BeLLA ViLLA
" La literatura a tajo abierto"
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Edición No. 110, noviembre de 2013
Directores:
Raúl Jaime Gaviria
Hernán Botero Restrepo
Publicación de Revista AsfódeloRaúl Jaime Gaviria
Hernán Botero Restrepo
Colaborador permanente: Rubén López Rodrigué
LOS DOGMAS DE FERNANDO VALLEJO
Por Raúl Jaime Gaviria
Fernando Vallejo es un francotirador de la literatura, le tira a todo lo que se mueva. Es de aquellos que primero disparan y luego preguntan. Su pretendido anarquismo carece de autenticidad pues se regodea en la destrucción por la destrucción misma, no apunta a un ideal. Sin embargo hay que reconocer que Vallejo es un mal necesario para la literatura colombiana que, envenenada por García Márquez y sus entelequias mágico-realistas, precisaba con urgencia de un antídoto eficaz.
Es claro que Vallejo carece del valor que, unido al genio literario, se requieren, en el tipo de literatura que él hace, para ir más allá del simple acto de respirar por la herida. En muchos pasajes de sus obras parece más un niño malcriado al que le han quitado sus juguetes, un niño grande que llora y se enrabieta por todo, porque si y porque no; nada es capaz de satisfacerlo porque lo que subyace en el fondo es un enorme vacío existencial que lo pone, a cada momento, de cara frente al horrible abismo de algo que lo supera, lo que simplemente no puede soportar un hombre de un ego tan “abismal” como el suyo. Lo más triste es que, a pesar de todo esto, a Vallejo quizás aún le alcance para ser el mejor escritor colombiano de la actualidad, tan solo por el hecho de que, aunque la literatura colombiana ha producido algunos muy buenos libros, no ha producido, hasta la fecha, una obra integral que realice alguna aportación (por insignificante que sea) al acumulado de la mejor narrativa universal —perdónenme por igual los carrasquillólogos y los garciamarxistas; los williamospinistas y los hectorabadólogos— y aunque la pergeñada por Vallejo no es, ni por asomo, una gran obra literaria, es la única a la que, en el contexto de nuestra subdesarrollada literatura, podría denominarse como tal. Por supuesto que esto no constituye ningún mérito excluyente; también Hitler, en el caso de no haberse dedicado a invadir naciones y matar judíos (hay que recordar que intentó ser pintor), hubiera podido producir una obra literaria (con seguridad perversa) pero obra al fin y al cabo, como lo hicieron efectivamente algunos de sus seguidores (Jünger entre ellos).
La literatura colombiana se ha mostrado incapaz de generar una reflexión propia que se pregunte por lo humano y que lo aborde de tal manera que pueda acceder a la esfera de lo verdaderamente universal, de ahí que sea factible que en ese ámbito surja un escritor como Vallejo que, en cualquier país con un mayor desarrollo literario, sería considerado de menor cuantía (en caso de ser nacional de ese país) mientras que en Colombia es ponderado como “un maestro de la prosa”. Aunque a Vallejo se lo lea con profusión en otros países, se lo lee por un hecho más sociológico que literario, en rigor Vallejo no tiene otra lectura posible que no sea en “clave Colombia”. ¿Se alcanzan ustedes a imaginar si Vallejo hubiera sido un escritor mexicano? (no el mexicano espurio que es). ¿Creen ustedes que, si en vez de escribir lo que escribe sobre Colombia lo hiciera sobre México, su obra tendría la relevancia que tiene en la actualidad? Por supuesto que no, en México no son tan tontos, además allí si existe una crítica literaria estructurada (algo va de Alfonso Reyes a Sanín Cano) y no están para perder el tiempo.
