sábado, 16 de febrero de 2013

Visitando la casa de Poe

GUADAÑAZOS PARA LA                            
BeLLA ViLLA            
                " La literatura a tajo abierto"     

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Edición No. 60, febrero  de 2013
Directores: Raúl Jaime Gaviria / Hernán Botero Restrepo
Publicación de Revista Asfódelo
Colaborador permanente: Rubén López Rodrigué
Correo electrónico: revistasfodelo@yahoo.com

VISITANDO LA CASA DE POE
Rubén López Rodrigué

Cuando visitamos la ciudad portuaria de Baltimore me encontré con una urbe encantadora, muy distinta a la que imaginaba por influencia de la prensa como una guarida de rudos boxeadores. Camino a la Casa y Museo Edgar Allan Poe y al cementerio donde se encuentra su tumba, pasamos por el inmenso estadio de béisbol The Raven (Los cuervos), transitando calles desoladas en las que eventualmente veíamos corrillos de negros.
Al bostoniano marginado ya me lo habían presentado algunos poetas de Medellín, pero esta vez íbamos a visitarlo a su casa donde su espectro debía estar en compañía de un ave agorera. Había nacido en Boston en 1809, por cuanto allí estaba de paso la compañía teatral donde actuaban sus padres David Poe y Elizabeth Arnold. El padre desapareció y la madre murió un año después de tuberculosis en Richmond, de manera que el niño quedó huérfano a los tres años. Una familia de apellido Allan se ocupó de adoptarlo.
Era octubre. En una esquina estaba la casa museo, que abrió puertas en 1949, compuesta de dos pisos, un sótano y una buhardilla. En frente de ella una patrulla con dos policías parecía a la expectativa de lo que pudiera suceder. La acera y la calle estaban salpicadas de hojas amarillentas, un indicio del otoño. Estacionamos el carro a unos cuantos metros detrás de la patrulla. La fachada de la casa era de ladrillo rojo, tres ventanas cerradas y una puerta blanca a la que se entraba por una escala de tres peldaños cuyo verde hacía juego con el matiz de las ventanas. Tenía un sótano con respiradero no abierto al público. En el techo de madera rojiza, a dos aguas y con buena inclinación, sobresalía la buhardilla, blanca como el papel, con una ventana de vidrio. A un costado de la fachada, más cerca de la esquina que de la entrada, una especie de retablo exhibía una inscripción en inglés que decía «Casa Edgar Allan Poe»; una leyenda rodeaba la foto del escritor norteamericano.
La casa, construida alrededor de 1830 en una zona campestre, hacía parte de un vecindario. Un año antes, después de su licenciamiento del ejército, Poe llegó a Baltimore, en medio de un verdadero apuro económico, a vivir con la tía viuda Maria Clemm y la prima Virginia con la que se casara contando ella trece años.
Tocamos el timbre. Un rubio ojiazul abrió la puerta, le pagamos la entrada, dos o tres dólares, nos dio instrucciones y un documento en inglés con algunos datos biográficos del poeta y la historia de la casa museo; a sus espaldas una pantalla monitoreaba la pequeña casa, pequeña pero no tanto como la casa museo de José Martí que yo había conocido en La Habana.
Subimos al segundo piso de una sola habitación con paredes blancas ornadas por cuadros, más una cámara de seguridad. Allí había estado la cocina donde a lo mejor el escritor condimentaba sus relatos esmaltados de un horror que cae como un rayo para sacudir el tedio. Había dos sillas de madera y dos cómodas con vitrinas que exhibían —si la memoria no me falla— obras del escritor y otras publicaciones de su época. En una de las paredes había un retrato de Poe con marco dorado, y en ambos lados del cuadro sobresalía un par de bifés con copas de cristal y piezas de una vajilla de porcelana con vivos rojos. Poe me miró con sus ojos ígneos como preguntándose si yo merecía poner los pies en su morada, y esto a pesar de haber leído buena parte de sus relatos; mas él insistía en decirme algo, por ejemplo que el mejor lector de mis obras probablemente había de ser la chimenea.
Para llegar a la buhardilla había que subir por una escalera de caracol. Tuvimos que agacharnos un poco para entrar al pequeño dormitorio de Poe, dotado de una cama sencilla y un escritorio de gruesa madera rústica frente a la ventana de vidrio. ¿Sería por aquella ventana que una noche de tormenta entró el cuervo de uno de sus poemas, pájaro de ala negra al que el poeta le abrió y fue a posarse solitario sobre el pálido y plácido busto de Palas Atenea, en lo alto de la puerta de su estudio, donde pronunció su única palabra, el estribillo «Nunca más», que repitió con la más melancólica monotonía, respondiendo con esa lúgubre palabra a las preguntas de un enamorado que soñaba con su amada muerta? ¿Dónde estaban la hija predilecta de Zeus y el enigmático pájaro de ébano cuyos ojos como brasas se convirtieron en un pico hiriendo el corazón del poeta?


