sábado, 5 de octubre de 2013

ARQUEÓLOGO DE LA LITERATURA ANTIOQUEÑA


GUADAÑAZOS PARA LA                           
BeLLA ViLLA            
                " La literatura a tajo abierto"     

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Edición No. 103, octubre de 2013
Directores: 
Raúl Jaime Gaviria
Hernán Botero Restrepo (
Publicación de Revista Asfódelo
Colaborador permanente: Rubén López Rodrigué


 ARQUEÓLOGO DE LA LITERATURA ANTIOQUEÑA
Rubén López Rodrigué



   Presente está todavía en mi recuerdo el provincianismo de Jorge Alberto Naranjo, por ejemplo en la recomendación que me hizo cierta vez de leer La Marquesa de Yolombó, de Tomás Carrasquilla, porque era comparable a La guerra y la paz, la magna obra de Tolstoi que, según ha dicho García Márquez en varias oportunidades, es la mejor novela que se ha escrito. Hacía énfasis en que la literatura antioqueña no es únicamente Carrasquilla, Rendón, Mejía Vallejo...


Como interesado en hacer una arqueología de la literatura antioqueña, participó de un rescate sin precedentes en la edición de obras que hacía muchas décadas habían dejado de circular. Participaron en él numerosos grupos de investigadores y un buen número de instituciones. Tal vez ningún otro estudioso e investigador haya emprendido tal rescate con mayor devoción y empeño.
Si en Medellín la gran mayoría de las conversaciones giran en torno al narcotráfico, el fútbol, la guerrilla, los impuestos; me parece difícil no hablar neciamente de la literatura. Sin embargo, un escritor como Jorge Alberto Naranjo no sucumbe a tal necedad. Porque, nacido más por accidente en Bogotá cuando su padre trabajaba en la Escuela Militar, procede de una familia antioqueña que no oculta su culto a la literatura y el arte. Le inculcaron la literatura en la mesa del comedor, en la fiesta, en la conversación cotidiana. Sus tíos, caso de Abel Naranjo Villegas, escribían artículos sobre historia, política y filosofía, levantaban debates y hacían comentarios sobre tales artículos. Por parte de su padre había intelectuales, eruditos, letrados en arte, música, literatura e historia. En casa se leían excelentes autores y él los escuchaba. Por el lado de la madre había mecánicos, fabricantes de patines, preparadores de lubricantes. Su vida, hay que reconocerlo, es un compendio excelso de estas dos cosas.
En ocasiones sus oídos vuelven a escuchar a sus tíos recitando poemas. Otras veces sus labios tratan de pronunciar los cuentos narrados por su abuela y sus ojos los ven escenificados en el rostro de ella. Entre los ocho y diez años le regalaban muchos libros: cuentos de los hermanos Grimm, Andersen y Perrault, la colección de cuentos de Callejas. Todavía conserva varios de ellos.
En una adolescencia de muchas aventuras, en el colegio se apasionó con Robin Hood; Nuestra Señora de París, de Víctor Hugo; El Jorobado, de Paul Feval; El Nabab, de Daudet, novela pesimista que le cayó como un rayo; Los tres mosqueteros, de Alejandro Dumas; El canto del Grial, de Chrétien de Troyes; El humor, de Marc Twain, para aligerar la existencia, y quien le marcó con la serie Tom Sawyer, Huckleberry Finn y Un yanqui en la corte del rey Arturo. Mucha poesía de puntos suspensivos que requería de un lector creativo como Naranjo. Porque en poesía lo más importante es lo que se sugiere y no lo que se dice. Pablo Neruda, Gabriela Mistral, Antonio Machado, una «cartilla» de todo el tiempo.
A los catorce años fue luterano antes que marxista y sus profesores le armaron un debate por ello. Entre los quince y dieciséis años se sumergió en el mundo del existencialismo con La Nausea de Sartre; El extranjero de Camus;  Jaspers, el punto sólido de su formación filosófica; Simenon y sus novelas policíacas; el existencialismo cristiano de Teilhard de Chardin, promovido en el colegio para oponerlo al existencialismo ateo, para balancear el riesgo de Sartre y Simone de Beauvoir. Por sus ojos desfilaba la savia de la historia de la cultura, del arte, de las religiones. Leía y releía con redoblada pasión vidas de artistas, científicos y sobretodo de santos. A sus dieciocho años Kafka significó una ayuda fundamental para la relación con su padre, canalizar la rebeldía y no exponerse a ser un «rebelde sin causa».
Con esa formación ingresó a la Universidad y, aunque nunca se graduó, estudió ingeniería. Y a pesar de ser un consagrado profesor de varias universidades (ha dictado incluso materias de psicoanálisis, física e Historia de las Ciencias) no tuvo un título universitario hasta cuando la Universidad Autónoma Latinoamericana le confirió un Honoris Causa en Sociología.
Su intenso trabajo intelectual ha estado dividido en cinco áreas básicas: Filosofía del Arte, con extensos estudios sobre el Leonardo pintor, hidráulico, mecánico y epistemólogo, Filosofía de la Ciencia, en la que se destaca la hidrodinámica de los siglos XIX y XX; Física y Ciencias Naturales, en especial mecánica de los fluidos y mecánica de los medios continuos, siendo esta su pasión principal; la Literatura, terreno en el que ha publicado dos novelas: Los caminos del corazón y La estrella de cinco picos, muchos cuentos publicados y muchas poesías guardadas, al resguardo de la jauría; y, finalmente, Filosofía Política, sobre la cual dictó en 1994 más de cien conferencias acerca de la lectura, autores antioqueños, metodologías, educación, diagnóstico de problemas sociales... Además de sus libros publicados, también es autor de un volumen de Historia de la ciencia, desde la Antigüedad hasta Roma (la mayor parte de su producción está inédita), tiene cientos de ensayos publicados en revistas del país.
Arqueólogo de la literatura antioqueña, escasamente habla de sí mismo sino de narrativas como la de Alfonso Castro, un médico salubrista preocupado por los problemas sociales, quien se formó como escritor con novelistas franceses, por ejemplo con Guy de Maupassant, también con Edgar Allan Poe, y sus Notas humanas es posiblemente el primer libro de relatos urbanos escrito en Medellín.