miércoles, 26 de marzo de 2014

El mapa y el territorio de Michel Houellebecq

GUADAÑAZOS PARA LA                           
BeLLA ViLLA            
                " La literatura a tajo abierto"     

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Edición No. 130, marzo de 2014
Directores: 
Raúl Jaime Gaviria
Hernán Botero Restrepo 
Publicación de Revista Asfódelo
email: revistasfodelo@yahoo.com






El mapa y el territorio de Michel Houellebecq
(Premio Goncourt 2011)

Por Raúl Jaime Gaviria

El hecho de ejercer la crítica literaria con constancia y un mínimo de rigor le otorga a uno ciertas ventajas como lector que de otra forma no obtendría. Una de ellas es la de no obnubilarse al emprender la lectura de un libro que haya recibido un premio literario importante. Por lo general, y mucho más en un país de una cultura crítica tan precaria como el nuestro, la masa lectora es objeto constante de manipulación por parte de las editoriales que tejen un complejo entramado comercial alrededor de obras y escritores, las más de las veces de dudosos méritos. Los premios literarios son una de esas estrategias, que, a lo largo de los años, se ha mostrado como de las más eficaces, para promocionar libros y autores, aunque últimamente sus acciones cotizan a la baja, al menos en los países de lengua castellana, a raíz de los sonados escándalos que se han filtrado a la luz pública como el del Premio Planeta de 1997 por el cual Ricardo Piglia y Editorial Planeta fueron condenados por manipulación editorial; como este se han dado muchísimos más casos de componendas y oscuros manejos en premios literarios de primer nivel y no se diga en los de menor categoría.

Pasando a nuestro país recuerdo que, hace algún tiempo, leí una entrevista que concedió Antonio Ungar en El Librero a raíz del Premio Herralde que obtuvo en España con su novela Tres ataúdes blancos. Le preguntaron cual creía que era la causa por la que le habían otorgado el premio y él respondió, de lo más orondo, que creía que se lo habían dado porque su novela era exótica y que en su caso había primado el gusto europeo por el exotismo. Por lo menos hay que reconocer la honestidad de Ungar, otro en su lugar se habría ido por las ramas. A las grandes editoriales que convocan concursos literarios en Hispanoamérica yo les propondría que, por lo menos, se dignaran cubrir (quizás exista alguna manera de pago contra entrega) los gastos de envío de los manuscritos por parte de los ingenuos autores que, debatiéndose muchas veces en medio de la pobreza, se gastan sus pocos denarios en inútiles impresiones de textos y onerosos envíos postales en muchas ocasiones en desmedro de sus necesidades básicas.

Toda esta caótica perorata acerca de los premios literarios viene al caso porque acabo de terminar de leer el libro El mapa y el territorio del escritor francés Michel Houellebecq, reconocido mundialmente por su archipolémico libro Las partículas elementales y por sus controvertidos planteamientos sociopolíticos.  El mapa y el territorio obtuvo en 2011 el Premio Goncourt, sin duda alguna el galardón literario más prestigioso de Francia. La  obra gira en torno a la vida de Jed Martin, fotógrafo y pintor, hijo de un importante y rico arquitecto y empresario inmobiliario. La primera y segunda partes de la historia son quizás las más interesantes, en ellas se muestra la pasión solitaria de la búsqueda artística de Jed, su vacío existencial por haber crecido sin madre (esta se suicidó a los pocos meses de que él naciera), la relación un tanto fría con un padre a quien, por causa de sus ocupaciones en el mundo de los negocios, nunca ha podido percibir como alguien cercano y finalmente su percepción crítica acerca de la vida y de la sociedad francesa.

Houellebecq es el escritor contemporáneo por excelencia, sus historias no se orientan claramente por una ruta establecida así como tampoco lo hacen sus personajes, que se desplazan a través de una fina línea en la que se hace difícil el establecer claras distinciones éticas y morales. Ni siquiera es fácil de determinar, en el caso de este libro, el género al que pertenece pues tiene algo de novela negra, análisis sociológico y hasta se da el lujo de presentar como personaje a su propio alter ego Michel Houllebecq, cosa que, en otro autor de menor calidad, podría pasar como un detalle de pésimo gusto literario (un ejemplo está en “nuestro” Fernando Vallejo, a quien le ha dado últimamente, y a raíz de las evidentes contradicciones presentes en sus obras, por decir que el Vallejo de sus libros no es él sino “otro” Vallejo, vaya cinismo).

En la tercera parte y el epílogo de El mapa y el territorio, se comienza a desovillar la trama de un crimen que posee elementos de asesinato ritual y del cual es víctima el personaje Houellebecq de la novela. Sin embargo, este salto que se da entre el acontecer artístico y espiritual de la existencia de Jed Martin a la truculenta historia policial es un tanto brusco y al menos yo, como lector, me sentí como el conductor de un vehículo que pasa de repente de una superautopista a un sendero rural no pavimentado. También hay ciertas escenas forzadas como aquella en la que Jed Martin, a quien en el transcurso de toda la novela se le presenta como un hombre de cimentados principios éticos, le da por golpear de manera brutal a una mujer. En ningún momento de la narración el lector recibe siquiera una mínima clave de que este hecho pudiera tener ocurrencia y esto, en narrativa, es indicio de falta de recursos a la hora de perfilar la sicología del personaje, algo vital en la relación de confianza que ha de necesariamente establecerse entre autor y lector.

El libro, en general, está bien escrito aunque el Goncourt me parece un honor exagerado para esta obra en particular. Quizás, de manera tácita, los jurados hayan tomado en consideración sus obras anteriores. Lo que es absolutamente inobjetable es el hecho de que Houellebecq traza unos nuevos parámetros para la literatura del siglo XXI que habrán de dejar huellas profundas. Si algo me queda claro luego de leer al enfant terrible de las letras francesas es que en las grandes obras que la literatura de este siglo tenga para ofrecernos, podremos observar cada vez más como, en la misma medida en que se manifieste en la realidad la creciente despersonalización del individuo dentro de la sociedad, los personajes literarios dentro de las obras de género novelístico se irán también difuminando cada vez más, pasando de ser los protagonistas de sus historias y los dueños de sus propios destinos a meros testigos inermes de una realidad que los supera y los abruma. Y es precisamente la palabra “testigo”  la que mejor podría definir al Houellebecq escritor quien, a diferencia  de Orwell o Kafka, no es ya, porque no puede serlo, profeta de un mundo alienado sino constante relator de ese mismo mundo que ya se encuentra entre nosotros.