BeLLA ViLLA
" La literatura a tajo abierto"
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Edición No. 197, julio de 2015
Directores:
Raúl Jaime Gaviria
Hernán Botero Restrepo
“El
extranjero” por Pedro Antonio de Alarcón
- I -
No consiste la fuerza en echar
por tierra al enemigo, sino en domar la propia cólera, dice una máxima
oriental.
No abuses de la victoria, añade
un libro de nuestra religión.
Al culpado que cayere debajo de
tu jurisdicción considérale hombre miserable, sujeto a las condiciones de la
depravada naturaleza nuestra, y en todo cuanto estuviere de tu parte, sin hacer
agravio a la contraria, muéstratele piadoso y clemente, porque, aunque los
atributos de Dios son todos iguales, más resplandece y campea a nuestro ver el
de la misericordia que el de la justicia, aconsejó, en fin, don Quijote a
Sancho Panza.
Para dar realce a todas estas
elevadísimas doctrinas, y cediendo también a un espíritu de equidad, nosotros,
que nos complacemos frecuentemente en referir y celebrar los actos heroicos de
los españoles durante la Guerra de la Independencia, y en condenar y maldecir
la perfidia y crueldad de los invasores, vamos a narrar hoy un hecho que, sin
entibiar en el corazón el amor a la patria, fortifica otro sentimiento no menos
sublime y profundamente cristiano: el amor a nuestro prójimo; sentimiento que,
si por congénita desventura de la humana especie, ha de transigir con la dura
ley de la guerra, puede y debe resplandecer cuando el enemigo está humillado.
El hecho fue el siguiente, según
me lo han contado personas dignas de entera fe que intervinieron en él muy de
cerca y que todavía andan por el mundo. Oíd sus palabras textuales.
- II -
-Buenos días, abuelo... -dije yo.
-Dios guarde a usted, señorito...
-dijo él.
-¡Muy solo va usted por estos
caminos!...
-Sí, señor. Vengo de las minas de
Linares, donde he estado trabajando algunos meses, y voy a Gádor a ver a mi
familia. ¿Usted irá...?
-Voy a Almería..., y me he
adelantado un poco a la galera, porque me gusta disfrutar de estas hermosas
mañanas de abril. Pero, si no me engaño, usted rezaba cuando yo llegué... Puede
usted continuar. Yo seguiré leyendo entre tanto, supuesto que la galera anda
tan lentamente que le permite a uno estudiar en mitad de los caminos.
-¡Vamos! Ese libro es alguna
historia... Y ¿quién le ha dicho a usted que yo rezaba?
-¡Toma! ¡Yo, que le he visto a
usted quitarse el sombrero y santiguarse!
-Pues, ¡qué demonio!, hombre...
¿Por qué he de negarlo? Rezando iba... ¡Cada uno tiene sus cuentas con Dios!
-Es mucha verdad.
-¿Piensa usted andar largo?
-¿Yo? Hasta la venta...
-En este caso, eche usted por esa
vereda y cortaremos camino.
-Con mucho gusto. Esa cañada me
parece deliciosa. Bajemos a ella.
Y, siguiendo al viejo, cerré el
libro, dejé el camino y descendí a un pintoresco barranco.
Las verdes tintas y diafanidad
del lejano horizonte, así como la inclinación de la montañas, indicaban ya la
proximidad del Mediterráneo.
Anduvimos en silencio unos
minutos, hasta que el minero se paró de pronto.
-¡Cabales! -exclamó.
Y volvió a quitarse el sombrero y
a santiguarse.
Estábamos bajo unas higueras
cubiertas ya de hojas, y a la orilla de un pequeño torrente.
-¡A ver, abuelito!... -dije,
sentándome sobre la hierba-. Cuénteme usted lo que ha pasado aquí.
-¡Cómo! ¿Usted sabe? -replicó él,
estremeciéndose.
-Yo no sé más... -añadí con suma
calma-, sino que aquí ha muerto un hombre... ¡Y de mala muerte, por más señas!
-¡No se equivoca usted, señorito!
¡No se equivoca usted! Pero ¿quién le ha dicho?...
-Me lo dicen sus oraciones de
usted.
-¡Es mucha verdad! Por eso
rezaba.
Yo miré tenazmente la fisonomía
del minero, y comprendí que había sido siempre hombre honrado. Casi lloraba, y
su rezo era tranquilo y dulce.
