sábado, 16 de febrero de 2013

Visitando la casa de Poe

GUADAÑAZOS PARA LA                            
BeLLA ViLLA            
                " La literatura a tajo abierto"     

xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxx
Edición No. 60, febrero  de 2013
Directores: Raúl Jaime Gaviria / Hernán Botero Restrepo
Publicación de Revista Asfódelo
Colaborador permanente: Rubén López Rodrigué
Correo electrónico: revistasfodelo@yahoo.com

VISITANDO LA CASA DE POE
Rubén López Rodrigué

Cuando visitamos la ciudad portuaria de Baltimore me encontré con una urbe encantadora, muy distinta a la que imaginaba por influencia de la prensa como una guarida de rudos boxeadores. Camino a la Casa y Museo Edgar Allan Poe y al cementerio donde se encuentra su tumba, pasamos por el inmenso estadio de béisbol The Raven (Los cuervos), transitando calles desoladas en las que eventualmente veíamos corrillos de negros.
Al bostoniano marginado ya me lo habían presentado algunos poetas de Medellín, pero esta vez íbamos a visitarlo a su casa donde su espectro debía estar en compañía de un ave agorera. Había nacido en Boston en 1809, por cuanto allí estaba de paso la compañía teatral donde actuaban sus padres David Poe y Elizabeth Arnold. El padre desapareció y la madre murió un año después de tuberculosis en Richmond, de manera que el niño quedó huérfano a los tres años. Una familia de apellido Allan se ocupó de adoptarlo.
Era octubre. En una esquina estaba la casa museo, que abrió puertas en 1949, compuesta de dos pisos, un sótano y una buhardilla. En frente de ella una patrulla con dos policías parecía a la expectativa de lo que pudiera suceder. La acera y la calle estaban salpicadas de hojas amarillentas, un indicio del otoño. Estacionamos el carro a unos cuantos metros detrás de la patrulla. La fachada de la casa era de ladrillo rojo, tres ventanas cerradas y una puerta blanca a la que se entraba por una escala de tres peldaños cuyo verde hacía juego con el matiz de las ventanas. Tenía un sótano con respiradero no abierto al público. En el techo de madera rojiza, a dos aguas y con buena inclinación, sobresalía la buhardilla, blanca como el papel, con una ventana de vidrio. A un costado de la fachada, más cerca de la esquina que de la entrada, una especie de retablo exhibía una inscripción en inglés que decía «Casa Edgar Allan Poe»; una leyenda rodeaba la foto del escritor norteamericano.
La casa, construida alrededor de 1830 en una zona campestre, hacía parte de un vecindario. Un año antes, después de su licenciamiento del ejército, Poe llegó a Baltimore, en medio de un verdadero apuro económico, a vivir con la tía viuda Maria Clemm y la prima Virginia con la que se casara contando ella trece años.
Tocamos el timbre. Un rubio ojiazul abrió la puerta, le pagamos la entrada, dos o tres dólares, nos dio instrucciones y un documento en inglés con algunos datos biográficos del poeta y la historia de la casa museo; a sus espaldas una pantalla monitoreaba la pequeña casa, pequeña pero no tanto como la casa museo de José Martí que yo había conocido en La Habana.
Subimos al segundo piso de una sola habitación con paredes blancas ornadas por cuadros, más una cámara de seguridad. Allí había estado la cocina donde a lo mejor el escritor condimentaba sus relatos esmaltados de un horror que cae como un rayo para sacudir el tedio. Había dos sillas de madera y dos cómodas con vitrinas que exhibían —si la memoria no me falla— obras del escritor y otras publicaciones de su época. En una de las paredes había un retrato de Poe con marco dorado, y en ambos lados del cuadro sobresalía un par de bifés con copas de cristal y piezas de una vajilla de porcelana con vivos rojos. Poe me miró con sus ojos ígneos como preguntándose si yo merecía poner los pies en su morada, y esto a pesar de haber leído buena parte de sus relatos; mas él insistía en decirme algo, por ejemplo que el mejor lector de mis obras probablemente había de ser la chimenea.
Para llegar a la buhardilla había que subir por una escalera de caracol. Tuvimos que agacharnos un poco para entrar al pequeño dormitorio de Poe, dotado de una cama sencilla y un escritorio de gruesa madera rústica frente a la ventana de vidrio. ¿Sería por aquella ventana que una noche de tormenta entró el cuervo de uno de sus poemas, pájaro de ala negra al que el poeta le abrió y fue a posarse solitario sobre el pálido y plácido busto de Palas Atenea, en lo alto de la puerta de su estudio, donde pronunció su única palabra, el estribillo «Nunca más», que repitió con la más melancólica monotonía, respondiendo con esa lúgubre palabra a las preguntas de un enamorado que soñaba con su amada muerta? ¿Dónde estaban la hija predilecta de Zeus y el enigmático pájaro de ébano cuyos ojos como brasas se convirtieron en un pico hiriendo el corazón del poeta?