Al costado derecho del escritorio un pequeño mueble sostenía una lámpara. Nada más. Me pregunté cómo haría quien a menudo vivía ebrio, en su condición de poeta maldito de una vida sellada por la pobreza, la tragedia y la enfermedad mental, para llegar incólume hasta allí.
Después de visitar la casa partimos rumbo al Cementerio Westminster en el centro de Baltimore. Será allí donde el poeta estaría con el ave de mal agüero, con el pájaro de antaño «torvo, desgarbado, espectral, desvaído y ominoso». Pensaba en aquel hombre que, no obstante prologar muchos de sus relatos con algunas observaciones pasajeras, se le considera inventor del cuento moderno. Atravesamos el centro de Baltimore entre cuyas edificaciones se erigía la Torre del Bromoseltzer coronada con una almena, símbolo de la ciudad portuaria como el Big-Ben en Londres.
Entramos al cementerio por una puerta de rejas negras. Un hombre parecía vigilar encaramado en uno de los muros de ladrillos ocres claros intercalados con otros de tono más oscuro. Muy cerca de la entrada estaba el monumento a Poe que tenía en el centro una imagen en relieve del busto del poeta, un bronce circular, y cerca de la base figuraba su nombre en letras blancas. Al otro lado se erigía un árbol expandiendo sus ramas de hojas rojizas, verdosas y amarillentas.

Luego pasamos a otro patio donde estaba la tumba rodeada por un tapiz de hojas de otoño. Sobre una base gris se levantaba una losa blanca rematada por una media luna con la efigie en relieve de un cuervo en homenaje a su poema emblemático El cuervo. Encima de la efigie había una inscripción de cuatro palabras borroneadas por el tiempo, pero se alcanzaba a leer The raven (El cuervo) y Nevermore, por lo que deduje que allí habían puesto el reiterativo estribillo de su poema que decía «Nunca más», o sea el pivote sobre el cual giraba la estructura del poema. En la losa estaba tallada una leyenda que traduce: «Lugar de entierro original de Edgar Allan Poe desde octubre 8 1849 hasta noviembre 17 1875»; 1849 fue el año de su muerte en Baltimore a sus cuarenta años, luego de varios días de borrachera. Debajo otra leyenda decía que allí también reposaban los restos de la tía Maria y de su esposa Virginia Clemm, muerta de tuberculosis dos años antes que el escritor y cuya enfermedad lo hizo enloquecer, llevándolo a recaer en la adicción al opio y en el alcoholismo.
Al salir del cementerio resonaba el graznido del famoso cuervo, «Cuervo errante de la Noche sepulcral» cuyos «ojos se parecen a los de un demonio que sueña». Cuando subimos al auto recordé un poema donde Borges radiografía al poeta:
 Como del otro lado del espejo
Se entregó solitario a su complejo
Destino de inventor de pesadillas.
Quizá, del otro lado de la muerte,
Siga erigiendo solitario y fuerte
Espléndidas y atroces maravillas.