lunes, 25 de noviembre de 2013

UN ZANCUDO EN BUENOS AIRES

GUADAÑAZOS PARA LA                           
BeLLA ViLLA            
                " La literatura a tajo abierto"     

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Edición No. 111, noviembre de 2013
Directores: 
Raúl Jaime Gaviria
Hernán Botero Restrepo 
Publicación de Revista Asfódelo
Colaborador permanente: Rubén López Rodrigué



UN ZANCUDO EN BUENOS AIRES
Rubén López Rodrigué
(Del libro de fábulas infantiles El Carnero Azul, recién editado)



En el aeropuerto de la capital un zancudo se entra a un avión que recibe pasajeros para viajar hacia Buenos Aires, y vuela por su interior haciendo sonar la última letra del abecedario, Zzzzz...
Sus padres le habían puesto el nombre de Zancón por tener las patas más largas que cualquier zancudo de su edad. Antes de hacerlo bautizar, su padre Zan-Kil le dijo a su pareja Agui-Jona:
—Somos de patas largas, pero nuestro hijo se pasó de la raya.
En su ruta zumbadora, Zancón atraviesa con su aguijón el kepis del piloto, las gruesas medias del copiloto, las ruanas de las azafatas, los sacos de los viajeros, los zapatos de niños y niñas, hasta llegar a su piel para alimentarse. Ya saciado y piponcho, reposa sobre una ventanilla desde la cual se observa la torre de control.
¡Paff!, un turista quiere aplastarlo con una revista, pero Zancón se evade con rapidez y vuela hasta el marco de los lentes de una anciana.
—Póngase mosca cuando le tiren a aplastarlo —le había enseñado Agui-Jona días antes de embarcarse sin querer hacia la capital argentina.
Su intención no es hacer turismo sino perseguir la sangre de los viajeros, emocionados como están por el fantástico viaje; eso sí, sin dejar de estar alerta a las palmadas que habían acabado con varios de sus familiares. La puerta del avión se cierra antes de que el zancudo pueda salir y la enorme ave de acero inicia el despegue. «A mi familia le va a tocar rezar mucho por mi ausencia. En especial mi papá y mi mamá que son muy buenos para rezar y no hacer nada por los demás», piensa Zancón un tanto asustado, mientras sus saltones ojos negros observan a través de una ventanilla el brillo de las nubes.
Al mediodía las camareras les brindan comida y bebidas a los pasajeros. El zancudo estira de nuevo su trompa armada de un aguijón y su par de alas trasparentes repiten la última letra del abecedario: Zzzz...
—¡Maldito zumbambico! —lo insultan los viajeros.
—No hay enemigo pequeño —dice una señora de pelo morado, mirándose las inflamaciones coloridas en su piel, ya sin ganas de mirar por la ventanilla las crestas de los nevados de los Andes, ni el desierto de Atacama con los pliegues de la arena color miel bajo el sol. Por culpa del animalillo su corazón está seco como esas tierras donde escasea la vegetación con el alboroto de aves coloridas.
Transcurridas muchas horas de viaje, Zancón se queda dormido sobre uno de los compartimentos para equipajes de mano. De pronto se estremece, levanta una pata y luego la otra, ya que sueña con bichos raros, unos monstruos que quieren tragárselo. Oportunamente llega su papá Zan-Kil, espanta a las horrorosas criaturas y dice:
—Hay que vivir de los jugos de las flores.
Un ruido sordo de llantas despierta al travieso zancudo. El avión aterriza y hace su arribo a Buenos Aires frente a las salas de embarque. Cuando abre las puertas Zancón sale volando, mientras lo espera un aeropuerto iluminado por luces azules y amarillas en un extremo de la inmensa ciudad.
—¿Dónde diablos me encuentro? —se pregunta angustiado.
—¡Buenos Aires! ¡Llegamos a Buenos Aires! —exclaman jubilosos los pasajeros a pesar de sus inflamaciones en distintas partes del cuerpo, acompañadas de un intenso picor.
Con el fin de compensar el nerviosismo, el zancudo se burla, pelando las muelas, de los turistas que se rascan hasta los jarretes ante las oficinas de inmigración. Mas esta vez no le chupa la sangre a nadie. Su plan es cambiar de menú y se ocuparía del ganado que en Argentina sobra. Pero, ¿quién sería su guía en la ciudad? Decide que lo mejor es pegarse de una familia, los Machado, que se van a hospedar en un hotel tres estrellas. Entonces se mete en el bolso de cuero de la señora. Esa noche, en la habitación 302, el zancudo del insomnio zumba sobre la cama del matrimonio, pica a los esposos y no los deja dormir.
—¡Maldito zumbambico! —le grita la pareja.



