BeLLA ViLLA
" La literatura a tajo abierto"
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Edición No. 111, noviembre de 2013
Directores:
Raúl Jaime Gaviria
Hernán Botero Restrepo
Publicación de Revista AsfódeloRaúl Jaime Gaviria
Hernán Botero Restrepo
Colaborador permanente: Rubén López Rodrigué
UN ZANCUDO EN
BUENOS AIRES
Rubén López Rodrigué
(Del libro de fábulas
infantiles El Carnero Azul, recién
editado)
En el aeropuerto de la
capital un zancudo se entra a un avión que recibe pasajeros para viajar hacia
Buenos Aires, y vuela por su interior haciendo sonar la última letra del
abecedario, Zzzzz...
Sus padres le habían
puesto el nombre de Zancón por tener las patas más largas que cualquier zancudo
de su edad. Antes de hacerlo bautizar, su padre Zan-Kil le dijo a su pareja
Agui-Jona:
—Somos de patas largas,
pero nuestro hijo se pasó de la raya.
En su ruta zumbadora,
Zancón atraviesa con su aguijón el kepis del piloto, las gruesas medias del
copiloto, las ruanas de las azafatas, los sacos de los viajeros, los zapatos de
niños y niñas, hasta llegar a su piel para alimentarse. Ya saciado y piponcho,
reposa sobre una ventanilla desde la cual se observa la torre de control.
¡Paff!, un turista
quiere aplastarlo con una revista, pero Zancón se evade con rapidez y vuela
hasta el marco de los lentes de una anciana.
—Póngase mosca cuando
le tiren a aplastarlo —le había enseñado Agui-Jona días antes de embarcarse sin
querer hacia la capital argentina.
Su intención no es
hacer turismo sino perseguir la sangre de los viajeros, emocionados como están
por el fantástico viaje; eso sí, sin dejar de estar alerta a las palmadas que
habían acabado con varios de sus familiares. La puerta del avión se cierra
antes de que el zancudo pueda salir y la enorme ave de acero inicia el
despegue. «A mi familia le va a tocar rezar mucho por mi ausencia. En especial
mi papá y mi mamá que son muy buenos para rezar y no hacer nada por los demás»,
piensa Zancón un tanto asustado, mientras sus saltones ojos negros observan a
través de una ventanilla el brillo de las nubes.
Al mediodía las
camareras les brindan comida y bebidas a los pasajeros. El zancudo estira de
nuevo su trompa armada de un aguijón y su par de alas trasparentes repiten la
última letra del abecedario: Zzzz...
—¡Maldito zumbambico!
—lo insultan los viajeros.
—No hay enemigo pequeño
—dice una señora de pelo morado, mirándose las inflamaciones coloridas en su
piel, ya sin ganas de mirar por la ventanilla las crestas de los nevados de los
Andes, ni el desierto de Atacama con los pliegues de la arena color miel bajo
el sol. Por culpa del animalillo su corazón está seco como esas tierras donde
escasea la vegetación con el alboroto de aves coloridas.
Transcurridas muchas
horas de viaje, Zancón se queda dormido sobre uno de los compartimentos para
equipajes de mano. De pronto se estremece, levanta una pata y luego la otra, ya
que sueña con bichos raros, unos monstruos que quieren tragárselo. Oportunamente
llega su papá Zan-Kil, espanta a las horrorosas criaturas y dice:
—Hay que vivir de los
jugos de las flores.
Un ruido sordo de
llantas despierta al travieso zancudo. El avión aterriza y hace su arribo a
Buenos Aires frente a las salas de embarque. Cuando abre las puertas Zancón
sale volando, mientras lo espera un aeropuerto iluminado por luces azules y
amarillas en un extremo de la inmensa ciudad.
—¿Dónde diablos me
encuentro? —se pregunta angustiado.
—¡Buenos Aires!
¡Llegamos a Buenos Aires! —exclaman jubilosos los pasajeros a pesar de sus
inflamaciones en distintas partes del cuerpo, acompañadas de un intenso picor.
Con el fin de compensar
el nerviosismo, el zancudo se burla, pelando las muelas, de los turistas que se
rascan hasta los jarretes ante las oficinas de inmigración. Mas esta vez no le
chupa la sangre a nadie. Su plan es cambiar de menú y se ocuparía del ganado
que en Argentina sobra. Pero, ¿quién sería su guía en la ciudad? Decide que lo
mejor es pegarse de una familia, los Machado, que se van a hospedar en un hotel
tres estrellas. Entonces se mete en el bolso de cuero de la señora. Esa noche,
en la habitación 302, el zancudo del insomnio zumba sobre la cama del
matrimonio, pica a los esposos y no los deja dormir.
