BeLLA ViLLA
" La literatura a tajo abierto"
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Edición No. 201, agosto de 2015
Directores:
Raúl Jaime Gaviria
Hernán Botero Restrepo
El cadiceño
Por Rosalia de Castro
Allá lejos, por el camino que
blanquea entre los viñedos y maizales, veo aparecer,
como caballeros con lanza en
ristre, dos hombres bélicamente armados de enormes
paraguas, y cuyo aire y contoneo
viene diciendo: «¡Que entramos!".
Y a fe que no sé si retirarme de
la ventana por temor a un reto de esos que hacen
estremecer las inanimadas piedras
y temblar las montañas. ¡Han aprendido tanto esos
benditos allá por las tierras de
María Santísima! Vuelven tan sabios y avisados que no
sería extraño adivinasen, con
solo mirarme el rostro, que estaba tomándole la filiación
para hacer su retrato.
Y atrévase cualquiera a mostrar a
su prójimo, siquiera en leve bosquejo, las grandes
narices o las grandes orejas con
que le dotó la prodiga naturaleza. ¡Oh!, yo sé
perfectamente cuán peligroso es
tal oficio. Pronto el de las grandes orejas o el de las
grandes narices, sin pararse a
considerar que no todos podemos ser, y de ello me
pesa, lo que se dice miniaturas,
se volverá iracundo2 contra el artista, diciendo:
–Voy a romperle a usted el alma;
yo no soy ese fantasma que acaba usted de diseñar.
Usted hace caricaturas en vez de
retratos.
Y si el artista es tímido, tiene
entonces que volver a coger el pincel, y en dos segundos,
¡chif! ¡chaf!, pintar las orejas
y las narices mas cucas del universo.
Mas no haré yo tal por solo
obedecer a una exigencia injusta, que, antes que nada, el
hombre debe ser fiel a la verdad,
y el artista, a la verdad y al arte. Quieran, pues, o no
quieran los que escupen por el
colmillo, me decido a cumplir con la espinosa misión que me
ha sido encomendada, y advierto
que, como mi conciencia juega siempre limpio en tales
lances, de hoy más serán inútiles
las protestas, inútiles así mismo las amenazas vanas.
Siento en mí un inexplicable pero
hondo deseo de desahogar el mal humor que me
produce la variedad del tiempo,
que ora es claro, ora nebuloso, ora frío, ora
fastidiosamente templado, y he
resuelto entretenerme en dibujar varios tipos. Si a las
gentes les pareciese demasiado
atrevido o trivial este propósito, murmuren de ello en
buen hora; pero no olviden que el
mundo es una cadena; que el que con hierro mata
con hierro muere; que todos
pecamos, y, por último, que quien escribe estas páginas
sabe harto bien que sin haber
dado permiso para ello, no habrá dejado más de un
aprendiz de dibujo de hacer su
caricatura.
Dos pollinos cargados con baúles
hasta reventar siguen humildemente a los hombres
de los paraguas, que item3 más de
este mueble incómodo, y a pesar de estar en el
mes de junio, traen grandes capas
y botas bien aforraas y comprías, cuando la
sequedad y el calor convidan a
andar descalzo por entre la fresca hierba.
Al llegar a las puertas de la
ciudad empiezan ya a preguntar en dónde haberá una
posaa de las boenas y de segoriá,
por lo que hay que perder. Pero como antes de
encontrarla quieren lucir las
bayules de coero de Montevideo y demás prendas y
alquipaje, atraviesan por las
calles prencipales, fumando un habano de mejor cualiá y
hablando el andalú más desfigurao
que pueda oír una criatura racional.
Mas, a decir verdad, hablan con
tal desenfado y arrogancia, con una fachenda4 tan
compría, escupen al uso de los
currillos con una gracia tan semellante a la suya, que
naide, al verlos, deja de conocer
que acaban de abandonar a la gaditana gente.
