BeLLA ViLLA
" La literatura a tajo abierto"
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Edición No. 203, agosto de 2015
Directores:
Raúl Jaime Gaviria
Hernán Botero Restrepo
CASTELLANO VIEJO
Por Mariano José Larra
Ya en mi edad pocas veces gusto
de alterar el orden que en mi manera de vivir tengo hace tiempo establecido, y
fundo esta repugnancia en que no he abandonado mis lares ni un solo día para
quebrantar mi sistema, sin que haya sucedido el arrepentimiento más sincero al
desvanecimiento de mis engañadas esperanzas. Un resto, con todo eso, del
antiguo ceremonial que en su trato tenían adoptado nuestros padres, me obliga a
aceptar a veces ciertos convites a que parecería el negarse grosería, o por lo
menos ridícula afectación de delicadeza.
Andábame días pasados por esas
calles a buscar materiales para mis artículos. Embebido en mis pensamientos, me
sorprendí varias veces a mí mismo riendo como un pobre hombre de mis propias
ideas y moviendo maquinalmente los labios; algún tropezón me recordaba de
cuando en cuando que para andar por el empedrado de Madrid no es la mejor
circunstancia la de ser poeta ni filósofo; más de una sonrisa maligna, más de
un gesto de admiración de los que a mi lado pasaban, me hacía reflexionar que
los soliloquios no se deben hacer en público; y no pocos encontrones que al
volver las esquinas di con quien tan distraída y rápidamente como yo las
doblaba, me hicieron conocer que los distraídos no entran en el número de los
cuerpos elásticos, y mucho menos de los seres gloriosos e impasibles. En
semejante situación de mi espíritu, ¿qué sensación no debería producirme una
horrible palmada que una gran mano, pegada (a lo que por entonces entendí) a un
grandísimo brazo, vino a descargar sobre uno de mis hombros, que por desgracia
no tienen punto alguno de semejanza con los de Atlante?
No queriendo dar a entender que
desconocía este enérgico modo de anunciarse, ni desairar el agasajo de quien
sin duda había creído hacérmele más que mediano, dejándome torcido para todo el
día, traté sólo de volverme por conocer quien fuese tan mi amigo para tratarme
tan mal; pero mi castellano viejo es hombre que cuando está de gracias no se ha
de dejar ninguna en el tintero. ¿Cómo dirá el lector que siguió dándome pruebas
de confianza y cariño? Echome las manos a los ojos y sujetándome por detrás:
-¿Quién soy? -gritaba alborozado
con el buen éxito de su delicada
travesura-. ¿Quién soy?
«Un animal», iba a responderle;
pero me acordé de repente de quién podría ser, y sustituyendo cantidades
iguales:
-Braulio eres -le dije.
Al oírme, suelta sus manos, ríe,
se aprieta los ijares, alborota la calle y pónenos a entrambos en escena.
-¡Bien, mi amigo! ¿Pues en qué me
has conocido?
-¿Quién pudiera sino tú...?
-¿Has venido ya de tu Vizcaya?
-No, Braulio, no he venido.
-Siempre el mismo genio. ¿Qué
quieres?, es la pregunta del español. ¡Cuánto me alegro de que estés aquí!
¿Sabes que mañana son mis días?
-Te los deseo muy felices.
-Déjate de cumplimientos entre
nosotros; ya sabes que yo soy franco y castellano viejo: el pan pan y el vino
vino; por consiguiente exijo de ti que no vayas a dármelos; pero estás
convidado.
-¿A qué?
-A comer conmigo.
-No es posible.
-No hay remedio.
-No puedo -insisto ya temblando.
-¿No puedes?
-Gracias.
-¿Gracias? Vete a paseo; amigo,
como no soy el duque de F..., ni el
conde de P...
¿Quién se resiste a una sorpresa
de esta especie?¿Quién quiere parecer vano?
-Pues si no es eso -me
interrumpe-, te espero a las dos; en casa se come a la española; temprano.
Tengo mucha gente: tendremos al
famoso X., que nos improvisará de lo lindo; T. nos cantará de sobremesa una
rondeña con su gracia natural; y por la noche J. cantará y tocará alguna
cosilla.
Esto me consoló algún tanto, y
fue preciso ceder: un día malo, dije para mí, cualquiera lo pasa; en este mundo
para conservar amigos es preciso tener el valor de aguantar sus obsequios.
-No faltarás, si no quieres que
riñamos.
-No faltaré -dije con voz exánime
y ánimo decaído, como el zorro que se revuelve inútilmente dentro de la trampa
donde se ha dejado coger.
