martes, 8 de enero de 2013

El caminante Rellanos

GUADAÑAZOS PARA LA                             
BeLLA ViLLA            
                " La literatura a tajo abierto"     

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Edición No. 53, enero  de 2013
Directores: Raúl Jaime Gaviria / Hernán Botero Restrepo
Publicación de Revista Asfódelo
Colaborador permanente: Rubén López Rodrigué
Correo electrónico: revistasfodelo@yahoo.com


El caminante Rellanos
Raúl Jaime Gaviria

  El caminante Rellanos, arrullado por su propia música interior, avanzaba hacía el pueblo bajío. Llevaba horas caminando, sin apenas descansar. Sin duda había sido un día difícil para él, perder el empleo no es cuestión de risa y mucho menos si se trataba del empleo con el que siempre soñó: Director del único servicio de correos del pueblo, del cual era también el único empleado. Los poquísimos envíos que llegaban a Sibumey del Mar, que así se llamaba aquel pueblo perdido, tenían forzosamente que pasar por sus manos. Incluso la distribución corría por su cuenta, de ahí el apelativo de “caminante” por el cual era conocido por todos.
  Pero Rellanos padecía de una secreta perversión, que fue la que finalmente le perdió. Su curiosidad rayaba en lo morboso y siempre que llegaba una nueva carta a la oficina de correos, la emoción y la ansiedad que le invadían eran tales que iban acompañadas de un temblor intenso en todo el cuerpo, y un jadeo respiratorio parecido al que antecede al coito. La tentación de abrir las cartas y apoderarse del íntimo contenido no destinado a él era insoportable, sin embargo jamás abrió ninguna en el transcurso de los cuatro años en que desempeñó el puesto de manera impecable… hasta el día en que fue despedido. Tanto va el cántaro al agua que al fin se rompe, reza el refrán, y finalmente, después de casi cuatro años de servicio, el caminante Rellanos cedió al pecado.
  Resulta que a la oficina de correos venía llegando desde hacía más de dos años, y de manera constante, una carta semanal dirigida a un tal Álvaro del Lobo, persona que no residía en Sibumey y a la cual no había siquiera oído mencionar el caminante Rellanos en sus esporádicas visitas a los pueblos vecinos. Las cartas no tenían dirección, en el sobre solamente decían: Señor Álvaro del Lobo, Sibumey del Mar, Intendencia de Avalós, República de Lus; al no presentar tampoco remitente, las cartas no podían ser devueltas, tampoco podía destruirlas, pues según las leyes postales intendenciales, este tipo de cartas  debían de ser enviadas a la Oficina Nacional de Correos, empacadas en sobres especiales de papel acartonado con el fin de ser destruidas allí, en caso de no haber sido reclamadas en el transcurso de sesenta días después de su recepción en las diferentes oficinas locales. Los paquetes se recibían totalmente sellados y eran directamente echados al fuego, sin más preámbulos. Aunque toda carta no abierta producía su afrodisíaco efecto fetichista en la mente de Rellanos, estas últimas y misteriosas cartas se habían convertido en una verdadera obsesión, incluso había soñado con ellas en muchas ocasiones.
  Con suma excitación, Rellanos, abrió la última de estas misivas llegadas a la oficina y una mueca de horror fue transfigurando su rostro a medida que avanzaba en la lectura. La carta decía lo siguiente:

Santamaría de los Riscos.  28 de octubre de 1911

Señor:
Ricardo Rellanos
Director
Oficina de Correos
Sibumey del Mar

Estimado señor:

  Por medio de la presente me permito informarle que ha sido usted despedido del cargo de Director de la Oficina de Correos de Sibumey del Mar por haber cometido el delito de apertura indebida de correspondencia, lo que viola de manera flagrante el artículo 2341 del código penal intendencial. En consecuencia, deberá usted presentarse en la  Oficina Central de Correos de Santamaría de los Riscos a la menor brevedad luego de recibida esta carta, con el fin de efectuar la liquidación correspondiente y enterarse de las debidas instrucciones para la correcta entrega del cargo.

