martes, 21 de enero de 2014

LOS TUGURIOS (fragmento del cuento Pequeño relato)

GUADAÑAZOS PARA LA                           
BeLLA ViLLA            
                " La literatura a tajo abierto"     

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Edición No. 120, enero de 2014
Directores: 
Raúl Jaime Gaviria
Hernán Botero Restrepo 
Publicación de Revista Asfódelo
escritor invitado: Rafael Antonio Botero R.
email: revistasfodelo@yahoo.com









LOS TUGURIOS (fragmento del cuento Pequeño relato)

Rafael Antonio Botero R.

Sus cortas piernas avanzaban por los polines de la carrilera que cual calle principal filaba  a lado y lado los míseros ranchos que constituían un manchón grisáceo.

Jadeaba un poco. El intenso trajín cotidiano le llevaba de un lado a otro y su medio de locomoción preferido eran sus piernas. 

Su figura era pequeña, su complexión escuálida. No en vano su niñez transcurrió entre el hambhre acuciante y el desamparo. Su rostro moreno, surcado de pliegues, no se compadecía con la fecha inscrita en su cédula de ciudadanía.

Cuando llegaba al rancho de Jesusa un puñado de niños salió a su encuentro, alborozados, con sus caras sucias, tiznados y con sus infladas barrigas al viento se le colgaban de los brazos con ansías de recibir un saludo, una caricia, un confite.

Ellos eran su espejo retrovisor. El también había crecido así, en medio de latas, piedras, ceniza, hedor de alcantarillas, punzadas en el estomago.

Llevaba unas grandes gafas que contrastaban con lo esmirriado de su cuerpo. La lectura a altas horas de la noche, a la luz de una vela, finalmente había afectado su visión.

Con alegría alzó en sus brazos a uno de los más pequeñines, mientras el resto gritaba “a mí”, “a mí”...

Entró al rancho de Jesusa y sentándose en una tabla que reposaba entre dos piedras saludó con su peculiar manera de llamar: “gente, gente ¿dónde andamos?”....Jesusa apareció rengueando y diciendo: “pero ve este maldito negro como llegó de temprano y me cogió sin arreglarme y sin haber hecho oficio, te vas a tener que esperar a que hirva la’guadulce pa’date café negro pinchao”.

Alberto rió con su estrepitosa carcajada que a todos contagiaba de entusiasmo, “pero ve esta negra tan aliñada, si es que vos no tenes arreglo, pa’que  te preocupás...”

El tugurio de Jesusa era igual a todos, paredes remendadas de cartones, triplex y madera, latas de techo cuñadas con piedras y pedazos de adobes, piso de tierra, una desvencijada cama metálica de tubos curvados con algunos pedazos aún pintados de café, cubierta con una pequeña colcha de retazos multicolores.

Se aspiraba un pesado vaho en el que confluían la pestilencia del río, los excrementos que se desparramaban por entre las casuchas y la carrilera y el olor de manteca rancia que desprendía la sartén que hacía poco montara Jesusa en el fogón de piedras y leña que estaba junto al otro hueco que en la parte de atrás rompía la seguidilla de retales de madera y cartón.

El rostro de Jesusa delataba de inmediato la adversidad de una dura existencia, aún así evidenciaba la fortaleza ante la contrariedad cuando su risa se abría de par en par y dejaba ver su boca mueca y franca.

Los tugurios del puente Colombia llevaban en pie más de quince años, perfectamente se veía la sucesión de esas construcciones del desespero y el abandono desde la limpia autopista por donde raudos iban los vehículos rumbo al sur o al norte.

Más de una vez las sucesivas administraciones municipales anunciaban planes de reubicación de los habitantes, pero todo no pasaba de ser un aspaviento engañoso.

Lo que sí había sido real eran los intentos de desalojo, al que habían resistido ofreciendo sus humanidades en disposición de vida o muerte cuando los piquetes policiales irrumpían con sus escudos, gases y bolillos.

Toda esa historia era la historia misma de Alberto.

Su deambular por la ciudad, siendo apenas un niño, con los pies descalzos, enfundado en unos grandes pantalones, con una enorme camisa, recorriendo esas duras calles donde recibía más de una vez la cachetada del desprecio social a la miseria, por ser pobre.

¡Cuántas laceraciones!, cuántas veces sentir dudas entre su identidad como un niño o mas bien como un niño-perro que olfatea deliciosos olores y degusta sabores y que, anhelante, casi que con la lengua afuera, espera un mendrugo de cualquiera de esos amos que como tal se le representaban.

Y que decir de aquellas noches terribles cobijado con su camisa y cubierto de periódicos o cartones, tiritando de frío, vencido por el hambre y el desaliento en la gélida esquina de un esplendoroso banco o en el portal de ese descomunal restaurante para él, para ellos prohibido.

El pudo haber sido uno más de esos gamines, que rápida e inexorablemente, van recorriendo un ciclo destructor, que sienten todo el desamparo de un medio que aplasta y que no conoce de sensiblerías ni romanticismos porque al fin y al cabo ¿qué hay de romántico, poético o humano en un sucio gamín, un gamín que huele a berrinche, que trasunta ignorancia, que produce pavor y fastidio....?

Alberto anduvo por esas calles de Medellín de los sesenta y allí recibió sus primeras lecciones sociológicas, verdadera radiografía social que dejaría esa impronta indeleble en lo más profundo de su ser.