BeLLA ViLLA
" La literatura a tajo abierto"
xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxx
Edición No. 202, agosto de 2015
Directores:
Raúl Jaime Gaviria
Hernán Botero Restrepo
Escenas andaluzas /
Serafín Estébanez Calderón
Fisiología y chistes
del cigarro
Que forman brocado de una y otra
haz, águila imperial de dos cabezas y huevo de dos yemas, con los donaires de
la capa
[...] Hallaron estos dos
cristianos por el camino mucha gente que atravesaban a sus pueblos, mujeres y
hombres: siempre los hombres con un tizón en las manos y ciertas hierbas para
tomar sus sahumerios, que son unas hierbas secas metidas en una cierta hoja
seca también a manera de mosquete hecho de papel de los que hacen los muchachos
la pascua del Spíritu Santo: y encendido por la una parte dél, por la otra
chupan, o sorben, o reciben con el resuello para adentro, aquel humo, con el
cual se adormecen las carnes, y cuasi emborracha, y así diz que no sienten el
cansancio. Estos mosquetes o como los llamáremos, llaman ellos tabacos.
(Las Casas, Historia general de
las Indias)
En cuanto a mi persona en cuerpo
y alma, me llaman Puntillas, hijo de Puntales, nieto de Punzones y biznieto
tataranieto de los Puntas y Collares todos, que han militado en el barrio de
San Bernardo en nuestra universidad de Sevilla. A mi madre la llamaron la
Puntera, hija de la Puntaalegre y nieta de Trespuntos, coligada por la sangre
con las Poncelas averiadas de Osuna y con las Punterolas, Repuntadas,
Estrechipuntas y Puntilames que vivieron en Cádiz morigeradamente en lo que
cabe, en ciertas casas bajas de techo, pero de alta nombradía, que se parecían
enfrente del castillo de Puntales, orillitas del mar y cerca del ventorrillo
del Tuerto. Dejando a cada cual de mis abolengos que prueben y motiven de
legítima y originaria derivación de sus apellidos, en cuanto a mí, yo sólo
sabré decir que si en retintín mi nombre puede hacer son con los que muestra mi
esclarecida alcurnia, todavía me supe ganar yo por mis propios merecimientos el
renombre de Puntillas, por la singular afición que desde tamañito saqué de
buscar, allegar y hacer caudal de todos los cabos, restos, trozos, pedazos y
puntas de cigarro que por doquiera hallaba. Mientras otros mis compañeros de
inferior edad y más bajos pensamientos se enamoraban con fe ciega, pero no con
menor afición, de los pañizuelos, carteras, petacas, cartapacios y otras
menudencias que se embozaban honestamente en este bolsillo o aquella
faltriquera, sacándolos de su morada sin venia y beneplácito del Gobernador o
Vicario, yo, dando por insegura, aunque muy sabrosa por lo lucrativa, aquella
nueva especie de corso, daba en tanto modesto entretenimiento a mi filosofía
peripatética, paseando, discurriendo y divagando por entre los trebejos de los
cafés y tertulias, y por entre los andenes y lunetas de los coliseos y teatros,
dando agradable cebo así a esta nueva clase de caza y montería. Mis despojos y
trofeos de tal mariscar, así contaban con muestras de los vegueros, panetelas,
regalías y ciento en boca de la Habana, como con retales de toda laya de
Virginia, rehuz y desperdicio del Brasil y Prayapreta, retirándome casi siempre
al reducido zaquizamí de mi chiscón con pañuelos colmados de estos tesoros.
Todos ellos puestos al pique ya de sendas tijeras o tajantes cuchillas,
triturados debidamente, acribados con limpieza y pasando por la hábil
manipulación de mi buen ingenio y arte, ofrecían agradable materia para los
inteligentes, que se embebecían de placer saboreándola en los pulcros, lindos y
encanutados pitillos en que yo me la sabía embutir y acomodar. El buen crédito
de mi mercancía aumentaba el de mi persona, y ambos valimientos me alzaron a
mayores, y comencé a verme de mano a mano, de una parte con los saboreadores
del humo, alias fumadores, y de otra con los tratantes y traficadores, así
marítimos como terrestres, del precioso fruto de la Habana. Yo, que en todo
quiero tener suficiencia razonable en lo que trato y contrato, para alcanzar
autoridad, no sólo para con los otros, sino también para mi dignidad propia, me
propuse adquirir idoneidad exquisita en tan curioso y enrevesado ramo. Puedo
decir, en verdad, que si daba feria a la mitad de mi mercancía, de la otra
mitad era yo mismo el más goloso consumidor, pasándome las horas que no
empleaba en mis excursiones y manipulación, en quemar agradablemente mis
propios pitillos entre los labios, dormidos casi los ojos en soñoliento placer,
y viendo desvanecerse en el espacio, bien de la Puerta de Tierra viendo jugar
al sacanete y parar, o en los garitos y casas de gente buena, las espirales
caprichosas y azuladas del humo que se columpiaba y perdía mansamente. Aseguro
en mi conciencia, que si en los tiempos del Manco de Lepanto hubiera estado,
cuanto lo está en el día, puesto en práctica y corriente el uso del tabaco, las
trazas del señor Monipodio hubieran sido más fértiles y adecuadas, y más listos
y avisados habríanse dejado ver aquellas dos figuras de los señores Rinconete y
Cortadillo, que tanto nos edifican, sin embargo, a los que en siglos
posteriores y menos afortunados seguimos su santo ejemplo, con más devoción que
fortuna, por esta Tebaida de Sevilla, Cádiz y otras partes, sin excluir a
Ceuta. Cuando un hombre de sangre regocijada en las venas y con algo de
chirumen en la cabeza va bebiéndose sabrosamente el espíritu de un cigarro, no
haya miedo que le asistan sino pensamientos de grande alteza y utilidad, siendo
mucho de notar que estos pensamientos crecen de importancia conforme el
holocausto se va consumiendo, de manera que, al llegar el cigarro a la cola,
presta al fumador la mayor inteligencia posible, y se la monta, hablando con
perdón, a la quincuagésima potencia. Para mí esto es tan cierto, que cuando
Colón resolvió la posibilidad de un nuevo mundo y Hernán Cortés decidió la
conquista de Méjico, si es que entonces no estaban ya en uso los cigarros, algo
sin duda se chupaban entonces, y no era el dedo, que es justamente lo que nosotros
nos chupamos en la cuestión agradable que estamos viendo entre ese mismo Méjico
y los Estados Unidos (severos moralistas, como todos conocemos).