Director
Oficinal Central de Correos para la Intendencia de Avalós
Santamaría de los Riscos
Avalós, República de Lus

  Luego de leer la carta, Rellanos se abalanzó enloquecido sobre las otras , seis en total, dirigidas  a Álvaro del Lobo, que aún se encontraban en la oficina; todas, absolutamente todas, eran idénticas, con excepción de la fecha de encabezamiento. En medio de su conmoción,  Rellanos, el caminante, salió de la Oficina de Correos de Sibumey del Mar, carta en mano, rumbo a Santamaría de los Riscos como le había sido ordenado. Jamás se la pasó por la cabeza hacer otra cosa.
 


viernes, 4 de enero de 2013

Aura sin violetas

GUADAÑAZOS PARA LA                             
BeLLA ViLLA            
                " La literatura a tajo abierto"     

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Edición No. 52, enero  de 2013
Directores: Raúl Jaime Gaviria / Hernán Botero Restrepo
Publicación de Revista Asfódelo
Colaborador permanente: Rubén López Rodrigué
Correo electrónico: revistasfodelo@yahoo.com

AURA SIN VIOLETAS
Rubén López Rodrigué


Los escritores del boom latinoamericano se acercaron a las mujeres de distintas maneras. Un tema en boga fue el de la bruja, un ser misterioso y con la capacidad de cambiar los hilos del destino y, sobre todo, capaz de modificar para siempre la vida del hombre. En todas las culturas no falta la referencia a la mujer como conocedora de plantas empleadas como drogas o medicinas. Camaleón, hechicera, amiga del demonio, la literatura trata sobre la mujer doble: una es la mujer amarga, la bruja malvada que prepara opiáceos, quien administra yerbas venenosas; otra es el hada dulce, protectora y benefactora.
Julio Cortázar en el cuento «Circe» relata sobre Delia Mañara, una joven bruja que había matado a sus dos novios. El tercero, Mario, cree durante un tiempo que la gracia de Delia y sus vestidos despiertan el odio de la gente hacia ella. A veces Delia le sale a la ventana, a veces él la escucha reírse adentro, un poco malvada y sin darle esperanzas. Delia se deja adorar vagamente por Mario y su familia, se deja pasear, permite que le compren cosas. Un gato la sigue a todas partes, todos los animales parecen sometidos a ella, la rondan sin que Delia se tome la molestia siquiera de mirarlos, no se sabe si por cariño o dominación. Las mariposas visitan su pelo, pero la muchacha las ahuyenta con un gesto liviano. Se pasa las horas preparando licores y bombones. No ha vuelto a sentarse al piano. A Mario le divierte el mudo descontento de ella junto al piano, su aire falsamente distraído.  
Aura, una novela de Carlos Fuentes, estructurada de manera diáfana como Las buenas conciencias, también ilustra el caso de la bruja, aquel ser experto en lujuria y brebajes, que ha entregado su alma al diablo y acostumbra ingerir alucinógenos para descubrir espíritus y adivinar el destino.
Una anciana llamada Consuelo, viuda del general Llorente, contrata al joven historiador Felipe Montero para que, antes que ella muera, ordene, complete y publique las memorias inconclusas de su marido, muerto sesenta años atrás. La anciana pone una condición: que el historiador se aloje en casa de ella. La morada siempre permanece a oscuras y él debe guiarse por el tacto. Con ella vive su sobrina Aura «para perpetuar la ilusión de juventud y belleza de la pobre anciana enloquecida»
Para interpretar un aspecto particular de esta historia conviene seguir la larga tradición de los aquelarres y ritos ocultos donde las brujas guardaron grandes secretos. Voy a detenerme un poco en este aspecto por cuanto al rastrear la historia de la brujería he notado que constituye una de las evidencias de la opresión de la sociedad sobre las mujeres. De La bruja de Michelet, una de las fuentes del autor, este tomó el epígrafe para su novela corta, que dice: «El hombre caza y lucha. La mujer intriga y sueña; es la madre de la fantasía, de los dioses. Posee la segunda visión, las alas que le permiten volar hacia el infinito del deseo y de la imaginación […] Los dioses son como los hombres: nacen y mueren sobre el pecho de una mujer»
Es interesante observar que la primera imagen que Felipe Montero tiene de la habitación de la anciana evoca las estancias de las hechiceras, es una oscuridad permanente con el fulgor de veladoras que iluminan una iconografía de rabia y sufrimiento. En la habitación se encuentra además una coneja de nombre Saga, que simboliza la fertilidad y para la bruja significa su demonio familiar, el cuerpo en el que se encuentra Satanás. Pero es el gato, al que se le atribuye un gran vigor sexual, el animal predilecto de las brujas; los ojos de gatos negros fueron uno de los ingredientes de sus brebajes. En la tradición brujeril el gato ha llegado a simbolizar la encarnación misma de Satanás, ha simbolizado el mal, y por ello lo ha tenido como su demonio familiar más próximo. La novela que me ocupa se sale de esa tradición, puesto que en la primera inmolación que aparece, la anciana Consuelo mata sus demonios familiares, excepto la coneja. ¿De qué manera les corta el hilo de la vida? Tomando como víctimas de su odio un grupo de gatos encadenados unos con otros, que mueren envueltos en fuego entre las tejas y zarzas enmarañadas.
El antiguo oráculo de Delfos, el de Júpiter en Dodona, el de Esculapio en Epidauro o el de Apolo en Delos, es la voz que en Aura predice el destino a Felipe Montero, y no olvidemos que el oráculo siempre se otorgaba a través de una mujer: la sibila. De acuerdo a Michelet, la verdadera diferencia entre la sibila y la bruja es que la primera predecía el destino y la segunda lo realiza, evocando, conjurando, operando sobre él. La Casandra antigua (cuyo significado en la mitología griega era «la que enreda a los hombres») tenía el don de profetizar o predecir el destino[], lo esperaba, lo lamentaba, mientras que la bruja crea dicho futuro. Si el origen de la historia de Felipe Montero está en la pitonisa, el fin se encuentra en la hechicera, pues esta tiene su ascendiente en la primera. Principio y fin pertenecen a una mujer que posee la segunda visión. Un fragmento del epígrafe de Michelet alude a esta circularidad: «Los dioses son como los hombres: nacen y mueren sobre el pecho de una mujer»