-Pues hasta mañana -y me dio un
torniscón por despedida.
Vile marchar como el labrador ve
alejarse la nube de su sembrado, y
quedeme discurriendo cómo podían entenderse estas amistades tan hostiles y tan
funestas.
Ya habrá conocido el lector,
siendo tan perspicaz como yo le imagino, que mi amigo Braulio está muy lejos de
pertenecer a lo que se llama gran mundo y sociedad de buen tono, pero no es
tampoco un hombre de la clase inferior, puesto que es un empleado de los de
segundo orden, que reúne entre su sueldo y su hacienda cuarenta mil reales de renta;
que tiene una cintita atada al ojal y una crucecita a la sombra de la solapa;
que es persona, en fin, cuya clase, familia y comodidades de ninguna manera se
oponen a que tuviese una educación más escogida y modales más suaves e
insinuantes. Mas la vanidad le ha sorprendido por donde ha sorprendido casi
siempre a toda o a la mayor parte de nuestra clase media, y a toda nuestra
clase baja. Es tal su patriotismo, que dará todas las lindezas del extranjero
por un dedo de su país. Esta ceguedad le hace adoptar todas las responsabilidades de tan inconsiderado
cariño; de paso que defiende que no hay vinos como los españoles, en lo cual
bien pude de tener razón, defiende que no hay educación como la española, en lo
cual bien pudiera no tenerla; a trueque de defender que el cielo de Madrid es
purísimo, defenderá que nuestras manolas son las más encantadoras de todas las
mujeres: es un hombre, en fin, que vive de exclusivas, a quien le sucede poco
más o menos lo que a una parienta mía, que se muere por las jorobas sólo porque
tuvo un querido que llevaba una excrecencia bastante visible sobre entrambos
omóplatos.
No hay que hablarle, pues, de
estos usos sociales, de estos respetos mutuos, de estas reticencias urbanas, de
esa delicadeza de trato que establece entre los hombres una preciosa armonía,
diciendo sólo lo que debe agradar y callando siempre lo que puede ofender. Él
se muere «por plantarle una fresca al lucero del alba», como suele decir, y
cuando tiene un resentimiento, se le
«espeta a uno cara a cara». Como tiene trocados todos los frenos, dice de los
cumplimientos que ya sabe lo que quiere decir «cumplo» y «miento»; llama a la
urbanidad hipocresía, y a la decencia monadas; a toda cosa buena le aplica un
mal apodo; el lenguaje de la finura es para él poco más que griego: cree que
toda la crianza está reducida a decir «Dios guarde a ustedes» al entrar en una
sala, y añadir «con permiso de usted» cada vez que se mueve; a preguntar a cada
uno por toda su familia, y a despedirse de todo el mundo; cosas todas que así
se guardará él de olvidarlas como de tener pacto con franceses. En conclusión,
hombres de estos que no saben levantarse para despedirse sino en corporación
con alguno o algunos otros, que han de dejar humildemente debajo de una mesa su
sombrero, que llaman su «cabeza», y que cuando se hallan en sociedad por
desgracia sin un socorrido bastón, darían cualquier cosa por no tener manos ni
brazos, porque en realidad no saben
dónde ponerlos, ni qué cosa se puede hacer con los brazos en una sociedad.
Llegaron las dos, y como yo
conocía ya a mi Braulio, no me pareció conveniente acicalarme demasiado para ir
a comer; estoy seguro de que se hubiera picado; no quise, sin embargo, excusar
un frac de color y un pañuelo blanco, cosa indispensable en un día de días en
semejantes casas; vestime sobre todo lo más despacio que me fue posible, como
se reconcilia al pie del suplicio el infeliz reo, que quisiera tener cien
pecados más que contar para ganar tiempo; era citado a las dos, y entré en la
sala a las dos y media.
No quiero hablar de las infinitas
visitas ceremoniosas que antes de la hora de comer entraron y salieron en
aquella casa, entre las cuales no eran de despreciar todos los empleados de su
oficina, con sus señoras y sus niños, y sus capas, y sus paraguas, y sus
chanclos, y sus perritos; dejome en blanco
los necios cumplimientos que se dijeron al señor de los días; no hablo del
inmenso círculo con que guarnecía la sala el concurso de tantas personas
heterogéneas, que hablaron de que el tiempo iba a mudar, y de que en invierno
suele hacer más frío que en verano. Vengamos al caso: dieron las cuatro y nos
hallamos solos los convidados. Desgraciadamente para mí, el señor de X., que
debía divertirnos tanto, gran conocedor de esta clase de convites, había tenido
la habilidad de ponerse malo aquella mañana; el famoso T. se hallaba
oportunamente comprometido para otro convite; y la señorita que tan bien había
de cantar y tocar estaba ronca, en tal disposición que se asombraba ella misma
de que se la entendiese una sola palabra, y tenía un panadizo en un dedo.