Fernando Vallejo no es ni mucho menos “el caballero andante” que muchos creen, el Quijote que desde la literatura lucha contra los males de nuestra sociedad, más bien (y apelando a su propio lenguaje) lo podríamos calificar de “ una contradicción con patas”. En su último libro, Casablanca la bella, contabilicé una gran cantidad de incoherencias y contradicciones de las que paso a citar las que más me llamaron la atención: Vallejo se la pasa durante todo el libro negando la existencia de Dios para luego entrar a cuestionar su inmutabilidad sin negar su existencia: “Antes de la creación del mundo no era un Dios Creador. Después de la creación fue un Dios Creador” (p. 64). Vallejo reiteradamente habla pestes de España pero recuerda con entusiasmo un pasodoble que evoca con nostalgia a las Islas Canarias (que hasta donde sé, aún no se han separado de aquel país): “¡Oh que hermosas sois Islas Canarias, en el mundo no tenéis rival! Sois como un jardín, flores de España, llenas de un perfume sin igual” (p. 139). En un apartado despotrica de la lengua española: “El español no es humano, es marciano. ¡Con razón te está tragando el inglés, idioma estúpido! (p. 26); treintaicuatro páginas después sale con todo lo contrario y alaba los inicios de nuestro idioma: “Desde que esta lengua hermosa empezó a alentar en Santo Domingo de Silos y en San Millán de la Cogolla entre monjes, hasta hoy en que se putió entre hijueputas, no hay literatura castellana más hermosa que un memorial o un sumario” (p. 60). A Juan Pablo II lo crítica por rico: ”Y a ver, dígame usted: ¿a cuántos desechables acogió Juan Pablo en el Vaticano? Ni a uno. Esta alimaña que vivía en el lujo más estrafalario era de un egoísmo rabioso...” (p. 74) y a Francisco por pobre y por no querer usar los ornamentos más fastuosos: “La tiara, Bergoglio, la triple corona, si no la querés, no la querás que me la chanto yo, con sus diamantes, esmeraldas y perlas. Perlas que no pienso echar, a lo Cristoloco, a los cerdos” (p. 138). Y, para rematar, se viene con todo en contra de los “deshechables”, a los que primero defendió con la intención de justificar su ataque a Juan Pablo II, atacándolos a su vez con sevicia inaudita: “(...) Me niego a lavarles el Viernes Santo los pies a los desechables. ¡Que se los laven sus madres! Los desechables no sirven ni para hacer con ellos caldo Knorr Suiza de pollo” (p. 99). Esta es solo una pequeña muestra de la larga sarta de contradicciones en las que incurre Vallejo a lo largo de este infame libro y cabe recordar que, aunque en la vida el hecho de contradecirse se constituye en un derecho, en la buena literatura —que, por lo general, supera en un todo y por todo a la vida— este principio no es aplicable y aquel escritor que con frecuencia peque de incoherente (los principiantes estamos exonerados) será sujeto de sospecha en cuanto a su real valor como autor.
Más allá de los diferentes géneros literarios que manejan no puedo menos que comparar a Vallejo con el gran antipoeta chileno Nicanor Parra, que en mi concepto es en muchos momentos de su poesía más cruel y ácido que Vallejo y que, sin embargo, a diferencia de este, logra, a través de una veta de humor tan sutil como sorprendente, llegar al lector con un mensaje abierto, que genera diversas interpretaciones —y que no se diga que esto solo es factible de realizar en la poesía, basta con leer los mejores textos de Cortázar—. En un poema perteneciente a su libro Chistes para desorientar a la policía, Parra hace una crítica mordaz, a modo de pregunta en verso, a la dictadura chilena que produjo tantos desaparecidos: “¿Ciento 4 civiles en un cajón / cuantas orejas y patas son?”. Qué gran diferencia con la apología a la violencia de género (aquí no hay ni humor ni ironía de ningún tipo) a la que incita Vallejo en Casablanca la bella cuando se refiere a la premio Nobel y luchadora por los derechos humanos birmana Aung San Suu Kyi (p. 102): “Veinte años ha pasado en prisión esta mosquita muerta porque quiere ser presidenta. ¿Y para qué? Pues para hacerle el bien a su país, ¿para qué más ha de ser? ¡Birmanos! ¡Traigan a un tigre de Bengala hambreado y denle de plato fuerte a esta mártir!” ¡Cero humor el de nuestro patético Nerón Vallejo!
Para concluir, hay un aspecto que quizás no ha sido suficientemente tratado por los críticos en la obra de Fernando Vallejo y es su absoluta falta de humor. Vallejo es incapaz de producir en su prosa ese tipo de iluminación fugaz, cuasi-mística, que logra matizar las situaciones y escenarios más escabrosos (que en los libros de Vallejo son casi todos) y que solo se logra apelando al humor. A lo más que llega Vallejo es al patetismo irónico y no hay nada peor que un escritor patético. Esto ocurre porque Vallejo no puede escribir sin desprenderse de su propio yo, de ahí su defensa a ultranza del narrador en primera persona, y la inexistencia de toda traza de humor en lo que escribe (lo que lo lleva a recurrir de manera exagerada al lenguaje procaz con clara intención provocadora). Vallejo no puede escribir desde otra perspectiva que no sea la de su “ser deseante”, es un escritor autista que, al carecer de sentido de alteridad, al no ver más allá de sí mismo, no puede producir ni una nota de humor en sus textos, de ahí que de gran parte de sus escritos se desprenda un tufillo amargo que para cualquier lector, que no se encuentre sometido a la presión de los mass-media literarios, es del todo evidente.
Así como cada pueblo merece a sus gobernantes, así también nuestra Colombia es merecedora de sus escritores, o mejor dicho de sus “excretores”, vulgares cagatintas como Fernando Vallejo.