miércoles, 2 de enero de 2013

El último episodio de la vida de Pavel Kurov


GUADAÑAZOS PARA LA                             
BeLLA ViLLA            
                " La literatura a tajo abierto"     

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Edición No. 51, enero  de 2013
Directores: Raúl Jaime Gaviria / Hernán Botero Restrepo
Publicación de Revista Asfódelo
Colaborador permanente: Rubén López Rodrigué
Correo electrónico: revistasfodelo@yahoo.com

El último episodio de la vida de Pavel Kurov

Hernán Botero Restrepo

  Imaginémonos lector, a un lector que espero que no se parezca en nada a tí, en un país utópico: Pushkinlandia, en el siglo XXIII, en el que se castigara con severas penas, a quienes cometieran crímenes de lesa literatura, de modo cruel pero no del todo desprovisto de sentido estético. A partir de estos supuestos imaginativos urdamos un episodio narrativo que podríamos resumir en las siguientes líneas: Pavel Kurov, lector impenitente de textos ilegibles, intrincadísimos y falsamente complejos, que escribiera durante muchos años denigrando de autores como Pushkin, Dickens, Pérez Galdós, Andrés Trapiello, Antonio Gala y Germán Espinosa entre otros escritores de tan admirable laya, ha sido condenado por un tribunal de justicia literaria a la pena máxima decretada por la legislación de Pushkinlandia: ser llevado a una isla desierta, provisto de unas pocas vituallas, un dispositivo para encender fuego que funciona a base de energía solar e implementos de pesca por el resto de su vida, y de algo más importante: las obras completas de un autor entre dos que se le darían a escoger; los autores serían Jacques Derrida y Antonio Machado, cada uno en su lengua original. Pensemos que una vez realizada la elección por parte del convicto,  y que como compensación de su durísima condena, el TRIBUNAL tuviera el poder de escoger un tercer autor, que de acuerdo con el estudio de la mentalidad y sensibilidad del reo condenado, podría proporcionarle un aliciente mayor que el que le proporcionaría la lectura de todo lo escrito por el autor de “De la gramatología”.  A continuación tratemos de hacernos a la idea de que Pavel Kurov es abandonado para siempre en la isla prisión, de verlo a la orilla del mar, observando cómo se eleva el helicóptero que lo transportó a la isla. Nuestro personaje se encuentra en un estado de estupefacción que le impide sentir algo que no sea esta. El helicóptero se pierde de su vista. Pero Kurov, que lo mira hasta que desaparece, ve algo que cae del cielo justo hacia el sitio en el que había sido abandonado. Al cabo de unos minutos se da cuenta de que se trata de un paracaídas, del que cuelga una canastilla dentro de la cual se destaca la forma de un paquete, el cual, al aterrizar el paracaídas, toma intrigado. No siéndole necesario rasgar la envoltura para percatarse de que su contenido son libros. Debe ser Derrida, se dijo. Rasga la envoltura y se encuentra con diez volúmenes en cuyos lomos se lee: Martin Heidegger. Gesammelte Werke. Kurov hablaba alemán, y por eso pudo traducir a su idioma  las cuatro palabras que aparecían en las carátulas y los lomos de los diez libros, aunque una amarguísima sorpresa lo esperaba: al leer debajo de Gessammelte Werke, también en alemán, ve que se trata: ¡de una traducción al griego antiguo de Parménides desde el alemán!... ¡Y él no tenía la menor noción del griego antiguo!. Entonces, sin pensarlo dos veces, recorre los pocos metros que lo separan del mar y se interna en él como lo hizo para morir Alfonsina Storni, la poetisa argentina. Concluido este texto, y qué susto me he llevado con ello, escuché una voz airada que decía: - ! A mí que no me comparen con esa ridícula poetisa… ¡Exijo el respeto que me merezco!