Al costado derecho del escritorio un pequeño mueble sostenía una lámpara. Nada más. Me pregunté cómo haría quien a menudo vivía ebrio, en su condición de poeta maldito de una vida sellada por la pobreza, la tragedia y la enfermedad mental, para llegar incólume hasta allí.
Después de visitar la casa partimos rumbo al Cementerio Westminster en el centro de Baltimore. Será allí donde el poeta estaría con el ave de mal agüero, con el pájaro de antaño «torvo, desgarbado, espectral, desvaído y ominoso». Pensaba en aquel hombre que, no obstante prologar muchos de sus relatos con algunas observaciones pasajeras, se le considera inventor del cuento moderno. Atravesamos el centro de Baltimore entre cuyas edificaciones se erigía la Torre del Bromoseltzer coronada con una almena, símbolo de la ciudad portuaria como el Big-Ben en Londres.
Entramos al cementerio por una puerta de rejas negras. Un hombre parecía vigilar encaramado en uno de los muros de ladrillos ocres claros intercalados con otros de tono más oscuro. Muy cerca de la entrada estaba el monumento a Poe que tenía en el centro una imagen en relieve del busto del poeta, un bronce circular, y cerca de la base figuraba su nombre en letras blancas. Al otro lado se erigía un árbol expandiendo sus ramas de hojas rojizas, verdosas y amarillentas.

Luego pasamos a otro patio donde estaba la tumba rodeada por un tapiz de hojas de otoño. Sobre una base gris se levantaba una losa blanca rematada por una media luna con la efigie en relieve de un cuervo en homenaje a su poema emblemático El cuervo. Encima de la efigie había una inscripción de cuatro palabras borroneadas por el tiempo, pero se alcanzaba a leer The raven (El cuervo) y Nevermore, por lo que deduje que allí habían puesto el reiterativo estribillo de su poema que decía «Nunca más», o sea el pivote sobre el cual giraba la estructura del poema. En la losa estaba tallada una leyenda que traduce: «Lugar de entierro original de Edgar Allan Poe desde octubre 8 1849 hasta noviembre 17 1875»; 1849 fue el año de su muerte en Baltimore a sus cuarenta años, luego de varios días de borrachera. Debajo otra leyenda decía que allí también reposaban los restos de la tía Maria y de su esposa Virginia Clemm, muerta de tuberculosis dos años antes que el escritor y cuya enfermedad lo hizo enloquecer, llevándolo a recaer en la adicción al opio y en el alcoholismo.
Al salir del cementerio resonaba el graznido del famoso cuervo, «Cuervo errante de la Noche sepulcral» cuyos «ojos se parecen a los de un demonio que sueña». Cuando subimos al auto recordé un poema donde Borges radiografía al poeta:
 Como del otro lado del espejo
Se entregó solitario a su complejo
Destino de inventor de pesadillas.
Quizá, del otro lado de la muerte,
Siga erigiendo solitario y fuerte
Espléndidas y atroces maravillas.

lunes, 11 de febrero de 2013

El amor a la literatura

GUADAÑAZOS PARA LA                            
BeLLA ViLLA            
                " La literatura a tajo abierto"     

xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxx
Edición No. 59, febrero  de 2013
Directores: Raúl Jaime Gaviria / Hernán Botero Restrepo
Publicación de Revista Asfódelo
Colaborador permanente: Rubén López Rodrigué
Correo electrónico: revistasfodelo@yahoo.com

El amor a la literatura

Raúl Jaime Gaviria V.


Así como existen los mandamientos en las religiones judía y cristiana, de los cuales el primero es amar a Dios por encima de todas las cosas, así también en la literatura debería de existir un primero y quizás único mandamiento que promulgara en letras de oro que  para el escritor lo primero ha de ser amar la literatura por encima de todo y especialmente por encima de sí mismo. Desafortunadamente esto no se cumple la mayoría de las veces, a la literatura, con o sin paracaídas, caen toda suerte de personajes y personajillos que, pagados de sí mismos, utilizan el arte de las letras como medio y no como fin. Por supuesto que esto del ego de los escritores no es nada nuevo, siempre los ha habido que escribieron con un espejo al frente y no bien terminaban de escribir una línea pasaban a preguntarle al espejo de marras, a semejanza del cuento de hadas, acerca de quién era el mejor escritor, recibiendo de inmediato la anhelada respuesta del mágico artilugio: - tú, mi señor, y solo hasta entonces pasaban a escribir la siguiente línea. Y los hubo muy buenos  de este tipo, baste con citar a un Wilde que llegó a decir que le divertía ser un dandy, un hombre a la moda, tan solo para rodearse de las naturalezas más perversas y las mentes más mezquinas, imposible pedir más arrogancia que esto.

