viernes, 1 de febrero de 2013

Orígenes de la tertulia

GUADAÑAZOS PARA LA                            
BeLLA ViLLA            
                " La literatura a tajo abierto"     

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Edición No. 57, febrero  de 2013
Directores: Raúl Jaime Gaviria / Hernán Botero Restrepo
Publicación de Revista Asfódelo
Colaborador permanente: Rubén López Rodrigué
Correo electrónico: revistasfodelo@yahoo.com


ORÍGENES DE LA TERTULIA
Rubén López Rodrigué

La palabra «tertulia» se originó en el siglo XVII, hacia el año 1650, en el reinado de Felipe IV en España. Al poco tiempo de subir al trono, el monarca se entregó de lleno a los saraos, devaneos amorosos y otras diversiones. Los negocios del Estado los había dejado en manos de su valido el Conde-Duque de Olivares. Efraín Gaitán Orjuela en su Biografía de las palabras nos ofrece una luminosa descripción sobre la tertulia: «Para descansar de una fiesta y preparar otra, el rey se entregaba a las obras maestras de la literatura, llegando a adquirir al cabo del tiempo gran cultura, la que lo llevó a favorecer todas las manifestaciones artísticas. Estas aficiones del monarca, como es natural, se reflejaban en la sociedad, que marchaba en todos los países al compás que le marcaba la Corte. Los grandes vivían en la dulce ociosidad de sus castillos, donde imitaban el lujo y las diversiones del Palacio Real. El amor del rey por la literatura encontró eco igualmente dentro de la gente ilustrada y entre los que a toda costa querían ponerse a la altura de la moda reinante. Así se acrecentaron los círculos y aumentaron los sitios de reuniones de artistas y literatos. A estos últimos les entró por aquel tiempo la afición de leer, estudiar y analizar las obras del célebre apologista y heterodoxo latino Tertuliano», famoso por su célebre frase  credo quia absurdum est (“creo porque es absurdo”).
¿Quién era Tertuliano?
Quinto Septimio Florencio Tertuliano era un apasionado escritor eclesiástico, nacido en Cartago en el año 155, hijo de padres paganos que le costearon una sólida formación en Derecho. A los cuarenta años se convirtió al cristianismo y retornó a su ciudad natal donde se dedicó a difundir la nueva fe, haciéndose padre de la Iglesia. En sentido amplio, se les llamó padres de la iglesia a clérigos y escritores latinos que explicaron los fundamentos de la nueva fe y defendieron las bases de la naciente iglesia. Famoso como jurista en Roma, Tertuliano era un apologista dotado con las joyas de la retórica, un ser armado de brillante imaginación y patética elocuencia, un abogado y polemista atestado de fanatismo que terminó por sentar oposición a las sectas no cristianas y combatió el paganismo con la habilidad de la palabra y la agudeza de su pluma.
Marco Tulio Cicerón, el ecléctico más importante de su tiempo, quien vivió dos siglos antes, apadrinó un eclecticismo que aceptaba las doctrinas de Platón sobre el alma y otras corrientes filosóficas. Contribuyó de manera notable a difundir la ciencia y la filosofía griegas, innovando la terminología latina filosófica. Por el contrario, Tertuliano argumentaba que Platón era el patriarca de los herejes y Jerusalén nada tenía que ver con Atenas puesto que el cristianismo no se enlazaba con la filosofía griega.
Desfilaron catorce centurias. En el siglo XVII, en la época de Felipe IV en España, el estilo imperioso y brillante de Tertuliano sirvió de razón poderosa para que los congregados dedicaran parte de su tiempo a estudiar, analizar, citar y comentar sus obras. En ocasiones, al citar su nombre lo llamaban con acento enfático Ter-Tuliano, o sea tres veces superior a Marco Tulio Cicerón. Por asociación denominaron «tertulia» a la parte del teatro llamada hasta entonces 'desván', donde se sentaban los espectadores, y también a las reuniones donde los eruditos se codeaban con los escritos del pensador romano. Y a quienes concurrían a las reuniones se les nombró «tertulianos» por las reiteradas veces en que invocaban a este apologista latino del cristianismo.
La Royal Society de Londres había cerrado los oídos a tantas maravillas cuya única base era los rumores imprecisos y los relatos que circulaban de boca en boca, había cerrado los ojos a narraciones sin ningún límite de imaginación, iladas por ingenuos corremundos que llegaban desde las tierras más variadas, a monos reidores y perros rabiosos, a historias personales en torno a lo sobrenatural.
Las polémicas que se venían sosteniendo desde cuarenta o cincuenta años atrás en esta Sociedad y en la Academia de Ciencias de París, se alojaban como huéspedes de honor en la admiración del marqués de Villena y aristócrata español Juan Manuel Fernández Pacheco y unos amigos suyos que venían realizando tertulia desde 1711. Por sus mentes cruzó la idea de que una actividad parecida podía efectuarse en Madrid. En cada época existen unos esquemas mentales y para las concepciones, prejuicios y creencias del período que me ocupa la inclinación de don Juan Manuel por la lectura y la escritura sonaba como rara avis. Su gusto por las artes y las ciencias se consideraba estrafalario.
Para no aburrirse en el verano, comenzó a reunir en su palacio de la Plaza de las Descalzas a un puñado de amigos con quienes se propuso debatir sobre letras, artes y ciencias. Para dar un fin práctico a las tertulias decidieron conformar una academia dedicada a las artes y las ciencias; privilegiaron la lengua, el instrumento para escribir sobre cualquier tema. La ortografía era preciso delimitarla con etimología, pronunciación, concepciones lógicas y cómo la usaban quienes mejor habían escrito. Había necesidad de establecer el armazón de la gramática y compilar un gran diccionario donde cada palabra tuviera el espaldarazo de autores consagrados. Las discusiones gravitaban en torno al idioma y la tertulia derivó en una academia de la lengua. El marqués Fernández Pacheco fue apadrinado en su proyecto por el rey Felipe V. Así se creó la Real Academia Española el 3 de octubre de 1714.
Al cumplir la noción de «tertulia» un siglo de ser una tea que alumbraba un aspecto de la realidad, el escritor y poeta dramático español don Nicolás Fernández de Moratín instauró un deleitoso conglomerado con los literatos más rutilantes de la época. Se creó al estilo de academia bajo el rótulo de Tertulia de la Fonda de San Sebastián. Esta tertulia fue un caudal que afluyó en el torrencial río de la literatura española.