Sugerencia al lector atento:

¿Te has dado cuenta de que Pavel Kurov ya existe de modo potencial en el mundo de la imaginación?, ¿Qué desea que se escriba, reivindicándolo, una novela completa sobre él? ¡Te atreverías a emprender tú esta tarea? Yo por mi parte, me siento incapaz de llevarla a cabo, aunque contara con la asesoría de novelistas utópicos y anti-utópicos como: Samuel Butler, William Morris, George Orwell y Aldous Huxley.

miércoles, 26 de diciembre de 2012

EL SÁBADO QUE CAYÓ DOMINGO

GUADAÑAZOS PARA LA                             
BeLLA ViLLA            
                " La literatura a tajo abierto"     

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Edición No. 50, diciembre  de 2012
Directores: Raúl Jaime Gaviria / Hernán Botero Restrepo
Publicación de Revista Asfódelo
Colaborador permanente: Rubén López Rodrigué
Correo electrónico: revistasfodelo@yahoo.com


EL SÁBADO QUE CAYÓ DOMINGO

Raúl Jaime Gaviria


    Y cuando desperté, el paraíso había desaparecido para siempre. Con esta insólita versión del cuento monterrosiano en la cabeza, cuentan que  se levantó Domingo aquella mañana sabatina luego de haber tenido un vívido sueño de amor con su esposa, muerta el mes anterior. Cuentan que justamente ese sábado hacía veinticinco años que Domingo la había desposado en la Catedral de Rio Grande Do Sul de donde ella era oriunda.

  Cuentan que al llegar la noche, subió Domingo a su habitación luego de contar uno a uno y por segunda vez en su vida los diecisiete escalones que conducían al segundo piso de la mansión. La primera había sido la noche de bodas, mientras llevaba a su amada entre los brazos. Cuentan que en esa época él era un hombre fuerte y robusto y los cincuenta kilogramos que pesaba su esposa se le hacían cinco gracias tanto a su fuerza como a su amor. Aquella noche contó hasta diecisiete con la alegría con la que el joven aprendiz cuenta  uno a uno los billetes de su primer sueldo.

  En cambio, ese sábado, según cuentan, Domingo con un pavoroso cansancio a cuestas, contó los diecisiete escalones con el tedio del que ya no tiene nada por contar. Jadeante,  finalmente logró llegar al segundo piso. A renglón seguido dio vuelta al pomo de la puerta de la habitación principal que se abrió no sin antes emitir un chirrido inquietante y, según cuentan, el ahogado jadeo de Domingo alcanzó su paroxismo al momento de ver  la etérea figura de su mujer sentada sobre la cama, dándole la espalda.

  A pesar de la infinita e indescriptible variedad de sentimientos entremezclados que tal visión le produjo, cuentan que Domingo se armó de un valor suficiente como para acercársele. No fue sino rozarle sutilmente el hombro con su mano para que el espectro volteara su cabeza fantasmagórica y al verlo emitiera un alarido de horror de una naturaleza tal que superaba toda posible imaginación humana, desapareciendo ipso facto. 

  Cuentan que Domingo, absolutamente desquiciado ante la escena que acababa de presenciar, bajó a  trompicones la escalera con el fin de escapar de aquella casa embrujada con tal mala suerte que ese sábado cayó Domingo. Y  murió, de un fatídico golpe en la cabeza, Domingo ese sábado. Finalmente cuentan que ese mismo sábado que cayó Domingo, éste se reunió con el ánima de su amada esposa que aún no se reponía del susto.  

martes, 18 de diciembre de 2012

Mirada crítica de Andrés Trapiello a Gabriel García Márquez

GUADAÑAZOS PARA LA                             
BeLLA ViLLA            
                " La literatura a tajo abierto"     

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Edición No. 49, diciembre  de 2012
Directores: Raúl Jaime Gaviria / Hernán Botero Restrepo
Publicación de Revista Asfódelo
Colaborador permanente: Rubén López Rodrigué
Correo electrónico: revistasfodelo@yahoo.com



Mirada crítica de Andrés Trapiello a Gabriel García Márquez

Hernán Botero Restrepo


  No resulta aventurado para los lectores que no se decantan de modo exclusivo por la escritura literaria neo-barroca y mágico-realista, el afirmar que el más grande escritor vivo de España es Andrés Trapiello (1953). “Trapiello o el archi-barroco José María Caballero Bonald” podríamos decir parodiando el título de George Steiner “Tolstoi o Dostoievski”. En uno de sus diarios y a propósito de la entonces reciente publicación de las Memorias del premio Nobel colombiano, Andrés Trapiello nos muestra a un García Márquez casi vociferante, que confunde el recuerdo con la realidad y que vive en las lindes de la indefinición política, aunque siempre fascinado por el poder. El análisis que en su crítica realiza posee una solidez indiscutible, que obliga a mirar a García Márquez con ojos que no lo vean a él y a su obra de modo extático y mistificador.

