BeLLA ViLLA
" La literatura a tajo abierto"
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Edición No. 200, agosto de 2015
Directores:
Raúl Jaime Gaviria
Hernán Botero Restrepo
EL
DON JUAN
Por Benito Pérez Galdós
«Ésta no se me escapa: no se me escapa,
aunque se opongan a mi triunfo todas las potencias infernales», dije yo
siguiéndola a algunos pasos de distancia, sin apartar de ella los ojos, sin
cuidarme de su acompañante, sin pensar en los peligros que aquella aventura
ofrecía.
¡Cuánto me acuerdo de ella! Era alta, rubia,
esbelta, de grandes y expresivos ojos, de majestuoso y agraciado andar, de
celestial y picaresca sonrisa. Su nariz, terminada en una hermosa línea
levemente encorvada, daba a su rostro una expresión de desdeñosa altivez, capaz
de esclavizar medio mundo. Su respiración era ardiente y fatigada, marcando con
acompasadas depresiones y expansiones voluptuosas el movimiento de la máquina
sentimental, que andaba con una fuerza de caballos de buena raza inglesa. Su
mirada no era definible; de sus ojos, medio cerrados por el sopor normal que la
irradiación calurosa de su propia tez le producía, salían furtivos rayos,
destellos perdidos que quemaban mi alma. Pero mi alma quería quemarse, y no
cesaba de revolotear como imprudente mariposa en torno a aquella luz. Sus
labios eran coral finísimo; su cuello, primoroso alabastro; sus manos, mármol
delicado y flexible; sus cabellos, doradas hebras que las del mesmo sol
escurecían. En el hemisferio meridional de su rostro, a algunos grados del
meridiano de su nariz y casi a la misma latitud que la boca, tenía un lunar,
adornado de algunos sedosos cabellos que, agitados por el viento, se mecían
como frondoso cañaveral. Su pie era tan bello, que los adoquines parecían
convertirse en flores cuando ella pasaba; de los movimientos de sus brazos, de
las oscilaciones de su busto, del encantador vaivén de su cabeza, ¿qué puedo
decir? Su cuerpo era el centro de una infinidad de irradiaciones eléctricas,
suficientes para dar alimento para un año al cable submarino.
No había oído su voz; de repente la oí. ¡Qué
voz, Santo Dios!, parecía que hablaban todos los ángeles del cielo por boca de
su boca. Parecía que vibraba con sonora melodía el lunar, corchea escrita en el
pentagrama de su cara. Yo devoré aquella nota; y digo que la devoré, porque me
hubiera comido aquel lunar, y hubiera dado por aquella lenteja mi derecho de
primogenitura sobre todos los don Juanes de la tierra.
Su voz había pronunciado estas palabras, que
no puedo olvidar:
-Lurenzo, ¿sabes que comería un bucadu? -Era
gallega.
-Angel mío -dijo su marido, que era el que la
acompañaba-: aquí tenemos el café del Siglo, entra y tomaremos jamón en dulce.
Entraron, entré; se sentaron, me senté
(enfrente); comieron, comí (ellos jamón, yo... no me acuerdo de lo que comí;
pero lo cierto es que comí).
Él no me quitaba los ojos de encima. Era un
hombre que parecía hecho por un artífice de Alcorcón, expresamente para hacer
resaltar la belleza de aquella mujer gallega, pero modelada en mármol de Paros
por Benvenuto Cellini. Era un hombre bajo y regordete, de rostro apergaminado y
amarillo como el forro de un libro viejo: sus cejas angulosas y las líneas de
su nariz y de su boca tenían algo de inscripción. Se le hubiera podido comparar
a un viejo libro de 700 páginas, voluminoso, ilegible y apolillado. Este hombre
estaba encuadernado en un enorme gabán pardo con cantos de lanilla azul.
Después supe que era un bibliómano.
Yo empecé a deletrear la cara de mi bella
galleguita.
Soy fuerte en la paleontología amorosa. Al
momento entendí la inscripción, y era favorable para mí.
-Victoria -dije, y me preparé a apuntar a mi
nueva víctima en mi catálogo. Era el número 1.003.
Comieron, y se hartaron, y se fueron.
Ella me miró dulcemente al salir. Él me lanzó
una mirada terrible, expresando que no las tenía todas consigo; de cada renglón
de su cara parecía salir una chispa de fuego indicándome que yo había herido la
página más oculta y delicada de su corazón, la página o fibra de los celos.
Salieron, salí.
Entonces era yo el don Juan más célebre del
mundo, era el terror de la humanidad casada y soltera. Relataros la serie de
mis triunfos sería cosa de no acabar. Todos querían imitarme; imitaban mis
ademanes, mis vestidos. Venían de lejanas tierras sólo para verme. El día en
que pasó la aventura que os refiero era un día de verano, yo llevaba un chaleco
blanco y unos guantes de color de fila, que estaban diciendo comedme.
Se pararon, me paré; entraron, esperé;
subieron, pasé a la acera de enfrente.
En el balcón del quinto piso apareció una
sombra: ¡es ella!, dije yo, muy ducho en tales lances.
Acerqueme, mire a lo alto, extendí una mano,
abrí la boca para hablar, cuando de repente, ¡cielos misericordiosos! ¡cae
sobre mí un diluvio!... ¿de qué? No quiero que este pastel quede, si tal cosa
nombro, como quedaron mi chaleco y mis guantes.
