BeLLA ViLLA
" La literatura a tajo abierto"
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Edición No. 70, abril de 2013
Directores: Raúl Jaime Gaviria / Hernán Botero Restrepo
Publicación de Revista Asfódelo
Colaborador permanente: Rubén López Rodrigué
Correo electrónico: revistasfodelo@yahoo.comColaborador permanente: Rubén López Rodrigué
La bondadosa sabiduría del Señor López
Rafael A. Botero Restrepo
Cuando examinaba el fichero en el que se incluían las últimas adquisiciones de su anticuaria, el Señor López pensó nuevamente en los exiguos rendimientos de su negocio.
No eran nada halagüeños los resultados habidos en los últimos meses o quizá años. Aquel espacio atiborrado de libros, tan frecuentado en otros tiempos por gentes de diferente índole y condición social hoy evidenciaba una pasmosa calma que le asombraba y le inducía a tejer ideas poco gratificantes para su condición de librero y adulto mayor (como ya se denominaba a los ancianos en la nueva codificación sino literaria, tal vez administrativa).
Mientras hojeaba las páginas de un volumen de la Espasa, rememoraba aquella condición suya que le había impelido a ese universo de los textos.
De sus padres -maestros por vocación y por oficio- había heredado esa afición hacia los libros, a la palabra escrita, que le regocijaba como ninguna otra cosa en el mundo.
Ya de pequeño cuando fue por primera vez a la escuela y tuvo en sus manos la cartilla de “La alegría de leer”, encontró en esas páginas llenas de colorido y de símbolos enigmáticos un universo que se abría a sus ojos asombrados...luego cuando paso a paso fue explorando el mágico horizonte de las letras, cuando supo unir unas con otras y pronunciar deletreando “mi mamá me mima”, “amo a mi mamá”, comprendió que esa comunión suya con el abecedario jamás cesaría. Sentía tan profunda aquella sensación de lanzamiento a un mundo diferente, alejado de la aburrida cotidianidad que suponían los deberes caseros, las obligaciones monótonas en la vivienda familiar.
Recordaba cómo, cuando al fin logro leer pequeños textos y la emoción le embriagaba al traducir aquellos trazos antes inentendibles su mente traspasaba los umbrales cotidianos y se trasladaba a remotos confines, a espacios no imaginados.
Allí, a la salida de la escuela, se apostaban los vendedores ofreciéndoles a los párvulos, golosinas, cachivaches, lapiceros, borradores y toda suerte de pequeñas cosas, prestos a cambiarse por los centavos que los niños traían de sus casas para el refrigerio. Fue entonces cuando descubrió la colección de pequeños cuentos llamada “Lucecitas”. Eran unos minúsculos cuadernillos editados en colores, con ilustraciones y por supuesto el texto de los pequeños cuentos.
Empezó a coleccionarlos, a comprar seguidamente haciendo ahorro de las monedas que sus padres le daban. Encontraba un placer indescriptible cuando luego de adquirir el pequeño cuento lo devoraba con fruición, gota a gota, exprimiendo el sentido de aquellas palabras enlazadas que daban forma a toda una narración.
Ese contacto con la palabra impresa fue el motor de impulso para su inacabable sed literaria, fue el inicio del cortejo de toda su vida con los libros.
Rememoraba el Señor López aquel descubrimiento del imaginario mundo de Julio Verne, sus expediciones submarinas, los fantásticos viajes, aquellos cuadernos grandes plenos de figuras impresos en ese papel marrón con letras góticas....o la colección de los libros de Emilio Salgari...los piratas, el archipiélago de Filipinas, Sandokan...aquel ejemplar gordo, denso de las mil y una noches...los viajes de Gulliver...
La palabra impresa, esa maravilla que ejercía el mágico influjo sobre la mente de transportarnos a lugares ignotos, a los confines del mundo, al espacio cósmico o a los insondables misterios de la mente y los sentimientos humanos...la aventura extraña y trágica del mundo kafkiano, la miseria y la grandeza humana descrita por Dostoyevski, Balzac, Wilde...la condición de nuestros pueblos latinos expresada en Uslar Pietri, en Quiroga, García Márquez y Vargas Llosa; la hermosa jornada de la Tejedora de Coronas Genoveva Alcocer...los llamados submundos de Jorge Amado, los pasos de la Rayuela de Cortázar o los preciosos cuentos de Borges....
La emoción embargaba al Señor López cuando inquiría en retrospectiva por todo ese caudal, ese acervo maravilloso de la palabra. Por ello la congoja le sobrecogía al contemplar todos aquellos ejemplares que en sus páginas encerraban la riqueza y la miseria humanas.