-Siéntese usted aquí, amigo
mío...-le dije, alargándole un cigarro de papel.
-Pues verá usted, señorito...
-Vaya, ¡muchas gracias! ¡Delgadillo es!...
-Reúna usted dos y resultará uno
doble de grueso -añadí, dándole otro cigarro.
-¡Dios se lo pague a usted! Pues,
señor... -dijo el viejo, sentándose a mi lado-, hace cuarenta y cinco años que
una mañana muy parecida a ésta pasaba yo casi a esta hora por este mismo
sitio...
-¡Cuarenta y cinco años! -medité
yo.
Y la melancolía del tiempo cayó
sobre mi alma. ¿Dónde estaban las flores de aquellas cuarenta y cinco
primaveras? ¡Sobre la frente del anciano blanqueaba la nieve de setenta
inviernos!
Viendo él que yo no decía nada,
echó unas yescas, encendió el cigarro, y continuó de este modo:
-¡Flojillo es! Pues, señor, el
día que le digo a usted venía yo de Gergal con una carga de barrilla y al
llegar al punto en que hemos dejado el camino para tomar esta vereda me
encontré con dos soldados españoles que llevaban prisionero a un polaco. En
aquel entonces era cuando estaban aquí los primeros franceses, no los del año
23, sino los otros...
-¡Ya comprendo! Usted habla de la
Guerra de la Independencia.
-¡Hombre! ¡Pues entonces no había
usted nacido!
-¡Ya lo creo!
-¡Ah, sí! Estará apuntado en ese
libro que venía usted leyendo. Pero, ¡ca!, lo mejor de estas guerras no lo
rezan los libros. Ahí ponen lo que más acomoda..., y la gente se lo cree a puño
cerrado. ¡Ya se ve! ¡Es necesario tener tres duros y medio de vida, como yo los
tendré en el mes de San Juan, para saber más de cuatro cosas! En fin, el polaco
aquél servía a las órdenes de Napoleón..., del bribonazo que murió ya... Porque
ahora dice el señor cura que hay otro... Pero yo creo que ése no vendrá por
estas tierras... ¿Qué le parece a usted, señorito?
-¿Qué quiere usted que yo le
diga?
-¡Es verdad! Su merced no habrá
estudiado todavía de estas cosas... ¡Oh! El señor cura, que es un sujeto muy
instruido, sabe cuándo se acabarán los mamelucos de Oriente y vendrán a Gádor
los rusos y moscovitas a quitar la Constitución... ¡Pero entonces ya me habré
yo muerto!... Conque vuelvo a la historia de mi polaco.
El pobre hombre se había quedado
enfermo en Fiñana, mientras que sus compañeros fugitivos se replegaban hacia Almería.
Tenía calenturas, según supe más tarde... Una vieja lo cuidaba por caridad, sin
reparar que era un enemigo... (¡Muchos años de gloria llevará ya la viejecita
por aquella buena acción!), y a pesar de que aquello la comprometía, guardábalo
escondido en su cueva, cerca de la Alcazaba...
Allí fue donde la noche antes dos
soldados españoles que iban a reunirse a su batallón, y que por casualidad
entraron a encender un cigarro en el candil de aquella solitaria vivienda,
descubrieron al pobre polaco, el cual, echado en un rincón, profería palabras
de su idioma en el delirio de la calentura.
-¡Presentémoslo a nuestro jefe!
-se dijeron los españoles-. Este bribón será fusilado mañana, y nosotros
alcanzaremos un empleo.
Iwa, que así se llamaba el
polaco, según me contó luego la viejecita, llevaba ya seis meses de tercianas,
y estaba muy débil, muy delgado, casi hético.
La buena mujer lloró y suplicó,
protestando que el extranjero no podía ponerse en camino sin caer muerto a la
media hora...
Pero sólo consiguió ser apaleada,
por su falta de «patriotismo». ¡Todavía no se me ha olvidado esta palabra, que
antes no había oído pronunciar nunca!
En cuanto al polaco, figuraos
cómo miraría aquella escena. Estaba postrado por la fiebre, y algunas palabras
sueltas que salían de sus labios, medio polacas, medio españolas, hacían reír a
los dos militares.
-¡Cállate, didón, perro, gabacho!
-le decían.