¡Cuántas esperanzas desvanecidas!
-Supuesto que estamos los que
hemos de comer -exclamó don Braulio-, vamos a la mesa, querida mía.
-Espera un momento -le contestó
su esposa casi al oído-, con tanta
visita yo he faltado algunos momentos de allá dentro y...
-Bien, pero mira que son las
cuatro.
-Al instante comeremos.
Las cinco eran cuando nos
sentábamos a la mesa.
-Señores -dijo el anfitrión al
vernos titubear en nuestras respectivas colocaciones-, exijo la mayor
franqueza; en mi casa no se usan cumplimientos. ¡Ah, Fígaro!, quiero que estés
con toda comodidad; eres poeta, y además estos señores, que saben nuestras
íntimas relaciones, no se ofenderán si te prefiero; quítate el frac, no sea que
le manches.
-¿Qué tengo de manchar? -le
respondí, mordiéndome los labios.
-No importa, te daré una chaqueta
mía; siento que no haya para todos.
-No hay necesidad.
-¡Oh!, sí, sí, ¡mi chaqueta!
Toma, mírala; un poco ancha te vendrá.
-Pero, Braulio...
-No hay remedio, no te andes con
etiquetas.
Y en esto me quita él mismo el
frac, velis nolis, y quedo sepultado en una cumplida chaqueta rayada, por
la cual sólo asomaba los pies y la
cabeza, y cuyas mangas no me permitirían comer probablemente. Dile las gracias:
¡al fin el hombre creía hacerme un obsequio!
Los días en que mi amigo no tiene
convidados se contenta con una mesa baja, poco más que banqueta de zapatero,
porque él y su mujer, como dice, ¿para qué quieren más? Desde la tal mesita, y
como se sube el agua del pozo, hace subir la comida hasta la boca, adonde llega
goteando después de una larga travesía; porque pensar que estas gentes han de
tener una mesa regular, y estar cómodos todos los días del año, es pensar en lo
excusado. Ya se concibe, pues, que la instalación de una gran mesa de convite
era un acontecimiento en aquella casa; así que se había creído capaz de
contener catorce personas que éramos en una mesa donde apenas podrían comer
ocho cómodamente. Hubimos de sentarnos de medio lado, como quien va a arrimar
el hombro a la comida, y entablaron los codos de los convidados íntimas
relaciones entre sí con la más fraternal inteligencia del mundo. Colocáronme
por mucha distinción entre un niño de cinco años, encaramado en unas almohadas
que era preciso enderezar a cada momento porque las ladeaba la natural
turbulencia de mi joven adlátere, y entre uno de esos hombres que ocupan en el
mundo el espacio y sitio de tres, cuya corpulencia por todos lados se salía de
madre de la única silla en que se hallaba sentado, digámoslo así, como en la
punta de una aguja. Desdobláronse silenciosamente las servilletas, nuevas a la
verdad, porque tampoco eran muebles en uso para todos los días, y fueron izadas
por todos aquellos buenos señores a los ojales de sus fraques como cuerpos
intermedios entre las salsas y las solapas.
-Ustedes harán penitencia,
señores -exclamó el anfitrión una vez sentado-; pero hay que hacerse cargo de
que no estamos en Genieys -frase que creyó
preciso decir.
Necia afectación es ésta, si es
mentira, dije yo para mí; y si verdad, gran torpeza convidar a los amigos a
hacer penitencia.
Desgraciadamente no tardé mucho
en conocer que había en aquella expresión más verdad de la que mi buen Braulio
se figuraba. Interminables y de mal gusto fueron los cumplimientos con que para
dar y recibir cada plato nos aburrimos unos a otros.
-Sírvase usted.
-Hágame usted el favor.
-De ninguna manera.
-No lo recibiré.
-Páselo usted a la señora.
-Está bien ahí.
-Perdone usted.
-Gracias.
-Sin etiqueta, señores -exclamó
Braulio, y se echó el primero con su propia cuchara.