Pero al menos Wilde si era un muy buen escritor a diferencia del enjambre de escritorzuelos locales que, siendo poco menos que lo mismo, cuentan con sus particulares modos de estratificación pues los hay de altas aspiraciones y rojas narices que no salen de los bares más sórdidos del centro de la ciudad y allí escriben en sucias servilletas (siempre me he preguntado cómo logran hacerlo, pues nada más difícil que escribir en una servilleta) con sus dedos  humedecidos por el alcohol. También los hay que no salen nunca de los claustros académicos y creyéndose los dueños de la palabra literaria revelada consideran que todo lo escrito por ellos es tan genial que difícilmente podría ser superado en las siguientes diez generaciones. Se de uno de ésta clase que, óigase esto, dedicó un a todas luces excesivo número de páginas de su última novela (cuyo tema principal era supuestamente la vida de un prócer de la independencia colombiana) a todo lo relacionado con las orquídeas, describiendo hasta el agotamiento sus diferentes tipos de especies y variedades, sus modos de cultivo y todos los etcéteras imaginables e inimaginables, en fin, todo un tratado orquideológico más propio de un botánico que de un novelista; y el prócer, supuesto protagonista de la obra, bajo el pretexto de su gusto por dicha especie floral, pasa casi que a un segundo plano, habrase visto tamaño despropósito. Volviendo a Wilde, que como ya lo dije fue un muy buen escritor, quizás lo hubiera sido mejor, un gran escritor al nivel de un Dostoievski o un Balzac  de no haber malgastado tanta de su energía en la vanitas vanitatum de su importancia personal. Y como guinda del postre les ofrezco una anécdota acerca del escritor anglo-irlandés: habiéndosele preguntado si se había divertido en una fiesta a la cual había asistido la respuesta no pudo ser más vanidosa (sin negarle su ingenio) y fue esta: - ¡cómo no iba a divertirme si yo estaba presente en ella!

La literatura es una vocación y como toda vocación implica grandes sacrificios, de su crisol solo se derraman unas pocas gotas del fino oro de la palabra luego de torturantes jornadas y años enteros de soledad y marginación. Pues todo gran escritor es a la vez un marginado precisamente porque, dándole prelación a su verdadero amor, ha sido capaz de renunciar a los oropeles externos que el tinglado cultural pudiera ofrecerle como espurio sucedáneo de la verdadera literatura, de aquella que dignifica y hace grande al hombre, que lo eleva por encima de sí mismo hermanándolo con la humanidad toda, y aunque el arte literario no puede ni debe ser moralista, si ha de ser siempre moral, de ahí que no pueda ser considerada auténtica aquella literatura que haya sido engendrada de manera utilitaria, doctrinaria ni partidista, es decir que se encuentre dirigida a un objetivo preconcebido específico, de cualquier naturaleza que éste sea, así se trate del más altruista. Parafraseando el texto paulino de la carta a los corintios y asimilándolo a la literatura ésta no ha de ser jactanciosa ni envidiosa y mucho menos interesada  o irritante. En fin, que la literatura sin corazón no puede ser menos que descorazonadora y falsa. Por mi parte prefiero mil veces lo peor de Dostoievski a lo mejor del más afamado de los escritores académicos que haya existido en la historia.

martes, 5 de febrero de 2013

La muerte del Niño de la Purísima

GUADAÑAZOS PARA LA                            
BeLLA ViLLA            
                " La literatura a tajo abierto"     

xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxx
Edición No. 58, febrero  de 2013
Directores: Raúl Jaime Gaviria / Hernán Botero Restrepo
Publicación de Revista Asfódelo
Colaborador permanente: Rubén López Rodrigué
Correo electrónico: revistasfodelo@yahoo.com


La muerte del Niño de la Purísima
Hernán Botero Restrepo

I
El Niño de la Purísima iba a torear por última vez en su vida y en la plaza de la Real Maestranza de Sevilla, esa tarde de un domingo de noviembre de 2011.  El coso taurino se encontraba a rebosar de aficionados a la fiesta brava, si bien es cierto que si la corrida hubiese sido anunciada unos años antes, cinco o seis a lo sumo, antes de que comenzaran a agitarse las aguas del movimiento anti-taurino no hubiese habido un espacio más en las graderías, ni tanto sol para tanto sol, ni tanta sombra para tanta sombra; en lo concurrido de la fiesta mucho tenía que ver el handicap de toros descabellados por el diestro de marras, digno de figurar, de haberlo, en un libro de records Guiness de los toros. Además se debe tener en cuenta las ocasiones en que el Niño de la Purísima había escapado por los pelos de la muerte en los ruedos. Pero esto no era todo, la legendaria devoción a la Virgen de la Macarena (cosa que no veían con agrado ni los toreros ni la afición de izquierda) llegaba hasta el punto de que algunos de sus admiradores católicos prácticamente lo habían nominado para que llegase un día, ya fallecido, a los altares, convirtiéndose en el primer santo torero del calendario católico- romano de la historia.

II
A eso de las cinco y cuarto de la tarde, flamígero en su traje de luces, el Niño de la Purísima se aprestaba a pisar la arena, pero no sin antes dirigir una mirada piadosa a una efigie en yeso coloreado de Nuestra Señora de la Macarena que se hallaba colocada en una pequeña hornacina. Describir como sorpresa la actitud del diestro frente a las palabras que pronunció la imagen cuyos labios vio moverse sería incurrir en un eufemismo, atónito quizás sea una expresión más adecuada para la situación. Dichas palabras fueron estas: - en dos días estarás con nosotros en el paraíso; fue debido al “nosotros” que el torero alzó la cabeza y contempló el pequeño crucifijo de bronce que colgaba a unos pocos palmos de distancia sobre la imagen de la Macarena. El crucificado no habló, pero si inclinó la cabeza en signo afirmativo, volviéndola a levantar para que quedara en su posición original, con la cabeza reclinada sobre el hombro derecho.  ¡Qué sea lo que haya de ser! se dijo el matador en un mar de confusión, -no voy a eludir mi destino ni a morir como un cobarde, lo que más siento es no entender ni a la Virgen ni a su Hijo, en el caso de que no haya sido víctima de una alucinación. Lo que más me intriga de todo son los dos días, ¿a partir de cuándo empiezan a correr?, ¿y si voy a morir en cuarentaiocho horas, estas ya comenzaron a correr?, esto me lleva a pensar que mi muerte coincidirá con el plazo del que me habló la  Virgen. Pero lo que sucedió no se lo esperaba el diestro, la corrida fue un éxito total desde el punto de vista taurino, nunca antes su valor y su destreza habían brillado con tanto esplendor.