Y a fuerza de golpes lo sacaron
del lecho.
Para no cansar a usted, señorito:
en aquella disposición, medio desnudo, hambriento..., bamboleándose,
muriéndose..., ¡anduvo el infeliz cinco leguas! ¡Cinco leguas, señor!... ¿Sabe
usted los pasos que tienen cinco leguas? Pues es desde Fiñana hasta aquí... ¡Y
a pie!... ¡Descalzo!... ¡Figúrese usted!... ¡Un hombre fino, un joven hermoso y
blanco como una mujer, un enfermo, después de seis meses de tercianas!... ¡Y
con la terciana en aquel momento mismo!...
-¿Cómo pudo resistir?
-¡Ah! ¡No resistió!...
-Pero ¿cómo anduvo cinco leguas?
-¡Toma! ¡A fuerza de bayonetazos!
-Prosiga usted, abuelo... Prosiga
usted.
-Yo venía por este barranco, como
tengo de costumbre, para ahorrar terreno, y ellos iban por allá arriba, por el
camino. Detúveme, pues, aquí mismo, a fin de observar el remate de aquella
escena, mientras picaba un cigarro negro que me habían dado en las minas...
Iwa jadeaba como un perro próximo
a rabiar... Venía con la cabeza descubierta, amarillo como un desenterrado, con
dos rosetas encarnadas en lo alto de las mejillas y con los ojos llameantes,
pero caídos... ¡hecho, en fin, un Cristo en la calle de la Amargura!...
-¡Mí querer morir! ¡Matar a mí
por Dios! -balbuceaba el extranjero con las manos cruzadas.
Los españoles se reían de
aquellos disparates, y le llamaban franchute, didón y otras cosas.
Dobláronse al fin las piernas de
Iwa, y cayó redondo al suelo.
Yo respiré, porque creí que el
pobre había dado el alma a Dios.
Pero un pinchazo que recibió en
un hombro le hizo erguirse de nuevo.
Entonces se acercó a este
barranco para precipitarse y morir...
Al impedirlo los soldados, pues
no les acomodaba que muriera su prisionero, me vieron aquí con mi mulo, que,
como he dicho, estaba cargado de barrilla.
-¡Eh, camarada! -me dijeron,
apuntándome con los fusiles-. ¡Suba usted ese mulo!
Yo obedecí sin rechistar,
creyendo hacer un favor al extranjero.
-¿Dónde va usted? -me preguntaron
cuando hube subido.
-Voy a Almería -les respondí-. ¡Y
eso que ustedes están haciendo es una inhumanidad!
-¡Fuera sermones! -gritó uno de
los verdugos.
-¡Un arriero afrancesado! -dijo
el otro.
-¡Charla mucho... y verás lo que
te sucede!
La culata de un fusil cayó sobre
mi pecho...
¡Era la primera vez que me pegaba
un hombre, además de mi padre!
-¡No irritar! ¡No incomodar!
-exclamó el polaco, asiéndose a mis pies, pues había caído de nuevo en tierra.
-¡Descarga la barrilla! -me
dijeron los soldados.
-¿Para qué?
-Para montar en el mulo a este
judío.
-Eso es otra cosa... Lo haré con
mucho gusto -dije, y me puse a descargar.
-¡No!... ¡No!... ¡No!... exclamó
Iwa-. ¡Tú dejar que me maten!
-¡Yo no quiero que te maten,
desgraciado! -exclamé, estrechando las ardientes manos del joven.
-¡Pero mí sí querer! ¡Matar tú a
mí por Dios!...
-¿Quieres que yo te mate?
-¡Sí..., sí..., hombre bueno!
¡Sufrir mucho!
Mis ojos se llenaron de lágrimas.
Volvíme a los soldados, y les
dije con tono de voz que hubiera conmovido a una piedra:
-¡Españoles, compatriotas,
hermanos! Otro español, que ama tanto como el que más a nuestra patria, es
quien os suplica... ¡Dejadme solo con este hombre!
-¡No digo que es afrancesado!
-exclamó uno de ellos.
-¡Arriero del diablo -dijo el
otro-, cuidado con lo que dices! ¡Mira que te rompo la crisma!