—¡Maldito zumbambico!
—le grita la pareja.
Al día siguiente, los
Machado se levantan con ojeras achocolatadas a causa del trasnocho. El deseo de
conocer la gran ciudad los hace olvidar de la invasión del sanguinario zancudo
que amaneció sobre una lámpara de abalorios. Zancón prefiere coger por su lado
en la hormigueante ciudad. En una plaza se asienta en un kiosco y sus ojos
saltones ven el titular en primera plana de un periódico que dice: «Señor
Tango. Esta noche».
Sabe que no se morirá
de hambre pues hay mucha gente en la capital y, al menos por esta época, no
existen las noches heladas que son propias de su ciudad. En el mercado de
antigüedades de San Telmo se posa en la oreja de un toro, pero al instante se
aburre y vuela de allí porque no es un animal de sangre sino de cristal.
Al mediodía, bajo el
resplandor del cielo azul, el hambre lo acosa con una sensación de agonía.
Entra a un restaurante con el curioso nombre de “Siga la vaca”, al pie del
antiguo puerto. Sin embargo, Zancón no va a seguir ninguna vaca pues el ganado está
bien lejos pastando en las pampas. Con su aguijón saca la sustancia roja de la
coronilla de un suramericano, a pesar de su sombrero vueltiao; de la espalda de
un asiático, a pesar de su chaqueta de cuero; de la cadera de una bella joven
oceánica, a pesar de sus pantis abollonados; de la pierna de una niña europea,
a pesar de sus botas de gamuza; del brazo de un africano, a pesar de su
chaqueta de yin; y del cuello blanco de una norteamericana, a pesar de su
bufanda de algodón... hasta quedar lleno a reventar. Se mete en una copa de
vino tinto servida en un tablón rodeado de paseantes y bebe toda la tarde.
Al caer la sombra de la
noche se dirige al show de Señor Tango. En el restaurante, mientras bebe más
vino tinto, contempla a los gauchos con bombachas bailando el folclor, oye los
gemidos de los bandoneones que acompañan a los cantantes y observa a los
hombres con sombreros de fieltro negro, bailando tango y milonga con su pareja
envuelta en un vestido de lentejuelas que lanzan destellos.
—Por lo visto aquí las
comidas son deliciosas y un buen vino de aperitivo. Pero eso se lo dejo a los
humanos —se dice borracho.
Al amanecer de la
noche, un tanto fría y sosegada, regresa al hotel. Entra por la ventana a la
habitación 302, donde los Machado ya duermen, y con la vibración de sus
transparentes alas les da su concierto de zumba
al oído. Más tarde se dirige al centro de la ciudad donde sólo tiene ojos para
la piel, sea blanca, amarilla o cobriza, si bien no encuentra piel negra.
Planea como un helicóptero en el viento suave, se detiene moviendo las
trasparentes hélices de sus alas y se deja caer como un paracaídas sobre la
Casa Rosada donde les aplica su inyección a nuevas víctimas.
En el viaje de regreso
al país, Zancón se mete en la cartera de piel de la esposa del señor Machado.
En el avión pica desde la coronilla hasta los pies de turistas y negociantes y
vuela bien orondo por encima de los pasillos del jumbo jet. El mal humor ronda
entre los viajeros por la picazón que los molesta, dejándolos al borde del
desespero. Una azafata anuncia por el altavoz ponerse en alarma contra un
zancudo que con su aguijón puede atravesar kepis, ruanas, chaquetas y hasta
zapatos.
Aplastar al zancudo se
convierte en una obsesión para los pasajeros. Pero Zancón se hace invisible en
la pantalla de cine, se oculta bajo las sillas forradas en lino azul, se
esconde en los audífonos de quienes oyen música, se camufla entre las barbas de
los señores como una pequeñísima mancha negra, entra y sale por la boca de los
que se quedan dormidos en los cómodos asientos.
—¡Maldito zumbambico!
—le dicen quienes lo alcanzan a ver.
Un viajero le pregunta
a una azafata si por casualidad tienen un mosqueador para espantar la
insoportable alimaña. Y como la contestación es no, le pide una botella de
whisky para beber y no sentir su cuerpo atormentado por las picaduras.
El descanso les llega
por fin cuando Zancón se asienta en un compartimiento para equipajes de mano,
sobre el cual se pone a dormir.
¡¡Paff!!