BeLLA ViLLA
" La literatura a tajo abierto"
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Edición No. 199, julio de 2015
Directores:
Raúl Jaime Gaviria
Hernán Botero Restrepo
La sirena
Por José Martínez Ruiz (Azorín) 1873-1967
Cuando volvieron de la iglesia
celebraron con una merienda espléndida el bautizo. La casa estaba llena de
invitados; entraron todos en el comedor. Sobre el blanco mantel resaltaba la
límpida cristalería. Y acá y allá, la nota pintoresca de un pomposo, oloroso,
pintoresco ramo de flores. Todos estaban alegres, animosos.
Venía al mundo un nuevo ser. Se
celebraba su entrada en la vida. ¿Qué había en el mundo para este niño? Las
conversaciones, las risas, las exclamaciones de cuando en cuando, como el ir y
venir de un oleaje, tenían un momento, ligerísimo, de tregua. Parecía que en
estos vagos y fugaces silencios algo se cernía sobre las cabezas de los
invitados. La madre del niño estaba un poco seria, meditativa; ya se había
levantado de la cama; a los tres días del parto ya se hallaba en pie; era mujer
fuerte, robusta, que cruzaba las manos sobre el pecho —las manos gordezuelas,
lustrosas, sonrosadas—,y así permanecía, con una dulce sonrisa, largos ratos.
El padre iba y venía afanoso, un poco febril entre los invitados; llevaba en
alto una botella; pasaba de una parte a otra una bandeja con dulces; decía a
éste una broma; replicaba al otro con una chuscada.
Y el niño, en la sala vecina,
lloraba con un llantito agudo, persistente. Le entraban en el comedor; le besuqueaban
todos, y se lo volvían a llevar a la pieza vecina. Su carita menuda asomaba
entre las blondas y encajes blancos.
—¡Que nos diga el poeta el
horóscopo del niño!
—gritó uno de los convidados.
No hemos hablado todavía del
poeta. El poeta era Eladio Parra. Cuando el niño nació, su padre, Antonio
Riera, escribió al gran poeta:
«Querido Eladio: ¡Cuánto tiempo
hace que no nos vemos! Pero yo sé de ti. Sé de ti por tus versos. Yo no soy
nada; tú lo eres todo. Desde los días del colegio, hace veinte años, no nos
hemos vuelto a ver. Ha nacido mi primer hijo. Yo tendría placer en que el más
grande poeta de España apadrinara a este niño. No te niegues a mi deseo. Si
vienes, desde la casa estarás viendo a todas horas el Mediterráneo, el mar
tranquilo y siempre azul. Y esto será para ti una compensación de las molestias
del viaje.»
Tal era la carta. Y el gran poeta
vino al bautizo. Rodeado de la admiración y del cariño de todos, se hallaba
sentado ante la mesa; su mano diestra reposaba, con coquetería, en el blanco
mantel; esta mano, él la estaba mirando, había escrito los versos más finos,
más delicados, más originales del Parnaso español contemporáneo.
Todos apoyaban la petición del
invitado interpelante.
— ¡Sí, sí; que haga el poeta el
horóscopo del niño!
El poeta sonrió afablemente. ¿Qué
iba a decir él de un niño que entra en la liza del mundo? El poeta sonrió con
bondad; todos le rodeaban; manos finas y blancas se apoyaban en sus hombros;
ojos bellos femeninos le miraban con profunda admiración. ¿Qué iba a decir el
poeta de un ser que penetra en el tráfago de la vida?
El poeta sonreía con amabilidad.
—Pues bien, señores —dijo al
fin—; pues bien, sí, señores...
Y todos aplaudieron. Los aplausos
resonaron en el comedor; el llanto del niño se percibía entre la algazara de
las voces y de las risas.
Había que hacer las cosas
discretamente. Puesto que la concurrencia quería que el poeta levantara el
horóscopo de un niño, Eladio Parra, el gran poeta, saldría del paso con alguna
bobería espiritual, delicada. Antes habían puesto ante Eladio al niño, y el
poeta estuvo contemplando en silencio, solemnemente, como quien estudia las
profundidades de un misterio, los ojitos del niño, su naricita, su boquita contraída
por un mohín picaresco. Y cuando Eladio hubo contemplado un rato al niño, pidió
ser llevado a un salón vecino, donde había recado de escribir. Todos esperaban
en la puerta. El poeta se recogió un momento, en pausa cómica, y luego salió de
la estancia llevando en la mano un sobre.
— ¡Aquí está —dijo— el horóscopo
de este niño!
Y todos esperaron, ansiosos, a
que el padre rasgara el sobre. Dentro estaban escritas estas pocas palabras:
«¡Cuidado con las sirenas!». Hubo
un momento de indecisión. ¿Qué significaba esta misteriosa advertencia?
¡Cuidado con las sirenas! Sí, sí;
era verdad; el poeta se refería a las mujeres, a las mujeres encantadoras y
engañosas que podían hacer la desgracia del niño.
Cuidado con las sirenas
significaba que este niño estaba expuesto, como tantos otros, en su vida de
hombre, a ser el juguete, la víctima, la presa de mujercitas terribles,
aventureras; una mujer, seguramente, iba a perderle. Las mujeres, de todos
modos, jugarían un papel decisivo, importante, en la vida de este niño. Y no se
tomaron las cosas por lo trágico. Al fin, desechados tristes pensamientos, se
pensó, picarescamente, en la buena fortuna de este Don Juan novísimo,
afortunado, que ahora venía al mundo.