Esto os hará conocer, señores
míos, que este chupe del chapamiento del cigarro va por encontrado camino, en
cuanto a resultas y efectos de la chupandina de las sabrosas salsas y
suculentos bocados que en otro tiempo era prebenda de cierta gente que ya pasó,
y que hoy disfrutan mutatis mutandis, y todo es igual; los que han entrado en
el goce y disfrute de las medias provincias que poseían los Cartujos, Benitos,
Bernardos, Jerónimos y demás amigos. Esta chupandina, según el decir de las
gentes, daba crasitud a la humoración, prestaba obesidad al cerviguillo, pereza
al entendimiento, tardanza imaginativa y mucho trastrueque en las funciones del
entendimiento, al paso que el regalado chupe de un cigarro despabila los
sentidos, aviva el ánimo, regocija el alma y la sugiere los pensamientos más
sutiles y los medios, no por ingeniosos menos adecuados, para llevarlos a
provechoso cumplimiento. Esto es tan cierto, que cuando yo, recostado en el
respaldo de alguna silla, veía entre cuatro amigos que echaban un resto a
primera, al golfo o a la flor, o cualquier otro juego de envite y azar, jamás
dejó de ocurrírseme el servir de atalaya y vigía de aviso para mi camarada de
enfrente. Mi puntilla o cola entre los labios, trasteándola acertadamente, y
con clave convenida, desde el diestro al siniestro entrecijo de la boca,
marcaba, con más seguridad que la hora del reloj de San Pablo, los puntos de mi
facistol, desde veinticuatro al treinta, o lo que a bien venía o el caso
requiriese, sin omitir su santo y contraseña para esto del flux u otros
naufragios semejantes.
Aquí llegaba el doctor Puntillas,
que con las buenas gracias y feliz aplicación del chiste de sus cigarrillos nos
había hecho asomar algo de sonrisa en los labios, cuando yo, queriendo zaherir
en algo al antiguo interlocutor, apellidándolo en forma, le dije:
-En verdad, Capita, que para otra
ocasión debes tomar ejemplo de tu amigo Puntillas, si has de repetir el encomio
de los donaires de tu capa. He ahí una relación lisa y llana, no falta de
novedad, y sin esas escabrosidades de erudición, citas y apostillas que
hubieran hecho insoportable tu discurso, si mi autoridad y buena razón no te lo
hubieran hecho chapodar y talar con mano airada, y aun todavía fuera
inadmisible entre gentes de menos indulgencia que nosotros.
-Alto allá (dijo Puntillas); que
esa razón, si puede tomarse por reprimenda a mi compañero, puede considerarse
también como invectiva a este mi romanzado tan por liso y raso, y tan poco
empavesado de las flámulas y gallardetes de mi mucha letra y sabiduría.
-No he querido yo, buen Puntillas
(repliqué), poner en duda la certeza de tus peregrinos conocimientos en la
materia...
-Pues al buen pagador no le
duelen prendas; y nadie a mí me pisó la cola, ni rayó más alto que yo, ni me
ensalivó la oreja, y por mucho menos en esto de los decires y de la
conversación por lo pintado y lindo, porque a mí me llamaron pico de oro,
devano palabras por madejas, y sé más casos y sucedidos que D. Pedro de
Portugal, que corrió las siete partidas del mundo, y tengo más respuestas y
acertijos que la doncella Teodor. Acaso vuesas mercedes me miren como
fumadorcillo de aguachirle, romancista y sin matrícula ni título, y supongan
que no cursé, ni por tiempo conveniente, ni con maestro autorizado y de
nombradía, la materia que trato y contrato, y en la cual soy doctor de a
claustro pleno, y no de los de tibi quoque.
-No te sobresaltes (iba a decirle
yo), querido Puntillas, -cuando, reforzándose de palabras, y atragantándose de
razones, prosiguió con rabiosa grandilocuencia desta manera:
-Porque, señores, soy doctor de
cuatro borlas, celeste, rosácea, morada, verde, y maestro en artes además, en
este arte liberal del tabaco y cigarrillo, y nadie que en algo estime su honra
será osado a entrar en oposiciones conmigo. En cuanto a medicina, me sé de coro
las condiciones, virtudes y calidades de esta planta, sus especies, sus
nombres, si es buena o nociva, si aprieta, si laxa, si chupa, si escupe, y
demás menudencias. En cuanto a teología y derecho canónico, ¿quién como yo
podrá decidir las interesantes cuestiones de si el cucarachero por las narices
o el habano por los labios y fauces quebrantan el ayuno natural o formal?
