no pudo ser visto y admirado de los
vecinos el precioso e inteligente animal. Pero al día siguiente se personaron en
el establo algunos de ellos, y después de visto, le reputaron por buen caballo
y dieron a su amo mil plácemes por la compra. –
¡Es un jaco de lo devino, señor
cura! Ya tiene montura hasta que se muera.
-¡Acabara de echar de casa aquel
trasto viejo, que si a mano viene un día le dejaba mayormente a pie en el mesmo
camino!
El cura mostrábase alegre con las norabuenas;
pero aquel recuerdo del Pichón le impresionaba todavía malamente.
Transcurrieron cinco o seis días sin que don Pedro tuviese necesidad de montar
su nuevo caballo, al cabo de los cuales mandó al criado que lo limpiase y
enjaezase, pues pensaba ir a Mieres. El doméstico se le presentó a los pocos
momentos diciéndole:
-¿Sabe, señor cura, que el León (así se
llamaba el jaco), tiene unas manchas blancas que no se pueden quitar?
-Limpia bien, borrego, limpia bien; se habrá
rozado con la pared. Por más que hizo no logró que desaparecieran. Entonces el
cura, enojado, le dijo:
-Convéncete, Manuel, de que ya no tienes
puños. Vas a ver ahora cómo se marchan en seguida. Y despojándose de la sotana
y echando hacia arriba las mangas de la camisa, tomó el cepillo y el rascador y
él mismo se puso a limpiarlo. Mas sus esperanzas quedaron fallidas. Las manchas
no sólo no desaparecían, sino que se iban haciendo cada vez mayores.
-A ver, trae agua caliente y
jabón -dijo al fin sudoroso y despechado.
¡Aquí fue ella!
El agua quedó teñida al instante de rojo, y
las manchas blancas del caballo se extendieron de tal modo que casi le tapaban
el cuerpo.
En resumen: tanto fregaron por
él, que al cabo de media hora había desaparecido el alazán, quedando en su
lugar un caballo blanco.
Manuel se echó unos pasos atrás,
y con la consternación pintada en el semblante, exclamó:
-¡Así Dios me mate, si no es el Pichón!
El cura quedó clavado en el
suelo.
En efecto, debajo de la capa de
almazarrón u otro menjurje asqueroso con que le habían disfrazado, se
encontraba el viejo, el sufrido, el parco, el calumniado Pichón.
La noticia corrió como una chispa
por el pueblo. Al poco rato una porción de gente se apiñaba delante de la
rectoral contemplando entre risotadas y comentarios chistosos el "potro
del señor cura" que el criado había sacado del establo. Cuando más
divertidos estaban, apareció en el corredor don Pedro, con el rostro torvo y
enfurecido, y dijo:
-¡Me está bien empleado, cáscaras, por haber
hecho caso de unos zopencos como vosotros!... ¡Al que me vuelva a hablar de él
una palabra le fraño los huesos, cáscaras, recáscaras!
Comprendiendo que le sobraba razón para
incomodarse, los mirones no chistaron y se fueron pian piano hacia el pueblo.