sábado, 15 de junio de 2013

Del mito al cuento moderno

GUADAÑAZOS PARA LA                            
BeLLA ViLLA            
                " La literatura a tajo abierto"     

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Edición No. 84, junio de 2013
Directores: 
Raúl Jaime Gaviria  (revistasfodelo@yahoo.com); 
Hernán Botero Restrepo (boterohernan@yahoo.com)
Publicación de Revista Asfódelo
Colaborador permanente: Rubén López Rodrigué (rdlr@une.net.co)



DEL MITO AL CUENTO MODERNO
Rubén López Rodrigué


Un ejemplo de escritor comprometido es José Martínez Sánchez, autor caldense que ha sido defenestrado por el miope provincianismo antioqueño. Su mira crítica, en un estilo sin pomposidad, descorre las pesadas cortinas que impiden percibir la luz del día a fin de «elevar el nivel social de las comunidades», sin darle la espalda a las «circunstancias sociales del momento». La lectura de su último libro De García Márquez a Juan Rulfo (Bogotá, Uniediciones, 2013), nos deja esta perla: «De momento cabe reflexionar en torno a la pregunta: ¿se desperdicia el escritor cuando decide arrancar la máscara a los sanedrines de la cultura? No lo creemos. El hecho de que algunos intelectuales guarden un prolongado silencio ante la violencia espiritual que toca en la esencia misma de su identidad, propiciando en la práctica la permanencia de un orden hostil a la dinámica creadora de la vida, hace más evidente la necesidad del compromiso.»
En realidad, la militancia política de un escritor se hace difícil sobremanera por la actividad que ella implica, además de todos los aspectos de su vida institucional. Si un escritor —y ello es de suponerlo— antepone a todo la responsabilidad de su vocación, no es de esperar que asuma con la debida responsabilidad los compromisos sociales con el partido y la revolución, con la familia y su trabajo (en caso de que este sea contrario a su vocación). Un escritor auténtico ha de poner al servicio de su vocación desde la revolución hasta la familia, y todo lo demás, y no ponerse al servicio de ellas. En este sentido es razonable que, desde el punto de vista social, el escritor sea considerado un individuo anormal y, desde el punto de vista político, un individuo sospechoso, por lo que esta duplicidad no deja de ser en él algo ineludible.
En el terreno del ensayo, tras largos años de pacientes observaciones, José Martínez Sánchez levanta cortinas y recopila textos en su libro De García Márquez a Juan Rulfo, trabajo que comienza con el poeta León de Greiff y finaliza con otro poeta, Osvaldo Sauma; lo que significa que traspasa el suceso y por lo tanto lo anecdótico, alcanzando la poesía, sin por ello decir que su prosa abunde en poesía, no obstante la honda lucidez de que hace gala; reuniendo las características fundamentales del ensayista crítico: inteligencia y sensibilidad, ideología definida (marxista, psicoanalítica, etcétera), concepción estética general, conocimiento de los géneros literarios, visión crítica de la sociedad y frente a los autores.
En su periplo de director de la revista literaria Susurros, en Medellín, Martínez Sánchez no ocultó su admiración por Jaime Mejía Duque, hecho testificado porque en cada edición incluyó uno de sus ensayos. En medio de nuestra cultura occidental —más en concreto del récord blasfematorio de herencia española—, una crítica literaria objetiva como la del autor que me ocupa es un oasis en el desierto de la criticonada amañada.
En la primera parte del libro incluye reseñas que, si bien son de índole crítica, no meros comentarios descriptivos de periodistas lectores de contratapas, no motivan lo suficiente a emprender la lectura del libro reseñado, quizás porque se extraña la imagen o porque no hay un trazo profundo sobre al autor o el personaje. Las reseñas, hay que decirlo, son inferiores en calidad a los ensayos (cuya mayoría bendicen la segunda parte); pues estos nos sumen en otro cantar, nos arrullan en las letras de Rulfo, Cortázar o Bradbury.
Escribir sobre libros es parte integral de una vida literaria. Autores como Borges y Alfonso Reyes no sólo fueron creadores, también fueron grandes lectores. Reseñar un texto es una manera de darlo a conocer (con la salvedad de que ninguna reseña puede sustituir a la obra en sí), por lo menos llamar la atención sobre él, hacer constar que existe. No es cuestión de moda, de reseñar lo último que se ha publicado, como si lo nuevo fuera siempre lo mejor. El culto a la actualidad encarcela la reseña en la novedad bibliográfica y al texto con más de un año de circulación se lo manda —injustamente— al baúl de los recuerdos.