Cuando se han alojado, todo lo
quieren a la usanza de afoera, porque dendes que
degaron el país, en jamás han
poío arrostrar un chopo e caldo, como non fuese limpio,
con hartura de garabanzos...
–¿Cuánto tiempo han estado
ustedes en Cádiz? –les pregunta la patrona.
–¡Ya hay! –responde uno–. Pro mi
parte, dus años y cinco días, y ainda más media
miñana del güeves, en que me
embarqué en la badía de Cais, y mi amigo, tres años y
tres meses en Malparaíso.
–¡Vaya, que ya traen corrido
mundo! –dice la patrona–, mientras que uno no sabe salir
del lugar en donde nació. ¡Y qué
bien se les ha pegado el castellano, que parece que lo
mamaron con la leche, y lo mismo
los modos de por allá!
–¡Toma! –respondió uno con mucho
garbo, mientras guiña un ojo y tuerce todo el
cuerpo sobre una cadera–. Lo
mesmo me icían por allá las chicas: “Jazú –escramaba
la Guana cuando me vestía de
curro–. Este jallejo tanta gracia errama, que parez que'a
nacío entre la gente zalá.”
Proque neturalmente, dendes que salín da terra, nunca
pueden volver a la fala, ¡de
verdad!
–¡Pues n'a ser verdá! –prosiguió
el otro–. Pro la Habana, y pro Cais, todos los del
puebro, chequitos y grandes,
habran el andalú, y no coma por aquí, que son gallegos
coma las vacas.
–Cierto es –contesta la patrona,
que es tan cerrada de mollera como ellos–. A ir yo a
esas tierras, no hubiera vuelto a
la mía, que siquiera por solo oír hablar a todo el
mundo castellano y andaluz,
estaría uno a media ración... Además de que, según me
han dicho, tan buenos son esos
pueblos de afuera, que no se ve en las plazas pan de
brona, porque parece que no lo
hay.
–¡Qu'ha haber, señora! ¿Brona? Ni
los perros la arrostran, ni la hay en el mundo coma
no sea aquí. Pan branco de diario
y a pasto, lo comen pobres y ricos en Cais. Por la
mañana m'angollaba yo de un bocao
un panisillo, y después, los que caían por to el día.
–¡Cuánto bien de Dios! No sucede
aquí tal cosa, no; que con leche o papas tiene uno
que contentarse.
–Po allá carilla va la lecha; pro
an ravierso lo el panisillo n'es na. Sepa osté que a la
mediodía tomaba coma un caballero
mi puchera con un cuartarón de carne, patacas
correspondientes y garabanzos, un
neto de vino de lo tinto, y andandito.
–¡Qué le parece! ¿Y por la noche?
–De cea, a según; pro a de cote,
un jaspacho, que m’hacía la Guana de lo chichirico.
–Ahí tienen ustedes. ¡Miren qué
vida de reyes! ¡Y vaya a pedir aquí todo eso, que ya se
encontrará! Sobre todo ese
gazpacho o jaspacho, que no sé lo que es, pero que, de
seguro, debe de saber muy bien
por estar hecho al uso de esas tierras.
–Pro sabío, señora. Se como crúo
y parés cocío.
–Eso más, y dígame: ¿a qué
vendrán aquí las gentes de esos pueblos benditos de
Dios, y lo que es más, se
quedarán en este desierto, donde no es costumbre hacer
gazpachos?
–Se quedan de prisión y no acaban
lo que les es menester; algunos dirán que por aquí se
comen las boenas froitas, y
lagumes, y peixe...; pro de verdá, en noestra tierra solo se atopa
morriña; dego los peixes, y las
froitas, y las legumes a quien las quiera, y voyme a foera a
buscar los cuartos.
–¿Y cómo ustedes no se quedaron
por allá lejos, en donde no oyesen hablar más de Galicia?
–Tenemos mentres de volver a
marchar, y solo vimos a trajerle a nostra gente las
boenas cosas que ganamos. A mí no
me abastaron todavía coatro bayules bien
atacaos, y tiven que dejar en cas
de un campañero varios afeutos, que me mandará
por embarque...