¿Quién establecer la diferencia del por qué el polvo puede absorberse en el
templo y el fumar ni por las nubes? En cuanto a lo de leves, vuélvome el
Salcedo de contrabando, pues hombre que, como yo, ha asistido a veinticinco
alijos por semana, siempre con permiso competente de la autoridad del ramo, que
ha sufrido cuarenta causas y treinta y dos condenaciones que ninguna he
cumplido, que da un oscuro al lucero del alba, y que, de antubión y por la
tremenda, sabe entrar dos corachas del brasileño por ante las barbas de tres
partidas y veinte cuadrilleros, bien se le puede tener y fallar por perito
rematado. Pues en cuanto a su historia, genealogía y prosapia, ¿quién es el
atrevido que alzárame el gallo en esto del tabaco? En la Isla Española lo
encontraron en uso los españoles, que, como gente de gusto, lo adoptaron como
cosa propia y de casa, y para mí tengo que ha sido el único útil que hemos
sacado y adquirido por la conquista de las Indias; porque en un país en donde
ni los unos ni los otros, ni éstos ni aquéllos, ni ahora ni entonces, ni
blancos ni colorados, ni chatos ni narigones, dejan de estar quedo el menor
tarín o ardite en el bolsillo del pobre, ¿qué otro mejor alivio sino el tabaco
para este hombre libre, que mata el hambre, que alivia la sed, sin pan, sin
viandas y bebidas, y que viste de gala al más haraposo, aunque sólo posea un
manco taparrabo? Por ser para tanto esta ínclita hierba, o, por mejor decir,
sirviendo para todo, fue, sin duda, por lo que la nombraron y denominaron por
tantos nombres y apellidos. En la Española la llamaron cohuva, en Nueva España
pisciel, en el Perú sayre, y en Brasil peto;: en Europa, unos la llamaron
nicosiana, de cierto quidam llamado Nicot, que en la embajada que de Francia
trajo a Portugal en tiempo del rey D. Sebastián tuvo conocimiento de esta
hierba, y tomándola consigo la connaturalizó en Francia; otros la llamaron
hierba regina o de la cruz; aquellos, vulneraria; estotros, piperina; pero los
españoles hablamos, y la llamamos tabaco, y efetá; con tal nombre quedó
bautizada para in eternum, porque los nombres que han de vivir los ha de dar la
gente de más autoridad.
Viendo yo que Puntillas se me
desquebrajaba en erudiciones y noticias peregrinas, quise meterle el capote,
hablando técnicamente, y llevármelo a otro terreno de más amenidad; pero él,
desentendiéndose de mis llamadas, prosiguió así su trasiego de palabras:
-En cuanto a los autores y
encomiastas que han tratado de esta hierba portentosa, no quiero hablar en
demasía por no aridecerme las fauces y tener que remojar la palabra (y por aquí
no hay vino), y así, dejando a Marradón y Eduardo Vestonio, sólo citaré la
famosa Tabacología de Juan Neandro17, en donde, además de darnos en estampa
tres especies, enumera diez y ocho clases de tabaco, de otras tantas provincias
que lo producen, ofreciendo mil pormenores curiosos, y revelándonos mil
secretos más curiosos todavía sobre planta a quien sólo el trigo le puede ser
émulo y rival. Y esto en cuanto a escritores extranjeros; pues si hablarnos de
los españoles, es cuento de nunca acabar, amén de haber sido los primeros que
dieron a conocer el tesoro escondido del tabaco. Las Casas, Oviedo, Juan
Fragoso, Nicolás Monardes, Acosta, Cárdenas y otros ciento, ¿qué no dijeron de
tan salutífera planta, habiendo alguno que llegó hasta entonarle himnos y
cantares18? León Pinelo examinó sus calidades nutritivas, hombreándolo,
amanojándolo y emparejándolo con el sabroso chocolate. Leyva Aguilar,
amostazado con tantas alabanzas, escribió su Desengaño contra el uso del
tabaco, pues, como buen médico, opinaba que para chupar y tomar, había sendas
cosas más preferibles que el tabaco. Monardes y Córdoba en sus Cualidades del
tabaco...19
Yo, al ver que mi Puntillas se me
ladeaba de nuevo al mal camino, y que volvía a su remolino de palabras, de
erudición y de citas, quise darle sofrenada y por el punto de la vanidad, si es
que había de desviarlo de tan mala querencia, y así le dije:
-Todo el auditorio, amigo
Puntillas, está pasmado de tu saber y doctrina; pero haciéndote gracia por
ahora de noticias tan peregrinas, quisieran entender algunos de estos señores,
que ya sabes cursan escuelas y arrastran bayetas, qué enigma es aquel que nos
propusistes de doctores de tibi quoque, porque, o yo me equivoco mucho, o esto
debe ser cosa de curiosa recordación.