El eventual y casi seguro cierre de su pequeño negocio le abrumaba y le hacía desdichado a más no poder, visionaba la aridez de su vida alejado de aquel trueque permanente donde él obtenía unos medios básicos para su supervivencia a cambio del más precioso alimento espiritual en estos tiempos de frivolidad, de insensatez, de fruslería, de oropel.
La aparición de los computadores, de la descomunal red informática que todo lo abarcaba había colocado al libro, a la palabra plasmada en el papel en una situación desventajosa. Muchos niños y jóvenes preferían aquel ámbito del ciberespacio a la tradicional disciplina de abrir las hojas de un libro y válidos tan sólo de la imaginación discurrir por el universo infinito y más allá...
Hoy su espacio librero parecía una antigualla mandada a recoger, una desueta forma de irradiar cultura que cedía sus posibilidades a la informática, a las dimensiones de lo virtual.
Recordaba aquel libro grande, de pastas duras y color rosa que contenía aquellas fábulas...había sido un regalo para su primera comunión; era un libro pleno de imágenes y a su lado los textos que explicaban las figuras...una en especial le había impresionado vivamente en esos sus siete años de existencia, no recordaba el autor: ?Samaniego?, ?Esopo?...: era aquel joven que salió de excursión y llevaba un rico fiambre, llegose a un río de hermosa agua, límpido, pleno de verdor en sus riberas. El joven luego de deleitarse con sus provisiones tiraba todos los desperdicios y basuras en el nacimiento del agua que era una especie de pozo de donde emergía toda aquella corriente de vida y alegría.
Tumbado en la yerba, se sumergió en profundo sueño del que volvió a la realidad aquejado por el deseo de beber que le había producido la ingestión de su provisión...más al ir a tomar agua de aquella fuente la hallo tan llena de desperdicios , basura y escupitajos suyos que no acertó a tomar ni una gota por la repugnancia que ello le producía...
El señor López caviló un buen rato y acotó en su interior: cuánta verdad había en la pequeña fábula, “agua que no has de beber, déjala correr”...? ¿Acaso el ser humano no había convertido a este pequeño planeta del sistema solar en una cloaca? ¿Acaso la especie humana no era depredadora, despilfarradora y abusiva?...
Ojeó un viejo ejemplar del Quijote, era su obra predilecta. Allí, en esas páginas donde el bizarro héroe de los caballeros andantes acometía con toda la fuerza de su mente dimensionada hacia otro horizonte y otra época, el Señor López había bebido como el más sediento todo ese caudal hermoso que Cervantes dio a la humanidad: “Sábete Sancho que no es un hombre más que otro sino hace más que otro. Todas estas borrascas que nos suceden, son señales de que pronto ha de serenar el tiempo y han de sucedernos bien las cosas; porque no es posible que el mal ni el bien sean durables y de aquí se sigue que, habiendo durado mucho el mal, el bien esta ya cerca”.
Al final-pensó- la existencia es una quijotada donde combinamos las facetas de villanos, nobles, vacíos y sabios, en nuestro interior anidan eros y tanathos, los afanes más individuales y el desprendimiento generoso. Los seres humanos hechos de contrariedad, de cal y arena, de regocijo y desdicha...somos esa “caña que agita el viento”...pasajeros, contingentes, fugaces como el amanecer...
Recorrió de nuevo el pequeño espacio.
Fue aflorando a su pensamiento la idea acerca del destino de su preciado haber.
Reflexionó que así como en sus primeros años, la escuela fue la puerta al escenario de las palabras y los sueños, allí encontrarían sus libros tierra abonada para germinar en los nuevos seres que abrían sus ojos al mundo inexplorado y misterioso. Seleccionando algunos textos, los separó e hizo una pequeña columna con los mismos.
Luego el Señor López separo otros textos que sabía podrían alimentar las horas lentas y pesadas de aquellos que se hallaban tendidos en una cama en el espacio de las salas o cuartos del hospital público. Alentar la recuperación física y mental de los enfermos por medio de la palabra seguramente era un buen bálsamo para muchos de ellos.
Y finalmente el Señor López decidió que la otra parte de ese su patrimonio iría a la cárcel municipal, engrosaría los anaqueles de la pequeña biblioteca de cuya existencia sabía a través de familiares y amigos suyos a los que había visitado cuando habían sufrido el infortunio de la reclusión. Sabía el Señor López que en esa condición el ser humano encuentra en la lectura un asidero a la civilización, halla una fuga continua e ilímite de los muros y las rejas.
Una vez hubo redondeado su decisión el Señor López se sentó en medio del cuarto y con satisfacción aspiro una gran bocanada de aire.