  Andrés Trapiello, autor de la titánica continuación del Quijote “Al morir Don Quijote”, novelista de primera categoría, poeta de obra tan poco numerosa como excelente, ensayista de temática histórico-literaria de muchos quilates y valioso renovador del género diarístico, en su serie de diarios “Salón de pasos perdidos” se ha ocupado del hombre público y del escritor García Márquez en varios de los tomos que integran sus diarios a los que subtitula "Una novela en marcha", y lo ha hecho en dos dominios temáticos: el de la inanidad del realismo-mágico, ese engendro en el que la pretendida magia es una magia sin magos, y en el de las memorias del escritor. En lo que respecta a lo primero, Trapiello no se cansa de señalar la gratuidad estética del episodio de “Remedios la bella” y su ascensión. Claro que lo mismo podría haberse fijado en otros episodios del mismo jaez, como el de la levitación del padre Carvajal, párroco de Macondo, el de las mariposas amarillas de Mauricio Babilonia y el del nacimiento del niño con cola de cerdo, entre otros.

  Creo que hay que enterarse de que la crítica no apologética de García Márquez no se reduce a los conceptos que emitieron en su momento Jorge Luis Borges y Pier Paolo Passolini. Basándonos en esta idea, estamos dispuestos desde este blog a enfrentar el tsunami de reacciones negativas que nuestra identificación con Trapiello a este respecto pueda  llegar a suscitar. Creemos que la avalancha de elogios incondicionales de la obra de García Márquez y de su persona ha impedido que aquella sea analizada en nuestro medio de una manera más ponderada y objetiva. Sin embargo en algo difiero de Trapiello, cuando afirma que García Márquez es comparable en un sentido negativo con Vicente Blasco Ibañez. Mis lecturas y relecturas del autor de "Sangre y arena" y "Los cuatro jinetes del Apocalipsis" me han hecho ver en el novelista valenciano a un gran narrador.

N.B.

(Para quienes ignoran la tesis sostenida por George Steiner en “Tolstoi o Dostoievski”).

  Steiner sostiene que por más que haya lectores que afirmen admirar tanto a Tolstoi como a Dostoievski, en el fondo aprecian más a uno que a otro. Gustar de Trapiello y de García Márquez a la vez, no obstante, es imposible, porque hay más afinidad entre el agua y el aceite que entre el colombiano y el español, y nadie diría que se experimenta lo mismo bebiendo aceite que bebiendo agua. Esta posición hay que matizarla, si se tienen en cuenta, como debe tenérselas, obras en las que García Márquez es un autor coherente, que parece estar en las antípodas de quien imaginó a Remedios la Bella, como es el caso de  “La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y su abuela desalmada” y “Crónica de una muerte anunciada”.

  Algo muy similar ocurre entre Trapiello y el ganador del premio Cervantes de este año, José María Caballero Bonald, autor barroco este hasta donde no es posible serlo más, diametralmente opuesto a Trapiello. Pareciera que en este caso pesaron más los muchos años dedicados a la literatura por parte de un escritor nacido en 1928, que la obra renovadora  de un escritor aún joven como Trapiello, aunque no es de sorprenderse, pues el Cervantes, más que un premio parece un pasaporte de lujo al otro mundo. Aunque no hay que dejar de reconocer algunas obras de mérito en Caballero Bonald, como lo son sus memorias.

  Como última consideración, en este orden de ideas, pensamos que se ha dilatado la confrontación directa entre la obra de Germán Espinosa y la de García Márquez, lo que constituye un vacío crítico imperdonable en un medio como el nuestro, de por si precario en escritores y obras de valía.







 

viernes, 7 de diciembre de 2012

El pobre millonario

GUADAÑAZOS PARA LA                             
BeLLA ViLLA            
                " La literatura a tajo abierto"     

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Edición No. 47, diciembre  de 2012
Directores: Raúl Jaime Gaviria / Hernán Botero Restrepo
Publicación de Revista Asfódelo
Colaborador permanente: Rubén López Rodrigué
Correo electrónico: revistasfodelo@yahoo.com



