sábado, 3 de agosto de 2013

Crítica literaria en Colombia

GUADAÑAZOS PARA LA                           
BeLLA ViLLA            
                " La literatura a tajo abierto"     

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Edición No. 93, agosto de 2013
Directores: 
Raúl Jaime Gaviria  (revistasfodelo@yahoo.com)
Hernán Botero Restrepo (boterohernan@yahoo.com)
Publicación de Revista Asfódelo
Colaborador permanente: Rubén López Rodrigué   (rdlr@une.net.co)

CRÍTICA LITERARIA EN COLOMBIA
Rubén López Rodrigué

Es fama que en Colombia existe una larga y refinada sociedad del silencio sobre un autor por motivos de tipo político o grupal, y la muerte en vida cobra la más morbosa de las variaciones. Hay una forma de matar y es que la sociedad se empeñe en hacer invisible al escritor. Me refiero a la cuestión de la envidia, no por ejemplo al café amargo de la crítica hacia la literatura descafeinada, de adaptaciones ligeras.
Ya se sabe, en no pocas ocasiones la crítica radiografía más acerca de quien hace la crítica que sobre lo que el crítico critica. El crítico juzga o interpreta (y a la vez enseña) lo oculto del autor y en esa labor aplica unos métodos de aproximación a la obra literaria, que se compone de cuatro pasos básicos: lectura desde una perspectiva diferente, con herramientas distintas; comprensión de la obra; explicación del texto; e interpretación del texto. Todo ello ojalá con sobriedad crítica, elegancia expresiva, voluntad de claridad, profundidad conceptual, erudición enciclopédica y deslumbrante interpretación.
En Colombia, actualmente no existe una cultura de la crítica sino una anticultura de la criticonada amañada, de la simple manía de criticar, de la crítica destructiva que afila sus espuelas. Son los críticos de café. Es más fácil destruir que construir, lapidar a piedra, hacer críticas virulentas, matar una mosca a cañonazos, sacarle maullidos de gato al violín, lanzar una lluvia de tomates mas no de claveles. Esto no equivale a desconocer la existencia de una tradición. La trilogía de críticos literarios más sólida del país está conformada por Baldomero Sanín Cano, Hernando Téllez y Jaime Mejía Duque, quienes a la vez fueron ensayistas. Pero los críticos han tenido que sobrevivir al aislamiento, soportar el bloqueo editorial y a menudo cargar con la violencia de sus colegas.
Concuerdo con un autor, del que no recuerdo su nombre, que decía que un escritor como Fernando Vallejo es pura iracundia y la indignación no basta para convertirlo en la conciencia crítica de un país. Las críticas destructivas, despiadadas, que tratan a sus condenados como leprosos a quienes hay que evitar a toda costa, suelen ser proyecciones de las propias problemáticas y resentimientos personales. Pero es que no vale la pena atacar lo que no alcanza a llegarte, por ejemplo una novelucha.
En el otro extremo de la balanza, en el país hay una crítica elemental y es la del amiguismo. Aquí hay crítica de compadres, meros elogios, comentarios fáciles y esto no puede confundirse con la crítica. Otro problema es que el ego inflado de los escritores no les permite asimilar las críticas, pero hay que diferenciar la crítica a las ideas de la crítica en lo personal, es decir, la crítica no va destinada al sujeto sino a su obra de arte, «La finalidad de su función no es el artista mismo» (Faulkner). Y si bien no se puede separar al autor de su obra, sí se pueden diferenciar.
Los grandes autores suelen ser despectivos con los críticos. Así, García Márquez decía que «Los críticos son hombres muy serios y la seriedad dejó de interesarme hace mucho tiempo. Más bien me divierte verlos patinando en la oscuridad». Y también: «Jamás he puesto mucha atención a la crítica. No creo que sea serio alguien que debe escribir cada semana al menos sobre un libro». Si bien el crítico debe renunciar a su «caparazón de pontífice», aunque el escritor diga que lo que escribe el crítico literario no tiene nada que ver con su obra, es menester advertir que toda obra artística es básicamente irracional, un producto del inconsciente, y por lo tanto otro puede advertir lo que el propio autor no ve. No hay duda que es más difícil ser crítico que escritor.
Germán Espinosa decía que «Triviales son, en términos generales, esas categorías reputadas escuelas literarias, útiles solo para allanar los caminos del crítico.» A propósito de los ismos, de los encasillamientos, de las celdas del pensamiento (por ejemplo, ubicar una obra en la gaveta de la ciencia ficción surrealista), como afirmaba el brillante crítico colombiano Hernando Valencia Goelkel, las escuelas críticas han resultado particularmente efímeras y parecen pervivir más aquellos escritores en quienes prima el gusto sobre la técnica, casos de Baudelaire, T. S. Eliot, Thomas Mann y tantos otros.
En Colombia hay críticos pero no crítica, es decir, no existe una unificación que permita hablar de una tradición, de una continuidad en ese tipo de ideas que pertenecen a un género literario. Además de Valencia Goelkel, críticos destacados han sido Rafael Maya, Rafael Gutiérrez Girardot, Eduardo Zalamea Borda, Hernando Téllez, Baldomero Sanín Cano, este último estigmatizado por su desdén hacia el ensayo libresco y su preferencia por el ensayo mediático que publicaba con regularidad en periódicos de Bogotá, México, Buenos Aires y otras capitales latinoamericanas, donde el juego de escribir por escribir (o por placer) era evidente en algunas de sus producciones. No obstante, al proponer la candidatura de Sanín Cano para presidente del Pen Club Mundial, Emil Ludwig lo presentó como «una de las eminencias intelectuales de nuestro tiempo».  

Los medios de comunicación no permiten que el talento colombiano aflore, casi no hay periodismo cultural, los críticos están cerrados en las cuatro paredes de las universidades, y este fue el caso de Estanislao Zuleta, un crítico literario excelente que empleaba herramientas del psicoanálisis. En Colombia lo que hay es un  crítica regalada, apañada con las editoriales, que no hace crítica literaria sino reseña, escasamente se comentan los libros en los suplementos dominicales (que son especies en extinción), cuando no es que aparece el texto de las solapas o de las contracarátulas, y no podría ser de otra manera cuando un «crítico» tiene que leer veinte libros en una semana.