-Este es punto (replicó
Puntillas) que ha de ser muy del conocimiento de cualquier escolar. Ello es que
allá en lo antiguo calzaba también universidad la ciudad de Gandía, en el reino
de Valencia, que, como de regadío, abundaba también de esta clase de fruta;
como todo en ella se hacía a costo y costa, acudían graduandos que era un
portento para sacar por poco dinero sendos títulos y borlas; y como siempre ha
sido principio de justicia que el poco dinero vale poco trabajo, de diez o doce
candidatos se elegía quien al menos tuviese el uso de la palabra, y entraba y
tomaba asiento en el acto, que no era poca fatiga. Los compañeros de trahílla
esperaban en las afueras del general la conclusión de los ejercicios; y
después, en pos del doctorado, salía el señor Bedel, y señalándolo decía: Ecce
Doctor, y después, dirigiéndose a cada cuál de los estantes, añadía: Et tibi
quoque, tibi quoque, tibi quoque, y sacaba de tal manera una hornada de quince
o veinte sabios doctores. Pues miren vuesas mercedes que si en las
universidades ha caído en desuso tal método, no deja de tener aplicación, y yo
creo que con utilidad, en otros institutos; por ejemplo: cuando en las Cortes
se aprueban ciertas actas y se reprueban otras, según el color de estos o
aquellos diputados, me parece que estoy oyendo al señor Bedel que dice
respectivamente a estotros y aquellos: Tibi quoque, tibi quoque, tibi quoque.
-Pero dejando en baceta estas cartas que no ligan (añadió Puntillas), y
volviendo al hilo de mi cuento, diré con dolor que ya no es el cigarro en
autoridad y nobleza lo que alcanzaba ser en otro tiempo. Sin tabaco negro no
hay verdadero fumador, señores, y el blanco, con su entrada en uso, ha trocado
en vulgar y trivial por extremo aquella ocasión de boato y gala señoril de
preparar, hacer y fumar un cigarro. ¡Qué diferencia de estos pitillos que como
en haz de antiguos lictores se llevan en la faltriquera, a los aprestos que en
otro tiempo eran necesarios para la noble operación! ¡Qué contraste entre la
manifactura a que llaman fósforos ahora, con aquellas menudencias y cachivaches
que in illo tempore llamábamos avíos! Entonces iba un hombre vestidode corto
con su coleto y chupa, ya fuese de estezado, ya de triple, y el calzón de lo
mismo con cenojiles copiosos y de colores, y al querer fantasear algún tanto en
plática sabrosa con un amigo, se asentaban en par, ora en un poyo si la escena
pasaba en calle o plaza, ora en este canto o aquel repecho si tenía lugar en
algún otero o prado, y comenzaba la entretenida operación del cigarro.
Recogiendo la rodilla siniestra y hacia dicho costado, ladeando sutilmente la
persona, se alargaba la pierna derecha reposadamente, y con la mano se exhumaba
la bolsa de lobo marino que abultadamente se dibujaba en el tiro del calzón,
asomando el un cabo algún tanto por la faltriquera. Nacida al mundo, se
desdoblaba sosegadamente la ancha colonia de veinte varas que la envolvía y
religaba, y abriéndose de entrañas la bolsa, ofrecía primero el jeme de tabaco
brasileño, su navaja roma y de cabo de hueso, su macillo de papel valenciano,
el correspondiente pedernal con su adecuado eslabón y su golpe de yesca, ya de
geta o ya de hierbas, amarilla como el azafrán. ¡Qué actitud aquella para picar
el tabaco! ¡Qué tomarlo entre el índex y el anular de la izquierda, mientras
que la derecha blandía el fierro y trocaba en rebanadas, de diámetro justo y
cabal todas, el cabo del tabaco! ¡Qué aroma de higo bujarasol se percibía al
restregar y moler entre las palmas aquel perfume oriental! En fin: en esto no
cabe encarecimiento, porque ello es la pura verdad; baste decir que era el
prólogo, la preparación y el introito (mundanidades aparte) del mejor rato
posible que le es dado gustar a la gente buena. No hablo ni apunto aquello de envolver
y dar ser al cigarro, de atravesarlo en los labios o ingerirlo a horcajadas en
la oreja mientras se aprestaban los avíos, ni tampoco el herir del eslabón en
la piedra, ni el soplo para dar alimento a la chispa cebada en la yesca, ni
aquel volteo del brazo encendiéndola al impulso de cien garatusas en el aire,
ni otras cosas más, que más son para sentidas que no para relatadas, realzada
la operación con las pláticas sabrosas que todo esto salpimentaban. Yo diría
que sin estos agradables coloquios habidos en trances semejantes se hubiera
perdido enteramente la memoria de los empalletados de Gibraltar y de la guerra
del Rosellón. Cuando un hombre regular, señores, se sabía procurar y
proporcionaba tres rasques como éste, mutis, el día era pasado, y ya contaba su
salario o jornal por devengado, como los quinientos sueldos de cualquiera
hijodalgo de solar conocido...
-Amigo Puntillas (le dijo al
orador un amigo de los allí presentes): oyendo esas descripciones tan sentidas
y esos aforismos tan autorizados, me afirmo, confirmo y ratifico en que en
todas partes en que hayas tomado la embocadura al cigarro, habrás sido el
oráculo, el modelo, el dechado y la envidia de los fumadores, rindiéndote
parias y vasallaje, proclamándote por su rey y señor natural.