El realismo de este cuento de Rubén López Rodrigué abarca toda una vida o por lo menos lo que su protagonista considera que llega a ser su auténtica vida, la de un hombre al que la suerte ha vuelto rico y el que para él esto implique una felicidad tal que sin embargo no le impide pensar en aumentar sus caudales hasta llegar al punto de fungir como mendigo, agotando todos los recursos posibles para que su mendicidad sea lo más productiva posible. El cuento ilustra a la perfección qué consecuencias puede llegar a tener en un ser humano la deformada visión economicista del mundo. Es absolutamente consecuente con su percepción de la vida, el hecho de que todos los seres que le rodean, por más íntimos que sean, sufran las consecuencias de su mórbida avaricia. La agonía del personaje lo conduce a imaginarse situaciones metafísico-religiosas en las que él nunca llega a sentirse tan solo como para dejar de considerar una especie de compañía la oculta fortuna que ha sido el objeto de todos sus afectos y obsesiones. Se trata en resumen de un cuento que siendo costumbrista no incurre en ninguno de los lugares comunes a los que nos tiene habituados este sub-género literario en Colombia desde por lo menos el siglo XIX.
Los editores


El pobre millonario
Rubén López Rodrigué

En el atrio de la iglesia una expresión lastimera con claros visos desesperados extendía el brazo con un sombrero de jipi japa, cuadro que contrastaba con la imponencia de la iglesia empezada a construir en tiempos del padre Santacruz. El mendigo de labios entreabiertos de nuevo se quejaba de que su sombrero estaba vacío (la verdad es que a cada instante se escondía la plata) mientras adentro el cesto de la iglesia se llenaba de monedas y billetes. Había sacado un inmenso beneficio monetario y afectivo de una enorme llaga en su pie derecho.

Se santiguó cinco veces con el billete de mil dirigiendo su mirar nublado hacia el alto resplandor del mediodía. Era la hora del almuerzo pero prefirió quedarse extendiendo su mano a lo único que para él valía la pena en el mundo. Sus harapos no daban la menor sospecha de que el viejo Asepio, reconocido mendigo de la Felicia, era millonario y no disfrutaba de su fortuna ni la invertía.

El atrio de la iglesia, ineludible a los culpabilizados que se compadecían de sí mismos y compadecían a los demás, resultaba más rentable que la jardinera de la Plaza de los Fundadores donde antes permanecía sentado con un líchigo bajo el brazo, parpadeando constantemente para ayudar a despertar la conmiseración.

Oprimía con su figura andrajosa, con su mirar suplicante, con su voz trémula y apagada, con su mano larga y raquítica que no vacilaba en levantar, con sus insultos cuando no le daban. Y a los más ingenuos les hacía exigencias cada vez mayores, inclusive una colaboración hasta de cinco mil pesos para comprarse un pollo y poder alimentar a su familia de lagartijas.

El reloj de la iglesia marcó las seis de la tarde. El viejo Asepio se fue camino de su caído rancho de tapia revestida de boñiga y techo de palmeras en la Calle del Níspero. Le abrió uno de sus nietos, al que no saludó. Se fue directo al comedor y empezó a bostezar.

—Hambre no es porque hace quince días me comí una mora —dijo, no sin humor.

Su desflecada mujer le sirvió una humeante sopa de arroz sin carne. El viejo Asepio la ingirió con parsimonia y lástima. Apenas el día se vistió de negro le ordenó a su mujer y sus nietos acostarse para economizar luz. Se dirigió a la pieza de rebujo. Sacó las llaves de un bolsillo de su raído pantalón. Abrió la puerta, prendió una vela, entró y le echó llave a la pieza.

Habían pasado dos horas y su mujer le tocó a la puerta para anunciarle que la nueva vecina había venido para ofrecerse en lo que pudiera servir. A pesar de que la vecina no estaba acorde con la costumbre, el viejo Asepio no se apartó de su secreta actividad, y cuando calculó que se había marchado salió de la pieza y le preguntó a su mujer en la cama:

—¿Y cómo se llama la que vino?

—Doña Matilde —respondió enojada su mujer.

—¿Y prestará platica?

Esta vez su mujer no contestó y se volteó contra la pared, acostumbrada a la misma murmuración de su marido cada vez que éste conocía a alguien.

El viejo Asepio se encerró otra vez en la pieza de rebujo y prosiguió con su actividad. A la medianoche salió de allí como un ladrón clandestino y por vez primera se percató de que las horas nocturnas ya no le resultaban suficientes para tan dispendiosa labor.

A su avaricia de ojos borrados y aspecto lastimero no le bastaba con el entierro que se había sacado treinta años atrás y que el buscador de tesoros Críspulo Buitrago, con su intuición de zahorí, habría envidiado. En aquel entonces la pala de uno de sus trabajadores tropezó con una caja de metal, y al ser informado de ello por el propio albañil, Asepio le hizo desviar la excavación:

—No siga por ahí. Siga por allá —le dijo señalándole con el dedo un lugar alejado.

En el menor instante en que vio la oportunidad de no ser visto, Asepio apartó tierra con un azadón y medio inspeccionó el cofre. Entonces supo que era enorme y sospechó que encerraba algo que cambiaría radicalmente su hilacha de vida.

