BeLLA ViLLA
" La literatura a tajo abierto"
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Edición No. 75, mayo de 2013
Directores: Raúl Jaime Gaviria / Hernán Botero Restrepo
Publicación de Revista Asfódelo
Colaborador permanente: Rubén López Rodrigué
Correo electrónico: revistasfodelo@yahoo.comColaborador permanente: Rubén López Rodrigué
GARCÍA MÁRQUEZ Y EL DICCIONARIO DE LA REAL ACADEMIA
Rubén López Rodrigué
Cuando Nicolás Ricardo Márquez, el abuelo de Gabriel García Márquez, no sabía contestar una pregunta del niño, le decía: «Vamos a ver qué dice el diccionario». Así fue como el futuro escritor aprendió a mirar con respeto aquel libro polvoriento, que contenía la respuesta a tantos enigmas, y se aficionó por las enciclopedias. Fue a los cinco años su primer contacto con la letra escrita, con el que había de ser el libro fundamental en su destino de escritor. Una tarde el abuelo lo llevó a conocer los animales de un circo que estaba de paso en Aracataca, su pueblo natal. Bajo la carpa grande como una iglesia, lo que más le atrajo fue «un rumiante maltrecho y desolado con una expresión de madre espantosa.
—Es un camello —me dijo el abuelo.
Alguien que estaba cerca le salió al paso:
—Perdón, coronel, es un dromedario. [...].
Sin pensarlo siquiera, lo superó con una pregunta digna:
—¿Cuál es la diferencia?
—No la sé —le dijo el otro—, pero éste es un dromedario. [...].
Aquella tarde del circo volvió abatido a la oficina y consultó el diccionario con una atención infantil. Entonces supo él y supe yo para siempre la diferencia entre un dromedario y un camello. Al final me puso el glorioso tumbaburros en el regazo y me dijo:
—Este libro no sólo lo sabe todo, sino que es el único que nunca se equivoca.
Era un mamotreto ilustrado con un atlante colosal en el lomo, y en cuyos hombros se asentaba la bóveda del universo. Yo no sabía leer ni escribir, pero podía imaginarme cuanta razón tenía el coronel si eran casi dos mil páginas grandes, abigarradas y con dibujos preciosos. En la iglesia me había asombrado el tamaño del misal, pero el diccionario era más grueso. Fue como asomarme al mundo entero por primera vez.
—¿Cuántas palabras tendrá? —pregunté.
—Todas —dijo el abuelo».[1]
Mientras la abuela, que siempre vestía de luto, poblaba su mente con historias fantasiosas de los espíritus de la casa y despertaba su imaginación, no había pregunta o inquietud que el abuelo no le contestara al niño, atendiendo gozoso sus inagotables exigencias.
Cuando el abuelo ~quien fue soldado en las guerras civiles colombianas~ le regaló el diccionario lo leyó como una novela, en orden alfabético y sin entenderlo. Se le despertó tal curiosidad por las palabras que aprendió a leer más pronto de lo esperado. Un gran maestro de música dijo que un piano debe tenerse en la casa para que los niños jueguen con él, y no es humano imponer el castigo diario de los ejercicios. Esto fue lo que le sucedió al creador de Cien años de soledad con el diccionario de la lengua castellana: siempre lo vio como un juguete para toda la vida. No como un libro de estudio.
Decía que este diccionario fue, es el libro básico de García Márquez en su oficio de escritor. Las palabras son las herramientas del escritor, el artista de la pluma escribe a la luz de las palabras. Se requiere de un buen diccionario de la lengua, además de un diccionario etimológico y otro de sinónimos y antónimos para conocer y manejar los utensilios de trabajo.
Ser escritor supone que el tejido de lenguaje no se parezca mucho al hilvanado por los demás, implica tener un estilo más o menos innovador forjado en la fragua del trabajo. Una norma básica del estilo es la palabra exacta, pues al escritor que no defiende con fiereza la precisión de cada una de ellas se le considera un impostor. Es obvio que un mayor dominio del vocabulario no lo hará mejor en su arte. No se escribe sólo con vocablos.
En sentido estricto la palabra no tiene significado sino que está en potencia de significación. No dice nada. En la frase posee un determinado sentido según el contexto en que se encuentra, puede recibir las acepciones que el diccionario le asigna, pero también otras que no le atribuye, es decir, a ese esqueleto se le pone el tejido muscular y nervioso de las nuevas significaciones. Los vocablos sólo son palabras cuando son dichas por alguien, dice Ortega y Gasset, así como un libro sólo existe si tiene un lector. Un problema es que siendo rigurosos no existen los sinónimos, un término no es igual a otro; pliego, memorial, documento y carta, que aparecen como sinónimos, tienen un significado distinto.
El diccionario es un cementerio donde yacen las palabras muertas. Y en tanto ellas implican siempre una metáfora, una trasposición de sentido, el escritor es un mago que puede convertir la momia de la palabra en un ser rebosante de vida. En el Museo del Cairo al cuerpo del faraón Ramsés II lo destruían los rayos ultravioleta y una floración parasitaria. Fue llevado al Museo del Hombre en París donde los especialistas examinaron la momia, la rejuvenecieron con las técnicas más sofisticadas de la energía atómica, la fotografiaron en alto relieve para que después se hicieran copias parecidas, la envolvieron en sus bandas de lino oriundas del antiguo Egipto, la aromatizaron con sándalos de los oasis del Sahara, la volvieron a vestir con sus indumentarias faraónicas, la atesoraron en una cabina de plástico indestructible y antiséptico con el fin de preservarla de la contaminación y la depositaron en un sarcófago para devolverla a su lugar de origen. De manera similar procede el escritor que resucita los vocablos inertes del museo de los diccionarios y los trasforma en seres donde hierve la vida plena de sentido.
García Márquez mantuvo la curiosidad por los vocablos hasta la adultez, cuando pelea a trompadas con las palabras y por lo general son ellas las que salen ganando. Esta guerra cotidiana no respeta límites: «Un pobre hombre solitario sentado seis horas diarias frente a una máquina de escribir con el compromiso de contar una historia que sea a la vez convincente y bella agarra sus palabras de donde puede. La guerra es más desigual aún si el idioma en que se escribe es el castellano, cuyas palabras cambian de sentido cada cien leguas, y tienen que pasar cien años en el purgatorio del uso común antes de que la Real Academia les dé permiso para ser enterradas en el mausoleo de su diccionario».[2]
Las palabras las crea la gente en la calle, no los académicos. Los autores de los diccionarios las embalsaman por orden alfabético, luego de capturarlas casi siempre con mucha tardía y en numerosas ocasiones cuando ya no tienen el significado que les asignaron sus inventores. Desde antes de ser editado todo diccionario de la lengua comienza a desactualizarse y por mucho que se esmeran los autores no logran echarle mano a las palabras en su carrera hacia el cajón desteñido del olvido.