III
Ya es de noche, han transcurrido casi cuarenta horas después de la última corrida del Niño de la Purísima; en el lecho nupcial éste no pudo vencer la tentación de contar a su mujer su experiencia o que él había creído que lo había sido con la Virgen de la Macarena y su divino hijo. Sin agregar ninguna razón o motivo, le pidió que no divulgara a nadie lo que le había referido. Paloma dijo que estaba bien, que no se lo contaría a nadie. Serían las dos y media de la mañana cuando la pareja se fue quedando dormida.

IV
El escenario de este episodio sigue siendo la alcoba matrimonial; podrían ser las cuatro de la mañana cuando Paloma fue despertada de su sueño por unos jadeos y quejidos que se escapaban de la boca del Niño de la Purísima. ¿Qué te pasa Roberto?, le preguntó, a lo que Roberto (que era el nombre civil del torero)  respondió: - es el corazón que se me quiere reventar, es la dolencia que se inició desde los catorce años, la taquicardia, pero aumentada mil veces en intensidad, avisa inmediatamente al doctor Mejías. Paloma echó mano del teléfono que estaba colocado sobre la mesita de noche contigua a la cama, y marcó el número del doctor Mejías, que se sabía de memoria. Desgraciadamente al colgar la bocina – el médico le dijo que iba para allá inmediatamente- el Niño de la Purísima exhalaba su último aliento.

V
Paloma contaba con una amiga de toda la vida, Julieta, a la que contaba todas sus cosas y  la que a modo de retribución le contaba todas las suyas; pasados unos días, más bien pocos, de la muerte del Niño de la Purísima, la viuda  sintió el irreprimible deseo de espontanearse con su hermana en la amistad y violó el sigilo que había jurado a su difunto compañero; le contó entonces a Julieta lo que la Virgen de la Macarena, según su marido, le había contado a éste, no sin dejar de albergar en su interior alguna duda, aunque con la condición de no transmitírselo a nadie. La amiga la escuchó y prometió a su vez quedarse callada al respecto ante cualquiera, pero Julieta no sabía guardar secretos y en dos días se lo comunicó a un tal Jairo Nieto, que a pesar de prometer ser como una tumba a propósito del relato de Julieta lo difundió en un círculo de periodistas del que era miembro mi amigo el narrador en tercera persona de mis cuentos: A-Z, el cual apenas esperó a que acabará la historia para pedirme que yo la escribiera y fueron tales sus argucias y empeño en que lo hiciera, que la escribí y el acabó narrándola (el narrador en primera persona: Z-A se lamentó por no poder hacerlo él, pero vio que el cuento, de escribirse – pues iba  a ser un cuento- no podría serlo más que por mi narrador en tercera persona, con quien vive disputando … y confieso que a veces me involucran en sus discusiones narratológicas a mi pesar.

VI
En fin, el cuento está escrito, apreciado lector, y ojalá sea de tu agrado. Eso sí, te suplico encarecidamente que después de que lo hayas leído hagas hasta lo imposible por no contárselo a nadie. Es que no deseo que se agregue un eslabón más a la cadena de infidencias que ha rematado en el de este cuento.

Adenda:
V.S. Naipaul renunció a escribir novelas, antes de su gran riffiuto escribió algunas tan excelentes como “Una casa para el señor Biswass”, posiblemente, al contrario de lo que aduce públicamente, por motivos análogos a los que me han dificultado en extremo las relaciones con mis narradores en primera y tercera persona así como las relaciones entre ellos mismos.

viernes, 1 de febrero de 2013

Orígenes de la tertulia

GUADAÑAZOS PARA LA                            
BeLLA ViLLA            
                " La literatura a tajo abierto"     

xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxx
Edición No. 57, febrero  de 2013
Directores: Raúl Jaime Gaviria / Hernán Botero Restrepo
Publicación de Revista Asfódelo
Colaborador permanente: Rubén López Rodrigué
Correo electrónico: revistasfodelo@yahoo.com