—Ya pueden irse a almorzar —les dijo a los tres albañiles que había contratado, a pesar de que eran las once y veinte de la mañana.

Los albañiles, habituados a salir a almorzar a la una de la tarde, abandonaron la construcción con el asombro reflejado en sus miradas, ya que Asepio les robaba tiempo y en cambio se enfurecía si llegaban dos o tres minutos tarde y otras veces no les permitía salir aduciendo que había mucho trabajo por hacer y que en tal caso les daría plata para que comieran algo en la tienda de la esquina. Eso sí: no más de quince minutos.

—Pero ¿qué compramos con quinientos pesos? —le preguntaban, a la vez, desconcertados.

—¡Mecato! ¡Mecato! —contestaba fingiendo estar disgustado.

Estando a solas, Asepio se valió de pico y pala y desenterró el cofre. En el momento en que pudo abrir la crujiente y oxidada tapa sus ojos borrados se abrieron y se encendieron. Y prometió no volver a trabajar nunca más, pues cualquier trabajo le disgustaba y cuando lo asumía no paraba de rebuznar.

Pero la sospecha invadió al albañil que se topó, mas no descubrió, la «cosa metálica». Sospecha que se le acentuó al regresar en la tarde y percatarse que su hallazgo ya no estaba en su lugar. Únicamente el agregado de la finca de Asepio vio a éste perderse por la quebrada con una gran caja de hierro a sus espaldas, hecho que le asombró sobremanera ya que ni dos hombres muy fuertes habrían podido con el cofre. Así que el trabajador le hizo notar con discreción:

—Mire patrón, usted debió haber encontrado algo grande, muy grande. Téngame en cuenta, pues aunque no sé exactamente qué había en ese cofre, yo lo vi primero.

—No se preocupe —le persuadió Asepio con voz susurrante. Y abriendo los ojos y poniendo el índice en sus labios agregó: —Quédese callado y no se arrepentirá.

Al día siguiente las manos callosas y gruesas del albañil recibieron un crucifijo de oro, con el cual Asepio obtuvo su silencio cómplice ante los dos albañiles restantes, quienes prosiguieron en la construcción de la casa sin sospechar siquiera que allí habían encontrado el más grande tesoro jamás descubierto en la Felicia.

Con todo, Asepio pensaba que la ambición no rompe el saco y se dedicó a pedir.

En las noches se encerraba en la pieza de rebujo para admirar su fortuna, pues su vida se reducía a pedir y a contar plata. Y en lugar de dar o prestar, prefería que los billetes se pudrieran en los costales de cabuya y que las monedas se oxidaran en los cientos de tarros de galletas.

En una vejez en que nada le complacía, salvo atesorar, en el invierno de la vida, se sentía muy infeliz no obstante el tener muchísimo dinero. Le angustiaba la soledad que a él no le servía de refugio y hogar y ello se reflejaba en su tono de solitario que no se sabe escuchado. Ni siquiera su nieta Zoyla, que se preciaba de ser muy compasiva, atendió a su demanda para que lo acompañara en su última estancia en la casa de campo. «Es tan pobre que no tiene sino plata», pensaba de su abuelo.

Esa riqueza de vetas escondidas era bien superior a la de Pastor Oyola Feria, reconocido como el rico del pueblo. Su avaricia, que no daba la hora ni el buen día, llegó hasta el punto de hacer colgar un racimo de bananos de una viga del techo para que lo vieran los nietos, se antojaran y ante su pedido poder darles un rotundo «no».

Una mañana de octubre presintió su fin y se acostó en su cama de madera ordinaria a esperar la muerte. «Sin nada vine a este perro mundo y sin nada me voy», se dijo para sus adentros. Sin embargo, cuando agonizaba con esa mueca inevitable de los muertos, su desflecada mujer entró a la habitación y el viejo Asepio estiró como una garra su mano y apretó un billete de mil pesos que tenía sobre el nochero. Y pensó que mientras dure su agonía la mujer haría lo mismo de siempre cuando él dormía: esculcarle los pantalones y comprar para darles qué comer a los hijos y nietos. Pues ¿no hacía él cocinar un hueso en agua hasta al cabo de las semanas sacarle toda la sustancia?

De modo que extrajo fuerzas no se sabe de donde y se incorporó en la cama, pateó la bacinilla, se puso la misma ropa de siempre y los zapatos al revés, y se aseguró que no le faltaran en sus bolsillos los billetes arrugados; y sin importarle las protestas airadas de su mujer se largó para la finca en la que no tendría un regazo para reclinar su cabeza al morir.

