miércoles, 26 de junio de 2013

El mal de la poesía colombiana actual

GUADAÑAZOS PARA LA                            
BeLLA ViLLA            
                " La literatura a tajo abierto"     

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Edición No. 86, junio de 2013
Directores: 
Raúl Jaime Gaviria  (revistasfodelo@yahoo.com)
Hernán Botero Restrepo (boterohernan@yahoo.com)
Publicación de Revista Asfódelo
Colaborador permanente: Rubén López Rodrigué   (rdlr@une.net.co)

El mal de la poesía colombiana actual

Raúl Jaime Gaviria

La palabra crisis asociada a la poesía colombiana no es un asunto para nada nuevo. Hace pocos años, el poeta Winston Morales, en un ensayo bastante esclarecedor y que recomiendo enfáticamente, se refirió al tema en su texto titulado: Escribir poesía en tiempos de Colombia. Morales plantea la carencia de vigor y el enclaustramiento creativo del cual es víctima un género que en Colombia ha sido utilizado desde siempre por los poderes dominantes. También Juan Gustavo Cobo Borda habló de crisis en su ensayo: En un país de poetas la tradición en crisis. El siempre controvertido Harold Alvarado Tenorio en un impulso nietzcheano ha llegado incluso al extremo de declarar  muerta a la poesía colombiana.

     No es ningún misterio para nadie el hecho de que la nuestra es una poesía profundamente conservadora (en su tiempo un literato como M. A. Caro pasó por ser el más grande poeta nacional) lo cual es una contradicción en los términos; ya que si algo distingue y define en esencia a la poesía es su capacidad de liberar el pensamiento generando espacios nuevos de percepción y rompiendo esquemas conceptuales establecidos. En pocas palabras, es imposible concebir una poesía que no sea libertaria. El concepto se amplía a tal punto que hoy no son pocos los teóricos literarios que sostienen sin pudores que a la poesía no es posible enmarcarla dentro de los restringidos límites de la literatura y que esta haría parte más bien de la esfera de lo espiritual, siendo el lenguaje tan solo su precaria herramienta expresiva, pues, según ellos, por magistral que sea un poema, luego del trasvase desde su fuente primigenia al molde del lenguaje y dadas las limitaciones propias de este jamás logrará comunicar plenamente su sentido aunque pueda acercarse en mayor o menor medida. En nuestro país por lo contrario siempre ha primado, en lo que respecta a la poesía, la forma sobre el espíritu y tristemente ha hecho carrera durante años la lamentable frase de Guillermo Valencia (de indudable tufillo fascista): “sacrificar un mundo para pulir un verso”.

         En Colombia poesía y política han ido siempre de la mano. Hasta bien entrado el siglo XX no era extraño ver a nuestros poetas más “insignes” engrosando las diversas ramas de los poderes públicos, desempeñando cargos burocráticos o representando al país allende las fronteras en puestos diplomáticos. Lo cierto es que, desde siempre, en el país literario no está bien visto que el poeta desborde las fronteras de la incorrección política en materia poética, por lo menos mientras se encuentre vivo, (una vez muerto deja de ser un estorbo para convertirse en un precioso botín). De ahí el blindaje de la poesía colombiana ante los movimientos vanguardistas de las primeras décadas del siglo pasado y la cultura de gueto que ahoga toda posibilidad de apertura creativa que genere una mayor comunicabilidad  y la posibilidad de establecer un diálogo mucho más dinámico entre la poesía y otros ámbitos artísticos como el de las artes plásticas, la música, el teatro  o el cine. Es un secreto a voces que la poesía colombiana actual se encuentra estancada y se ha vuelto incapaz de asumirse dentro del entorno de la recién llegada era digital. En nuestro medio, el poeta ha perdido la capacidad de comunicar y envanecido de su propio ego ha construido a su alrededor una hermética torre de marfil hecha de brumosas palabras, que bajo falsas pretensiones estéticas, no son otra cosa que letra muerta.  La poesía colombiana de hoy es una poesía solipsista y anticuada, en la cual se mueven intereses de poder personalistas y mezquinos, más parecida al oscuro mundo de la política partidista que a otra cosa. Se recurre con demasiada frecuencia al lugar común, se teme el riesgo vital el cual es inseparable de toda poética verdadera. Se escribe con cobardía, con miedo. Se considera que escribir bien es escribir bonito o correcto sin percatarse que solo puede escribir bien quien está dispuesto a dejar su espacio de comodidad y constituirse en piedra de toque a través del tránsito por los laberintos desconocidos y siempre peligrosos de la palabra. Por otro lado, está el caso de las escuelas poéticas imperantes y el extendido epigonismo promulgado por los fundadores de dichas escuelas, que con el fin de sellar a cal y canto los muros de su hegemonía canónica, buscan promover por todos los medios a su alcance estas voces clonizadas; lo que sirve a un doble propósito como lo es resaltar la voz original y en segunda medida impedir que otras voces, con otros tonos y otras búsquedas, encuentren eco. A los derechos humanos actualmente establecidos yo sin temor alguno añadiría uno más: el derecho a la poesía. El  negarle a  un pueblo la libertad de ejercer este derecho se constituye en un crimen de lesa creación, pues un pueblo sin poesía es un pueblo sin alma, así como un pueblo con poesía huera y huérfana de sustancia vital y espiritual no puede vivir de otro modo que no sea  falso.

            La pregunta que surge a partir de este hecho lapidario es: ¿resucitará algún día? Lo cierto es que Colombia, hoy más que nunca, requiere de una poesía valiente, directa, que aluda a la realidad, que no se vaya por las ramas y que ayude a despertar conciencias.