BeLLA ViLLA
" La literatura a tajo abierto"
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Edición No. 78, mayo de 2013
Directores: Raúl Jaime Gaviria / Hernán Botero Restrepo
Publicación de Revista Asfódelo
Colaborador permanente: Rubén López Rodrigué
Correo electrónico: revistasfodelo@yahoo.comColaborador permanente: Rubén López Rodrigué
EL OLIMPO DE MI BARRIO ¿REALIDAD O FICCIÓN?
Rubén López Rodrigué
Decía Rilke en Cartas a un joven poeta que «Si su vida cotidiana le parece pobre, no se queje de ella; quéjese de usted mismo, dígase que no es bastante poeta como para conjurar sus riquezas: pues para los creadores no hay pobreza ni lugar pobre e indiferente». Traigo a colación esta cita para hablar del reciente libro de un escritor que, ajeno al divismo, no se inscribe en ese reproche del poeta. El Olimpo de mi barrio, de Fabio Zuluaga Ángel, comienza con el ascenso del narrador protagonista por la loma de su antiguo barrio y termina con el descenso de un hombre a la tumba; ascenso y descenso que metaforizan una ley de la vida: todo lo que nace muere.
Dice el narrador: «Vuelvo al barrio después de treinta años para asistir a las exequias de don Arturo el polvorero, uno de esos personajes casi míticos que habitaron este pequeño espacio perdido en el universo, que con el tiempo ha llegado a ser el único barrio de mi entraña. Lo abandoné a la edad de veinte años y me fui con mi familia a vivir a otro sector de la ciudad». Así comienza la obra cuando el autor-narrador llega al barrio caminando por la empinada carrera Mon y Velarde y a su paso por calles y esquinas la percepción de personas y cosas hace aflorar los recuerdos y lo que eran islitas en su mente se concatenan para armar un entramado literario.
De modo que el escritor extrae su tema de los recuerdos infantiles y juveniles. Después de Oro, evangelio y reino, una afortunada selección de crónicas de Indias, y de la desafortunada novela El árbol de abuelitas, Zuluaga Ángel se nos viene con un libro sobre personas comunes y corrientes, personajes insignificantes de barrio que al ser contrastados y asimilados con héroes griegos del Olimpo adquieren una grandeza insospechada. Es la magia de la literatura, palabras mágicas que como sucede en los cuentos folclóricos hacen volar alfombras. No en vano en su Historia natural Plinio decía que lo maravilloso tiene tanto atractivo como la verdad.
Se me antoja resaltar la agudeza del escritor como observador de la vida cotidiana, como rastreador perspicaz de las costumbres urbanas. El Olimpo de mi barrio, a pesar de ser atravesado por el hilo negro del velorio de don Arturo el polvorero, se compone de meritorios cuentos donde prima el estudio de caracteres sobre las costumbres de sus personajes. De esa observación cercana de la gente nace el humor —ese que va en favor de la salud y el bienestar del ser humano— y que en apuntes como el que viene sirve de paliativo a las tragedias: Don Víctor «Ya borracho, se iba a llevar a su viejo amigo el Mono Cárdenas, el comisionista del barrio, hasta su casa. Apoyada la mano de cada uno sobre el hombro del otro, bajaban tambaleándose por la empinada calle, pero cuando llegaban a la casa del amigo, este se devolvía a llevar a su amigo Víctor hasta la suya. Así se pasaban un rato, yendo y viniendo de una casa a otra, hasta que alguna de las esposas intervenía, enérgica, y daba por terminado el sainete».
Quisiera detenerme un tanto en el asunto de la observación, ya que es un elemento caro al autor. El escritor debe ser un buen observador, alguien que sabe escuchar y puede avisar del peligro; no es un profeta como en ocasiones se afirma de Kafka, por el contrario, el escritor checo era un observador profundo y sus narraciones siempre lindaban con la locura. Se puede presuponer que Zuluaga Ángel volvió al barrio de su infancia, observó cosas que antes había tenido ante los ojos muchos años atrás y registró cada detalle mínimo para imprimirlo en su memoria. Y es que un escritor debe ser un observador de lo que le rodea, incluso si lo que escribe es fantástico o ciencia ficción, pues aunque estemos en Alaska o en la Patagonia seguimos escribiendo sobre los que les pasa a hombres y mujeres, elfos o alienígenas. Pero además de la agudeza en la observación, entreveo una agradable sutileza para narrar que produce un sentimiento parecido al de la lírica. En sus cuentos corre una sutileza poética adherida al tono musical, hecho que ya le había señalado el escritor Mario Escobar Velásquez, a cuyo taller perteneció por varios años.
La brevedad de los cuentos que conforman el libro es como una quintaesencia de avinado del barrio de una infancia conmovida por hechos notorios. Es importante hablar del cuento por encima de las particularidades barriales o provincianas, puesto que apunta casi siempre a lo universal, incluso más que la novela. El cuento se rige por estructuras muy sui generis, dado que su integración es vertical, mientras que la estructura de la novela, siguiendo con el símil geométrico, es horizontal y esto último no aplica al libro en cuestión. Al decir que el cuento es vertical y la novela horizontal, evoco a Borges cuando dice que el cuento es síntesis, mientras que la novela se puede alargar hasta el infinito.
Ya se trate de las señoritas solteronas, del comisionista, del polvorero, del joyero, de la modista virgen, del electricista, no obstante la ficción al aplicarles los mitos griegos de Helios y Prometeo, Hermes y Tiresias, Hera y Heracles, Jasón y los Argonautas, Penélope y Ulises…, en las historias cotidianas de barrio, donde ellos son protagonistas, la verosimilitud de marcado carácter autobiográfico se inscribe dentro de un realismo que, por instantes, no excluye el vuelo lírico. No se trata aquí de un realismo ingenuo (como registrar lo que dice una verdulera, luego desgrabarlo y publicarlo tal cual), sino que el agobio de la realidad nacional se manifiesta con dramatismo, así sea mediante el lugar común y la obviedad.
Por otro lado, si un libro es como un organismo vivo en el que todas sus partes interactúan entre si, ignoro qué función cumple el cuento «La misa», único que no se relaciona con los mitos del Olimpo, y donde la religiosidad del autor, a lo mejor enterrada, al parecer interfiere como un lunar negro sobre la belleza y coherencia del texto.
El libro comienza y termina con el funeral de don Arturo el polvorero, dándole así un carácter de circularidad como la serpiente o dragón Ouroboros que se devora la cola, que empieza al fin de su cola y simboliza el ciclo del devenir en su doble ritmo: el desarrollo del Uno en el Todo y el retorno del Todo al Uno. Comienza con el ascenso y concluye con el descenso, pues no todo se compone de poesía, vino, rosas y luciérnagas. Esa es la trágica metáfora de la vida: todo lo que nace muere.