–Eso es sabido; ninguno va afuera
que venga rico, sobre todo, los cadiceños –murmura
la patrona sonriendo.
–Yo, tal cual –dijo el de Cádiz,
escupiendo con desdén por el colmillo–; por lo que a mí
respeuta, no es por fachenda, pro
tengo pa una infirmidá y pa una ocasión, y pa poner
mi casa a estilo de Casi.
–¡Vaya, vaya; que ya pueden estar
contentos! ¿Y de qué lugar son?
–De Santa María de Meixede...;
pro..., compañero, seica ya no daremos con la vreda,
poes con motivo de haber estao
foera, se nos haberá barrido de la memoria.
–¡Queixáis! –responde gravemente
el de La Habana–. Buscaremos quien nos lo mostre.
–Pierdan cuidado, que yo lo haré
–exclama la patrona–. He ido muchas veces allí.
Ni dicho ni hecho.
Sin abandonar el paraguas, ni la
capa, ni el cigarro, se pasean por la ciudad, y entran en
casi todas las tiendas para
comprar algunos objetos que regalar a su gente como nativas
de Cais.
La patrona les enseña después el
camino como a extranjeros que han perdido su ruta;
ellos se dejan guiar como si lo
ignorasen, y emprenden la marcha con el aire más grave
que pueden, teniendo buen cuidado
de llevar el puro en los labios y el andalú en la
punta de la lengua. Ninguno sabe
decir una sola palabra en gallego, y casi están por
olvidarse de la puerta de su casa
y del nombre de sus amigos. Lo que no deja a veces
de causar risa a las gentes
maliciosas, que no son pocas entre nuestros aldeanos; pero
los pollinos que, cargados,
siguen a los forasteros, imponen respeto a los más, y cada
cual cree adivinar un tesoro tras
el coero de Montevideo de que están hechos los
bayules.
El padre, la madre, el hermano o
la esposa notan bien pronto, después de los
transportes del primer momento,
que el que vuelve al hogar de la familia no es ya el
hombre que era antes, lo cual en
nada disminuye el cariño que le profesan: por el
contrario, hace nacer en su alma
hacia el recién venido cierto respeto, del que se
enorgullecen.
Y, en efecto, aquel que hace dos
años era un aldeano como ellos, viste ahora de un
modo distinto, habla de gazpachos
y de pan blanco comido a pasto o de chiniticas del
Congo, detesta la brona como si
jamás la hubiera tocado, cada palabra que sale de su
boca es una sentencia, no teme a
Dios ni al diablo, ni le importan feridas d’ollo, y, por
último, habla el andalú como si
lo hubiese deprendido mesmo dendes sus prencipios.
¿Cómo, pues, pueden tener el
forastero en tan poco a sí mismos?
Sobre todo al ver todo el
equipaje con que cargan los pollinos, aquellas pobres gentes,
generalmente agobiadas por la
miseria o una grande escasez, no pueden menos que
mirar al cadiceño como un enviado
del cielo, y como no se guardan demasiados
cumplidos, pronto pasan, latiéndoles
el corazón, a revisar los baúles, cuyas chapas y clavo
dorados prometen guardar cosas
muy buenas, todas venidas de aquellas tierras en donde
dan pan por dormir, y en las
cuales el pantrigo y el puchero con carne y garabanzos son
cosa corriente para cualquiera.
Cuando se les presente venido de la siudá de Cais o de
esa Habana, que ellos contemplan
en su pensamiento, antes de haberla visto, poco
menos que como el paraíso o la
siudá de Jauja, todo es bueno, excelente y magnífico, y el
cadiceño, que lo sabe, al sacar
del primer baúl los objetos que compró en el pueblo más
próximo a Santa María de
Meixedes, encarece su buena calidad, diciendo:
–Vayan ostés a mercar por aquí un
gabón como éste y tan bratismo, y unas sintas tan
fortes y lindas, y unos pañoelos
tan compríos. No, d’esto n’hay n’esta tierra.
