BeLLA ViLLA
" La literatura a tajo abierto"
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Edición No. 15, abril de 2012
Directores: Raúl Jaime Gaviria / Hernán Botero Restrepo
Publicación de Revista Asfódelo
Correo electrónico: revistasfodelo@yahoo.com
Del contrapunteo entre creador y
gestor cultural
Raúl
Jaime Gaviria
Gestor
cultural es un término de más bien reciente cuño. Por la época en que el gran
Germán Espinosa se debatía tratando de dar a conocer su obra inicial y, según
cuenta el mismo en su libro de memorias La
verdad sea dicha, Juan Gustavo Cobo Borda, un correveidile de la época y a
quien podríamos catalogar de precursor de esa rara fauna de burócratas
culturales, se dedicó en cuerpo y alma a denostarlo y a desprestigiarlo de
manera perversa, nada menos que al gran hombre y no menos gran escritor autor
de La tejedora de coronas. Esta
persecución llegó al punto de provocar un intento de suicidio, el único de su
vida, por parte de Espinosa.
Esta
anécdota la traemos a cuento para ilustrar acerca del antagonismo existente
entre los creadores y los gestores y burócratas de la cultura, por más
proteicos que estos puedan llegar a ser. Ejemplos hay miles, baste recordar que
en los tiempos de Luis XIV el único que tenía el privilegio de hacer
representar sus óperas era Jean Baptiste Lully quien, sin dejar de ser un gran
compositor opacó por completo a Robert Cambert que sin duda lo equiparaba y que
tuvo el mérito de ser el primer compositor de una ópera en francés: Pompone. Dando un salto de siglos
tenemos a los malhadados “comisarios culturales” soviéticos que, prevalidos de los rígidos
esquemas del partido comunista en el poder, favorecían a aquellos que seguían
sus directrices al pie de la letra y por lo contrario condenaban a los que no
se ajustaban a tales pautas. Ejemplo de un caso aún vigente es lo que sucede en
la Cuba de hoy, en donde la difusión de grandes obras en todos los ámbitos se
ha visto claramente censurada por parte de las autoridades culturales de la
isla, estimulándose en cambio las precarias producciones de los gestores
culturales disfrazados de artistas, caso emblemático el del poeta del régimen,
Roberto Fernández Retamar.
Desplazándonos
a nuestro ámbito local, de un tiempo acá se ha multiplicado esta especie de
nuevos frankensteins llamados
gestores culturales. A dos aguas entre el deseo de crear una obra auténtica y
la necesidad de sobrevivir en un país que no puede ofrecerle a la cultura más
que migajas sueltas del gran festín de los peces gordos de la corrupción del
estado, los gestores culturales se debaten cotidianamente entre el ser y la
apariencia, tratando de conciliar dos mundos en esencia irreconciliables. Desean
crear pero les puede más la necesidad de llevarse un plato de comida a la mesa (en
los casos más altruistas) o darle rienda suelta a las pasiones de todo tipo que
suelen acosarlos debido, precisamente, a la frustración creativa que padecen.
Siempre he dicho que los gestores culturales son una especie extraña, nunca se
les ve felices, al menos yo no he visto el primero que refleje en su rostro esa
condición. Cuando te hablan, especialmente si te los encuentras en algún evento
público de carácter cultural, no lo hacen con sinceridad, pues su cabeza está
siempre ocupada con la próxima gestión a realizar o con la expectativa de
establecer algún tipo de relaciones más “productivas” de las que un simple
creador desconocido como tú les pueda ofrecer. Esa es otra de las
características clásicas de los gestores culturales en nuestro medio y quizás
en todos, sus amigos son amigos en tanto que estos les sean útiles dentro del
circuito de gestión operado por ellos; de lo contrario no existen.
La
fricción desgastante que se da entre el gestor cultural y el mundo de la
burocracia desvirtúa las más de las veces la obra artística que pueda subyacer
en estos de forma latente, creando este tipo de monstruos culturales tan ajenos
a toda humanidad. Esta contaminación puede llegar a producirse en un principio
de una manera poco perceptible aunque en su etapa avanzada es bien poco lo que
puede hacerse. La pregunta que podría surgir sería: ¿cómo habrá de sobrevivir
el creador en un medio tan hostil, sin caer en la trampa de la gestión
cultural? La respuesta viene en una sola palabra: vocación. Un vocablo que
procede del latín vocationem y que
según El Pequeño Larousse significa
la inclinación natural de una persona por un arte, una profesión o un
determinado género de vida. La vocación del verdadero creador ha de prevalecer
necesariamente sobre todos sus sucedáneos. Y cuando hablo de todos me refiero a
todo aquello que pueda, de una u otra forma, interferir con la génesis de la obra a la cual el creador ha
sido llamado a través de esa vocación particular. Al momento de reconocer esta
como verdadera (y no como simple máscara) el creador ha de asumirse de manera
valiente frente a su entorno mediato e inmediato. Las relaciones de todo tipo
habrán de ser probadas en el crisol de ese llamado vital, y es ahí donde se
distinguirá el oro de la ganga. La fusión del sujeto creador con el objeto de
su creación genera un campo vital de tal potencia que adecua las condiciones de
vida del artista de tal manera que su obra pueda surgir por encima de todo.
Esas condiciones serán variables para cada creador, elevándose por encima de
aquello que comúnmente se conoce como éxito o fracaso. Para algunos las
condiciones adecuadas se darán al desarrollar su obra en medio de una
frugalidad extrema (nunca la miseria) lejos de las luces de la fama y el
reconocimiento mientras que en otros podrá florecer una obra auténtica en medio
de la opulencia y la gloria. Y aunque no hayan reglas para esto sí que existe
un denominador común: la realización plena que la obra creativa otorga a su
creador, una certeza de plenitud tal que, sin temor a exagerar, podría
compararse a una madre que da a luz a un hijo. Para el creador, para el artista
que se ha encontrado a sí mismo a partir de la vocación no podría existir
entonces la palabra fracaso pues el mero hecho del ejercicio activo de esa
vocación implicaría la imposibilidad de la aplicación de tal calificativo, más
allá de cualquier tipo de percepción externa subjetiva que sostenga lo
contrario.
Podemos
concluir diciendo, y esto es esperanzador, que al final de los tiempos en los
anales de la creación artística quedarán inscritos tan solo los nombres de
aquellos hombres que, consecuentes con su vocación de tales, hayan posibilitado
el desarrollo de su obra mientras que los desalados gestores (y gestoras)
pasarán a la historia como los don nadie
fracasados que son.