ORÍGENES DE LA TERTULIA
Rubén López Rodrigué

La palabra «tertulia» se originó en el siglo XVII, hacia el año 1650, en el reinado de Felipe IV en España. Al poco tiempo de subir al trono, el monarca se entregó de lleno a los saraos, devaneos amorosos y otras diversiones. Los negocios del Estado los había dejado en manos de su valido el Conde-Duque de Olivares. Efraín Gaitán Orjuela en su Biografía de las palabras nos ofrece una luminosa descripción sobre la tertulia: «Para descansar de una fiesta y preparar otra, el rey se entregaba a las obras maestras de la literatura, llegando a adquirir al cabo del tiempo gran cultura, la que lo llevó a favorecer todas las manifestaciones artísticas. Estas aficiones del monarca, como es natural, se reflejaban en la sociedad, que marchaba en todos los países al compás que le marcaba la Corte. Los grandes vivían en la dulce ociosidad de sus castillos, donde imitaban el lujo y las diversiones del Palacio Real. El amor del rey por la literatura encontró eco igualmente dentro de la gente ilustrada y entre los que a toda costa querían ponerse a la altura de la moda reinante. Así se acrecentaron los círculos y aumentaron los sitios de reuniones de artistas y literatos. A estos últimos les entró por aquel tiempo la afición de leer, estudiar y analizar las obras del célebre apologista y heterodoxo latino Tertuliano», famoso por su célebre frase  credo quia absurdum est (“creo porque es absurdo”).
¿Quién era Tertuliano?
Quinto Septimio Florencio Tertuliano era un apasionado escritor eclesiástico, nacido en Cartago en el año 155, hijo de padres paganos que le costearon una sólida formación en Derecho. A los cuarenta años se convirtió al cristianismo y retornó a su ciudad natal donde se dedicó a difundir la nueva fe, haciéndose padre de la Iglesia. En sentido amplio, se les llamó padres de la iglesia a clérigos y escritores latinos que explicaron los fundamentos de la nueva fe y defendieron las bases de la naciente iglesia. Famoso como jurista en Roma, Tertuliano era un apologista dotado con las joyas de la retórica, un ser armado de brillante imaginación y patética elocuencia, un abogado y polemista atestado de fanatismo que terminó por sentar oposición a las sectas no cristianas y combatió el paganismo con la habilidad de la palabra y la agudeza de su pluma.
Marco Tulio Cicerón, el ecléctico más importante de su tiempo, quien vivió dos siglos antes, apadrinó un eclecticismo que aceptaba las doctrinas de Platón sobre el alma y otras corrientes filosóficas. Contribuyó de manera notable a difundir la ciencia y la filosofía griegas, innovando la terminología latina filosófica. Por el contrario, Tertuliano argumentaba que Platón era el patriarca de los herejes y Jerusalén nada tenía que ver con Atenas puesto que el cristianismo no se enlazaba con la filosofía griega.
Desfilaron catorce centurias. En el siglo XVII, en la época de Felipe IV en España, el estilo imperioso y brillante de Tertuliano sirvió de razón poderosa para que los congregados dedicaran parte de su tiempo a estudiar, analizar, citar y comentar sus obras. En ocasiones, al citar su nombre lo llamaban con acento enfático Ter-Tuliano, o sea tres veces superior a Marco Tulio Cicerón. Por asociación denominaron «tertulia» a la parte del teatro llamada hasta entonces 'desván', donde se sentaban los espectadores, y también a las reuniones donde los eruditos se codeaban con los escritos del pensador romano. Y a quienes concurrían a las reuniones se les nombró «tertulianos» por las reiteradas veces en que invocaban a este apologista latino del cristianismo.
La Royal Society de Londres había cerrado los oídos a tantas maravillas cuya única base era los rumores imprecisos y los relatos que circulaban de boca en boca, había cerrado los ojos a narraciones sin ningún límite de imaginación, iladas por ingenuos corremundos que llegaban desde las tierras más variadas, a monos reidores y perros rabiosos, a historias personales en torno a lo sobrenatural.
Las polémicas que se venían sosteniendo desde cuarenta o cincuenta años atrás en esta Sociedad y en la Academia de Ciencias de París, se alojaban como huéspedes de honor en la admiración del marqués de Villena y aristócrata español Juan Manuel Fernández Pacheco y unos amigos suyos que venían realizando tertulia desde 1711. Por sus mentes cruzó la idea de que una actividad parecida podía efectuarse en Madrid. En cada época existen unos esquemas mentales y para las concepciones, prejuicios y creencias del período que me ocupa la inclinación de don Juan Manuel por la lectura y la escritura sonaba como rara avis. Su gusto por las artes y las ciencias se consideraba estrafalario.
Para no aburrirse en el verano, comenzó a reunir en su palacio de la Plaza de las Descalzas a un puñado de amigos con quienes se propuso debatir sobre letras, artes y ciencias. Para dar un fin práctico a las tertulias decidieron conformar una academia dedicada a las artes y las ciencias; privilegiaron la lengua, el instrumento para escribir sobre cualquier tema. La ortografía era preciso delimitarla con etimología, pronunciación, concepciones lógicas y cómo la usaban quienes mejor habían escrito. Había necesidad de establecer el armazón de la gramática y compilar un gran diccionario donde cada palabra tuviera el espaldarazo de autores consagrados. Las discusiones gravitaban en torno al idioma y la tertulia derivó en una academia de la lengua. El marqués Fernández Pacheco fue apadrinado en su proyecto por el rey Felipe V. Así se creó la Real Academia Española el 3 de octubre de 1714.
Al cumplir la noción de «tertulia» un siglo de ser una tea que alumbraba un aspecto de la realidad, el escritor y poeta dramático español don Nicolás Fernández de Moratín instauró un deleitoso conglomerado con los literatos más rutilantes de la época. Se creó al estilo de academia bajo el rótulo de Tertulia de la Fonda de San Sebastián. Esta tertulia fue un caudal que afluyó en el torrencial río de la literatura española.