-Así me lo tenía yo concebido y
pensado (replicó Puntillas); pero la mortificación se encuentra siempre al lado
de la vanagloria, el mejor jugador topa con su maestro, y quien más caballero
se cuenta, hémele aquí que se encuentra rellanado en tierra. Rey de los
fumadores me apellidaba el mundo, quiero decir Sevilla, y por emperador del
tabaco me tenía yo en todos sus confines y aledaños, cuando cierto día me dio
un tapaboca el más pícaro desengaño, llegando a confirmarme en aquello de vivir
para ver, y ver para aprender. Señores: fue el caso que yo me estaba cierto día
sobre tarde en la pescadería, atónito de tanto bullicio y tráfago, y
ensordecido con los gritos y vociferaciones de los malagíes que pregonaban, de
los regatones que aturdían, del charrán que cantaba, del comprador que
extremaba su porfía, del almotacén que mandaba a voces, y de todo bicho
viviente que a gritos se daba a entender, cuando reparé en cierto mozo
peciguerol que expendía de su mercancía por el arte y maña más sutil que
imaginarse puede. Ello es que con su balanza en la mano repartía libras a sus
parroquianos con tal limpieza, con cercén y recorte tal, que allá iría un
cuarterón cuando el marchante por su dinero tenía fundado derecho para recibir
el cuarto de una arroba. Cuando algún desabrido o mal contento le echaba en
cara la desconformidad del peso con la dimensión menguada del pez que llevaba,
le replicaba con aire suficiente y tono decisivo aquel fiel contraste del
género de la escama: «No hay que reparar en eso, señores míos; estos róbalos,
salmonetes y pajeles, y estas lisas, doradas y merluzas (señalando así el
género que vendía) están muy embebidas y en contracción; pero en cuanto sientan
un poco el amor de la lumbre se desenvainarán por cuartas y se alargarán por
jemes; la calidad encubre el bulto, y el oro, si abulta poco, mucho vale; andar
y andemos, y hacer hueco y lugar para que otros disfruten de tanta conveniencia
y provecho.» Me gustó por extremo aquel despejo y traza tan despabilada, pues
era mozo como treinteno, embutido todo en unos como pantalones de terliz que
casi le llegaban al hombro, con camisolín listado arremangado de arribos los
brazos, con un pañizuelo pasado galanamente por la cabeza y saboreando un
cigarro linterna en la boca, ni con más ni con menos limpieza que la que yo
muestro ahora mismo en mis labios. Por supuesto, que desde que le eché los ojos
dije para mí: «Este es un hombre;» pero no queriendo acelerarme, y para
proceder con detenimiento, me acerqué al circunstante que me pareció más del
caso, y le pregunté: «¿Quién es este mozo bueno?» Aquel hombre se me quedó
mirando, y exclamó: «¡Cristiano!; qué, ¿no conoce al señor Lipende, campana
gorda de los salientes, extremo y cabo del mundo del saber, y aguja sutil de
todas las mañas y zancadillas del mundo?»Yo, sin aguardar más palabra, dejé a
éste y me fui a estotro, tendiéndole la mano como de casa y de la propia
familia, y le dije: «Serrano de la mar, puesto que yo soy marisqueador de la
tierra: ¿se pueden saber los antecedentes y premisas de ese noble apellido que
lleva?» Aquel mozo regular, conociendo sin duda ser yo el otro, me tomó la
mano, y me dijo: «Yo soy el mentado Lipende; pero esta derivación viene ya
desfigurada y corruta, porque el verdadero nombre es Libripendens, que por
antigüedad preside y antecede a los famosos apellidos de los Mendozas, Ponces y
Osorios, puesto que desde los añejos tiempos de Roma asistían mis antepasados
con el Pretor para todo acto decente y de circunstancias en esto de justicia,
conteniendo esto gran misterio y significación, manifestando que en todos los
actos judiciales debe intervenir verdadera compra y venta. Los tiempos han
venido a menos, y si imperios se han trastrocado, nada de extraño parecerá que
el Libripendens de entonces sea el Lipende de ahora; todo al fin es cosa de
pesas y balanza, de comprar y vender, y el cielo lo cobija todo. Entre tanto
(prosiguió, así que observó lo mucho que me maravillaba la limpieza y arte de
su peso), ¿quiere Vmd. comprarme una mosca que pesa dos libras?» Yo, señores,
al oír tal desacierto, le repliqué diciéndole: «Señor Lipende: eso será alguna
mosca morcón, imperial o de siete cabezas; porque ni en mis viajes, ni en las
idas y venidas de los propios y los extraños, he visto ni oído cosa tal.» «Pues
ahí está el caso (volvió a replicarme Lipende), que todo ello no es más que el
buche de la mosquilla más raez y de petiminí que puede verse.» Él aquí (ya la
había cogido al vuelo) echó una pesa de a dos libras en el un platiller, y en
el otro arrojó con brío y desenfado el insecto párvulo, y con admiración y