Sucedió a la sopa un cocido
surtido de todas las sabrosas impertinencias de este engorrosísimo, aunque buen
plato; cruza por aquí la carne; por allá la verdura; acá los garbanzos; allá el
jamón; la gallina por derecha; por medio el tocino; por izquierda los
embuchados de Extremadura. Siguiole un plato de ternera mechada, que Dios maldiga, y a éste otro y otros y otros; mitad
traídos de la fonda, que esto basta para que excusemos hacer su elogio, mitad
hechos en casa por la criada de todos los días, por una vizcaína auxiliar
tomada al intento para aquella festividad y por el ama de la casa, que en
semejantes ocasiones debe estar en todo, y por consiguiente suele no estar
nada.
-Este plato hay que disimularle
-decía ésta de unos pichones-; están un poco quemados.
-Pero, mujer...
-Hombre, me aparté un momento, y
ya sabes lo que son las criadas.
-¡Qué lástima que este pavo no
haya estado media hora más al fuego! Se puso algo tarde.
-¿No les parece a ustedes que
está algo ahumado este estofado?
-¿Qué quieres? Una no puede estar
en todo.
-¡Oh, está excelente!
-exclamábamos todos dejándonoslo en el plato-. ¡Excelente!
-Este pescado está pasado.
-Pues en el despacho de la
diligencia del fresco dijeron que acababa de llegar. ¡El criado es tan bruto!
-¿De dónde se ha traído este
vino?
-En eso no tienes razón, porque
es...
-Es malísimo.
Estos diálogos cortos iban
exornados con una infinidad de miradas furtivas del marido para advertirle
continuamente a su mujer alguna negligencia, queriendo darnos a entender
entrambos a dos que estaban muy al corriente de todas las fórmulas que en
semejantes casos se reputan finura, y que todas las torpezas eran hijas de los
criados, que nunca han de aprender a servir. Pero estas negligencias se
repetían tan a menudo, servían tan poco ya las miradas, que le fue preciso al
marido recurrir a los pellizcos y a los pisotones; y ya la señora, que a duras
penas había podido hacerse superior hasta entonces a las persecuciones de su
esposo, tenía la faz encendida y los ojos llorosos.
-Señora, no se incomode usted por
eso -le dijo el que a su lado tenía.
-¡Ah!, les aseguro a ustedes que
no vuelvo a hacer estas cosas en casa; ustedes no saben lo que es esto; otra
vez, Braulio, iremos a la fonda y no
tendrás...
-Usted, señora mía, hará lo
que...
-¡Braulio! ¡Braulio!
Una tormenta espantosa estaba a
punto de estallar; empero todos los convidados a porfía probamos a aplacar
aquellas disputas, hijas del deseo de dar a entender la mayor delicadeza, para
lo cual no fue poca parte la manía de Braulio y la expresión concluyente que
dirigió de nuevo a la concurrencia acerca de la inutilidad de los
cumplimientos, que así llamaba él a estar bien servido y al saber comer. ¿Hay
nada más ridículo que estas gentes que quieren pasar por finas en medio de la
más crasa ignorancia de los usos sociales; que para obsequiarle le obligan a
usted a comer y beber por fuerza, y no le dejan medio de hacer su gusto? ¿Por
qué habrá gentes que sólo quieren comer con alguna más limpieza los días de
días?
A todo esto, el niño que a mi
izquierda tenía, hacía saltar las aceitunas a un plato de magras con tomate, y
una vino a parar a uno de mis ojos, que no volvió a ver claro en todo el día; y
el señor gordo de mi derecha había tenido la precaución de ir dejando en el
mantel, al lado de mi pan, los huesos de las suyas, y los de las aves que había
roído; el convidado de enfrente, que se preciaba de trinchador, se había
encargado de hacer la autopsia de un capón, o sea gallo, que esto nunca se
supo: fuese por la edad avanzada de la víctima, fuese por los ningunos
conocimientos anatómicos del victimario, jamás parecieron las coyunturas. «Este
capón no tiene coyunturas», exclamaba el infeliz sudando y forcejeando, más
como quien cava que como quien trincha. ¡Cosa más rara! En una de las
embestidas resbaló el tenedor sobre el animal como si tuviera escama, y el
capón, violentamente despedido, pareció querer tomar su vuelo como en sus
tiempos más felices, y se posó en el mantel tranquilamente como pudiera en un
palo de un gallinero.