Al día siguiente, los Machado se levantan con ojeras achocolatadas a causa del trasnocho. El deseo de conocer la gran ciudad los hace olvidar de la invasión del sanguinario zancudo que amaneció sobre una lámpara de abalorios. Zancón prefiere coger por su lado en la hormigueante ciudad. En una plaza se asienta en un kiosco y sus ojos saltones ven el titular en primera plana de un periódico que dice: «Señor Tango. Esta noche».
Sabe que no se morirá de hambre pues hay mucha gente en la capital y, al menos por esta época, no existen las noches heladas que son propias de su ciudad. En el mercado de antigüedades de San Telmo se posa en la oreja de un toro, pero al instante se aburre y vuela de allí porque no es un animal de sangre sino de cristal.
Al mediodía, bajo el resplandor del cielo azul, el hambre lo acosa con una sensación de agonía. Entra a un restaurante con el curioso nombre de “Siga la vaca”, al pie del antiguo puerto. Sin embargo, Zancón no va a seguir ninguna vaca pues el ganado está bien lejos pastando en las pampas. Con su aguijón saca la sustancia roja de la coronilla de un suramericano, a pesar de su sombrero vueltiao; de la espalda de un asiático, a pesar de su chaqueta de cuero; de la cadera de una bella joven oceánica, a pesar de sus pantis abollonados; de la pierna de una niña europea, a pesar de sus botas de gamuza; del brazo de un africano, a pesar de su chaqueta de yin; y del cuello blanco de una norteamericana, a pesar de su bufanda de algodón... hasta quedar lleno a reventar. Se mete en una copa de vino tinto servida en un tablón rodeado de paseantes y bebe toda la tarde.
Al caer la sombra de la noche se dirige al show de Señor Tango. En el restaurante, mientras bebe más vino tinto, contempla a los gauchos con bombachas bailando el folclor, oye los gemidos de los bandoneones que acompañan a los cantantes y observa a los hombres con sombreros de fieltro negro, bailando tango y milonga con su pareja envuelta en un vestido de lentejuelas que lanzan destellos.
—Por lo visto aquí las comidas son deliciosas y un buen vino de aperitivo. Pero eso se lo dejo a los humanos —se dice borracho. 
Al amanecer de la noche, un tanto fría y sosegada, regresa al hotel. Entra por la ventana a la habitación 302, donde los Machado ya duermen, y con la vibración de sus transparentes alas les da su concierto de zumba al oído. Más tarde se dirige al centro de la ciudad donde sólo tiene ojos para la piel, sea blanca, amarilla o cobriza, si bien no encuentra piel negra. Planea como un helicóptero en el viento suave, se detiene moviendo las trasparentes hélices de sus alas y se deja caer como un paracaídas sobre la Casa Rosada donde les aplica su inyección a nuevas víctimas.
En el viaje de regreso al país, Zancón se mete en la cartera de piel de la esposa del señor Machado. En el avión pica desde la coronilla hasta los pies de turistas y negociantes y vuela bien orondo por encima de los pasillos del jumbo jet. El mal humor ronda entre los viajeros por la picazón que los molesta, dejándolos al borde del desespero. Una azafata anuncia por el altavoz ponerse en alarma contra un zancudo que con su aguijón puede atravesar kepis, ruanas, chaquetas y hasta zapatos.
Aplastar al zancudo se convierte en una obsesión para los pasajeros. Pero Zancón se hace invisible en la pantalla de cine, se oculta bajo las sillas forradas en lino azul, se esconde en los audífonos de quienes oyen música, se camufla entre las barbas de los señores como una pequeñísima mancha negra, entra y sale por la boca de los que se quedan dormidos en los cómodos asientos. 
—¡Maldito zumbambico! —le dicen quienes lo alcanzan a ver.
Un viajero le pregunta a una azafata si por casualidad tienen un mosqueador para espantar la insoportable alimaña. Y como la contestación es no, le pide una botella de whisky para beber y no sentir su cuerpo atormentado por las picaduras.
El descanso les llega por fin cuando Zancón se asienta en un compartimiento para equipajes de mano, sobre el cual se pone a dormir.
¡¡Paff!!