El agregado de la finca, que siempre lo veía dirigirse con su líchigo colgando del hombro por la quebrada de aguas mansas y vegetación herbácea, le manifestó con voz templada y pausada en su lecho de moribundo:

—Don Asepio, usted tiene toda su riqueza enterrada. Y le están sacando el entierro.

—¡Cuál! —exclamó levantando de la mugrienta almohada su cabeza encanecida, con ojos chispeantes y desorbitados—. ¿El del chocho o el del níspero?

—El que está por la quebrada —respondió en tono burlesco el agregado. Y salió de la habitación sin decir más palabra.

El viejo Asepio se quedó maldiciendo:

—¡Ladrones! ¡Bandidos! Ahora sí me enterraron del todo. ¡Buitres! ¡Chandas! ¡Infames! ¿Qué será de mí sin la plata y las joyas que me gané? Yo las necesitaba para llevármelas al cielo aunque no las compartiera con los angelitos. Ya sin nada es como irme a los infiernos a arder en las sartenes de los demonios. ¡Ahora sí me llevó el Patas! Pero no. Esto no es un purgatorio. Tampoco un infierno, noo. El infierno está aquí, en la tierra, y no en el «más allá». ¡Criminales! ¡Infames! ¡Desagradecidos ...!

Y a la par que la muerte con su boca indolente se posaba cual chapola negra sobre el viejo Asepio, esa misma noche el agregado se fue bordeando la quebrada, guiándose con una linterna, y a pico y pala desenterró los dos tesoros. Uno al pie del árbol del chocho. Y el otro, más grande aun, junto al árbol de níspero.



martes, 4 de diciembre de 2012

Un necesario recorderis


GUADAÑAZOS PARA LA                             
BeLLA ViLLA            
                " La literatura a tajo abierto"     

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Edición No. 46, diciembre  de 2012
Directores: Raúl Jaime Gaviria / Hernán Botero Restrepo
Publicación de Revista Asfódelo
Correo electrónico: revistasfodelo@yahoo.com


Un necesario recorderis

Hernán Botero Restrepo

Haciendo un recorrido por la mayoría de textos literarios dedicados al tema de los dictadores latinoamericanos, se echa de ver que entre las novelas que se han escrito sobre ellos, no se encuentran mencionadas algunas, imprescindibles por la muy temprana fecha de su aparición y por su gran calidad literaria.


Cabe recordar que las dos primeras ficciones de esta índole son: “Cabbages and Kings” del paradigmático cuentista norteamericano O’Henry (1904) y “La voluntad de vivir” de Vicente Blasco Ibáñez, que fue impresa en 1907 y cuyos 12.000 ejemplares el mismo autor mandó quemar. A pesar de esto muchos años después fue publicada. Con lo cual se demuestra que la novela “Tirano Banderas” de Valle Inclán no fue la primera en tratar el tema de las dictaduras latinoamericanas como generalmente se ha afirmado.


La novela de O’ Henry, no muy extensa, narra la vida en el poder, hasta su derrocamiento, de un dictador centroamericano y es una obra –la única novela que escribió el autor- que merece ser tan leída como sus famosos cuentos. En lo que compete a “La voluntad de vivir”, tanto como a “Cabbages and Kings” es preciso señalar que ambas están ambientadas, como muchos años después “El Otoño del patriarca” (G.G.M), en países tropicales muy convincentes, así se trate de repúblicas imaginarias.


Más recientemente, hay que señalar el vacío que la historia y la crítica literarias han hecho en torno a la novela “Del presidente no se burla nadie”, obra para nada desdeñable del colombiano Julio José Fajardo escenificada en Haití. Por otro lado está el hecho de que solo motivos de corrección política han convertido para los investigadores en tema tabú la variopinta y carnavalesca (en el mejor sentido) novela de Reinaldo Arenas “El color del verano” en la que se satiriza el régimen castrista.


Volviendo a “La voluntad de vivir” de Blasco Ibáñez, hay que señalar que en el dominio de las novelas sobre dictadores latinoamericanos, la obra del autor de “Sangre y arena” resulta atípica, puesto que el dictador es el narrador en primera persona de la obra (como sucede en “El Doctor Francia” de Augusto Roa Bastos). En la novela de Blasco Ibañez el protagonista lo hace a lo largo de los últimos años de su exilio en París en donde rememora, desde su punto de vista, su vida como tirano.


Para finalizar, es importante recalcar que no hay que ignorar que, en el ámbito latinoamericano también se han escrito obras de ficción y no ficción de carácter panegírico sobre dictadores, y curiosamente dos colombianos se encuentran entre sus autores. Las obras “Mi compadre” de Fernando González, apología del dictador venezolano Juan Vicente Gómez y “La isla iluminada” de Jose Antonio Osorio Lizarazo, patético retrato laudatorio de Rafael Leonidas Trujillo.