-¡Militar de los demonios
-contesté con la misma fuerza-, yo no temo a la muerte! ¡Sois dos infames sin
corazón! Sois dos hombres fuertes y armados contra un moribundo inerme... ¡Sois
unos cobardes! Dadme uno de esos fusiles y pelearé con vosotros hasta mataros o
morir..., pero dejad a este pobre enfermo, que no puede defenderse. ¡Ay!
-continué, viendo que uno de aquellos tigres se ruborizaba-, si, como yo,
tuvieseis hijos; si pensarais que tal vez mañana se verán en la tierra de este
infeliz, en la misma situación que él, solos, moribundos, lejos de sus padres;
si reflexionarais en que este polaco no sabe siquiera lo que hace en España, en
que será un quinto robado a su familia para servir a la ambición de un rey...,
¡qué diablo!, vosotros lo perdonaríais... ¡Sí, porque vosotros sois hombres antes
que españoles, y este polaco es un hombre, un hermano vuestro! ¿Qué ganará
España con la muerte de un tercianario? ¡Batíos hasta morir con todos los
granaderos de Napoleón; pero que sea en el campo de batalla! Y perdonad al
débil; ¡sed generosos con el vencido; sed cristianos, no seáis verdugos!
-¡Basta de letanías! -dijo el que
siempre había llevado la iniciativa de la crueldad, el que hacía andar a Iwa a
fuerza de bayonetazos, el que quería comprar un empleo al precio de su cadáver.
-Compañero, ¿qué hacemos?
-preguntó el otro, medio conmovido con mis palabras.
-¡Es muy sencillo! -repuso el
primero-. ¡Mira!
Y sin darme tiempo, no digo de
evitar, sino de prever sus movimientos, descerrajó un tiro sobre el corazón del
polaco.
Iwa me miró con ternura, no sé si
antes o después de morir.
Aquella mirada me prometió el
cielo, donde acaso estaba ya el mártir.
En seguida los soldados me dieron
una paliza con las baquetas de los fusiles.
El que había matado al extranjero
le cortó una oreja, que guardó en el bolsillo.
¡Era la credencial del empleo que
deseaba!
Después desnudó a Iwa, y le
robó... hasta cierto medallón (con un retrato de mujer o de santa) que llevaba
al cuello.
Entonces se alejaron hacia
Almería.
Yo enterré a Iwa en este
barranco..., ahí..., donde está usted sentado..., y me volví a Gérgal, porque
conocí que estaba malo.
Y en efecto, aquel lance me costó
una terrible enfermedad, que me puso a las puertas de la muerte.
-¿Y no volvió usted a ver a
aquellos soldados? ¿No sabe usted cómo se llamaban?
-No, señor; pero por las señas
que me dio más tarde la viejecita que cuidó al polaco supe que uno de los dos
españoles tenía el apodo de Risas, y que aquél era justamente el que había
matado y robado al pobre extranjero...
En esto nos alcanzó la galera: el
viejo y yo subimos al camino, nos apretamos la mano y nos despedimos muy
contentos el uno del otro.
¡Habíamos llorado juntos!
- III -
Tres noches después tomábamos
café varios amigos en el precioso casino de Almería.
Cerca de nosotros, y alrededor de
otra mesa, se hallaban dos viejos militares retirados, comandante el uno y
coronel el otro, según dijo alguno que los conocía.
A pesar nuestro, oíamos su
conversación, pues hablaban tan alto como suelen los que han mandado mucho.
De pronto hirió mis oídos y llamó
mi atención esta frase del coronel:
-El pobre Risas...
-¡Risas! -exclamé para mí.
Y me puse a escuchar de intento.
