BeLLA ViLLA
" La literatura a tajo abierto"
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Edición No. 120, enero de 2014
Directores:
Raúl Jaime Gaviria
Hernán Botero Restrepo
Publicación de Revista AsfódeloRaúl Jaime Gaviria
Hernán Botero Restrepo
escritor invitado: Rafael Antonio Botero R.
email: revistasfodelo@yahoo.com
LOS TUGURIOS (fragmento del cuento Pequeño relato)
Rafael Antonio Botero R.
Sus cortas piernas avanzaban por los polines de la
carrilera que cual calle principal filaba
a lado y lado los míseros ranchos que constituían un manchón grisáceo.
Jadeaba un poco. El intenso trajín cotidiano le
llevaba de un lado a otro y su medio de locomoción preferido eran sus piernas.
Su figura era pequeña, su complexión escuálida. No en vano su niñez transcurrió entre el hambhre acuciante y el desamparo. Su rostro moreno, surcado de pliegues, no se compadecía con la fecha inscrita en su cédula de ciudadanía.
Cuando llegaba al rancho de Jesusa un puñado de
niños salió a su encuentro, alborozados, con sus caras sucias, tiznados y con
sus infladas barrigas al viento se le colgaban de los brazos con ansías de
recibir un saludo, una caricia, un confite.
Ellos eran su espejo retrovisor. El también había
crecido así, en medio de latas, piedras, ceniza, hedor de alcantarillas,
punzadas en el estomago.
Llevaba unas grandes gafas que contrastaban con lo
esmirriado de su cuerpo. La lectura a altas horas de la noche, a la luz de una
vela, finalmente había afectado su visión.
Con alegría alzó en sus brazos a uno de los más
pequeñines, mientras el resto gritaba “a mí”, “a mí”...
Entró al rancho de Jesusa y sentándose en una tabla
que reposaba entre dos piedras saludó con su peculiar manera de llamar: “gente,
gente ¿dónde andamos?”....Jesusa apareció rengueando y diciendo: “pero ve este
maldito negro como llegó de temprano y me cogió sin arreglarme y sin haber
hecho oficio, te vas a tener que esperar a que hirva la’guadulce pa’date café
negro pinchao”.
Alberto rió con su estrepitosa carcajada que a todos
contagiaba de entusiasmo, “pero ve esta negra tan aliñada, si es que vos no
tenes arreglo, pa’que te preocupás...”
El tugurio de Jesusa era igual a todos, paredes
remendadas de cartones, triplex y madera, latas de techo cuñadas con piedras y
pedazos de adobes, piso de tierra, una desvencijada cama metálica de tubos
curvados con algunos pedazos aún pintados de café, cubierta con una pequeña
colcha de retazos multicolores.
Se aspiraba un pesado vaho en el que confluían la
pestilencia del río, los excrementos que se desparramaban por entre las
casuchas y la carrilera y el olor de manteca rancia que desprendía la sartén
que hacía poco montara Jesusa en el fogón de piedras y leña que estaba junto al
otro hueco que en la parte de atrás rompía la seguidilla de retales de madera y
cartón.
El rostro de Jesusa delataba de inmediato la
adversidad de una dura existencia, aún así evidenciaba la fortaleza ante la
contrariedad cuando su risa se abría de par en par y dejaba ver su boca mueca y
franca.
Los tugurios del puente Colombia llevaban en pie más
de quince años, perfectamente se veía la sucesión de esas construcciones del
desespero y el abandono desde la limpia autopista por donde raudos iban los
vehículos rumbo al sur o al norte.
Más de una vez las sucesivas administraciones
municipales anunciaban planes de reubicación de los habitantes, pero todo no
pasaba de ser un aspaviento engañoso.
Lo que sí había sido real eran los intentos de
desalojo, al que habían resistido ofreciendo sus humanidades en disposición de
vida o muerte cuando los piquetes policiales irrumpían con sus escudos, gases y
bolillos.
Toda esa historia era la historia misma de Alberto.
Su deambular por la ciudad, siendo apenas un niño,
con los pies descalzos, enfundado en unos grandes pantalones, con una enorme
camisa, recorriendo esas duras calles donde recibía más de una vez la cachetada
del desprecio social a la miseria, por ser pobre.
¡Cuántas laceraciones!, cuántas veces sentir dudas
entre su identidad como un niño o mas bien como un niño-perro que olfatea
deliciosos olores y degusta sabores y que, anhelante, casi que con la lengua
afuera, espera un mendrugo de cualquiera de esos amos que como tal se le
representaban.
Y que decir de aquellas noches terribles cobijado
con su camisa y cubierto de periódicos o cartones, tiritando de frío, vencido
por el hambre y el desaliento en la gélida esquina de un esplendoroso banco o
en el portal de ese descomunal restaurante para él, para ellos prohibido.
El pudo haber sido uno más de esos gamines, que
rápida e inexorablemente, van recorriendo un ciclo destructor, que sienten todo
el desamparo de un medio que aplasta y que no conoce de sensiblerías ni
romanticismos porque al fin y al cabo ¿qué hay de romántico, poético o humano
en un sucio gamín, un gamín que huele a berrinche, que trasunta ignorancia, que
produce pavor y fastidio....?
Alberto anduvo por esas calles de Medellín de los
sesenta y allí recibió sus primeras lecciones sociológicas, verdadera
radiografía social que dejaría esa impronta indeleble en lo más profundo de su
ser.