espanto mío, vi ahocicar y atropellarse la balanza de estotro lado hasta tocar
al suelo, alzando la cola y las pesas, ni más ni menos que al zenit. Yo quedé
extático y anonadado de aquel portento, y a no ser por mi contrariedad a toda
idolatría, hubiera caído de hinojos, adorando aquel sabio vulnerador e
infractor de las leyes de la estática y de la mecánica. Desde luego conocí que
aquel no era hombre de los que llamamos grandes en el día y de los que
necesitan de periódicos, romances y relaciones, que todo es uno, para ganar
nombradía. Era un aficionado émulo de Arquímedes, un Newton que andaba
incógnito por las playas y mataderos; pero no queriendo yo ceder tan pronto la
palma de mis merecimientos, le dije al señor Lipende: «Yo abato mi bandera ante
esas gracias y manosidades, si sutiles y curiosas, más útiles todavía, pero
siempre me defiendo y mejoro en esto del encender y chupar de las colas, tusas,
puntillas y cigarros.» Y diciendo y haciendo, comencé a ejecutar y poner por
obra todo el manual y cartilla de mi práctica y escuela cigarril. Con aire
bondadoso, y casi satisfecho, me miraba el maestro Lipende; y viendo que ante
nosotros se parecía cierto anafe castañeasadero, de donde se desprendían
ráfagas de centellas ardientes y fugitivas, que, a fuer de lentejuelas
vaporosas, se extinguían por el aire, se volvió a mí, y habló de esta manera:
«Señor Puntillas: la gala de fumador y el gracejo, los buenos toques, el
acierto en las señales, el buen manejo, el continente y señorío en provocar el
humo, el primor y todos los puntos y tildes del melindre de fumador, tienen su
asiento efectivamente en esa persona; pero ¿alcanza Vmd. igual fuerza en la
fuerza del chupe? ¿Sabe cogerla al vuelo, hacerla suya y arder el mundo entero,
sin excluir las aguas y los mares, una chispa, un átomo, una minutísima parte
del elemento caliente? Atienda Vmd. bien, señor Puntillas, y ensáyeme, imíteme
y remédeme si puede.» Y diciendo esto, el maestro Lipende (que este es el
nombre que desde entonces le doy), tomando en ristre con los labios el
cigarrillo, salió escapado detrás de la centelleja de fuego más apartada que
disparó el anafe, y con más acierto que el vencejo sorbe al mosquito, y con más
tino que la paviota encanuta al pececillo que trasflora el agua, atrapó el
átomo ardiente; y encanutándolo y embutiéndole en el ánima del cigarro, y
moviéndolo allí con el bullir pruriginoso de los dedos, y cebándolo y
alimentándolo, acreciéndolo con el chupe de mayor compás, amansándolo ahora,
acrecentándolo despues, remitiéndolo luego para ensoberbecerlo más ahína, y
volviendo la cara al cielo para tomar aire o volviéndolo de soslayo para
tantear el viento, ello es que a poco vi trocado el cigarro (ya era anochecido)
en una hacha de ocho pábilos o en antorcha que recordaba el incendio de los
Pirineos en tiempos del rey Gerión. Desde allí (añadió suspirando Puntillas),
hace el tanto de dos años que ando bebiendo los vientos, escopeteándome con mi
cigarro en pos y tras la querencia de las chispas y centellas que estalla cualquier
lumbrada, farol o braserillo encendido, y aún todavía me hallo en ayunas en lo
de aquel primor que Maestre Lipende dibujaba cada y cuando se le antojaba y a
mano le caía.
-Mucho diera (dijo aquel de los
Farfanes) por tratar y platicar con ese doctor de los maestros, puntero entre
los más principales, y endoctrinador de los sabios mayúsculos de Sevilla, según
confesión del amigo Puntillas...
-Pues esa es la lástima (replicó
éste, con voz doliente y afligida); ésa es la lástima, que Maestre Lipende no
puede parecer aquí en este mismo momento, pues se lo llevaron al inocente
engañado a Ceuta, y allá me lo tiene pérfidamente embebecido y como ligado
cierta cartagenera, que malos sean mis pecados si pesa menos de veinte y cinco
libras, y por más que el pobre hace por romper tales hechizos, por más que pide
favor a Lima y ayuda a todas las sierras de la geografía y de la historia, sin
excluir la del bendito San José, todavía gime y llora en su jaula,
contentándose con pasear los ojos por las altas olas de dos mares y afincando
la vista en las sagradas playas de España, esperando la libertad. Pero no hay
plazo que no se cumpla, señores, y él vendrá aquí, y sirviéndole yo de lengua y
faraute, les explicará al auditorio, que por hallarse un hombre paseando sobre
una mula, aunque sea de otro o por dar gravedad específica a la especie y
materia que se vende, no hay motivo para enlabiarlo por la buena, empapelarlo
por la mala y enviarlo allende el mar. ¿Y qué haría de su persona en aquel
ámbito aislado y triste el eminente Lipende, si no buscara el arrimo, el
regalo, el consuelo y la entretenida recreación del tabaco y del cigarrillo?