El susto fue general y la alarma
llegó a su colmo cuando un surtidor de caldo,
impulsado por el animal furioso, saltó a inundar mi limpísima camisa: levántase
rápidamente a este punto el trinchador con ánimo de cazar el ave prófuga, y al
precipitarse sobre ella, una botella que tiene a la derecha, con la que
tropieza su brazo, abandonando su posición perpendicular, derrama un abundante
caño de Valdepeñas sobre el capón y el mantel; corre el vino, auméntase la
algazara, llueve la sal sobre el vino para salvar el mantel; para salvar la
mesa se ingiere por debajo de él una servilleta, y una eminencia se levanta
sobre el teatro de tantas ruinas. Una criada toda azorada retira el capón en el
plato de su salsa; al pasar sobre mí hace una pequeña inclinación, y una lluvia
maléfica de grasa desciende, como el rocío sobre los prados, a dejar eternas
huellas en mi pantalón color de perla; la angustia y el aturdimiento de la
criada no conocen término; retírase atolondrada sin acertar con las excusas; al
volverse tropieza con el criado que traía una
docena de platos limpios y una salvilla con las copas para los vinos
generosos, y toda aquella máquina viene al suelo con el más horroroso estruendo
y confusión. «¡Por San Pedro!», exclama dando una voz Braulio difundida ya
sobre sus facciones una palidez mortal, al paso que brota fuego el rostro de su
esposa. «Pero sigamos, señores, no ha sido nada», añade volviendo en sí.
¡Oh honradas casas donde un
modesto cocido y un principio final constituyen la felicidad diaria de una
familia, huid del tumulto de un convite de día de días! Sólo la costumbre de
comer y servirse bien diariamente puede evitar semejantes destrozos.
¿Hay más desgracias? ¡Santo
cielo! ¡Sí las hay para mí, infeliz! Doña Juana, la de los dientes negros y
amarillos, me alarga de su plato y con su propio tenedor una fineza, que es
indispensable aceptar y tragar; el niño se divierte en despedir a los ojos de
los concurrentes los huesos disparados de las cerezas; don Leandro me hace
probar el manzanilla exquisito, que he rehusado, en su misma copa, que conserva
las indelebles señales de sus labios grasientos; mi gordo fuma ya sin cesar y
me hace cañón de su chimenea; por fin, ¡oh última de las desgracias!, crece el
alboroto y la conversación; roncas ya las voces, piden versos y décimas y no
hay más poeta que Fígaro.
-Es preciso.
-Tiene usted que decir algo
-claman todos.
-Désele pie forzado; que diga una
copla a cada uno.
-Yo le daré el pie: «A don
Braulio en este día».
-Señores, ¡por Dios!
-No hay remedio.
-En mi vida he improvisado.
-No se haga usted el chiquito.
-Me marcharé.
-Cerrar la puerta.
-No se sale de aquí sin decir
algo.
Y digo versos por fin, y vomito
disparates, y los celebran, y crece la bulla y el humo y el infierno.
A Dios gracias, logro escaparme
de aquel nuevo Pandemonio. Por fin, ya respiro el aire fresco y desembarazado
de la calle; ya no hay necios, ya no hay castellanos viejos a mi alrededor.
-¡Santo Dios, yo te doy gracias,
exclamo respirando, como el ciervo que acaba de escaparse de una docena de
perros y que oye ya apenas sus ladridos; para de aquí en adelante no te pido
riquezas, no te pido empleos, no honores; líbrame de los convites caseros y de
días de días; líbrame de estas casas en que es un convite un acontecimiento, en
que sólo se pone la mesa decente para los convidados, en que creen hacer
obsequios cuando dan mortificaciones, en que se hacen finezas, en que se dicen
versos, en que hay niños, en que hay gordos, en que reina, en fin, la brutal
franqueza de los castellanos viejos! Quiero que, si caigo de nuevo en
tentaciones semejantes, me falte un roastbeef, desaparezca del mundo el
beefsteak, se anonaden los timbales de macarrones, no haya pavos en Périgueux,
ni pasteles en Perigord, se sequen los viñedos de Burdeos, y beban, en fin,
todos menos yo la deliciosa espuma del champagne.
Concluida mi deprecación mental, corro
a mi habitación a despojarme de mi camisa y de mi pantalón, reflexionando en mi
interior que no son unos todos los hombres, puesto que los de un mismo país,
acaso de un mismo entendimiento, no tienen las mismas costumbres, ni la misma
delicadeza, cuando ven las cosas de tan distinta manera. Vístome y vuelo a
olvidar tan funesto día entre el corto número de gentes que piensan, que viven
sujetas al provechoso yugo de una buena educación libre y desembarazada, y que
fingen acaso estimarse y respetarse mutuamente para no incomodarse, al paso que
las otras hacen ostentación de incomodarse, y se ofenden y se maltratan,
queriéndose y estimándose tal vez verdaderamente.