lunes, 28 de enero de 2013

La extraña pesadilla de Marcel Duchamp

GUADAÑAZOS PARA LA                            
BeLLA ViLLA            
                " La literatura a tajo abierto"     

xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxx
Edición No. 56, enero  de 2013
Directores: Raúl Jaime Gaviria / Hernán Botero Restrepo
Publicación de Revista Asfódelo
Colaborador permanente: Rubén López Rodrigué
Correo electrónico: revistasfodelo@yahoo.com

La extraña pesadilla de Marcel Duchamp

Raúl Jaime Gaviria

 M. D. :
  Recuerdo que tuve una extraña pesadilla justo la noche anterior a recibir el gran premio a las artes  por parte del gobierno francés, por los méritos de la obra de toda una vida dedicada a la creación artística. Esto sucedió en el cenit de mi vida.  Me soñé como un fracasado viviendo de la caridad de mis amigos bohemios del Barrio Latino, borracho y drogado. Y dentro del mismo sueño recuerdo, que luego de una juerga de miedo, cuando caminaba hacia la pensión de mala muerte donde vivía, tropecé violentamente con algo que no puedo precisar, una piedra quizás o un gato muerto. Lo cierto es que caí hacia adelante partiéndome la frente. Contrario a lo que mis creencias de buen ateo me hubiesen dictado de haber estado en condición de plena vigilia, el sueño no terminó ahí sino que desperté, en el sueño, como si todo hubiese sido un sueño y nada más. Era el día anterior a la inauguración de la exposición donde presentaría mi máxima creación, la obra donde, sin duda alguna, había logrado condensar todo mi genio y con la que habría de establecer un nuevo paradigma artístico que rompería con todos los esquemas establecidos para el arte moderno, me refiero obviamente a mi famoso orinal. El sueño replicó con precisión cada uno de los sucesos acaecidos ese día, y dejó de ser fiel luego de acostarme y soñar. Me soñé en el sórdido bar de "Les cocottes" del Barrio Latino,  yo tomaba ginebra barata con un joven artista X que había conocido hacia un par de años en ese mismo bar. Estábamos casi borrachos, al menos yo lo estaba, y no es ningún secreto para nadie que me conozca bien que la prudencia no es una de mis virtudes cuando estoy ebrio. De ahí que le contara yo a mi amigo, con pelos y señales, el proyecto artístico que tenía entre manos. Le hablé de la instalación del orinal y le explique lo mejor que pude en mis alcoholizadas palabras semi-inteligibles  la teoría del arte conceptual. Por esa época de mi vida no poseía yo contactos de valía dentro del medio parisino de las artes, contrario a mi amigo que, y esto era vox populi, se había hecho amante nada menos que de Paul  Montoille, el arribista y repulsivo mandamás del  Museo Y.  Ni un trazo ni un pincelazo se realizaban por la época sin que por la mente de los artistas cruzase primero, así fuera de manera involuntaria, la ceñuda figura de Montoille. Lo cierto es que en mi pesadilla  este joven y desconocido artista X, aprovechándose de la confidencia que yo le había hecho, salió corriendo a contarle a su amante todo acerca de aquello del arte conceptual y lo del orinal. Cuando me enteré a través de un amigo en común que en el Museo Y se abriría pronto una exposición de X, no dejé de extrañarme al no haber sido invitado y esto lo asocié con el hecho de no haberlo vuelto a ver por el bar. Como la invitación era cerrada no pude asistir la misma noche de la inauguración, aunque a la primera hora del día siguiente me aposté a la entrada de la galería esperando a que abrieran, tal era mi curiosidad.  En el mismo instante en que el guardia de seguridad abrió las puertas percibí a alguien que pasaba como un rayo al lado mío, tan veloz que cuando miré solo pude verle de espaldas, aunque creí reconocer en su figura escuálida a X, el artista joven. Luego apareció  el Director de la galería, a quien yo conocía, y quien personalmente me condujo a la sala donde tenía lugar la exposición. Aquí terminó el sueño y comenzó la pesadilla pues de lo que se trataba era de la instalación que había surgido de mi inspiración y por la cual daba por seguro el que recibiría el reconocimiento como reformador absoluto del arte moderno y nuevo apóstol de ese nuevo credo llamado "arte conceptual". ¡ Había sido vilmente traicionado por ese detestable insecto con nariz de arrendajo y figura de lombriz ! , jamás se lo perdonaría, pero ¡ah! lo mejor sería que se tuviera firme, pues yo no pensaba quedarme quieto ante tamaña afrenta, este caso lo llevaría hasta las últimas consecuencias, apelaría a los estrados judiciales, era un crimen que clamaba al cielo, un delito de lesa creación. Mientras mi mente elucubraba ya todo tipo de estrategias de venganza  toscas y sutiles, un personaje, como salido de la peor pesadilla surrealista (y en verdad que esta lo era) apareció en escena. Era el joven artista X, con el torso desnudo, quien impasible se acercó al orinal con su andar de jirafa vieja y sin pudor alguno se bajó la bragueta del pantalón, extrajo su miembro y miccionó dentro del orinal por espacio de más de un minuto. Debo confesar que quedé pasmado a la vez que admirado con este acto y mi sentimiento llegó a su cumbre cuando el Director de la galería, que se encontraba a mi lado, me susurró al oído estas palabras que a pesar de haber sido tan solo soñadas jamás olvidaré:  -Y lo más sorprendente es que el orinal funciona perfectamente, el plomero hizo un trabajo estupendo conectándolo a la tubería del edificio, definitivamente este artista es un genio, ¿no le parece Duchamp?. A lo cual yo le respondí torciendo la boca irónicamente: - tiene usted razón, es al menos tan genial como la última melodía sub-acuática producida por la orquesta que se hundió con el Titanic.  Y con esto desperté de una pesadilla que aún no me abandona. 