Aguardemos, señores, con resignación a que regrese de peregrinación tan
peregrina, que ya nos ofrecerá, como fruto de sus meditaciones y vigilias,
descubrimientos y aplicaciones de no menor donaire y utilidad que los de la
centella volante y el del cigarro ensortijador. Allí mi buen amigo pondrá ahora
a prueba y en provecho de su estómago trasijado, no con dos, sino con
veinticinco vacíos, la facultad nutritiva del tabaco; ¡esa facultad que presta
al fumador las propiedades de cuerpo glorioso!!! Vengan, pues, de todo calibre
y dimensión, cigarros bastantes para formar un órgano de catedral, y con tal
bizcocho y vitualla me ofrezco a tomar el asiento y manutención de un tercio de
españoles, si éstos son de buen solar y prosapia. Y en la guerra de la
Independencia, si no me miente la curiosa relación de mi hermano, algo más
crecido en años que yo, se vio el caso (pues militó en ella) de que anduvieron
él y otros quince por las fragosidades de Sierra Morena, huyéndole el bulto a
los franceses en tiempo del Boqui o la Galpanta, sin más despensa ni repuesto
que seis colas y veinticinco cigarros, y al postrer día, viendo que no quedaba
por resto más que la última y más corta de las primeras, la encendió el que
llevaba el tono y son de caporal, y bebiendo cada bocanada de humo, a compás se
la inspiraba como saludador al más cercano, y éste al otro, y el otro a aquél,
y todos a su vez, y tiempo hasta hacer rueda final, y vuelta a otro turno por
consiguiente verdad, que y es fama, y por consiguiente verdad, que todos se
salvaron, trayendo dos dedos más de unto sobre la enjundia y siete carniceras
más de carne en el ruedo de su persona. Es verdad que algunos dicen que pasaron
por ciertas manchas de ovejas o piaras de gozquecillos de San Antón, y que se
traspapelaron algunos individuos de una u otra especie, lo cual no puede
creerse, atendida la rigidez reconocida de aquellos perseguidos cenobitas. Por
lo demás, ¡vive Dios del cielo, que el cigarro es el más peculiar distintivo de
la noble llaneza española! ¿Qué señor de título irá en pompa y majestad,
llenando la calle con su persona y perfumando el aire con el habano, que no
tenga que retraerse y detener su andar al simple reclamo de un fumador de
chupetín y sombrerete, que le demanda el cuarto elemento para encender su
menester, quier pitillo, quier cigarro o tusa? Y que se mosquee el señorón, y
quiera con una negativa subirse en los zancos de su prosopopeya o autoridad,
que ya le mando su mucho de mortificación y su poco de contundencia en la
curiosa escena que puede provocar. Este fuero y franquicia del pueblo español
no es tan fácil de traspapelarlo y caer en su desuso como los que contienen y
encierran los aforismos de ciertos añalejos que se irriprimen de algún tiempo
acá. Diz que cierto caballero muy curtido en usos y costumbres extranjeras,
quiso reformar la moda española, en cierta ocasión que, según el saludo
ordinario, le pidió plática de cigarro un manolo chispero de nuestros barrios.
El español modernizado, queriendo cumplir con la práctica al propio tiempo que
manifestar su enfado, sacó su cuerda perfumada, la encendió en su cigarro, y la
ofreció al postulante. Éste, conociendo la estocada y reservando el quite, tomó
la mecha con aire socarrón, y encendiendo reposadamente su cigarro, al concluir
sacó una tarja de a dos cuartos del bolsillo, entregándosela con la mecha al
individuo atónito, que así se vio igualado con un habitante de la luna de los
que zahuman el Prado en el estío con la cañaheja encendida. Pero, señores, si
tales conocimien tos se necesitan en las ciencias naturales y exactas para
fumar magistralmente un cigarro, ¿qué ápices, qué perfiles y qué toques no son
indispensables en las bellas artes, en el dibujo, en la pintura y en la
estatuaria? Para pedir candela, encender el cigarro, ofrecer el propio y otros
primores por el estilo, ¿qué estudio no se necesita dar al escorzo de la
persona, qué aire al talle, qué primor al cuerpo, qué movimiento a la mano y
qué floreo y juguetes a los dedos que toman, pulsan, encuentran, confrontan,
pican, halagan y ensortijan los cigarros, hasta que ha hecho comunión el fuego
del uno con las tinieblas del otro? Ni un maestro de esgrima, ni un diestro en
el danzar, deben ofrecer más hermosura y gallardía que el fumador en tales y
semejantes trances; y no digo nada del primor con que deben despedirse
interpelante e interpelado, el atildamiento con que se debe requerir el
sombrero, ni el movimiento gentil de la cabeza, ni otros adherentes del caso,
porque esto es más bien para pintado que no para dicho; y verbi gracia, y como
para ejemplo, todo se verifica de esta manera.
Y Puntillas, haciendo y
contrahaciendo cuanto dejaba dicho, hacía gala y muestra de la persona y
movimientos por tal arte y manera, que, apuntando la risa en los labios, no por
eso se dejaba de conocer que había mucho de donaire y no poco de gallardía en
todos aquellos quiebros y accidentes.
-Pero, señores, todas estas
ventajas, privilegios y utilidades del tabaco vienen a desvanecerse y a quedar
en nada, si el cigarro no va encendido.
Y al llegar aquí, Puntillas hizo
gala de su persona incorporándose, y prestó tal aliento al cigarro, que relucía
como un ascua.
-Andar con cigarro a
matacandelas, es andar, señores, en tinieblas. Se sube a hurto por certa
escalera noruega a deshoras de la noche, temiendo hacer truco por alto con la
cabeza y sin dar con el zaquizamí de la cita; pues chupe al cigarro;
iluminativa al punto, y salva aquel inconveniente y da con el sitio del tesoro.
Pues que a la una y no del día, pasea un galán la calle, en noches del revuelto
noviembre, y aguardando alguna cédula, y no de confesión, oye el chirriar de la
ventana; rechupe al cigarro; relámpago súbito, y ya sabe Doña Melisendra hacia
dónde ha de enviar su papel y sus bisbises.
Y en esto Puntillas remedaba de
una parte a otra con sus acciones la escena que ponía en tabla con la voz.
