BeLLA ViLLA
" La literatura a tajo abierto"
xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxx
Edición No. 123, febrero de 2014
Directores:
Raúl Jaime Gaviria
Hernán Botero Restrepo
Publicación de Revista AsfódeloRaúl Jaime Gaviria
Hernán Botero Restrepo
email: revistasfodelo@yahoo.com
Sagrado rostro
Raúl Jaime Gaviria
El
tiempo no reinaba en Agua de Dios, Cundinamarca. La vida allí, simplemente,
transcurría en medio del calor de un agosto que en nada difería de los
restantes meses del año. El agrietado espejo de marco de madera, en el que José
Lucrecio Arredondo se miraba, reflejaba de él una imagen semejante a la de un
cuadro impresionista: el rostro apuntillado por la lepra, lo mismo que su mano
derecha que hábilmente sujetaba el peine con los únicos dos dedos que tenía
disponibles para el efecto.
―Pero
soy bello por dentro ―repitió en voz alta, al recordar las últimas palabras
que, llorando, le había dicho su madre cuando fue forzado a salir de su amada
Popayán hacia Bogotá y obligado allí a abordar un vagón del tren, pintado de
blanco, utilizado exclusivamente para el transporte de los leprosos y cuyas
banderas amarillas ondeaban para avisar a los pobladores de la sabana que allí
viajaban los apestados, los intocables, que no eran dignos de compartir con
ellos ni siquiera el mismo aire.
José Lucrecio recordó vivamente el instante
exacto en que el tren se detuvo en la estación de fin de recorrido de Tocaima.
Recordó como los “pasajeros”, que hasta el momento habían intercambiado a lo
sumo un par de palabras alusivas al clima, parecieron despertar a una
locuacidad inusitada. Una mujer, que no parecía colombiana a causa de su pelo
rubio y ojos azules, se le acercó tímidamente y no sin antes lanzar un par de
miradas un tanto paranoicas a los costados le dijo:
―Oiga,
¿usted cómo se imagina eso allá en Agua de Dios, será como lo pintan?
José
Lucrecio pareció en un principio no darse por aludido, hasta que la pregunta
retumbó por segunda vez en sus oídos, esta vez a un mayor volumen.
―No
lo sé, lo que soy yo no creo en el infierno ni aquí ni allá le contestó con
sequedad. La mujer volvió a su mutismo, poco después de lanzarle una mirada
impregnada de dolor mental que a José Lucrecio le intimidó. La bullaranga, que
se había apoderado del lugar, fue bruscamente interrumpida por un miembro de la
Policía Nacional de Colombia que a voz en cuello y agitando su bolillo instaba
a los “pasajeros” a bajarse del tren.
José
Lucrecio volvió a la realidad luego de un grito que sonó como un tiro.
―!Salga
rápido Lucrecio, que nos esperan a todos en el patio a las ocho para la izada
de la bandera!
La
voz era tan chillona, que aun procediendo del corredor, atravesó la puerta del
baño comunal como un cuchillo en manteca caliente, hiriéndole los oídos.
―¡Apúrese que hoy va a tocar el maestro Calvo,
por fin le trajeron el piano!
―Ya voy doña Mirta, ya voy, que apenas estoy
terminando de afeitarme y con ese afán suyo me voy a salir cortando…
Esto último que dijo le causó a la vez gracia
y asombro a José Lucrecio, pues no fue consciente del sesgo irónico de la frase
hasta que a su cerebro retornó el eco de su propia voz en forma de pensamiento.
Un tímido amago de sonrisa surgió mientras observaba ante el espejo su “sagrado
rostro” de leproso.
―¡Pero
soy bello por dentro! ―volvió a pensar, y aunque nadie lo hubiera imaginado en
un hombre en sus lamentables circunstancias, un extraño milagro logró que, por
primera vez desde que estaba allí, su rostro dibujara, con toda belleza y
plenitud, una sonrisa exenta por completo de amargura.