martes, 3 de abril de 2012

Del contrapunteo entre creador y gestor cultural

GUADAÑAZOS PARA LA                                
BeLLA ViLLA            
                " La literatura a tajo abierto"     

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Edición No. 15, abril de 2012
Directores: Raúl Jaime Gaviria / Hernán Botero Restrepo
Publicación de Revista Asfódelo
Correo electrónico: revistasfodelo@yahoo.com

 
Del contrapunteo entre creador y gestor cultural
Raúl Jaime Gaviria

Gestor cultural es un término de más bien reciente cuño. Por la época en que el gran Germán Espinosa se debatía tratando de dar a conocer su obra inicial y, según cuenta el mismo en su libro de memorias La verdad sea dicha, Juan Gustavo Cobo Borda, un correveidile de la época y a quien podríamos catalogar de precursor de esa rara fauna de burócratas culturales, se dedicó en cuerpo y alma a denostarlo y a desprestigiarlo de manera perversa, nada menos que al gran hombre y no menos gran escritor autor de La tejedora de coronas. Esta persecución llegó al punto de provocar un intento de suicidio, el único de su vida, por parte de Espinosa.
Esta anécdota la traemos a cuento para ilustrar acerca del antagonismo existente entre los creadores y los gestores y burócratas de la cultura, por más proteicos que estos puedan llegar a ser. Ejemplos hay miles, baste recordar que en los tiempos de Luis XIV el único que tenía el privilegio de hacer representar sus óperas era Jean Baptiste Lully quien, sin dejar de ser un gran compositor opacó por completo a Robert Cambert que sin duda lo equiparaba y que tuvo el mérito de ser el primer compositor de una ópera en francés: Pompone. Dando un salto de siglos tenemos a los malhadados “comisarios culturales”  soviéticos que, prevalidos de los rígidos esquemas del partido comunista en el poder, favorecían a aquellos que seguían sus directrices al pie de la letra y por lo contrario condenaban a los que no se ajustaban a tales pautas. Ejemplo de un caso aún vigente es lo que sucede en la Cuba de hoy, en donde la difusión de grandes obras en todos los ámbitos se ha visto claramente censurada por parte de las autoridades culturales de la isla, estimulándose en cambio las precarias producciones de los gestores culturales disfrazados de artistas, caso emblemático el del poeta del régimen, Roberto Fernández Retamar.

Desplazándonos a nuestro ámbito local, de un tiempo acá se ha multiplicado esta especie de nuevos frankensteins llamados gestores culturales. A dos aguas entre el deseo de crear una obra auténtica y la necesidad de sobrevivir en un país que no puede ofrecerle a la cultura más que migajas sueltas del gran festín de los peces gordos de la corrupción del estado, los gestores culturales se debaten cotidianamente entre el ser y la apariencia, tratando de conciliar dos mundos en esencia irreconciliables. Desean crear pero les puede más la necesidad de llevarse un plato de comida a la mesa (en los casos más altruistas) o darle rienda suelta a las pasiones de todo tipo que suelen acosarlos debido, precisamente, a la frustración creativa que padecen. Siempre he dicho que los gestores culturales son una especie extraña, nunca se les ve felices, al menos yo no he visto el primero que refleje en su rostro esa condición. Cuando te hablan, especialmente si te los encuentras en algún evento público de carácter cultural, no lo hacen con sinceridad, pues su cabeza está siempre ocupada con la próxima gestión a realizar o con la expectativa de establecer algún tipo de relaciones más “productivas” de las que un simple creador desconocido como tú les pueda ofrecer. Esa es otra de las características clásicas de los gestores culturales en nuestro medio y quizás en todos, sus amigos son amigos en tanto que estos les sean útiles dentro del circuito de gestión operado por ellos; de lo contrario no existen.

La fricción desgastante que se da entre el gestor cultural y el mundo de la burocracia desvirtúa las más de las veces la obra artística que pueda subyacer en estos de forma latente, creando este tipo de monstruos culturales tan ajenos a toda humanidad. Esta contaminación puede llegar a producirse en un principio de una manera poco perceptible aunque en su etapa avanzada es bien poco lo que puede hacerse. La pregunta que podría surgir sería: ¿cómo habrá de sobrevivir el creador en un medio tan hostil, sin caer en la trampa de la gestión cultural? La respuesta viene en una sola palabra: vocación. Un vocablo que procede del latín vocationem y que según El Pequeño Larousse significa la inclinación natural de una persona por un arte, una profesión o un determinado género de vida. La vocación del verdadero creador ha de prevalecer necesariamente sobre todos sus sucedáneos. Y cuando hablo de todos me refiero a todo aquello que pueda, de una u otra forma, interferir con la  génesis de la obra a la cual el creador ha sido llamado a través de esa vocación particular. Al momento de reconocer esta como verdadera (y no como simple máscara) el creador ha de asumirse de manera valiente frente a su entorno mediato e inmediato. Las relaciones de todo tipo habrán de ser probadas en el crisol de ese llamado vital, y es ahí donde se distinguirá el oro de la ganga. La fusión del sujeto creador con el objeto de su creación genera un campo vital de tal potencia que adecua las condiciones de vida del artista de tal manera que su obra pueda surgir por encima de todo. Esas condiciones serán variables para cada creador, elevándose por encima de aquello que comúnmente se conoce como éxito o fracaso. Para algunos las condiciones adecuadas se darán al desarrollar su obra en medio de una frugalidad extrema (nunca la miseria) lejos de las luces de la fama y el reconocimiento mientras que en otros podrá florecer una obra auténtica en medio de la opulencia y la gloria. Y aunque no hayan reglas para esto sí que existe un denominador común: la realización plena que la obra creativa otorga a su creador, una certeza de plenitud tal que, sin temor a exagerar, podría compararse a una madre que da a luz a un hijo. Para el creador, para el artista que se ha encontrado a sí mismo a partir de la vocación no podría existir entonces la palabra fracaso pues el mero hecho del ejercicio activo de esa vocación implicaría la imposibilidad de la aplicación de tal calificativo, más allá de cualquier tipo de percepción externa subjetiva que sostenga lo contrario.

Podemos concluir diciendo, y esto es esperanzador, que al final de los tiempos en los anales de la creación artística quedarán inscritos tan solo los nombres de aquellos hombres que, consecuentes con su vocación de tales, hayan posibilitado el desarrollo de su obra mientras que los desalados gestores (y gestoras) pasarán a la historia como los don nadie fracasados que son.