La pregunta inevitable para el lector agudo es si todos los autores que figuran en estas reseñas y ensayos han hecho méritos suficientes para acceder al fervor de la mano del autor; en sus páginas se pasean pocas estrellas o luminarias de la literatura, lo que no es óbice para afirmar que dicha obra es una afortunada síntesis entre sensibilidad, inteligencia y concepción estética.
En el año 1571 Michel de Montaigne, el creador del ensayo, decidió dar término a un largo período de cargos públicos y de servicios al Parlamento al lado de su padre, el alcalde de la ciudad de Burdeaux (Francia), para ocuparse de sí mismo. Se propuso entonces dedicarse a la lectura, en el tranquilo encierro que le permitía la torre a la entrada de su castillo, donde mandó a instalar su biblioteca, a sostener conversaciones, hábito que tanto le agradaba, así como dar algunos paseos a caballo por la región del Perigord. Así fue el comienzo de esa aventura de la modernidad que es el ensayo.
Frente a un buen ensayo un buen lector saca deducciones a cada página, a cada párrafo y hasta a cada oración. Se agudiza la imaginación deductiva y se anima su ingenio, tanto si el lector está de acuerdo con las opiniones del ensayista como si no las comparte. Los ensayos son un campo abierto, muy accidentado que Michel de Montaigne nos invita a recorrer como si fuésemos en uno de sus paseos a caballo, sin saber de entrada a dónde llevan. De ahí que leer al inventor del ensayo implica estar despojado de prejuicios, esquemas, conclusiones.
En De García Márquez a Juan Rulfo, no obstante que el autor no mira la luz del día con la óptica de un ciego, por instantes la lectura resulta como pasear por un camino pedregoso, con baches y meandros; un estilo un tanto hermético por momentos obliga a devolverse en la lectura para captar el sentido de lo que se propone hilvanar. Así ocurre, por ejemplo, en el comentario sobre León de Greiff, poeta que rompe con «otras corrientes que gravitaban en la decadente atmósfera de su tiempo».
El trabajo de Martínez Sánchez puso a la luz del día tanteos psicoanalíticos mediante conceptos nodulares como inconsciente, tánatos, complejo de Edipo; sin olvidar su trasegar por el campo del marxismo. Esto en torno a uno de los más destacados críticos literarios que ha tenido el país, Jaime Mejía Duque, y la novedad, al menos para mí, de que antes fue cuentista, como si se confirmara la tesis de que los críticos literarios suelen ser literatos frustrados, lo que no es argumento para pregonar que quienes hacen crítica son inferiores a los que escriben narrativa. Pienso en autores como Harold Bloom y George Steiner, tan acreditados actualmente como los más eximios escritores. Martínez escribe sobre algunos cuentos del autor en cuestión: «Mejía Duque exige del lector una concentración, que no siempre logra mantenerse, no porque aquél no acepte el juego previsto por el autor, sino porque éste olvida la tensión inaugural, desde la concepción de una escritura que prefiere el detalle a la intensidad de la metáfora.» 
A José Martínez Sánchez el provincianismo antioqueño, que aplica una óptica propia, etnocéntrica, hizo saltar de Medellín al terreno del cosmopolitismo bogotano en busca de más valoración humana y nuevas oportunidades editoriales.
En su ensayo «Variaciones alrededor del cuento» el autor se expone como un conocedor de dicho género literario, desde el mito primitivo hasta el cuento moderno, en la perspectiva de escritores como Edgar Allan Poe y Horacio Quiroga. De este último, el análisis del cuento «El hombre muerto» es un fraccionamiento reflexivo de lo que a lo mejor no vimos cuando pasó por nuestros ojos. A mi juicio, lo esencial aquí, además de develar lo que en el día brumoso permanecía oculto a la vista, es que empuja nuestra inercia a leer cuentos que no hemos leído y a releer los que ya leímos, atendiendo aquella proposición de Borges de que es más importante releer que leer.
Además, Martínez Sánchez demuestra que sabe escuchar las voces del mundo, que mira sus días desde el marco de la ventana literaria. Cuando se refiere a la literatura infantil, en la que ha incursionado con más de un título (traigo a la memoria la muchas veces poética novela El niño que se atrevió a volar), se muestra capacitado para recorrer de arriba abajo la obra total de un autor, como un río que hiciera florecer todo a su alrededor.