Y he aquí que todo lo que viene
en uno de los baúles más magníficos se reduce a lo
que, como dejamos dicho, compró
en Galicia, y a varios remiendos de paño y zapatos
viejos que trujo de allí por no
atopar sitio donde tirarlos.
Pásase la revista del segundo
baúl y aparecen ropas a medio uso, gorras ídem,
camisas de mil colores, todas muy
bonitas; pañuelos de narices, y se acabó la
función. Se abre el tercer baúl,
y aquí sí que hay novedad en las prendas. Libros a los
que les faltan la mitad de las
hojas, estampas iluminadas con colores, alguna flauta
con llaves de plata o alguna
gaita con fuelle forrado de seda –¡qué hermosura!–, un
bastón con puño también de plata
–¡qué lujo!–, un retrato virídico hecho a la
rotografía, y después un pañuelo
de crespón de la India –¡cuánta riqueza!–; pro... ¿y
los cuartos?
El cuarto baúl, que pesa como si
se hallase lleno de piedras, tiene un secreto de los
pocos, y aquí es ella. El
cadiceño no dice así, de sopetón, cuánto trae, pero
empieza por enumerar todas las
mejoras que ha de hacer en la casa, las reses que
ha de comprar, los gorrinos que
ha de matar y las romerías a que ha de asistir en
compañía de la familia.
No hay uno en la casa que al ver
tal no se contemple rico y feliz, y mucho más cuando,
en medio de la alegría que reina
en la casa, oyen cantar al cadiceño, que tiene los
cascos calientes con el vino:
Nadie se meta conmigo,
que soy un lobo de Seví
y hasta la tierra que piso
me parece una pesoña.
Al otro día de la llegada del
cadiceño, en el cuarto más retirado de la casa, es cuando,
al fin, apenas rompe el día, se
abre el baúl, que tiene dos cerraduras de secreto y,
además, el secreto de por dentro.
La tapa se entreabre lentamente,
y aparece a las ávidas miradas de la madre o de la
esposa un cuero tendido. El
cadiceño levanta con la misma parsimonia y lentitud el
cuero, y aparece una gruesa capa
de papeles cortados; levanta los papeles, y
aparece un pañuelo de hierbas;
levanta el pañuelo de hierbas, y aparece acostada
una lavita de un paño sedán,
legítimo y nativo de la mesma siudá de Cais; debajo de
la lavita descansa un pantalón
del mismo paño. Aquella es la ropa con que foera se
vestía el caballero como los más,
porque naquellas tierras naide gasta ni montera ni
calzones.
–Pro ¿y los cuartos?
Debajo del pantalón se descubre
otro pañuelo de hierbas y otra gran capa de papeles
cortados, y allá, en la
profundidad del baúl, reposan con todo el peso de su gravedad
multitud de guijarros...
–¡Santo Dios...! Pro ¿y los
cuartos?
–N’el secreto están, criatura...
–responde el cadiceño sonriendo por el gran susto que
acaba de llevar la pobre mujer.
Y, bien pronto, con sus gruesos
dedos toca una tablita que se resbala silenciosa y
aparecen varios montoncitos envueltos
en papeles blancos y amarillos. Los amarillos
encierran el oro, y los blancos
la plata. Mas todo el tesoro cabe en un puño y alcanza
apenas a arrancar de la miseria a
la familia por algunos años y hacerle entrever un
mediano bienestar.
El que ganó más, rara vez vuelve
a la patria, y si lo hace, es cuando, ya viejo y sin
poder trabajar, viene, por un
resto de amor al país que le vio nacer o, quizá, por
egoísmo, a morir a su aldea,
acabándose casi siempre con él la última moneda que ha
ganado a costa de su dignidad.
Como generalmente aguardan a la
víspera del Santo Patrón para presentarse en el
lugar, y casi todos ignoran su
llegada, es de ver cómo al otro día hacen su recepción.