-Pues que el rival que a un
hombre pisa el hopo y a quien se quiere sobresaltar, no da fuego, porque es
blanco como las hostias; fuego al cigarro que se trueque en botafuego, y se le
deja caer al descuido, con cuidado, sobre la muñeca y mano del paciente,
advirtiendo antes el sacudir la ceniza, que como no resuelle con esta
amabilidad, no hacerle caso y vendimiar su uva.
Y Puntillas hizo tan pintiparado
y al vivo el caso, que si no retira Ariurta la mano, que era la más confín y
cercana, le pone un verdadero botón de fuego.
-Que paseando con un marido
(prosiguió Puntillas) nos encontramos con su enemigo íntimo (mujer in facie
ecclesia), y que va en preguntas y respuestas con un tercero, pudiendo
sobrevenir mucho hollín; sorbo al cigarro y disparo de siete torbellinos de
humo, como de cuatro hornos de ladrillo, que oscurezcan, no sólo los ojos del
paciente, sino el mismo sol, evitándose así algazara y cumpliendo con la
obligación que todos tenemos de poner anteojeras a los maridos. Pero, señores
(acelerando más su tarabilla, dijo el orador cigarril), ¿de cuánto no ha valido
en paz y en guerra la entendida previsión de tener siempre encendido el
cigarro? Si en hechos de paz he relatado dos, cuatro y más ejemplos de las
utilidades del cigarro encendido, ¿qué no diré de los lances de diablos son
bolos, bulla y zaragata y de a río revuelto? Aquel mi hermano el mayorazgo de
quien ya relaté alguna hazaña, vean lo que puso en obra en uno de los
rebellines de Torrero, en el sitio de Zaragoza, y viva Aragón.
Y aquí Puntillas, centelleando de
ojos y afirmándose de boca y por fuerza chispeando el cigarro, se acercó a la
mesa en donde aquí y allí se parecían los trastes venatorios.
-Aquí estaba la batería, señores;
la gente, cansada ya de matar gabachos y sin recelo de ser salteada, apagadas
mechas y botafuegos, se entregaba al descanso, si no al sueño, por aquí y por
acullá y entre las gualderas o avantrenes de los cañones, y veo que mi
susodicho hermano, único que velaba, entretenido sin duda en contar los ápices
ardientes de su cigarro o en sacar augurio de las ruedas azuladas del humo,
observa otro enjambre de franceses, que como garduños en vivar se acercaban,
bayoneta calada y espada en mano, a darnos la alborada.
Aquí Puntillas dio tal chupe al
cigarro, que lo trasformó en verdadero botafuego.
-Y mi hermano, ¡sus!, dando la voz
de alarma con cierta interjección muy andaluza, avivando el cigarro como yo
ahora, ¡zas!, aplicó el ascua de su cigarro al cebo del cañón:
¡pi-rin-pin-pan-pun-paf!...
Y era verdad que en la propia
estancia se repetía, en miniatura, la escena de la batería, pues el buen
Puntillas, con su tea encendida, que no cigarro, la aplicó, contrahaciendo el
artillero con tal acierto en los granos de pólvora sacudidos de los polvorines
y frascos que allí se parecían, que, cebándose el fuego y propagando la
explosión por todos aquellos cachivaches, se dejó oír un verdadero
pi-rin-pin-pan-pun-paf de un verdadero y nutrido fuego graneado. El ver los
saltos, resaltos, brincos, desguinces y cabriolas de todos los asistentes, sin
excluir el heroico Capita, hubiera sido cosa muy de reír, si no se sobresaltase
la imaginación con el riesgo más que probable de alguna pierna rota, testa
cascada, o cuando menos con el de alguna chamusquina de menor cuantía. Y no se
piense que el imperturbable Puntillas se sobrecogiera o amilanara con el
impensado fracaso, pues despreciando los estampidos y las fogatas, proseguía
gritando:
-Así fue, señores, cómo se salvó
la batería del cañón que disparó mi hermano, fumador de privilegio, cayeron
siete hileras de franceses; los zaragozanos que acudieron a servir y jugar las
otras piezas, aniquilaron el escuadrón de asalto, y al cigarro, señores, al
cigarro se debe aquella heroica y singular hazaña...
No se sabe hasta qué punto
hubiera llegado con su entusiasmo el buen Puntillas, si primero, al verse solo
en la estancia, y, segundo, por los raudales de agua que le alcanzaban, de los
muchos que con cacharros, trebejos y hasta con un clister de a 36 que manejaba
Capita con grande acierto, no hubiera vuelto de aquel parasismo de verdadera
rabia. El auditorio, que desde luego se puso en salvo tomando con buenos pies
el ojo del patio al lado de los surtidores, me lo encontré algo mohíno, no
fuera que en uno y otro caso hubiera por mi parte algo de mohatrería como para
darle susto y sobresalto; pero el más incrédulo, incluyendo al glorioso Santo
Tomé, no podría abrigar tal pensamiento si derramaba en derredor la vista, pues
todo era destrucción, escombros, pavesas y cenizas. Yo sólo tuve valor para
decir a mis amigos:
-Señores, el próximo cónclave que
celebremos, si a él han de asistir Capita y Puntillas, se tendrá en los llanos
de Tablares, porque allí hay bastante tierra para sacar la suerte a un toro y
bastante agua para apagar los incendios que puede provocar un cigarro.