viernes, 18 de enero de 2013

A las águilas no se las llama por teléfono


GUADAÑAZOS PARA LA                            
BeLLA ViLLA            
                " La literatura a tajo abierto"     

xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxx
Edición No. 55, enero  de 2013
Directores: Raúl Jaime Gaviria / Hernán Botero Restrepo
Publicación de Revista Asfódelo
Colaborador permanente: Rubén López Rodrigué
Correo electrónico: revistasfodelo@yahoo.com


«A LAS ÁGUILAS NO SE LAS LLAMA POR TELÉFONO»
Rubén López Rodrigué

Milan Kundera decía que «Desde Don Quijote hasta Ulises, la novela cuestiona lo que el mundo quiere hacernos creer»; yo cuestiono lo que vanagloria la tertulia literaria Los Octámbulos. En cada reunión (habitualmente leíamos cuatro o cinco) cada uno entregaba una fotocopia de su texto a los miembros presentes, y luego de sortearse con fichas el orden de lectura (y a la vez la rifa de libros, cuando la había), el autor lo leía en voz alta mientras los demás lo íbamos siguiendo, señalando todo aquello que nos pareciera desafortunado o erróneo desde el punto de vista literario, estético, lógico, gramatical, sintáctico, estilístico, semántico y ortográfico. Concluida la lectura, iniciábamos la discusión sobre el texto con las sugerencias que el autor podría aceptar o rechazar.
Debo reconocer que, en la mayoría de ocasiones, las discusiones en la tertulia tenían el brazo largo para refinar poemas, lograr sonoras poesías, cincelar prosas, obtener un lenguaje más depurado, menos cubierto de bordados victorianos, aunque en esa poda a veces sintiéramos que se nos iba un pedazo de nuestra alma, pero con el premio de sacudirse de la despatarrada ausencia de forma. Era una especie de cocina de la escritura.
Durante el minucioso trabajo de taller, que solía durar hasta la medianoche, del cual ya dudo mucho que fuera sano y sin saña, que se distinguiera al danzante de la danza, se originaban con frecuencia encendidas discusiones que solo en apariencia se olvidaban al poco rato. Me parece que todos teníamos nuestro papel en esa tragicomedia, como todo sujeto aparecimos comprometidos con un juego que no tramamos. Si hablo aquí de un «nosotros» ya no era en el sentido de un grupo de amigos, sino de personas que compartíamos unos estilos de vida con virtudes y defectos. 
En el consensuar o disentir criterios, en realidad lo que se hacía eran correcciones a los textos que presentábamos los tertulianos, no crítica literaria pues no existían herramientas teóricas para ello. Creo que era un mérito insistir en la economía expositiva, pero sin caer en un mutismo desesperante; eso sí, manteniendo una claridad y un orden cartesianos.
Pero no creo en quienes pretender despachar el trabajo literario a través de meras intuiciones o que escriben para ganar concursos. Aspiran al divismo, como expresión de la medianía, aquellos que buscan a escritores de fama para obsequiarles su libro («¡Descúbrame!»), aquellos que le hacen varios lanzamientos («¡Admírame!»), aquellos que se hacen invitar a eventos de escritores («¡Ámame!») Sé que mis palabras son duras como la inscripción de una moneda, pero levanto el guante de este desafío ante fuerzas bárbaras (bien sea de adentro —más por inocencia—, o bien sea de afuera —más por malicia—) siempre listas para resurgir y hacer decaer algo tan sublime como la literatura. Digámoslo sin rodeos: el afán de reconocimiento, el esmero más por darse vitrina que en crear una obra perdurable, me hace pensar que la ostentación no suele estar respaldada por un trabajo serio, porque quienes la encarnan viven ocupados en conseguir información para «demostrar» que saben de todo.
Los arribistas y advenedizos pretenden caer en paracaídas a la literatura y les convendría saber que alguna vez, en una playa chilena, Julio Cortázar vio de lejos a Vicente Huidobro y no quiso presentarse para no molestarlo. Sabiamente escribió: «Hay tantas maneras mejores de conocerse, cosa que ignoran los afanosos concertadores de citas, a las águilas no se las llama por teléfono»
Es innegable que la tertulia se había convertido en una fábrica de saber, pero también en un laboratorio de imposibilidades. Aportábamos críticas, comentarios, análisis, reflexiones; pero también señalamientos allí donde había un hipérbaton, una frase hecha, un anacronismo, un barbarismo, un estereotipo, etcétera. Mediodía es la hora en que el sol está más alto sobre el horizonte, medio día es la mitad de un día; distinciones como esta (y nadie como Alonso Mejía para concebirlas) eran las que   hacíamos florecer en la tertulia. Mas este saber se veía mancillado cuando a un tertuliano, que llevaba años investigando y escribiendo sobre un determinado tema, le decimos que una afirmación suya era falsa porque su referencia no la habíamos visto o comprobado personalmente, como si la esencia fuera visible a los ojos; aunque no puedo desconocer que en el parecer está la esencia, lo que ocurre es que hay que saber leerla. De todas maneras, esa fábrica nos había aportado un ingrediente a nuestra escritura: la claridad de diamante, sin adornos superfluos y de mal gusto.
A lo mejor estábamos «confundiendo con algo firme un espejismo del deseo» (Gesualdo Bufalino). Lo que sé es que sí debí empezar a jugar esa partida, siguiendo a Borges cuando afirma que «El destino del escritor es cursar el común de las virtudes humanas, las agonías, las luces: sentir intensamente cada instante de la vida» Pero llegó un momento en que estimé que ya era un ciclo realizado y concluido, con la apreciable ganancia de saber que había recibido perlas de conocimiento, pero a la que además había aportado mi máximo esfuerzo. El hecho de ser el único en no poseer un título universitario no me había impedido ser de los más activos a la hora de corregir textos de otros, ni era óbice para que yo, autodidacta convencido, fuera el único que hubiese presentado un escrito en cada tertulia, salvo por motivos de fuerza mayor, como ocurrió cuando viajé a los Estados Unidos y pude visitar la casa museo de Poe, sobre la cual escribí una crónica. Por este grupo había sacrificado intereses personales, mientras otros habían sacrificado el grupo por sus intereses.
Siguiendo a Lacan cuando afirma que «uno no es lo que dice, sino lo que hace», eran los hechos los que dictaban las decisiones y por motivos como la felonía, la medianía, la aspiración al divismo, las errancias y extravíos, el envilecimiento por el patético arribismo, después de diez años de haberla convocado, anuncié mi retiro definitivo de la tertulia de Los Octámbulos. Y entre tanto continuaré enhebrando este tapiz de la escritura que no termina nunca, con la inextinguible aspiración de seguir mejorando mis imperfecciones.

