martes, 11 de febrero de 2014

Sagrado rostro

GUADAÑAZOS PARA LA                           
BeLLA ViLLA            
                " La literatura a tajo abierto"     

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Edición No. 123, febrero de 2014
Directores: 
Raúl Jaime Gaviria
Hernán Botero Restrepo 
Publicación de Revista Asfódelo
email: revistasfodelo@yahoo.com



Sagrado rostro

Raúl Jaime Gaviria







El tiempo no reinaba en Agua de Dios, Cundinamarca. La vida allí, simplemente, transcurría en medio del calor de un agosto que en nada difería de los restantes meses del año. El agrietado espejo de marco de madera, en el que José Lucrecio Arredondo se miraba, reflejaba de él una imagen semejante a la de un cuadro impresionista: el rostro apuntillado por la lepra, lo mismo que su mano derecha que hábilmente sujetaba el peine con los únicos dos dedos que tenía disponibles para el efecto.
―Pero soy bello por dentro ―repitió en voz alta, al recordar las últimas palabras que, llorando, le había dicho su madre cuando fue forzado a salir de su amada Popayán hacia Bogotá y obligado allí a abordar un vagón del tren, pintado de blanco, utilizado exclusivamente para el transporte de los leprosos y cuyas banderas amarillas ondeaban para avisar a los pobladores de la sabana que allí viajaban los apestados, los intocables, que no eran dignos de compartir con ellos ni siquiera el mismo aire.
 José Lucrecio recordó vivamente el instante exacto en que el tren se detuvo en la estación de fin de recorrido de Tocaima. Recordó como los “pasajeros”, que hasta el momento habían intercambiado a lo sumo un par de palabras alusivas al clima, parecieron despertar a una locuacidad inusitada. Una mujer, que no parecía colombiana a causa de su pelo rubio y ojos azules, se le acercó tímidamente y no sin antes lanzar un par de miradas un tanto paranoicas a los costados le dijo:
―Oiga, ¿usted cómo se imagina eso allá en Agua de Dios, será como lo pintan?
José Lucrecio pareció en un principio no darse por aludido, hasta que la pregunta retumbó por segunda vez en sus oídos, esta vez a un mayor volumen.
―No lo sé, lo que soy yo no creo en el infierno ni aquí ni allá le contestó con sequedad. La mujer volvió a su mutismo, poco después de lanzarle una mirada impregnada de dolor mental que a José Lucrecio le intimidó. La bullaranga, que se había apoderado del lugar, fue bruscamente interrumpida por un miembro de la Policía Nacional de Colombia que a voz en cuello y agitando su bolillo instaba a los “pasajeros” a bajarse del tren.
José Lucrecio volvió a la realidad luego de un grito que sonó como un tiro.
―!Salga rápido Lucrecio, que nos esperan a todos en el patio a las ocho para la izada de la bandera!
La voz era tan chillona, que aun procediendo del corredor, atravesó la puerta del baño comunal como un cuchillo en manteca caliente, hiriéndole los oídos.
 ―¡Apúrese que hoy va a tocar el maestro Calvo, por fin le trajeron el piano!
 ―Ya voy doña Mirta, ya voy, que apenas estoy terminando de afeitarme y con ese afán suyo me voy a salir cortando…
 Esto último que dijo le causó a la vez gracia y asombro a José Lucrecio, pues no fue consciente del sesgo irónico de la frase hasta que a su cerebro retornó el eco de su propia voz en forma de pensamiento. Un tímido amago de sonrisa surgió mientras observaba ante el espejo su “sagrado rostro” de leproso.
―¡Pero soy bello por dentro! ―volvió a pensar, y aunque nadie lo hubiera imaginado en un hombre en sus lamentables circunstancias, un extraño milagro logró que, por primera vez desde que estaba allí, su rostro dibujara, con toda belleza y plenitud, una sonrisa exenta por completo de amargura.