Plántanse la ropa de curros,
luciendo en la camisa el enorme alfiler que, siendo de
cristal puro y sin mezcla,
quieren hacer pasar por diamantes. El sombrero les cae de tal
modo sobre una ceja, y es, por lo
regular, tan chico para su cabeza, que más bien que
sombrero parece solideo; la faja
le envuelve el talle como una sábana, mientras la
chaquetilla laboreada se le queda
en medio de las espaldas, como a un muchacho que,
habiendo crecido, lleva un traje
que no creció con él.
A las mangas o les sobra o les falta,
y lo mismo al pantalón, que les cae sobre las
grandes botas como a la fuerza o
se queda más arriba, como por casualidad. Pero lo
que más luce y brilla en su
persona es la gran cadena hecha de varios metales, a que
llaman oro, y la moestra, del
tamaño de su sombrero, a la que consultan a cada paso,
muy interesados en saber qué hora
es.
Con tal atavío, y sin olvidarse
de llevar el gran paraguas, se encaminan hacia la iglesia,
mientras todos están en la misa
mayor, y se colocan a la puerta, en el sitio más
escondido que pueden, hasta que
la gente sale.
La multitud se agolpa en tumulto,
cada cual quiere salir el primero, y aprovechándose
entonces ellos de la confusión
que reina, nuevos Longinos o semejantes al caballero de
la Mancha cuando, lanza en ristre,
se arrojaba sobre los molinos de viento, enarbolan
el gran pareanguas, y... al pasar
algunas jóvenes que ellos tienen en la niña del ojo,
arremetiendo con energía...,
¡pom!, le encajan el regatón con toda fuerza en medio de
las costillas.
La tan brutalmente herida
vuélvese entonces contra el agresor, lanzando un agudo
grito…; pero ¡oh sorpresa!
Cuando ve tan majamente vestido
al cadiceño, en quien no pensaba, olvídase al punto
del terrible dolor que el golpe
alevoso le produjo, y exclama:
–Nunca Dios me deixara, Antón...,
¿o ti elo? Por pouco me magoas...; pro ¿ti elo?
–Soy el mesmo. ¿Seica m’iñoras?
–responde el galán, apurando más que nunca la ce
y hablando en la jerga más
confusa y risible del mundo–. Icimos la viague en vintidós
días, desembracamo en La Cruña
nantronte y aquí chegamos tan interos como
salimos, e ¿quielo ve?
En seguida regalan a la
favorecida unos cuantos pellizcos y apretones de lo lindo, de
los cuales le quedan señales para
mucho tiempo; mas para ellas todo es miel y rosas,
hallando tan dulces y agradables
las chanzas y las maneras de los cadiceños, que ya
solo ellos imperan en su corazón.
Así, el cadiceño manda, reina y
pervierte de la manera más peligrosa. Enfatuado e
ignorante, todo lo mira en torno
suyo por encima del hombro, inspirando a los que le
oyen el desprecio a su país y
contando maravillas de los que él ha recorrido.
Solo cree en Dios en cuanto le
conviene, y no teme perjudicar en su proyecto a los que
se intimidan con su traje y sus
patillas.
Mucho más pudiéramos añadir sobre
este tipo tan marcado y que tanto prepondera en
las aldeas de Galicia, trayendo a
ellas todo lo que han aprendido en tierras más
civilizadas y nada de lo bueno
que allí existe, pues su ignorancia y el ansia ardiente de
hacerse ricos en poco tiempo,
arrastrándolos a la humillación, las penalidades y la
bajeza, no les permite modificar
sus malos instintos ni aprovecharse de las excelentes
cualidades que le son propias.
Pero es forzoso que concluyamos,
atendiendo al corto espacio de que podemos
disponer, aun cuando procuraremos
no olvidar, en más propicia ocasión, el
extendernos sobre un asunto que,
según creemos, es de alguna trascendencia para el
país.