miércoles, 16 de enero de 2013

No solo de Bach vive el hombre


GUADAÑAZOS PARA LA                            
BeLLA ViLLA            
                " La literatura a tajo abierto"     

xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxx
Edición No. 54, enero  de 2013
Directores: Raúl Jaime Gaviria / Hernán Botero Restrepo
Publicación de Revista Asfódelo
Colaborador permanente: Rubén López Rodrigué
Correo electrónico: revistasfodelo@yahoo.com



No solo de Bach vive el hombre

Hernán Botero Restrepo


 Nietzsche escribió alguna vez
 (no lo cito al pie de la letra)
 que la música de Bach miraba hacia atrás,
 al medioevo,
 con una cara y con otra
 hacia el futuro.
 Estoy de acuerdo,
 Nietzsche acertó al decirlo,
 él, que en tantas torpezas incurrió
 cuando hizo alusión a los músicos.
 También escribió Nietzsche,
 (nuevamente no es al pie de la letra
 que lo cito), no es necesario hacerlo,
 que España, el país que había dado al mundo
 una música tan resplandeciente
 como la de “La Gran Vía” de Federico Chueca
 tenía asegurado un gran futuro.
 En esto me doy la mano con el autor de “El viajero y su sombra”.
 Yo puedo gozar con Bach,
 mi ídolo en música,
 pero ello no me impide
 sentir que me pervade la alegría
 si escucho  “La Gran Vía”
 del luminoso Chueca,
 y hay en ello algo más que lo que dice,
 según el evangelio,
 Jesús, al afirmar:
 “Dad a Dios lo que es suyo
 y a César lo que le corresponde”
 como si a este se le debiese algo.
 (Bach no es Dios ni Chueca es ningún César).
 Por ello soy capaz de disfrutar a la par
 “El elixir de amor” de Donizetti
  y “ La condenación de Fausto” de Berlioz,
 sin que me sienta para nada confuso
 al escuchar las bellezas de estas óperas,
 cada una en su dominio,
 y con su grado de maestría.

 Coda:

 Pero lector,
 no creas
 como Nietzsche,
 que la más bella música
 puede cambiar el destino de un pueblo.
 Cuantas no son las cosas necesarias
 para que un sueño así
 se transmute en futuro.
 Lo mismo afirmaría
 con mi mente, mi alma y mi sentir
 frente a Mozart y Ernesto Lecuona.
 ¡Que obras maestras son las zarzuelas del cubano !
  Y sin pudor alguno me atrevo a decir
 que si el mago de “La flauta mágica” regresara a este mundo
  de seguro, gozaría como el que más
  con “María de la O” y “Rosa la china”.