Pasaron muchos años. El niño,
Pablo Riera, se hizo hombre. El horóscopo estaba olvidado. Las sirenas, es
decir, las mujeres, el eterno femenino, no jugaba papel en la vida de Pablo. La
vida de Pablo se deslizaba tranquila, sosegada, uniforme. Se había casado ya el
mozo. No había hombre menos mujeriego que Pablo. Su mujer le adoraba. Los dos
llevaban con escrupulosidad y provecho la tiendecilla de que vivían. Pablo era
un hombre callado, un poco encogido; tenía una sensibilidad reconcentrada.
Experimentaba, con la menor contrariedad, una profunda, larga, resonante
angustia en todo su organismo. Las horas para él traían todas, cada día, las
mismas cosas. No se producía alteración en el vivir silencioso, llano, feliz,
en suma, de este matrimonio.
Un día, revolviendo trastos
viejos, la mujer de Pablo encontró un cofrecillo; estaba lleno de cartas
antiguas, de fotografías amarillentas. Era de noche; había terminado la tarea
diaria; bajo la luz ancha, circular, de la lámpara, en el silencioso comedor,
en tanto que Pablo leía, su mujer iba escudriñando todos estos viejos
recuerdos. Y de pronto apareció un papelito en un sobre, un papelito en que se
leía, con letra enrevesada, pero grande: «¡Cuidado con las sirenas!».
—Mira, Pablo —dijo la mujer—;
aquí está tu horóscopo, el horóscopo de que tú me has hablado algunas veces.
—Es verdad —dijo Pablo—; ésta es
la letra del gran poeta amigo de mi padre.
—Pues las sirenas no te han sido
funestas en la vida —añadió la mujer.
—Sí, cierto; hombre menos
aventurero, menos mujeriego que yo, tú lo sabes, habrá habido pocos —contestó
Pablo.
—Los poetas se equivocan —agrego
el marido.
—¡Afortunadamente, en este caso!
—exclamó la mujer.
Y sus ojos, bajo la lámpara, se
clavaban en las palabras escritas por el gran poeta: «¡Cuidado con las sirenas!
El silencio, la paz, el sosiego
eran profundos. A la mañana siguiente la mujer de Pablo no se levantó, estaba
un poco enferma. Dos días después la enfermedad había adquirido caracteres de
gravedad. Pablo, el marido, vivía en una continua zozobra. Los minutos
transcurrían lentos, dolorosos. La enferma, desde la cama, acariciaba con una
mirada larga, triste, profundamente triste, al pobre Pablo.
—¡Pablo, Pablo! —exclamaba-. ¡Qué
solo te vas a quedar! ¿Qué harás tú sin mí en el mundo?
Y Pablo sentía que se le
desgarraban las entrañas.
Llegó la hora suprema. La esposa
de Pablo murió; murió a la madrugada, en una madrugada turbia, opaca. Caía una
lluvia persistente, menuda. En los cristales del balcón apenas se marcaba
vagamente la claridad de la aurora. Dentro, la llama de una lamparilla
tembloteaba. Y en el momento de expirar su mujer, de allá lejos, del puerto,
llegaba angustioso, como un lamento largo, plañidero, el son de la sirena de un
vapor.
Pablo estaba solo. La tiendecilla
no marchaba bien. Pablo no se ocupaba en nada. Y su vida estaba deshecha, rota.
No parecía por la tienda. Daba largos y solitarios paseos por la ciudad; pasaba
largas horas en el cementerio, ante la sepultura de su mujer. ¿Para qué quería
él vivir? Una noche, en la ciudad, comenzaron a sonar todas las campanas. Se
había declarado un incendio en alguna parte. La tiendecilla de Pablo estaba
ardiendo; el incendio destruyó todas las existencias y enseres del comercio. De
madrugada, Pablo, rendido, fatigado, presa de una terrible angustia, se dejaba
caer en la cama. Era una madrugada fría, lluviosa; caía de un cielo turbio,
sucio, una llovizna persistente, helada.
Y a lo lejos, entre sueños, vaga
y dolorosamente, Pablo escuchaba el son largo, plañidero, de la sirena de un barco.
Pablo, el pobre, estaba
anonadado; vivía en un cuartito de un quinto piso. Una anciana venía todas las
mañanas a arreglar el menaje; él comía fuera; su traje era desastrado. Como un
autómata, caminaba y caminaba horas y horas por el campo. Después, al
anochecer, rendido, volvía a su cuartito y se dejaba caer, inerte, en la cama.
Una vez no pudo dormir en toda la
noche. La claridad del día apareció en los vidrios del balcón. La aurora era
borrosa, turbia, gris. Caía una lluvia menudita, fría; se oía a intervalos, en
una pieza vecina, ruido de una gotera que sonaba persistente.
Comenzó a oírse de pronto, allá
en el puerto, el grito agudo, como una súplica, como un lamento, como una
suprema imprecación, de la sirena de un barco. Y cuando se apagó el estampido
de una detonación, en el cuartito, todavía sonaba con angustia, trágicamente,
la voz de la sirena.