Lleneme de ira: me habían puesto perdido. En
un acceso de cólera, entro y subo rápidamente la escalera.
Al llegar al tercer piso, sentí que abrían la
puerta del quinto. El marido apareció y descargó sobre mí con todas sus fuerzas
un objeto que me descalabró: era un libro que pesaba sesenta libras. Después
otro del mismo tamaño, después otro y otro; quise defenderme, hasta que al fin
una Compilatio decretalium me remató: caí al suelo sin sentido.
Cuando volví en mí, me encontré en el carro
de la basura.
Levanteme de aquel lecho de rosas, y me alejé
como pude. Miré a la ventana: allí estaba mi verdugo en traje de mañana,
vestido a la holandesa; sonrió maliciosamente y me hizo un saludo que me llenó
de ira.
Mi aventura 1.003 había fracasado. Aquélla
era la primera derrota que había sufrido en toda mi vida. Yo, el don Juan por
excelencia, ¡el hombre ante cuya belleza, donaire, desenfado y osadía se habían
rendido las más meticulosas divinidades de la tierra!... Era preciso tomar la
revancha en la primera ocasión. La fortuna no tardó en presentármela.
Entonces, ¡ay!, yo vagaba alegremente por el
mundo, visitaba los paseos, los teatros, las reuniones y también las iglesias.
Una noche, el azar, que era siempre mi guía,
me había llevado a una novena: no quiero citar la iglesia, por no dar origen a
sospechas peligrosas. Yo estaba oculto en una capilla, desde donde sin ser
visto dominaba la concurrencia. Apoyada en una columna vi una sombra, una
figura, una mujer. No pude ver su rostro, ni su cuerpo, ni su ademán, ni su
talle, porque la cubrían unas grandes vestiduras negras desde la coronilla
hasta las puntas de los pies. Yo colegí que era hermosísima, por esa facultad de
adivinación que tenemos los don Juanes.
Concluyó el rezo; salió, salí; un joven la
acompañaba, «¡su esposo!», dije para mí, algún matrimonio en la luna de miel.
Entraron, me paré y me puse a mirar los
cangrejos y langostas que en un restaurante cercano se veían expuestos al
público. Miré hacia arriba, ¡oh felicidad! Una mujer salía del balcón, alargaba
la mano, me hacía señas... Cercioreme de que no tenía en la mano ningún ánfora
de alcoba, como el maldito bibliómano, y me acerqué. Un papel bajó revoloteando
como una mariposa hasta posarse en mi hombro. Leí: era una cita. ¡Oh fortuna!,
¡era preciso escalar un jardín, saltar tapias!, eso era lo que a mí me gustaba.
Llegó la siguiente noche y acudí puntual. Salté la tapia y me hallé en el
jardín.
Un tibio y azulado rayo de luna, penetrando
por entre las ramas de los árboles, daba melancólica claridad al recinto y
marcaba pinceladas y borrones de luz sobre todos los objetos.
Por entre las ramas vi venir una sombra
blanca, vaporosa: sus pasos no se sentían, avanzaba de un modo misterioso, como
si una suave brisa la empujara. Acercose a mí y me tomó de una mano; yo proferí
las palabras más dulces de mi diccionario, y la seguí; entramos juntos en la
casa. Ella andaba con lentitud y un poco encorvada hacia adelante. Así deben
andar las dulces sombras que vagan por el Elíseo, así debía andar Dido cuando
se presentó a los ojos de Eneas el Pío.
Entramos en una habitación oscura. Ella dio
un suspiro que así de pronto me pareció un ronquido, articulado por unas fauces
llenas de rapé. Sin embargo, aquel sonido debía salir de un seno inflamado con
la más viva llama del amor. Yo me postré de rodillas, extendí mis brazos hacia
ella... cuando de pronto un ruido espantoso de risas resonó detrás de mí;
abriéronse puertas y entraron más de veinte personas, que empezaron a darme de
palos y a reír como una cuadrilla de demonios burlones. El velo que cubría mi
sombra cayó, y vi, ¡Dios de los cielos!, era una vieja de más de noventa años,
una arpía arrugada, retorcida, seca como una momia, vestigio secular de una
mujer antediluviana, de voz semejante al gruñido de un perro constipado; su
nariz era un cuerno, su boca era una cueva de ladrones, sus ojos, dos grietas
sin mirada y sin luz. Ella también se reía, ¡la maldita!, se reía como se
reiría la abuela de Lucifer, si un don Juan le hubiera hecho el amor.
Los golpes de aquella gente me derribaron;
entre mis azotadores estaban el bibliómano y su mujer, que parecían ser los
autores de aquella trama.
Entre puntapiés, pellizcos, bastonazos y
pescozones, me pusieron en la calle, en medio del arroyo, donde caí sin
sentido, hasta que las matutinas escobas municipales me hicieron levantar. Tal
fue la singular aventura del don Juan más célebre del universo. Siguieron otras
por el estilo; y siempre tuve tan mala suerte, que constantemente paraba en los
carros que recogen por las mañanas la inmundicia acumulada durante la noche. Un
día me trajeron a este sitio, donde me tienen encerrado, diciendo que estoy
loco. La sociedad ha tenido que aherrojarme como a una fiera asoladora; y en
verdad, a dejarme suelto, yo la hubiera destruido.