-El pobre Risas... -decía el
coronel- fue hecho prisionero por los franceses cuando tomaron a Málaga y de
depósito en depósito, fue a parar nada menos que a Suecia, donde yo estaba
también cautivo, como todos los que no pudimos escaparnos con el Marqués de la
Romana. Allí lo conocí, porque intimó con Juan, mi asistente de toda la vida, o
de toda mi carrera; y cuando Napoleón tuvo la crueldad de llevar a Rusia,
formando parte de su Grande Ejército, a todos los españoles que estábamos
prisioneros en su poder, tomé de ordenanza a Risas. Entonces me enteré de que
tenía un miedo cerval a los polacos, o un terror supersticioso a Polonia, pues
no hacía más que preguntarnos a Juan y a mí «si tendríamos que pasar por
aquella tierra para ir a Rusia», estremeciéndose a la idea de que tal llegase a
acontecer. Indudablemente, a aquel hombre, cuya cabeza no estaba muy firme, por
lo mucho que había abusado de las bebidas espirituosas, pero que en lo demás
era un buen soldado y un mediano cocinero, le había ocurrido algo grave con
algún polaco, ora en la guerra de España, ora en su larga peregrinación por
otras naciones. Llegados a Varsovia, donde nos detuvimos algunos días, Risas se
puso gravemente enfermo, de fiebre cerebral, por resultas del terror pánico que
le había acometido desde que entramos en tierra polonesa, y yo, que le tenía ya
cierto cariño, no quise dejarlo allí solo cuando recibimos la orden de marcha,
sino que conseguí de mis jefes que Juan se quedase en Varsovia cuidándolo, sin
perjuicio de que, resuelta aquella crisis de un modo o de otro, saliese luego
en mi busca con algún convoy de equipajes y víveres, de los muchos que
seguirían a la nube de gente en que mi regimiento figuraba a vanguardia. ¡Cuál
fue, pues, mi sorpresa cuando el mismo día que nos pusimos en camino, y a las
pocas horas de haber echado a andar, se me presentó mi antiguo asistente, lleno
de terror, y me dijo lo que acababa de suceder con el pobre Risas! ¡Dígole a
usted que el caso es de lo más singular y estupendo que haya ocurrido nunca! Oígame
y verá si hay o no motivo para que yo haya olvidado esta historia en cuarenta y
dos años. Juan había buscado un buen alojamiento para cuidar a Risas en casa de
cierta labradora viuda, con tres hijas casaderas, que desde que llegamos a
Varsovia los españoles no había dejado de preguntarnos a todos, por medio de
intérpretes franceses, si sabíamos algo de un hijo suyo llamado Iwa, que vino a
la guerra de España en 1808 y de quien hacía tres años no tenía noticia alguna,
cosa que no pasaba a las demás familias que se hallaban en idéntico caso. Como
Juan era tan zalamero, halló modo de consolar y esperanzar a aquella triste
madre, y de aquí el que, en recompensa, ella se brindara a cuidar a Risas al
verlo caer en su presencia atacado de la fiebre cerebral... Llegados a casa de
la buena mujer, y estando ésta ayudando a desnudar al enfermo, Juan la vio
palidecer de pronto y apoderarse convulsivamente de cierto medallón de plata,
con una efigie o retrato en miniatura, que Risas llevaba siempre al pecho, bajo
la ropa, a modo de talismán o conjuro contra los polacos, por creer que
representaba a una Virgen o Santa de aquel país.
-¡Iwa! ¡Iwa! -gritó después la
viuda de un modo horrible, sacudiendo al enfermo, que nada entendía, aletargado
como estaba por la fiebre.
En esto acudieron las hijas, y
enteradas del caso, cogieron el medallón, lo pusieron al lado del rostro de su
madre, llamando por medio de señas la atención de Juan para que viese, como
vio, que la tal efigie no era más que el retrato de aquella mujer, y
encarándose entonces con él, visto que su compatriota no podía responderles,
comenzaron a interrogarle mil cosas con palabras ininteligibles, bien que con
gestos y ademanes que revelaban claramente la más siniestra furia. Juan se
encogió de hombros, dando a entender por señas que él no sabía nada de la
procedencia de aquel retrato ni conocía a Risas más que de muy poco tiempo...
El noble semblante de mi honradísimo asistente debió de probar a aquellas
cuatro leonas encolerizadas que el pobre no era culpable... ¡Además, él no
llevaba el medallón! Pero el otro... ¡al otro, al pobre Risas, lo mataron a
golpes y lo hicieron pedazos con las uñas! Es cuanto sé con relación a este
drama, pues nunca he podido averiguar por qué tenía Risas aquel retrato.
-Permítame usted que se lo cuente
yo... -dije sin poder contenerme.
Y acercándome a la mesa del
coronel y del comandante, después de ser presentado a ellos por mis amigos, les
referí a todos la espantosa narración del minero.
Luego que concluí, el comandante,
hombre de más de setenta años, exclamó con la fe sencilla del antiguo militar,
con el arranque de un buen español y con toda la autoridad de sus canas:
-¡Vive Dios, señores, que en todo
eso hay algo más que una casualidad!